lunes, 15 de marzo de 2010

Que el corazón no se pase de moda (Y)

"Brindo por el momento en que tú y yo nos conocimos... y por los corazones que se han roto en el camino".
Nueve años es mucho tiempo. Es casi una década. En nueve años una persona ha vivido lo necesario como para que ya se le exijan algunas cosas. En nueve años alguien que tiene nueve años pasa a tener 18, y se cree grande, y luce con orgullo el cartoncito celeste y contundente del DNI. Nueve años es el tiempo suficiente como para escoger una carrera, seguirla, fracasar, escoger otra y terminarla. En nueve años la piel sufre una metamorfosis lapidaria que te invita a pensar que hace nueve años eras tan solo un muchacho con ganas de pasarla bien, y ahora eres un padre de familia con deudas y responsabilidades que acabarán con la muerte. En nueve años pasas de ser un cuarentón interesante a ser un hombre encallado en los pesados oleajes de los cincuentas. Hace nueve años yo tenía 18. Lucía el pelo largo y más abultado que el que luciría hoy si me lo dejase crecer. Eran parte de mí los medicamentos contra el acné, las pizzas Dominos los martes y jueves, las canchas de fulbito en las que jamás acusaba cansancio y las ganas de conocer, por fin, a una mujer con la cual pasar el rato y darle algunos besos y si se daba el caso, ofrecerle también un poquito de mi corazón adolescente e inexperto. Hace nueve años conocí a Flora. Y hace nueve años, el 14 de marzo del 2001, nos hicimos enamorados.

Todo empezó como empiezan los romances a esa edad. Ella andaba aún en el colegio y tenía planes a corto, mediano y largo plazo que no me tomaban en cuenta. Yo me había mudado de universidad. Acababa de llegar a la San Martín, y cargaba con demasiados estímulos como para imaginar una relación más allá de algunos meses y una ruptura, en el mejor de los casos, no tan abrupta. Poco a poco llegamos a intimar, y a complementar nuestros demonios de una manera inteligente. Así pasó el tiempo. Y descubrimos que juntos la pasábamos bien, y pese a todo lo que nos decía el mundo, no había porqué hacerle caso. No había porqué ponerle fin a lo que construíamos día a día.

Cada 14 de marzo nos mirábamos un rato a los ojos y nos decíamos en silencio que sí, había pasado un año más. Y aunque siempre aparecía el “hasta cuándo”, preferíamos creer en el presente. Ese presente que hoy es ajeno a los anteriores. Pues nuestra relación ha evolucionado también en la forma y el modo. Hoy compartimos la vivienda. Nos dormimos y despertamos juntos todos los días. Y mientras yo me esmero en dejar de lado mis malos hábitos y en adoptar poco a poco las mañas necesarias para formar un hogar en armonía, ella afronta con amor la responsabilidad de llevar a nuestra hija en el alma, y es feliz cuando por las noches me toma de la mano y se la acomoda en su barriga para que yo también disfrute y participe de las pataditas más hermosas de la tierra.

Poca gente me lo dice, pero estoy seguro de que muchos se preguntan cómo lo hemos logrado. Cómo nos hemos hecho grandes juntos, sin tropezar con las dudas, sin preguntarnos para qué. Hay gente que nos debe creer unos locos, unos muchachos confundidos. Gente que no cree cuando les decimos que somos felices. Es que el mundo te abruma a cada momento con datos del estilo los matrimonios son un fracaso, que estamos en la época del individualismo, que hay que vivir intensamente conociendo y probando de todo un poco porque la vida es corta. Y en esa línea Flora y yo estamos en nada. Fuera de foco. Tal vez tengan razón. Pero sólo puedo decir que me seguiría equivocando mucho tiempo más, me volvería a equivocar si retrocediera el tiempo, si eso significa tenerla al lado. Si eso significa contar con la certeza de que alguien me ama de verdad, y que en verdad me necesita. Al final la vida es una constante búsqueda de la satisfacción, de una satisfacción efímera. Y qué mejor que haber encontrado el complemento para duplicar la búsqueda, para alargar la satisfacción.

No ha sido fácil. En nueve años pasan muchas cosas. Nos hemos peleado mucho. Nos hemos odiado a veces. Incluso llegamos a ponerle por cuatro meses el punto final a nuestra aventura. También nos hemos reconciliado. Hemos viajado por el Perú y el extranjero, hemos caminado interminables cuadras, nos hemos cagado de la risa. Y en el tintero nos hemos dado a conocer, nos hemos posicionado ante el resto como pareja. Casi como un solo ente.

