lunes, 1 de febrero de 2010

Elogio al tocayo más querido (Y)

A mi viejo, por darme el nombre. Y por compartir este homenaje.
Hoy que la vida ha avanzado lo suficiente como para dejarme de niñerías y tirar para adelante, tengo un sueño: quiero ser escritor. Sí. Escribir y publicar un material con un mínimo de validez para que se convierta en un libro. A eso se reducen mis anhelos profesionales. No quiero ser un cronista reconocido. No quiero ser imprescindible en algún diario. No quiero ganar un premio. Quiero posicionarme en el amplio y embustero rubro de los escritores. Sólo eso.

Pero antes, cuando la ilusión era gratis de verdad, y soñar formaba parte del juego para matar la tarde, tuve otro sueño: quería ser futbolista. Quería jugar en mi equipo favorito y meter goles a estadio lleno. Que me vitoreen los fanáticos, que los empresarios se peleen por mis servicios. Quería levantar trofeos y que me capten las cámaras para convertir mi imagen en un afiche. En un póster como los que adornaban mi cuarto.

Los tocayos son parte de uno. Están en todos lados. En el salón de clases, en el trabajo. También en la televisión, y si tienes suerte, en un personaje admirable. Mi tocayo más mentado en relación a mi sueño actual es García Márquez. El escritor colombiano que una tarde de 1982 se adjudicó el Premio Nobel de Literatura, y a partir de esa fecha (del año en que nací) dejó en el mundo la sentencia de que jamás habría un escritor llamado Gabriel que pudiese trascender.

Mis viejos me cuentan que antes de que elijan mi nombre tuvieron otros en carpeta, y siguiendo una ley que hasta el momento voy emulando al pie de la letra, decidieron bautizarme al conocer mi rostro. No recuerdo qué nombre había pensado mi madre, pero mi viejo me quería llamar Omar. Cuando yo llevaba minutos en el mundo y mi mamá yacía adolorida en el hospital, mi padre le dijo emocionado que era hora de ponerme el nombre. La respuesta de mi mamá fue contundente: ponle cualquiera, menos Omar.

No sé qué bichito apareció en la cabeza de mi viejo para que elija Gabriel, pero sé que por muchos años le agradecí el haber descartado por completo el nombre Omar. Hasta que un día de mi infancia conocí a un delantero argentino que llevaba la número nueve, y que con una cabellera larga que al viento se tornaba imponente y un par de misiles en ambas piernas, destrozaba cuanta red se le posaba al frente. Y le dije, “pucha pa’, ¿por qué me pusiste Francisco como tú? ¿Por qué no me pusiste Gabriel Omar?”

Un día como hoy hace cuarenta años, en Reconquista, un pueblito en la Provincia de Santa Fe en Argentina, llegó al mundo Gabriel Omar Batistuta, el Gabriel que mejor ha tratado a la pelota de fútbol en toda la historia de la humanidad. Para mis tocayos futboleros, el primero de febrero debería ser feriado. El Bati se retiró de la actividad en el 2005. Lo hizo casi en el anonimato, en el lejano Qatar. Y hasta hoy no se le rinde el famoso partido de despedida. Tal vez porque el fanático aún se resiste a creer que ya no está. Tal vez porque la selección argentina no ha encontrado a su reemplazo. Tal vez porque la camiseta número nueve de la Fiorentina sólo tiene razón de ser con su apellido.

Batistuta hizo su debut en el Newells Old Boys de Rosario, y luego pasó sin pena ni gloria por el River Plate. Después lo compró Boca en una transacción que hoy forma parte del mueso del club. Ahí se lee la ficha del Bati, y el precio por su transferencia: cero pesos. Esa jugada de algún cazatalentos con buen ojo es festejada como un campeonato por la hinchada de Boca. “Mira lo que te quitamos sin que te des cuenta”, parecen decir.

El Bati pasó luego a la Fiorentina de Italia, club en el que alcanzó la madurez de su juego, la efectividad de su sola presencia. Y hasta hoy es un Dios en el equipo violeta, con el que marcó 207 goles en 332 partidos, y consiguió en 1996 la Copa y la Súper Copa de Italia. La Fiore es el equipo del “Loco” Vargas para los peruanos, pero para el mundo entero es y será el equipo de Batistuta.

El hambre de gloria lo llevó a dejar Florencia en el 2000, y llegó a la Roma para gritar su primer Scudetto junto a Francesco Totti. Pero su paso por el equipo capitalino no caló tanto en el hincha como su dominio en Fiorentina. La única camiseta que supo vestir a la par, con igual ímpetu, compromiso y efectividad, fue la de su país. Batistuta es el mejor número nueve de la historia del fútbol argentino. Consiguió con su selección la Copa América en el 91 y el 93, y desde esa época, Argentina no sabe lo que es levantar un trofeo a nivel profesional. Jugó además tres Mundiales (94, 98 y 2002), anotando en total 10 goles que lo posicionan como el argentino más efectivo de todos los tiempos. Pero el mayor galardón del Bati es, pese a formar parte de la generación post Maradona, el hecho de ser el primer jugador en superar a Diego al menos en un rubro: Bati es el máximo goleador de la albiceleste con 56 goles oficiales. En 1996 desplazó a Maradona, que calzaba ese récord con 34 tantos.

Hoy está de cumpleaños, el número 40 además, y quise rendirle un homenaje. El Bati formó parte de mi selección de pósters en toda mi infancia, y fue el estandarte principal de mis sueños en esa folclórica generación antes del Internet y la velocidad en la comunicación, cuando el look era fundamental para destacar, y él sobresalía pelucón y goleador. Era imposible ser delantero y no creerte Batistuta. Era imposible meter un gol y no compararlo en la ilusoria repetición de la memoria con los goles del Bati.

Batistuta es vital para mí porque le dio aires de imprescindible al nombre Gabriel en el fútbol. Hace algunos años, cuando yo empezaba a darle a la redacción y de vez en cuando, en épocas donde no había blog, mortificaba a mis amigos en sus bandejas de entrada con mis textos, un amigo entrañable empezó a llamarme Gabo, en honor a García Márquez. Y me jodía, porque hasta hoy, cuando la ilusión le da chances a los sueños más auténticos, quiero ser el Bati, no Gabo.