martes, 7 de abril de 2009

Un amigo gástrico (Y)

A los creadores del Excedrin. Para que encuentren en una futura píldora anti-estomacal, la misma eficiencia que acaba con los dolores de cabeza. Ninguna farmacia me ha bendecido hasta ahora, y la verdad, ya estoy cansado.
Hay seres humanos que escogen parte de su cuerpo para mostrarse al mundo. Hombres que se matan en el gimnasio tratando de tallar un torso fornido que funcione como carta de presentación. Mujeres con piernas de acero, que conocedoras de su encanto, visten minifaldas hasta en invierno. O gente de ojos hechiceros, que no tienen pierde. También hay ejemplos desde la otra perspectiva. Personas que no pueden disimular su protuberante boca, su antiestética nariz, su lamentable discapacidad dibujada en alguna extremidad. Ellos son eso: unas piernas, unos ojos, una nariz. Yo soy mi estómago.

Lo mío no va con el físico. Mis complejos hace rato desaparecieron, sucumbiendo a la cruda realidad. Lo mío es interno. Quisiera poetizar y señalar a mi corazón, pero lo mío es gástrico. Soy mi estómago, y lo seré hasta la muerte.

Mi estómago domina mi mundo. Es el único capaz de dictarme una orden, y sin importar mi ánimo ni mis quehaceres, le hago caso. Tengo una relación dependiente con él, y se las ingenia para aparecer en los momentos más inoportunos. Es imparcial, y sus punzadas no distinguen ni las madrugadas. Es inquebrantable, pues su dolor no lo cura ni el Plidán ni ninguna pastilla de la que tenga conocimiento. Es agridulce, a veces apacible y a veces cruel. En ocasiones parece que le disgusta mi felicidad, y arremete cuando estoy por hurgar en un escenario anhelado. Y hay momentos en que detesta mi tristeza, y cuando toco fondo, asoma con un malestar tan fuerte que hasta mis preocupaciones parecen mansas palomas.

He llegado a pensar que mi cerebro es tan fuerte que muta en mi estómago, y traslada todo lo que soy y seré, a retorcijones, estreñimientos y dolorosas diarreas. Porque si bien es cierto, mi venganza hacia este embustero órgano se traduce en un nefasto régimen alimenticio, hay ocasiones en las que sin haber ingerido nada dañino me deja estático con un dolor a la altura de mis escondidos abdominales. Eso ocurre generalmente cuando ando preocupado, nervioso o acongojado. No es casualidad que antes de una exposición universitaria, un examen oral o una entrevista de trabajo, mi humanidad vaya a parar al baño más cercano. No es casualidad que hoy que ando sin dinero, con un entorno que se cae a pedazos por la incertidumbre, el crujir gástrico me haga presagiar malos momentos. No es casualidad que ante la muerte de mi último ser querido haya desembarcado cual enfermo terminal en la clínica por un dolor en la puta panza que duró más de catorce horas.

No sé si mi tormentosa relación con mi estómago sea parte de un maleficio genético. La última vez que caí en el hospital me dijeron que a aquel malestar se le denominada “obstrucción intestinal”, y mi madre me comentó que recordaba a mi abuelo sufriendo de eso. Mi padre se ha caracterizado siempre por “pedorro”, y sus visitas al water han dejado en mi memoria un profundísimo olor desagradable, muy por encima del promedio. En lo que a mí respecta, a decir verdad, son pocas las oportunidades en las que dejo un bañó inhabitable, pero si en algo mi estómago incluye al resto, es en los gases. No hay persona que se jacte de conocerme a profundidad sin que me recuerde o apesadumbrado por un dolor estomacal, o lanzándome un pedo que de purito evidente, me obligue a plasmar mi firma antes de que empiecen las burlas.