En el camino hemos coincidido con muchas otras parejas. Algunas que ya eran sólidas antes de que nos conociéramos, otras que se formaron junto a nosotros, otras que se fueron uniendo después. Todas con sus pros y sus contras. Quizás más intensas que nosotros, hasta más comprometidas. Pero al final las hemos visto derrumbarse, hasta maltratarse, mientras nosotros seguíamos inmunes al adiós, vacunados contra el olvido. ¿Cuál es el secreto? ¿De qué está hecha la fórmula?

Quiero creer que para Flora yo soy alguien importante. Algo valioso le debo dar para que haya permitido que esté a su lado durante más de un tercio de su vida. Ella es mi complemento. Mi reconciliación con el mundo. No me imagino al lado de otra. Hasta me da flojera pensarlo. Tendría que remar mucho para alcanzar lo que tengo junto a ella. La búsqueda sería infructuosa con seguridad. No sólo es una mujer extraordinaria, llena de virtudes que me hacen pensar que desde ya es una buena madre. Aparte tiene la capacidad de adoptar todos los roles que necesito. La mala cara cuando tengo que enderezarme, la dulzura cuando lo merezco, la sapiencia cuando hay que guardar la calma, la inocencia y la ternura cuando le tomo el pelo. Además ella es la única persona que se recontra caga de risa con mis chistes. Así sean absurdos, siempre la hago reír, y creo que ahí radica la sal de nuestra unión, el insumo imprescindible.

Nos hemos hecho adultos juntos porque cuando nos conocíamos éramos al fin y al cabo unos niños. Unos niños que hoy que los evoco me generan ternura. Y aparecen los recuerdos. Nuestra primera cita formal en Pollos Pierrs de Miraflores, ese antro preciso para todo tipo de artimañas. Recuerdo que mientras caminábamos hacia el lugar la quise tomar de la mano para “ayudarla” a cruzar la pista, y me dijo que ella estaba más que acostumbrada a caminar sola. Me dejó huevón un buen rato. Luego nos tomamos unas cervezas y tuve que ser sincero con ella por el bien del futuro: cuando tomo, le dije, voy al baño como mierda. Así apacigüé las ganas de mear que no me dejaban escucharla con atención.

Después me recuerdo recogiéndola del colegio cuando me tiraba la pera a mis clases de la universidad, y ella me recibía con su uniforme de educación física, y yo pensaba que tenía que contar con tres años de ex alumno para que una niña con los colores de mi colegio (en el que pasé diez años) por fin me recibiera con un beso en los labios. Y muchas otras anécdotas. Las primeras cartitas que me enviaba y mis primeros mails (mis primeras insinuaciones a la escritura). Los regalos en navidades y cumpleaños, los viajes con permiso de los papás, las citas en su casa hasta una hora prudente. Qué increíble que hoy nuestras preocupaciones vayan por alargar los salarios al extremo, y nuestra meta más próxima esté en la cunita que descansa aún solita en el cuarto vacío.

La gente pensará que nos hemos perdido de muchas cosas. Al final ni ella ni yo hicimos realidad el deseo de estudiar en el extranjero, por ejemplo. Y nuestras respectivas carreras como conquistadores se diluyeron pronto. Pero yo estoy seguro de que más es lo que hemos ganado. “Nadie tiene a nadie y yo te tengo a vos”, diría Fito Páez. Y le doy la razón.

No sé qué pasará después. Uno nunca sabe lo que le tiene reservado el futuro. Lo que sí es cierto es que en este noveno aniversario Flora y yo le estamos poniendo punto final a una etapa. Una etapa que fue hermosa, y que se coronará con la niña que aún descansa en su vientre. El próximo 14 de marzo nos recibirá distintos, y será quizás una fecha más del calendario. Nueve años es un montón de tiempo, es toda una vida. Hemos mutado, hemos cambiado de parecer, hemos adquirido otras manías. Hemos conocido muchísima gente. Nos hemos despedido de otra. Pero nuestro mayor logro es haber permanecido juntos, inquebrantables. Contra la corriente del mundo, como el salmón. “Qué increíble que pese a todo el tiempo que tienen juntos, Flora y Gabriel se sigan llevando así”, he escuchado esta frase alguna vez. No seremos los más entretenidos, tampoco los más bonitos. Pero pese a que jamás lo acepten en voz alta, creo que coincido con todo el que nos ha conocido a lo largo de estos nueve años cuando digo que si hubiera un ranking de las parejas más chéveres, nos llevamos el premio.

