miércoles, 20 de agosto de 2008

Un homenaje reyrojino al rey de todos los colores. Fue un honor, querido Director (RR)

La escritura es para mí la única forma de encontrarle sentido a muchas cosas en la vida. Con este texto me despido del director de mi colegio, y está dedicado a toda la familia de Constantino Carvallo. Con todo el respeto del mundo.
El pasado lunes quedará en la memoria de muchísima gente como un día inexplicable. Injusto. El día en que la vida nos gritó con golpes certeros, aniquilantes, que no siempre el ser una buena persona y desenvolverse de la manera más solidaria posible garantiza un largo camino. A los 55 años, con mucho por ofrecer aún, dejó de existir Constantino Carvallo, el director de mi colegio. Una de las personas más extraordinarias que ha dado el Perú últimamente, y la personalidad más influyente que hemos gozado los que tuvimos el honor de pertenecer a su escuela, alumbrando la calle Cajamarca en Barranco.

Hablar de Constantino en estas difíciles horas es redundante. Un educador genial, filósofo, escritor. Dirigente sin finalidades de lucro del equipo más popular del Perú. Un hombre que con su don de gente y esa bendita virtud de ser certero, de no equivocarse jamás en sus apreciaciones, cambió la existencia de miles. Y le dio forma a una institución como Los Reyes Rojos, luchando contra muchos en un inicio y recibiendo el respeto de todos, tiempo después.

Constantino creó una forma de ser. Una personalidad. Una mística: el ser reyrojino. Esa distinción que llevamos y lucimos orgullosos todos sus alumnos ante el resto. Esa armadura que nos impulsa a creer en la validez de nuestras opiniones. Que nos permite soñar con la igualdad de la gente en un país desigual. Que nos dará la fuerza para educar a nuestros hijos con libertad, sin castraciones ni restricciones absurdas. Ser reyrojino es llevar un pedazo del corazón de Constantino Carvallo, y de eso no nos priva ni la muerte.

Cada uno tiene su propia historia con Constantino. Hoy asomarán de manera inevitable todas esas vivencias en los que como yo, tratamos de hallar sin éxito en el silencio de la noche una respuesta a su partida. Parte de ser reyrojino es permanecer en la escuela incluso después de la graduación y la fiesta de promoción. Mi vínculo con Constantino, vaya paradoja, se hizo más lindo con mi posición de ex alumno. Por una u otra razón, quizás por mis hermanos menores o por el hecho de que mi novia es profesora en Los Reyes desde hace cinco años, siempre he estado presente en las clausuras, bingos o kermeses. Lo mejor de esos momentos era encontrarme con Constantino. Siempre ahí. Oculto. Entre las sombras pero presente. Su sólo saludo era para mí motivo de orgullo. Y cuando había oportunidad de encararlo, vencía la timidez que me atormenta y con la que reaccionaba ante el resto de profesores, y me acercaba a hablarle. Cariñoso a su manera, me daba espacio en ese mundo tan singular que poseía y conversábamos. De fútbol sobre todo, es cierto, pero siempre había lugar para el jolgorio, y para hacerlo estallar en esa risa tan particular que extrañaremos para siempre.

De mis épocas escolares recuerdo el temor que enfundaba. Ese ruido extraño con el que arremetía cuando atrapaba a alguno corriendo por el hall del colegio. Sus asambleas y esa dura manera de tratar a algunas personas que generaban en el resto hasta odios, pero que a la larga servían para cumplir con un fin educativo. Constantino sabía exactamente a quién gritar. A quién humillar incluso. A quién tratar con dulzura. A quién exigirle que se saque veinte y a quién felicitar por un once.

