A Paloma, para que no le de "penita".
Mi hermana siempre me dice que le da “penita” cuando por casualidades de la vida me encuentra por la calle, ya sea en el auto o caminando, sin más compañía que la atormentada luz de mi sombra. Siempre le contesto con varonil autosuficiencia, y le digo que no me importa estar solo. Que incluso a veces, me gusta. Hace unos días me puse a pensar en aquello cuando me sorprendí a mí mismo en esas estresantes horas libres para el almuerzo en los trabajos, ingresando a mi frecuentado supermercado, el Wong de Benavides, realizando la más análoga oda al individualismo. Entre las dos y las tres de la tarde la sección de comidas preparadas en Wong, revienta. Se forma una larga cola en la que destacan mujeres de oficina uniformadas, tríos o cuartetos de hombres enternados, uno que otro grupo de trabajadores de construcción. Hasta amas de casa acompañadas por sus hijos. Yo había elegido dos panes y un jugo de naranja natural, y me disponía a comprar una porción de lomo saltado. Luego de pagar, y observando a los grupos o parejas desfilar hacia un lugar cómodo para alimentarse, fui a parar a mi carro, ubicado en el rincón más alejado del estacionamiento privado del lugar, dispuesto a devorar el par de sánguches que fungirían de almuerzo.
No sé por qué razón las palabras de mi hermana reaparecieron. “Qué penita”, hubiese dicho sin dudas al verme tratando de parar el hambre en un asiento estorbado por un timón, abriendo panes y colocando un alimento que destaca por su hediondez sin siquiera haber pedido por compasión un tenedor o un cuchillo (ni hablar de la servilleta, partes de “El Bocón” recién comprado terminaron con dibujos fusiformes de colores rojizos y encebollados). Confieso que sentí “autopenita”.
Antes de compartir con el viento un eructo desvergonzado, medité sobre mis ratos de soledad. Todo el que me conoce pensará que por el hecho de estar inmerso en una larga relación de pareja, si hablo de soledad suena a broma. Pero no es así. Suelo ser un solitario. Esto se debe quizás a que me llevo bien conmigo mismo. Conozco gente que no tolera estar sola. Que le abruma el aburrimiento ni bien se sorprende sin compañía. Yo no. Qué raro. Siempre se me ha catalogado como un hombre que no se quiere mucho a sí mismo. ¿El problema no será tal vez que me quiero demasiado? Al menos quiero mucho al ente que se queda conmigo cada vez que me abandona el mundo.
Mi hermana ni lo sospecha, pero quizás ella tiene mucho que ver en mi situación. Desde que llegó al mundo, tres meses antes de que yo cumpla tres años, compartimos vivienda. Y cuando uno es pequeño y el tiempo sobra, hay que ingeniársela para no desfallecer de sopor. Nunca me gustó jugar a la comidita o a las barbies, y pese a que me esmeré en moldear a mi hermana en las artes del fútbol o las peleas, rápidamente perdí la batalla ante sus histéricos gritos, pese a que en el fondo se moría por contentar a su entonces abusivo hermano mayor. Así, me las fui arreglando solo. Mal no me fue. Heredé y modernicé un juego de mi padre que consistía en realizar partidos de fútbol con chapitas desempeñando roles de jugadores. Yo convertí a todos mis muñecos en los “amigos” que me acompañaron tardes y tardes antes de que aparezca el Winning Eleven. Al mismo tiempo, cuando mi cuerpo me pedía movimiento, cualquier espacio se convertía en estadio, y hasta las pequeñas salas de los departamentos de mi niñez soportaban los pelotazos que daba mientras narraba en silencio la carrera entera de un crack del deporte rey: un tal Gabriel Reaño.
Me iba mejor solo que acompañado, es la verdad. Incluso en los veranos, cuando compartía tres meses una gran casa con todos mis primos hermanos en San Bartolo, no había mayor placer que encerrarme en un cuarto a jugar solo (no estoy hablando de las periferias que cada uno desempeñaba en los baños cuando llegó la adolescencia, por si acaso). Cuando llegó a mi vida mi hermano menor, la cosa varió un poco. Jugaba con él casi todas las tardes al fútbol o a las peleas. Aunque a veces, cuando me aburría y quería volver a la soledad de mis juegos, lo llenaba de taponazos hasta que no le quedaba otra que abandonar la partida (en el caso de las peleas estilo Dragon Ball Z con las que nos vacilábamos, abandoné yo el ring cuando noté que crecía, y que me era cada vez más difícil tumbarlo y someterlo a mis torturas).
Hoy en día pues, he heredado esa tendencia a la soledad. No me desagrada, por ejemplo, manejar solo, y salvo excepciones, como alguna noche entre las seis y las siete por la Javier Prado, suelo andar contento entre mis maniobras “caña monses” y mis contados y repetidísimos discos. Caminar es un tanto más difícil. A veces hasta yo no logro tolerar mis pasos acelerados que tanto le disgustan a mi enamorada. Pero una vez que llego a mi destino, todo es felicidad. Así me paseo, si es el caso, por Wong en búsqueda de insumos que van desde alguna revista hasta un pequeño frasco de leche condensada que degusto golosamente íntegro a escondidas. Cuando hay billete, un paquete de salames es básico. Y me encargo de que llegue a mi hogar únicamente para botar el envase vacío.