Que el corazón no se pase de moda.

lunes, 1 de marzo de 2010

Aire (Y)

Este textito lo escibí mientras volaba de regreso a Lima desde Chiclayo. Fue mi retorno a un avión luego de casi tres años. Ha sido la primera vez que he escrito cagándome de miedo. Se lo dedico a mi hijita, que cada vez está más próxima. En ella pensaba mientras me ahogaba en el pesimismo. No puede ser, me decía, moriré sin conocerla. Felizmente estoy aquí. En la rutina feliz que es la espera en tierra firme.
Nunca encontraré la comodidad en un avión. Incluso hoy, que se trata de un viaje corto y sin sobresaltos, el tiempo que paso en el aire es lo más parecido a la muerte. Tal vez por masoquismo he elegido, en la ida y en la vuelta, un asiento en la ventana. La ciudad se empequeñece segundos después de haber estado en una cápsula que simula con perfección a un gran auto de Fórmula 1. Luego la inmensidad del mar, con sus olas estáticas. Y ese gigantesco colchón de nubes que son el vértigo en fotografía.

Mi espíritu es a ras del suelo. Podré correr, caminar a prisa, pero si la meta incluye un gran salto, prefiero desistir. El cielo no es el límite de mis anhelos. El cielo es para los pájaros…

… Y la aeromoza que anuncia el cinturón de seguridad. Y la palabra turbulencia es la espera con resignación al diagnóstico final del médico en el hospital. El ticket de entrada al juicio final. Y yo que me he portado bien, prefiero bajar que quedarme arriba.

Zorrito eterno (Y)

Mis vecinos los Rey se han mudado, y me han dejado sin su WiFi. No he podido conectarme al Internet y eso, sumado a un viaje de trabajo, no me permitió colgar este texto escrito al día siguiente de la hazaña de Alianza Lima, el club de mis amores, frente al Estudiantes de la Plata. Algo tenía que escribir. Algún sello personal tenía que guardarme para la eternidad. Para todos los aliancistas del mundo. En especial a mi primo Frankie, grone acérrimo en Los Ángeles, California.
Siempre se me ha hecho muy fácil decir que soy amigo de Paolo Guerrero. Por más que no lo vea desde hace más de un año, por más que no haya sido capaz de mandarle ni un mensaje cuando supe de su terrible lesión. He contado a menudo, entre los diversos grupos en los que me he desenvuelto, que él formó parte de mi colegio, que fue de la promoción de mi hermana, que ya de ex alumno jugué incontables partidos de fulbito con él, que cuando empezó a ser famoso nos paraba la juerga sin pudor. Entre los invalorables recuerdos que me dejó mi colegio está el hecho de que varios actuales futbolistas compartieron espacio conmigo allá por la década del noventa, y que los vi crecer y poco a poco perfeccionar la técnica que los llevó a ser profesionales en ese rubro tan amado y respetado por mí. También he contado que Wally Sánchez está presente en los momentos más jocosos de mi adolescencia, y que con el hombre que acostumbra a desparramar rivales vestido de blanquiazul tengo anécdotas de todo tipo (hasta incontables en este espacio). Pero muy pocas veces he dicho que Wilmer Aguirre, el “Zorrito”, también pertenece a esa especie. Que es en edad con el que más vínculo educativo tuve, que fue el delantero estrella de la selección de mi colegio en el año 98, cuando yo estaba en quinto de media, y conseguimos, creo que por primera vez, el título de campeones de Barranco.

Es que el “Zorrito” jamás ha sido motivo de orgullo. Ha generado una tormentosa relación con el hincha aliancista, y con el futbolero peruano en general. Todo debido a una cantidad apoteósica de goles errados y por manifestar torpeza cuando se imponía una sutileza. Aguirre es de los jugadores más resistidos por la hinchada. No muy poca gente pedía su cabeza al finalizar la temporada pasada, y notarlo entre los titulares al empezar la Copa Libertadores fue más una resignación que una alegría.

Pese a que siempre lo he defendido, señalando sobre todo que lo prefiero en mi equipo (aunque de suplente) que de rival, jamás he sacado pecho diciendo que lo conozco, que sabe perfectamente quién es mi viejo, que alguna vez osó con sirear a mi hermana, o que en algún partido colegial, de puro goleadorzote que era, me dieron ganas de decirle al oído que era un genio, y que me sentía respaldado por su sola presencia. Ayer el “Zorrito” fue por fin ese crack que deshacía defensas en mi época escolar, pero lo hizo contra la zaga del mejor equipo de América. Aguirre fue el goleador de Los Reyes Rojos contra el equipo sub campeón del mundo.