Mi colegio tiene un rito temido llamado las pruebas de sexto grado. Para pasar a la secundaria, hay que vencer una serie de dificultades que muestren que estamos en la capacidad de afrontarla. Una de ellas, la más temida, es enfrentarse a un jurado en un examen oral sobre todo lo aprendido hasta el momento. El jurado, lógicamente, lo encabezaba Constantino. Sexto grado, allá por el año 93, fue un momento clave en mi vida. Me costó mucho desprenderme de mi exagerada introspección y de mi timidez. Fueron básicos en esa tarea Fabián y Cecilia, otros queridísimos profesores, que me moldearon hasta el punto de poder estar cara a cara con el jurado. Recuerdo que al entrar a esa tétrica sala, Constantino me saludó muy amable, y luego empezó con las preguntas. Yo había estudiado como jamás lo volví a hacer en la vida, pero mi delgada personalidad de niño de once años me jugó una mala pasada. Se me borró lo aprendido y no respondí ninguna pregunta. Constantino me dijo, siempre amable, “yo creo que no has estudiado mucho, mejor prepárate bien y vienes mañana”. Me estaba desaprobando. Yo en ese momento era un niño que con las justas hablaba con sus compañeros, pero me armé de valor y le dije a ese “monstruo” que tenía al frente: “No, mejor tómame otra cosa, por ejemplo Historia”. En ese instante Constantino decidió que yo había pasado la prueba. Me dijo: “claro, te tomo lo que quieras”, y me empezó a preguntar sobre historia. Sé que vencer mi miedo y enfrentarlo era mi prueba de fuego, y que en silencio con esos ojos profundos con los que estudiaba al mundo se dijo: “este chico está preparado, lo ha logrado”. Ya de nada importó que mi nervioso cerebro confunda personajes porque tampoco respondí bien las preguntas de historia. Ese gesto era Constantino. Eso es Los Reyes Rojos.

Ya de más grande mi relación con mi director tuvo que ver con mi vagancia y esos benditos y eternos castigos de las tardes o los sábados. Cuando ya no había remedio y él notaba que mis compañeros y yo estábamos en nada, se dedicaba a bromear, o a realizar pequeños concursos soltando preguntas al aire para que el primero en contestar sea liberado. Parece mentira pero esas jornadas interminables son las que más extraño del colegio. Inglés era un martirio para mí y siempre me tenía que quedar con él por las tardes. Cuando estuve en quinto de media me llegó a decir que si salíamos campeones en fútbol de Barranco, me aprobaba. Lo hicimos. Y él siempre cumplía sus promesas. Como cuando retó a mi promoción también en quinto de media a un partido contra los chicos de la categoría 84 del colegio, que por ese entonces contaba con Paolo Guerrero, Alexander Sánchez, Roberto Guizazola y otros chicos del Alianza a los que tanto ayudó. Nos dijo que si perdíamos iríamos el domingo al colegio, pero que si ganábamos nos regalaba diez cajas de cerveza. Ganamos y él cumplió. Aún lo recuerdo, abstemio como era, tomando esas cervezas con alguno de nosotros, los que más lo queríamos.

Recuerdo que cuando estaba en cuarto de media, para variar, me habían dejado castigado por no aprobar un examen de lectura. Ya se estaba haciendo costumbre, y notaba en mis profesores cierta preocupación por mi desidia. Estaba sentado tratando de leer en la biblioteca del colegio cuando me dijeron que Constantino quería hablar conmigo en su oficina, que quedaba unos metros al fondo. Empecé a temblar. Se venía lo peor. Me imaginé sus gritos por primera vez reflejados en mí. Su decepción. Mi inminente llanto. Entré nervioso como jamás lo había estado y me dijo de frente: “He preguntado a los de Alianza que están en quinto y cuarto de media quién es el mejor jugador del colegio sin contarlos a ellos. Y me han dicho que tú”. No lo podía creer. Era un halago que venía con un desahogo. Los de Alianza eran mis amigos, es cierto, pero valían sus palabras. “Te voy a estar chequeando”, me dijo Constantino. En ese entonces me olvidé de los libros y me propuse ser en verdad el mejor jugador del colegio.

