sábado, 23 de enero de 2010

Serás mujer, ¿y ahora? (Y)

"...mis problemas con las mujeres son humanos: o me aburren o estoy hasta las manos".
Andrés Calamaro. "Una bomba". Honestidad Brutal (1999).
Para mi futura hija. Con el perdón de todo su género. Texto entre sincero y exagerado. Entre machista y papanatas.
Sólo desde hace algunos días lo que se mostraba como sospecha se volvió tangible, y el imaginario interno me propició definitivamente los colores que le faltaban a mi lienzo provisional. Serás mujer, hija mía. Serás mujer y así la ternura es más sencilla. Serás mujer y desde ahora me someto. Serás mujer y ya te adivino hermosa mientras colecciono días en un calendario cada vez más pequeño. Serás mujer ¿y ahora?

Confieso que cuando supe de tu llegada fue más fácil pensar en un varón. Deseaba al muchacho que sería mi calcomanía mejorada, quería al niño al que le pudiese contar secretos y proveer de datos que ayuden a moldear una personalidad adorable, aún con las dificultades propias de llevar en la entrepierna un órgano tan inquieto. Sería más sencillo reconocer los demonios que asoman en un colega de género, y más fácil calmar sus dudas y moderar su ímpetu.

Hoy carezco de armas. Estoy indefenso. ¿Cómo educar a una mujer? ¿Cómo notar aspectos como sus gustos por las muñecas, la ropa o peor aún, por los hombres? ¿Cómo ayudarla a combatir sus frustraciones, sus tristezas? ¿Cómo saber desde qué momento la estoy aburriendo? ¿Cómo lograr que me crea cuando le digo que el mequetrefe que la corteja buscará la primera oportunidad para palpar partes que ni me quiero imaginar? ¿Cómo tolerar la sentencia de que en algún momento dejaré de ser el hombre de su vida?

Hijita mía, no tengo por qué mentirte. Las mujeres me resultan complicadas. He tomado muy a pecho aquello de ser seres diametralmente opuestos y no me he preocupado mucho por interpretarlas en general. Con las mujeres mi nivel de timidez alcanza cifras exageradas, y por ejemplo, si estoy frente a una que recién conozco, balbuceo, suelto frases que no quise soltar, y sin duda dejo una impresión negativa. No me muestro con mi verdadera naturaleza, aquella que, me consuelo, es diferente. Creo que el motivo está en que siempre he visto a la mujer como un ser superior, y las he contemplado con una ligera dosis de temor. Y cada vez que ha aparecido el temor en mi vida, la solución, inadecuada por cierto, ha sido escapar.

También, te lo confieso avergonzado, he sido un miserable, un superficial en la guerra de los sexos. Y así el físico ha intervenido más de la cuenta, y en las dos posibilidades, de manera negativa. Si era una mujer atractiva, la fobia al rechazo superaba al deseo de cortejo y me quedaba en silencio. Y si la chica era más bien feita, aplicaba la indiferencia. De hecho todas las féminas con las que he tenido un contacto, digamos, carnal, han dado el primer paso. Las veces que yo me he animado han ocurrido porque me han dejado el camino servidito.

Como con tu madre, por ejemplo, cuando el destino acomodó una serie de circunstancias en las que si no me le acercaba me tenían que fusilar por imbécil o empezar a tratar como gay. Felizmente el tiempo fue amable, y permitió que ella me acepte y me soporte aún con mis desatinos y metidas de pata. Y empezamos una relación que me ayudó a conocer una parte de la mujer. La parte más hermosa, y digamos, la más importante, pues es la causante de que tú estés en camino. Aprendí a querer con intensidad y que me quieran igual. Y tuve en el amor a la mejor excusa para seguir un sendero firme sin necesidad de sumergirme demasiado en el universo mujeres. Mi universo fue de una, y creí que sería siempre así.