También me gusta ir al cine solo. Es más, admiro a la gente que descubro sin compañía en la penumbra de la sala. Cada vez que tengo tiempo, lo primero que quiero es entrar a un cine. Cuando la economía no me lo permite, me cuelo entre el mar de desconocidos que es a veces mi facultad y me meto al cine que tenemos en el tercer piso del pabellón colindante. Así me he ganado con películas que no escogería jamás así me dieran una tarde entera en los huecos de DVDs piratas de Polvos Azules, pero que me han gustado mucho.
En el fútbol también soy solitario. Prefiero ver un partido importante sin compañía. No soporto las reuniones que se hacen a propósito de un partido de Perú por ejemplo, que terminan con excesos de cervezas y el abandono del interés a los 23 minutos del primer tiempo (casi siempre el resultado negativo ayuda en ello). Yo prefiero verlo en mi casa. Y si es solo, mejor. En otro cuarto se ubican mi viejo con mi hermano, y si quiero comentar algo, simplemente les grito.
Otra de las actividades que puedo realizar solo es la visita a las librerías. Tengo una preferida, Crisol del Jockey Plaza. Me puedo pasar, sin exagerar, una o dos horas ahí. Incluso ideé la estrategia perfecta para leer un libro de un japonés, Haruki Murakami, que me había recomendado un primo, cuyo precio, 90 soles, me generaba un absurdo reparo. Sabía exactamente dónde estaba ubicado, y había logrado abrir una edición y esconderla en la tercera fila de esa columna de ejemplares de color negro. Un día, tal vez al notar que un tacañazo como yo le estaba ganando al sistema, me lo desaparecieron. Y no logré concluir la historia del protagonista de Tokio Blues (pongo el nombre para ver si desencadeno el instinto solidario de algún lector y me lo regala).
Estar solo me sirve, sobre todo, para pensar. Yo pienso mucho (y eso a veces no es muy bueno). Cuestiono harto las cosas. Les doy vueltas. También me sirve para observar a la gente. Me encanta sentirme un desconocido. Analizar miradas, ritmos al caminar, cuchicheos. De hecho todas las cosas que escribo tienen un borrador en mi memoria realizado cuando estoy solo. Algunas historias nunca llegan al papel. Otras se transforman y mejoran, otras nunca llegan a la perfección con las que las ideé en mi cabeza mientras paseaba por el mundo.
¿Seré un maldito egoísta? ¿Acaso un narcisista? Claro que no. Sólo puedo decir que mi tendencia antisocial tiene una razón. Eso sí, afirmo con la convicción que me brinda ser a menudo un “compañero sentimental”, que no he conocido mejor sentimiento que la compañía de una persona que te ame. Que sólo su presencia me puede sacar con gusto de mis casillas solitarias. Estoy seguro de que sin ella, no podría disfrutar como lo hago de mi soledad. Y no me quedaría otra que agachar la cabeza cuando mi hermana me encuentre por la calle cual pinche loco solitario, y me diga llena de ternura y sinceridad: “qué penita”.
No sé por qué razón las palabras de mi hermana reaparecieron. “Qué penita”, hubiese dicho sin dudas al verme tratando de parar el hambre en un asiento estorbado por un timón, abriendo panes y colocando un alimento que destaca por su hediondez sin siquiera haber pedido por compasión un tenedor o un cuchillo (ni hablar de la servilleta, partes de “El Bocón” recién comprado terminaron con dibujos fusiformes de colores rojizos y encebollados). Confieso que sentí “autopenita”.
Antes de compartir con el viento un eructo desvergonzado, medité sobre mis ratos de soledad. Todo el que me conoce pensará que por el hecho de estar inmerso en una larga relación de pareja, si hablo de soledad suena a broma. Pero no es así. Suelo ser un solitario. Esto se debe quizás a que me llevo bien conmigo mismo. Conozco gente que no tolera estar sola. Que le abruma el aburrimiento ni bien se sorprende sin compañía. Yo no. Qué raro. Siempre se me ha catalogado como un hombre que no se quiere mucho a sí mismo. ¿El problema no será tal vez que me quiero demasiado? Al menos quiero mucho al ente que se queda conmigo cada vez que me abandona el mundo.
Mi hermana ni lo sospecha, pero quizás ella tiene mucho que ver en mi situación. Desde que llegó al mundo, tres meses antes de que yo cumpla tres años, compartimos vivienda. Y cuando uno es pequeño y el tiempo sobra, hay que ingeniársela para no desfallecer de sopor. Nunca me gustó jugar a la comidita o a las barbies, y pese a que me esmeré en moldear a mi hermana en las artes del fútbol o las peleas, rápidamente perdí la batalla ante sus histéricos gritos, pese a que en el fondo se moría por contentar a su entonces abusivo hermano mayor. Así, me las fui arreglando solo. Mal no me fue. Heredé y modernicé un juego de mi padre que consistía en realizar partidos de fútbol con chapitas desempeñando roles de jugadores. Yo convertí a todos mis muñecos en los “amigos” que me acompañaron tardes y tardes antes de que aparezca el Winning Eleven. Al mismo tiempo, cuando mi cuerpo me pedía movimiento, cualquier espacio se convertía en estadio, y hasta las pequeñas salas de los departamentos de mi niñez soportaban los pelotazos que daba mientras narraba en silencio la carrera entera de un crack del deporte rey: un tal Gabriel Reaño.