Pese a ello creo que nunca le pude demostrar lo bien que jugaba al fútbol. Ya de más grande, el año pasado, acudí junto a mi novia a un paseo que hacían los padres de familia con los alumnos de cuarto de media, el salón de su hermano, cuyo tutor era Constantino. Ahí tuve la oportunidad de jugar por primera vez con él. Y pese a que me esmeré en colocarle incontables pases para que se haga goleador a un jugador difícil como él, que jugó parado en un perímetro del área rival con la particularidad de contar con un sánguche de chorizo en la mano, no pude cumplir una buena labor. Al final del partido lo vacilaban sus alumnos por su escasa fortuna al momento de disparar al arco. Él aceptó las críticas y con una sonrisa dijo al aire mirándome a mí: “sí, pero he visto a otros cracks también fallar hoy ah”. Fue suficiente.

Si como futbolista no le pude demostrar todo lo que sabía, me queda el recuerdo de que con la escritura sí lo logré. Él se enteró de la existencia de mi Blog, y me mandó una invitación con mi novia para participar en un concurso de cuentos organizado por la municipalidad de La Victoria en el que sería jurado. Pasaron los meses y no hace mucho (hace tan poco en realidad) llegaron los resultados. Me adjudiqué una mención honrosa, y vía mail, me mandó felicitaciones. Yo le respondí repleto de agradecimiento. Luego en la premiación me dijo: “estuviste ahí de ganar ah, tienes que seguir así”. Me quedó pese a eso la duda de que si otro hubiese sido mi nombre, tal vez mi cuento hubiese pasado desapercibido. Constantino, perceptivo y acertado, se encargó de comunicarme por intermedio de mi tío Willi y de mi viejo, que mi cuento le había encantado, y que para él merecí ganar incluso.

Hace un par de semanas me lo volví a encontrar. No hablamos del cuento ni del concurso. Preferí evitar ese tema. Hablamos, como siempre, de fútbol. Coincidimos en algunos temas y fiel a su costumbre, con algún comentario me cambió la manera de pensar en otros. Luego nos dimos la mano y me despedí de él con la certeza de volverlo a encontrar veinte años más, por lo menos.

Constantino se ha ido como lo que fue, un grande de verdad. La muerte es imposible de digerir, pero es más llevadera cuando el difunto es un débil, un enfermo terminal o un anciano. Cuando se va una persona joven es más doloroso. Cuando el que se despide es el hombre al que tú considerabas el más fuerte de todos, es intolerable. Parece mentira. Es muy difícil imaginar al colegio sin él. Sin su presencia en las clausuras, sin su mirada autoritaria y genuina. Sin su capacidad para solucionar con una palabra o un gesto, la vida de un ser humano. Constantino se fue enfundado en una bandera de su querido Alianza Lima recibiendo el cariño de miles de sus ex alumnos y de su familia, los deudos más auténticos. Yo acompañé el rito con dolor y respeto. No me asomé a su tumba y preferí esconder mi rostro acongojado.

Hoy lo quiero tener cerca, volverlo a saludar. Devolverle el abrazo paternal con el que nos educó a tantos reyrojinos. Conversar con él de fútbol ¿has visto qué mal está Alianza? Constantino querido, si los dirigentes tuvieran el uno por ciento de tu sapiencia. Si el Perú contaría con más ciudadanos como tú. Te agradezco absolutamente todo. Por formar Los Reyes Rojos y salvarme la vida al hacerlo. ¿Qué hubiese sido de mí en otra escuela? Tú lo sabes. Gracias por permitirme estudiar gratis la mayor parte de mi escolaridad, cuando la economía en mi casa no lo permitía. Gracias por ser tan cariñoso con mis hermanos, tan respetuoso con mis padres. Gracias por hacerme reyrojino de corazón, y por brindarme el plus de estar orgulloso de haberte conocido. De gritarle al mundo que mi director fue un ser increíble, y que cuando se fue lo sentí como si fuese de mi familia, porque eso es Los Reyes Rojos. Tú no eres un rey rojo, eres un rey de todos los colores. Gracias por los últimos momentos que compartimos, por ser tan influyente en mi vida hasta el final. Y por brindarme la fuerza para continuar en mi vocación, por esa promesa silenciosa de seguir remando con la escritura. Si me felicitaste tú que eres un genio, ¿qué más quiero yo? Descansa en paz, querido amigo, la vida se pierde de mucho sin ti. Y ten la certeza de que fuiste un hombre trascendente, y que un pedazo tuyo se quedará en el alma de todos los que pasamos de verdad por Los Reyes Rojos, que te amamos.