Pero existe otra parte en la mujer. La parte que indica que la luz puede aparecer más allá de la atracción física. Que puede ser divertido conversar con una chica descontando el deseo. Que la amistad entre géneros es posible. Y que si uno le pone empeño, la búsqueda por la eterna comodidad frente a una dama no tiene que ser infructuosa. Esa parte no la he obtenido. Al menos no del todo. No he tenido jamás una amiga. Y las “amigas” que me conocerás, antes fueron amigas de tu mami, y tal vez si fuese por mí, y sobre todo por ellas, jamás hubiesen sido mis amigas. Yo hoy en día no puedo conversar mucho rato con mujeres. No sé si por aburrimiento, temor o desinterés, pero evito el tema. Suelto chistes absurdos, esquivo el contacto visual, impido la confidencia. Si lo hubiese logrado tendría una perspectiva más adecuada para conocerte, una visión diferente a la que me ha podido proporcionar tu madre. Podría comparar otras carcajadas sinceras, otros arrebatos de dulzura; otros gestos de engreimiento, otras pistas para interpretar malestares.

Esa manera de ser tan inexplicable, alejada de toda coyuntura, de toda época, me ha generado algunos inconvenientes en el pasado. Mis compañeras de colegio no tienen idea de cómo soy en verdad, conservan un recuerdo poco apreciable, aún me imaginan como el chico tímido que sólo podía tratar adecuadamente a una pelota, y que escondía con largos y resinosos cabellos los ataques del acné. Las chicas con las que compartí aulas en la universidad San Martín me rechazan por atorrante, desprecian mi indiferencia, y me señalan como un aprendiz de vivaracho por malentendidos que jamás me encargué de aclarar. Y las de la De Lima no saben ni mi nombre. Y por eso jamás me recomendarán a uno de sus bien remunerados trabajos. Acaso alguna me tiene simpatía por estupideces que hablé borracho en más de una ocasión, porque sobrio, la de siempre, escapista.

Pero tampoco quiero alarmarte. La vida está hecha para aprender y tú serás mi enseñanza más dulce. Y ya verás que si me tienes paciencia, contigo superaré mis demonios. El destino me viene ofreciendo la redención casi a la par de tu llegada, y en mi trabajo, ya fuera de mis épocas inmaduras y estoicas, tengo que enfrentarme a una población liderada por hormonas femeninas. En mi oficina por ejemplo, un salón de dos espacios, convivimos cuatro chicas y yo; y en general en toda mi área prevalecen las mujeres. Y ahí me tengo que dejar de niñerías y traumas antiguos si deseo permanecer cobrando un sueldo cada mes. Entonces trato de cambiar mi postura, de alejar lo máximo que se pueda a mi timidez. Claro, hay cosas que no cambian, entonces me someto a lo que me digan sin objetar, no converso si no me conversan, jamás comparto almuerzos. Pero también las voy interpretando en mi guarida solitaria. Las noto interesantes y cuajadas. Admiro sus capacidades e inteligencias. Y a la vez adivino sus miedos, su vulnerabilidad. Comprendo así que cuando aparece la necesidad, los hombres y las mujeres somos parecidos, y uno al final se adecua.

Por eso no tengo dudas, el mágico camino que emprenderemos me dará las pautas para poder educarte. Para saber decirte “no” pese a que me derritas con tus pucheros. Para ampliar mi universo, y contigo, (re)conocer al resto de mujeres que la vida se encargó de alejar de mis anhelos. Para que me describas frente a los demás como un papá sincero, entretenido y tierno. Jamás como un resinoso, como un indiferente ni como un evasivo nerviosón. Para que te encante compartir ratos conmigo y permanezcas en mi regazo mucho, mucho tiempo.

Hijita linda, que aún eres pataditas en el vientre por la noche. Preciosa criatura que no conozco pero que extraño. Te escribo todo esto a manera de catarsis y en el camino alejo para siempre las ganas de tener un varón. Te quiero mujer. Sí, mujer, mujer, mujer. Contigo me jugaré la revancha, y verás que pese a todo lo que te cuento, al final triunfaremos. Seré astuto y acomodaré mi estrategia desde el primer minuto. Multiplicaré mis pocas armas, y te cantaré canciones todo el día, te engreiré sin mesura, te contaré fantásticas historias, me haré el tonto con simpatía. Y en el camino adoptaré las otras: esconderé mi aburrimiento cuando me toque conversar con tus amigas, no manifestaré mi nerviosismo cuando te compre tu primer bikini ante la chica bonita de la tienda, entenderé tus gustos por las muñecas, las ropas y por los chicos.