Mi estómago es sobre todo, un aguafiestas profesional, porque me priva de uno de los máximos placeres de la vida, que es comer rico. En mi caso, comer rico significa ingerir alimentos grasosos o condimentados al extremo. Es cierto que he descubierto la magia de la comida japonesa, pero no siempre se tiene el presupuesto para engullirme veinte makis, la dosis que roza mi satisfacción. Por el contrario, siempre hay espacio en la billetera para, al vuelo, comer en Mc Donalds. Si quiero gastar un poco más, una Bembos es infaltable. Deben ser los años y más que nada, la malicia de mi estómago, pero hoy en día cada vez que me suministro una de estas comidas denominadas “rápidas” (intuyo que deben el nombre a la voracidad con la que se comen mas no a la velocidad de su preparación) termino herido.

Soy adicto a las comidas grasosas. Asumo fungiendo de psicólogo que con ellas lleno un vacío. Tal vez soy adicto también al sufrimiento. Por eso mi estómago ríe en su trono, allí en la mitad de mi anatomía, donde los demás órganos trabajan como uno de esos empleados que siempre cobran puntual pero que el sueldo no les alcanza ni para el mínimo lujo. Por eso tal vez no hago mucho para contrarrestar mis pesares, y espero que el tiempo cure las heridas mientras me regala una que otra efímera alegría. Por eso recaigo cada vez que me juro a mí mismo una dieta balanceada.

El último sábado venía de una semana negativa, y andaba deseoso de atiborrarme de alcohol en cualquier antro de la capital. No hubo quórum y terminé en casa de mi novia viendo una película. Cerca de las doce de la noche, cuando ella andaba sumergida en el sueño más profundo, y yo hacía zapping con los ojos más que abiertos, meditando sobre el futuro inmediato y consolándome con el clásico “ya vendrán tiempos mejores”, sentí los primeros pasos de mi estómago. Conocedor de mis más íntimos sentimientos, intuía mi pesar, así que no dudó en desembarcar sus primeras naves para derrotarme. Juro que ni tenía hambre ni andaba adolorido, así que era sencillo hacerle caso omiso para despertar con la conciencia tranquila el domingo. No pude. El desenlace fue una llamada al KFC, y en veinte minutos tenía conmigo esa oda a la chatarra que son los hot wings, acompañados de papas fritas y de una Pepsi de medio litro. Antes de comer, sin embargo, recé. Juro que recé. No agradecí el pan de cada día. Imploré por la diarrea del día siguiente. Y por qué no, por mi pedazo de cielo para cuando este maldito infeliz gástrico me gane la batalla.

Yo no me moriré de cáncer al estómago (o al colon que es lo mismo para mí). Lo haré antes, cuando la mala noticia no haya sido procesada por mis afectos. Tomaré un frasco entero de somníferos y no despertaré jamás. Como espero que eso no llegue pronto, calculo que los malestares estomacales de mi vida van a ser tantos y tan desagradables que no estaré en condiciones de soportarlos acompañados de la agonía. Sólo así, cobardemente, habré vencido a este amigo gástrico. Y casi con seguridad, cuando ande derechito en mi camino al cielo (o al infierno) este traidor querrá despertarme para trasladarme a mi última diarrea en este mundo. Pero felizmente, ya será demasiado tarde.

miércoles, 1 de abril de 2009

Breve epístola al joven Salvador (Y)

ASilvi y Alejo.
Ignoro los movimientos que hayan hecho tus incipientes y traviesas extremidades el último domingo, entre las seis y las ocho de la noche. Intuyo que la maravillosa luz de tus pupilas se perdió entre los gestos de tu madre, y que tu inocencia flotaba ajena a la alegría de tu padre. Pero te comento, mientras tu presente (una cuna, un juguete y muchas ganas de sentir tu dedo en los enchufes) se desenvolvía en un tierno cuento infinito, tu futuro dibujaba la apertura de un acontecimiento que sin duda, marcará tu vida. Tu madre, hermosa Julieta limeña, sucumbía ante los gritos de gol de tu padre, amable Romeo chileno, y desencadenaban, a su modo, la primera batalla familiar.