Tu alumno, tu amigo, tu hincha.

Gabriel Reaño

jueves, 7 de agosto de 2008

Por más que digan que no es una virtud (Y)

A Rengi, que me vendió la entrada.
Soy fanático de Tierra Sur. Me he ido dando cuenta de eso desde hace unos seis años, cuando reapareció en mi repertorio un disco de esa banda liderada por Pochi Marambio, y noté que me sabía de memoria muchas de sus canciones. Luego los he seguido en distintos conciertos, y me han enganchado hasta situaciones inimaginables, como colocarme en primera fila a cantar y bailar cual ferviente seguidor de la cultura rasta. En cuestiones musicales soy muy patriota, y suelo dedicarle minutos a grupos o cantantes de nuestro país, pero hoy, más cuajado en mis emociones y gustos, puedo decir que Tierra Sur es mi favorito.

Mi cariño por la banda data de mis primeros años escolares, en Los Reyes Rojos. Tierra Sur solía presentarse a ofrecer conciertos en mi colegio. Los recuerdo por el año 90 o 91, siempre con Pochi a la cabeza, cantando “Raíces, Rock y Reggae” o “Mi marimba”, deleitando nuestras clausuras y poniendo a bailar al son del reggae a incontables mocosos, que venerábamos a ese grupo que aún no había alcanzado la fama por “Llaman a la puerta” o “Piraña”.

Por ello, casi subliminalmente, me sabía de memoria muchas de sus canciones, cuando fuera del colegio, redescubrí un disco de ellos. Y ya con un paso a la adultez, he prestado mayor atención a la mística de sus temas. A sus mensajes peace and love. A sus instrumentos y a esa capacidad por predicar el reggae, género musical cuya mayoría de exponentes (abanderados por el eterno Bob Marley), interpreta en inglés, en peruanísimo castellano. El reggae, una cultura, un estilo de vida que tiene un poco de rock, un poco de jazz y mucho de África, y que genera alegría y ganas de moverse entre los mansos oleajes de la paz, no puede ser exclusivo. Y lo sabe Tierra Sur.

Ayer he estado en un concierto de Tierra Sur realizado en “La noche” de Barranco, y que para variar, tuvo relación con Los Reyes Rojos. Uno de los hijos menores de Pochi acaba su escolaridad este año, y con miras a juntar fondos para el viaje de su promoción, logró convocar a la banda para un concierto en el que si se les pagó algo, fueron un par de jarras de cerveza y algunos chots de pisco ofrecidos por uno que otro padre de familia. Fue inevitable acordarme de las clausuras de antaño. Sobre todo cuando Pochi llamó al escenario a sus hijos menores para que lo acompañen en alguna canción. De inmediato volvieron a mí las imágenes de un concierto en el que hizo lo mismo con Alec y Noel, sus hijos mayores, que por ese entonces estaban en quinto de media, y que hoy en día son indispensables en Tierra Sur. Así comprendí por qué soy tan hincha. Mi unión con la banda tiene mucho sabor reyrojino, y mis entrañables épocas en esa escuela son para siempre. Por eso festejé más que el resto cuando Pochi dijo, casi al finalizar el concierto, que ellos estarán con Los Reyes Rojos siempre, por más que sus hijos acaben el colegio.