Y aceptaré pese a la pena el momento en que ya no quieras caminar de mi mano. Y cuando te atrape la curiosidad e indagues por mi pasado te diré que no necesité de más mujeres, porque desde muy temprano encontré en tu madre al amor y a mi mejor amiga. Me dediqué a plasmar un universo de a dos con la chica que imaginé sería la más importante, y te contaré bajito que además era la más bonita. Claro, hasta que llegaste tú, hijita. Hasta que llegaste tú.

viernes, 8 de enero de 2010

San Bartolo rules (Y)

"Yo te quiero desde lejos, y desde cerca te extraño"
Hoy vivo en Barranco pero vengo de Miraflores. E incluso antes de llegar a ese distrito que me cobijó más de ocho años, anduve por Surco, San Miguel, Lince, Pueblo Libre. Sin embargo jamás me sentí parte de nada en todos esos lugares más allá de los límites de mi casa y uno que otro camino minúsculo hacia parques o bodegas. No tuve nunca amigos de barrio. Ni siquiera un vecino con el que podía intercambiar palabras de vez en cuando. Lo más cerca de socializar lo viví mientras observaba desde la ventana de mi cuarto, en el quinto piso de un edificio de la urbanización en la que pasé los últimos cuatro años de mi niñez, a un grupo de muchachos de mi edad que peloteaban a diario, y que manifestaban su odio hacia mí con miradas despectivas y uno que otro silbido por considerarme, sin razón monetaria que los avale, como el pituco del barrio. Sin embargo he crecido rodeado de amigos. Y no necesariamente amigos de colegio, que queramos o no aceptarlo, son amigos que te impone el destino. He tenido amigos de barrio porque gozo con la fortuna de haber pasado veintisiete veranos de mi vida en San Bartolo, balneario que me atañe desde hace muchos más, cuando las familias de mis padres coincidieron en casas vecinas y le gritaron al destino que si yo existiese, tendría que separar importantes momentos de mi felicidad para ese recinto playero. Hoy en día tan maltratado por el tiempo y el desorden, pero no por eso menos entrañable.

Los festejos por el año nuevo me llevaron, después de un par de años de ausencia, de regreso a San Bartolo. Y la sucesión de emociones fue exacta a la de tantas veces: cuánto hay por hacer por ti, querido amigo, qué capacidad la tuya de negarte a las leyes de la estética; pero qué calma me proporcionas, cuántos recuerdos florecen como la espuma (de tu mar y de tus cervezas, las más sabrosas de mi universo). El San Bartolo de hoy dista mucho del que adornó mis años de inocencia, allá por la década del noventa, cuando Asia era un terreno baldío y veranear aún era abandonar Lima tres meses al año. E incluso está más alejado del San Bartolo que escenificó las repetidísimas anécdotas de mis padres, con su Suizo y su Mirador, con su cine y su escasez de comercio. Hoy en día San Bartolo es casi un pueblo joven. Limita con invasiones, apiña restaurantes y bulla en el mismísimo terreno por el que jugaba junto a mis primos respirando brisa y no humos de micros y silbatazos de “jaladores” de locales. Y en año nuevo se torna hasta peligroso, cuando la avalancha de limeños tan ajenos a mis recuerdos, a mis raíces, conquista sin piedad las veredas por donde aprendí a que me fiaran y a montar bicicleta, con alcohol en exceso y drogas que los incitan a peleas dignas de barras bravas, que el último 31 sólo cesaron con disparos de bala.

Pese a eso San Bartolo es, como diría Calamaro, mi cloaca preferida. Sin importar que la casa de mis abuelos en la que pasé mis veranos de infancia haya sido vendida, o que este 2010 me reciba sin un hogar propio. Y lo es sobre todo porque me proporcionó lo que mis nueve barrios limeños no me pudieron dar: gente a la que quiero y gente que me quiere. En San Bartolo están aún mis mejores amigos, ahora con barrigas en camino a ser voluptuosas; y sigo compartiendo canchitas de fulbito y conversaciones con tipos que conocí hace 18 años. Hay otros que han partido, pero así estén en Buenos Aires o Barcelona, en Canadá o en California, la playita norte con sus sombrillas de paja y el malecón sur con su eterno aroma a desagüe figuran en su top five de lugares hermosos a los que siempre hay que regresar.