Has nacido en mi país, querido Salvador. En el seno de una familia donde en las reuniones las mujeres se resignan y los hombres hablan de fútbol como si se tratase de lo único importante. Y has nacido diferente, con la sangre del “enemigo” pelotero. Si todo transcurre en orden, serás otro preso de la pasión por el deporte rey, y cuando el destino programe un duelo entre Perú y Chile por las Eliminatorias, tu corazón andará dubitativo, anhelando mientras respiras la pasión enardecida de tus semejantes, el único resultado prohibido en estos duelos: el empate.

Tengo la certeza de que el trabajo de tu padre surtirá efecto, y que tu pasión por Alianza Lima irá a la par de tu amor por Colocolo. Me pongo en tu lugar, y por más que tu camino tenga suelo peruano, será ineludible tu cariño por tu otra patria. Y aunque sufrirás por los arrebatos de la sociedad, al menos en el fútbol, hinchar por la “estrella solitaria” te proporcionará alegrías que la blanquirroja no podrá ofrecerte. Vamos, no eres mitad brasileño ni mitad argentino, pero desde hace rato (y la cosa no va a cambiar mínimo hasta que obtengas tu DNI) Chile anda un escalón más arriba que el Perú. Y seguirá compitiendo en las Eliminatorias mientras nosotros nos conformaremos con participar.

El ritmo de tu vida va a dar un giro cada vez que el fútbol enfrente a los países de tus padres. Recién cuando eso ocurre, asoman los fantasmas del pasado, y las rencillas obsoletas por el mar o el pisco se vuelven importantes. A puertas del partido, durante, y algunos días después, los chilenos y los peruanos nos odiamos. Para qué te voy a mentir. Aunque en el resto de la vida a los miembros de tu familia la xenofobia entre vecinos nos resulte indiferente, cuando se trata de la pelota nos sumamos a la lucha por el Huáscar, y Miguel Grau deja de ser un personaje que le daba rostro a un antiguo billete de cinco soles (¿o intis?).

Te cuento una anécdota. Hace más de diez años, en octubre de 1997, también por las Eliminatorias, jugaban Chile y Perú. El partido sería en Santiago, y definiría, a secas, un cupo en el Mundial de Francia. Mi padre (tu tío abuelo), tu padrino, tu abuelo y yo nos embarcamos en una travesía que pensábamos sería inolvidable, pues nos proporcionaría los pasajes al Mundial luego de una larga etapa de ausencias. Lo que sucedió sí resultó inolvidable, pero no por algo bueno. Chile nos humilló en la cancha (nos destrozaron 4 a 0), y fuera de ella, nos manifestaron el odio y el rencor que hasta ese entonces (yo tenía 15 años), desconocía. Gritos racistas, alusiones a la guerra del Pacífico, gestos obscenos cara a cara. En medio de la roja euforia del Estadio Nacional de Santiago mi mundo estaba cambiando. Juré jamás volver a Chile. Juré una cruel revancha. Juré odiar para siempre a todo hombre perteneciente al país del sur.

Felizmente para mi hígado y mi corazón, naciste tú. Y aunque aquel octubre de 1997 aún aparece en esporádicas pesadillas, he aprendido que los seres humanos son justamente eso, humanos, y que la nacionalidad queda de lado cuando asoman la amistad y sobre todo, el amor. No te voy a mentir, cada vez que la pelota nos enfrente, odiaré a Chile. Le querré ganar siempre, y si pierdo como el último domingo, tendré una mala semana. Pero ese odio, te lo juro querido sobrino, es exactamente el mismo que aparece cuando nuestro pálido torneo nacional nos regala un clásico. Y tengo entrañables amigos “gallinas”.

Ignoro lo que dibujaron tus enigmáticos pensamientos el pasado domingo entre las seis y las ocho de la noche. Pero tengo la convicción de que el futuro te pondrá en aprietos cada vez que regrese el “clásico del Pacífico”. Y cuando tus acústicos sonidos se conviertan en palabras y mi imagen deje de ser el misterio que analizas con esos ojazos que te ha regalado el cielo, conversaremos largo y tendido sobre el tema. Y sea cual sea tu posición y el resultado, para mí siempre vas a ganar tú.