Me iba mejor solo que acompañado, es la verdad. Incluso en los veranos, cuando compartía tres meses una gran casa con todos mis primos hermanos en San Bartolo, no había mayor placer que encerrarme en un cuarto a jugar solo (no estoy hablando de las periferias que cada uno desempeñaba en los baños cuando llegó la adolescencia, por si acaso). Cuando llegó a mi vida mi hermano menor, la cosa varió un poco. Jugaba con él casi todas las tardes al fútbol o a las peleas. Aunque a veces, cuando me aburría y quería volver a la soledad de mis juegos, lo llenaba de taponazos hasta que no le quedaba otra que abandonar la partida (en el caso de las peleas estilo Dragon Ball Z con las que nos vacilábamos, abandoné yo el ring cuando noté que crecía, y que me era cada vez más difícil tumbarlo y someterlo a mis torturas).
Hoy en día pues, he heredado esa tendencia a la soledad. No me desagrada, por ejemplo, manejar solo, y salvo excepciones, como alguna noche entre las seis y las siete por la Javier Prado, suelo andar contento entre mis maniobras “caña monses” y mis contados y repetidísimos discos. Caminar es un tanto más difícil. A veces hasta yo no logro tolerar mis pasos acelerados que tanto le disgustan a mi enamorada. Pero una vez que llego a mi destino, todo es felicidad. Así me paseo, si es el caso, por Wong en búsqueda de insumos que van desde alguna revista hasta un pequeño frasco de leche condensada que degusto golosamente íntegro a escondidas. Cuando hay billete, un paquete de salames es básico. Y me encargo de que llegue a mi hogar únicamente para botar el envase vacío.
También me gusta ir al cine solo. Es más, admiro a la gente que descubro sin compañía en la penumbra de la sala. Cada vez que tengo tiempo, lo primero que quiero es entrar a un cine. Cuando la economía no me lo permite, me cuelo entre el mar de desconocidos que es a veces mi facultad y me meto al cine que tenemos en el tercer piso del pabellón colindante. Así me he ganado con películas que no escogería jamás así me dieran una tarde entera en los huecos de DVDs piratas de Polvos Azules, pero que me han gustado mucho.
En el fútbol también soy solitario. Prefiero ver un partido importante sin compañía. No soporto las reuniones que se hacen a propósito de un partido de Perú por ejemplo, que terminan con excesos de cervezas y el abandono del interés a los 23 minutos del primer tiempo (casi siempre el resultado negativo ayuda en ello). Yo prefiero verlo en mi casa. Y si es solo, mejor. En otro cuarto se ubican mi viejo con mi hermano, y si quiero comentar algo, simplemente les grito.
Otra de las actividades que puedo realizar solo es la visita a las librerías. Tengo una preferida, Crisol del Jockey Plaza. Me puedo pasar, sin exagerar, una o dos horas ahí. Incluso ideé la estrategia perfecta para leer un libro de un japonés, Haruki Murakami, que me había recomendado un primo, cuyo precio, 90 soles, me generaba un absurdo reparo. Sabía exactamente dónde estaba ubicado, y había logrado abrir una edición y esconderla en la tercera fila de esa columna de ejemplares de color negro. Un día, tal vez al notar que un tacañazo como yo le estaba ganando al sistema, me lo desaparecieron. Y no logré concluir la historia del protagonista de Tokio Blues (pongo el nombre para ver si desencadeno el instinto solidario de algún lector y me lo regala).
Estar solo me sirve, sobre todo, para pensar. Yo pienso mucho (y eso a veces no es muy bueno). Cuestiono harto las cosas. Les doy vueltas. También me sirve para observar a la gente. Me encanta sentirme un desconocido. Analizar miradas, ritmos al caminar, cuchicheos. De hecho todas las cosas que escribo tienen un borrador en mi memoria realizado cuando estoy solo. Algunas historias nunca llegan al papel. Otras se transforman y mejoran, otras nunca llegan a la perfección con las que las ideé en mi cabeza mientras paseaba por el mundo.
¿Seré un maldito egoísta? ¿Acaso un narcisista? Claro que no. Sólo puedo decir que mi tendencia antisocial tiene una razón. Eso sí, afirmo con la convicción que me brinda ser a menudo un “compañero sentimental”, que no he conocido mejor sentimiento que la compañía de una persona que te ame. Que sólo su presencia me puede sacar con gusto de mis casillas solitarias. Estoy seguro de que sin ella, no podría disfrutar como lo hago de mi soledad. Y no me quedaría otra que agachar la cabeza cuando mi hermana me encuentre por la calle cual pinche loco solitario, y me diga llena de ternura y sinceridad: “qué penita”.