El sentido de pertenencia tiene que ver con el alma; como la personalidad, como la empatía. Creo que los sanbartolinos de mi generación tenemos un sello que no sé cómo describir, ese que nos empuja a retornar verano tras verano a un lugar gobernado por el desorden y cada vez menos bonito; ese que nos dice que aunque crecimos en grupos distintos, si nos cruzamos en un aeropuerto o en algún punto fuera de nuestra “patria trimestral”, nos saludamos por lo menos con las cejas. Y tiene que ver, sin lugar a dudas, con la felicidad. Está ligado a los recuerdos de un lugar que tal vez ya no existe, ese deseo de retorno a momentos mágicos, a tardes sin que interese el sueldo o las ganas de escalar de puesto, a noches de pies embarrados y tertulias sin profundidad a la espera de una mañana de playa, sol y nosotros. Nada más.

Este será un verano especial para mí. Será el último que me reciba solo. A partir del próximo tendré a mi descendiente a mi cargo, y ahí empezará la verdadera prueba de fuego. Porque la ley indica que nada es eterno. Que aparecen en escena muchos factores que te obligan a girar de rumbo sin plantearnos siquiera la duda. Y así como mi gente, los sanbartolinos de mi generación, hubo otros. Así como mi grupo de amigos ha cosechado anécdotas en cada pedazo de tierra de ese balneario, también lo hizo el grupo de amigos de mis padres. Y poco a poco se han ido despidiendo. Hoy sobrevive alguno inmerso ya demasiado en los vicios, u otro aferrado al romanticismo pero cada vez con menos ahínco. De todas maneras seguiré en la lucha. Trataré de contagiar en mi hijo(a) el idilio por el mar únicamente en las fronteras entre Curayacu y Peñascal. Al final uno nunca sabe, y San Bartolo no está necesariamente encaminado a ser (o parecerse) el balneario en el que fue posible engendrar el amor que hoy profeso. Pero la esperanza está.

Yo soy sanbartolino porque pese a no ser muy amigo del mar, desde que tengo uso de razón he ido a la playa con religiosidad (eso no quita que no me pueda alejar más allá de un metro de la orilla en otro sitio). Soy sanbartolino porque tengo recuerdos de cuando iba a la playa bautizada por mis primos como “la mansita”, que hoy posee cada vez menos espacio para colocar la toalla, y mi madre me lavaba los pies de arena después de subir esas míticas escaleritas. Soy sanbartolino porque todas las cicatrices que tengo en la piel fueron fabricadas ahí, gracias a tropezones y varias sacadas de mugre en bicicleta. Soy sanbartolino porque para matar la tarde, pasé incontables veranos inmerso en pichangas en una improvisada cancha de tierra (bautizada como “el terrenal”), con arcos de dos piedritas que sin duda contribuyeron a mi olfato goleador. Soy sanbartolino porque sé lo que significa corretear al camión de agua, y sé también de las bondades de bañarse con agua calentada en la tetera, con un balde y una jarrita. Soy sanbartolino porque le he comprado barquillo, maní y maní a Manuel, y me he burlado de su dialecto y de su sombrero. Soy sanbartolino porque he hecho hora con Cuacuá, que vendía unos helados glaciales diferentes, a menor precio, y cada verano yo hacía interpersonales apuestas por si él seguía vivo. Soy sanbartolino porque conozco a Fresia antes que Gustavo, y más de una vez renegué por Liberata. Soy sanbartolino porque me hice pata de Martín, quien me fiaba a diestra y siniestra helados que no sé cómo pagaba después. Soy sanbartolino porque he visto envejecer a Pepe y a su esposa, la Pepa, y he sufrido con la decadencia de locales como el Tiburón y La Rosita, donde vendían unos locos mayo deliciosos. Soy sanbartolino porque mil veces fracasé al querer emular la receta de la delicia de limón de don Pedrito. Soy sanbartolino porque jugaba a ser grande por las noches en Miramar, y por las tardes, en la Gaviota, su bodega vecina, compraba con un sol, un chup y dos Tickets (ese bendito chocolate que venía con una galleta de vainilla encima). Soy sanbartolino porque alguna vez ingresé a la casa de los sodálites a jugar Risk y a escuchar sutilmente la palabra de Dios.