Alianza Lima ayer me regaló la mejor noche de mi vida futbolera, la velada más dulce de ese idilio blanquiazul que tengo desde los diez años. La goleada por cuatro a uno contra Estudiantes, con todo lo que traía y trajo consigo el partido (se trataba del último campeón de la Libertadores; nos hicieron un gol a los ocho segundos de juego), ha sacado boleto en la historia de mi hinchaje como el momento más sublime. Nunca antes vi jugar a Alianza de esa manera. Superior en todos los metros del campo, sobrio durante noventa minutos, certero en el área. Y con actuaciones sobresalientes en los once (o catorce) que entraron a la cancha. Y ahí el Zorrito fue el mejor. Ni siquiera en los mejores partidos de Jéfferson Farfán vi una actuación individual tan descollante. Aguirre no sólo hizo tres goles, además estuvo lúcido con la pelota (algo tan poco observado en él) y se dio el lujo de asistir a Fernández en el último gol.

No sé si Wilmer Aguirre vuelva a jugar siquiera remotamente parecido a lo de ayer en un futuro. Incluso aún hablando con el corazón agitado por su proeza contra los argentinos, no me animo a decir que lo logrará. El Zorro lleva muchas temporadas en el fútbol y todos sabemos hasta cuándo puede rendir en buenas rachas y todo lo que puede desquiciarnos en algunos partidos. Por eso mismo jamás ha logrado posicionarse en el cariño del fanático, por eso no aparece en mis anécdotas colegiales cuando quiero impresionar a un nuevo amigo futbolero. Aguirre no tiene carisma, y no le interesa tenerla. Siempre fue así. Su timidez y retraimiento se convirtieron en ciertas posturas de divo con eternos problemas. Escondiendo en desplantes sus complejos, y tomando las críticas como quien se enfrenta al recibo de la luz. Quizás ahí radica su éxito. Cualquier otro hubiese renunciado. Él utilizó el silencio como coraza frente a los silbidos y cuando le tocó reaparecer luego de ser relegado a la suplencia, siempre respondió con goles.

Claro, no hay que pedirle lujos a Aguirre, no hay que pedirle festejos de portada, no hay que pedirle siquiera una distinción, un sello. Deben haber muy pocos hinchas que deseen comprarse la camiseta de Aguirre, deben haber pocos niños que jueguen a ser el Zorrito. Porque encima el aguafiestas ha elegido como dorsal el número 15. ¿Y quién se compra la 15? En Alianza el 15 tiene que ver con el sacrificio y la perseverancia, con correr con la lengua afuera y entregando un diez de calificación interna, pero externamente un seis, como lo hizo siempre el “Churre” Hinostroza, el último 15 duradero en el club. Yo crecí con el “Churre” en mi equipo. Y de niño jamás jugué a ser él, y de más grande jamás se me ocurrió comprarme la número 15. Yo jugué a ser César Cueto, a ser Marco Valencia, a ser Waldir Sáenz. Y tiempo después me compré la 7 de Marquinho, la 9 de Claudio Pizarro, la 14 de Palinha.

Pero ninguno de los arriba mencionados (incluyendo al “Churre”, ícono de la proeza que hasta ayer consideraba como el éxtasis de mi hinchaje, en aquel inolvidable 6 a 3 a la “U”) me regaló nunca una noche como la del Zorrito contra Estudiantes. Wilmer fue el de siempre en apariencia, pero en la cancha reencarnó lo mejor de la historia del Club Alianza Lima. A la actuación del número 15 ayer le pongo como calificación, del uno al diez, once. El Zorro se puede morir en paz. Se puede retirar mañana del fútbol y quedará grabado positivamente para siempre en la memoria de los aliancistas del mundo que ayer lo vimos jugar. Podrá volver a sus torpezas el próximo partido, podrá desperdiciar goles si quiere hasta frente a Fernández, pero igual lo voy (lo vamos) a querer siempre. A comprarse la número 15 muchachos, a guardarla en el cajón más hermoso de nuestro idilio grone. Que los niños jueguen a ser el Zorrito, ese superhéroe que al menos una noche sacó chapa del más fuerte de una historia repleta de ídolos con poderes eternos.

Gracias Zorro, como en aquel partido de 1998 contra la selección de Chincha, cuando me cagaba de miedo por enfrentar a ese equipo de abetunados jugadores con pinta de que nos golearían y nos pegarían encima, y apareciste tú para meter cinco goles en un contundente 5 a 2. Gracias porque ayer, como en esa tarde calurosa, te volví a sentir un genio. Ese genio incomprendido y que parecía haber extraviado su talento en el patio de Los Reyes Rojos, o acaso en las maltrechas canchas auxiliares de los menores en Matute. Y que en el momento más difícil apareció más lúcido que nunca, y me regaló una anécdota que le podré contar a mis nietos: yo disfruté del mejor triunfo de la historia de nuestro equipo, allá por el año 2010, frente al Estudiantes de la Plata de un tal Juan Sebastián Verón. Les ganamos 4 a 1 a los que eran los campeones de América y sub campeones del mundo. Y lo hicimos con una actuación sobresaliente del Zorrito Aguirre, mi amigo.