Soy sanbartolino porque mis primeras juergas me las metí en el Bufadero, y ahí también cayó a mis manos mi primer cigarrillo de marihuana. Soy sanbartolino porque el mercado pasó de ser el escenario en el que robaba juguetes y figuritas de diversos álbunes al lugar en el que hacía los previos para llegar empilado a las discotecas. Soy sanbartolino porque me metí varias bombas en Las Brisas. Soy sanbartolino porque “tonié” en el Volcán, Huayco y Peñascal, y siempre me parecieron la misma vaina. Soy sanbartolino porque miraba con devoción a Ericka Tello y a la “Che”. Soy sanbartolino porque pese a tener un sabor más bien rancio, me comí varias pizzas en Don Carmelo. Soy sanbartolino porque alguna vez llegué a decir que las hamburguesas de Nandos eran las mejores del Perú. Soy sanbartolino porque desde que tengo nueve años juego campeonatos en “la canchita”, y tengo el récord de haber recibido diploma de goleador tanto en Mini-mini como en Mayores. Soy sanbartolino porque fui discípulo del señor Cedó, y lo recuerdo jugando pichanguitas conmigo diciéndome: “todavía soy más rápido que tú”, tanto como en sus últimos tiempos, cuando ya no me reconocía. Soy sanbartolino porque pasé tardes y tardes en el “vicio” pese a no saber jugar Street Fighter. Soy sanbartolino porque “El rincón de Chelulo” sabe perfectamente quién soy. Soy sanbartolino porque entoné la canción “nunca tuvimos la oportunidad de ver a Micky campeonar”, y recibí ofertas para enrolarme a su equipo con ese virolo gesto suyo, entre pedófilo y pánfilo.

Soy sanbartolino porque he entrado al club Náutico millones de veces sin ser socio, y conozco el sabor de las yucas con mayonesa y ají que servían unos mozos con pinta de relajados. Soy sanbartolino porque alguna vez me “sampé” a Curayacu y me bañé en su piscina de agua dulce. Soy sanbartolino porque en el D’onofrio canjeé Sublimes con palitos premiados de Turbos. Soy sanbartolino porque conozco el vértigo de bajar por la Rivera Sur en bicicleta. Soy sanbartolino porque también cedí ante la presión grupal y me tiré de los siete metros pese a cagarme de miedo. Soy sanbartolino porque conozco el restaurante Rocío desde que era una tienda que nos vendía gaseosas después de calurosas pichangas de fin de semana, y el plato media suprema es por el que más veces he pagado en mi vida. Soy sanbartolino porque sé (y comparto) lo que se recuerda los 5 de enero, y pese a todo lo que se diga de él, extraño a Willy Miranda. Soy sanbartolino porque también, como el colegio Los Reyes Rojos, ese recinto me conecta con mi tía Cecilia. Soy sanbartolino porque pasé varios veranos templado de una chica a la que jamás me animé a hablar. Y soy sanbartolino porque en alguna de sus calles le di el primer beso a la mujer que será la madre de mis hijos.

Es verdad, San Bartolo ha cambiado y mucho. Mis tiempos de reinado, cuando no hacía otra cosa que huevear tres meses por sus calles, son parte de la historia, y hoy en día lo visito con mayor responsabilidad. Sabiendo que los domingos por la noche me espera ese melancólico camino de regreso al mundo real. San Bartolo está horrible, con pistas y veredas en estado calamitoso y casas abandonadas, pero citando otra vez a Calamaro, “no me importa nada, San Bartolo es mío y no lo cambiaría, me lo quedo con toda su porquería”.

Hoy mis contemporáneos y yo nos sentimos invadidos por todos lados. Hay gente que se pasea como si nada por las calles sanbartolinas cargando sus malos modales y su indiferencia para con nosotros, que nacimos acá. A ellos los miro y es inevitable pensar en los amigos de mi viejo que me observaban cuando yo me creía un palomilla en el lugar que otrora les perteneció. Y se traslada a mi lado musical el coro de la canción de Ruben Blades cuando le brinda una revancha a Pedro Navaja contra el borracho que osó llevarse su puñal, el revolver y sus dos pesos: estos novatos qué (se) creen… si este es mi barrio, papá.