Hoy en día Tierra Sur ha cambiado. Han ido rotando músicos, y tal vez de aquel primer grupo que observé cuando estaba en cuarto grado de primaria sólo queda Pochi. Pero el ritmo es el mismo. El sentimiento es el mismo. Tierra Sur descansa en el talento de Alec y Noel, con el bajo y la guitarra, y en la potencia de Constantino Álvarez (como los dos anteriores, ex reyrojino) en la batería. Además cuenta con un muy buen tecladista y una saxofonista que no desentona jamás. Y la fruta del postre es su encantadora corista, quien además nos deleita con sus geniales dotes en el cajón.

Si hablamos de canciones me quedo con “Humanidad”, tema sólo algunas veces interpretado en conciertos, y que describe el sentimiento por la humanidad diciendo “tu locura me tortura, me hiere, y aún así te amo”. Después es imposible no mencionar “Reggae mama” (antes de andar quiero yo bailar), “Ella tiene reggae” o “Mi marimba”. “Canto a los santos” está llena de positivismo, y con el negroide floreciendo (no son ideas nomás), se canta a pulmón abierto, “voy a rezar a los santos, pa’ que todo salga bien, que mi país se levante, y el tercer mundo también”. “Raíces, Rock y Reggae” es brutal, y dice algo parecido a “tengo para dar, raíces, rock y reggae, traigo mi música, y te la entrego a ti”. Y bueno, “Hierba mala” es un himno, y hasta al más parroquiano de los monaguillos le provoca escucharla con el aire de la marihuana cerca.

Sólo me queda agradecer a Tierra Sur por enseñarme que con el reggae también puedo disfrutar, y por abrir mi apetito por intérpretes como Don Carlos o Alpha Blondy, geniales dioses rastas que antes de Pochi, los hubiese catalogado (incultamente) como simples viejitos hierberos. También a los muchachos de quinto de media de mi cole que organizaron el concierto, por brindarme la oportunidad de terminar un día particularmente malo en mi vida, saltando adormecido y eufórico pa’ que todo salga bien. Por más que digan que no es una virtud, a mí me gusta Tierra Sur.

Este texto no podría acabar de otra manera: “Tieeerraa, tieerraa sur. Tierra de soooooool, y cielo azuuuul".

viernes, 1 de agosto de 2008

En la playa (F)

El teléfono celular empezó a sonar y a moverse torpemente sobre la mesa de noche. Marisol fue a su encuentro. Notó en la pantalla el nombre de Javier, su esposo. Decidió no contestar apurada como siempre, y esperar hasta la quinta o sexta timbrada. Anticipaba el contenido de la conversación. Y efectivamente, Javier le diría que se le había presentado una reunión imprevista esa noche, y que al día siguiente, muy temprano, tendría otra. No tenía sentido llegar tarde a su casa de playa en el sur para tener que madrugar. Otra promesa incumplida. Era martes, y Marisol tendría que dormir sola. Una vez más.
Al cabo de un rato, Marisol notó que eran las nueve de la noche. Y que en su gran casa de playa sólo chismoseaban sus dos empleadas domésticas en el cuarto de servicio, muy al fondo. Luego de dimitir la bronca por la ausencia de Javier, extrañó a sus hijos. Daniel, el mayor, y el más afectivo, llevaba tres meses viviendo en España. Macarena, la segunda, trabajaba. Y Diego, el menor, alegaba que en la playa no había nadie de su edad, y que prefería pasar los días de semana de sus primeras vacaciones universitarias, en Lima. Marisol sintió ganas de llamar a alguno. Pero no lo hizo. Total, si ellos no me extrañan, no tengo por qué arriesgarme a una voz seca y a frases para inquirir, como sacadas con cucharita.
Su soledad se había convertido en una rutina ese verano. Su gran casa blanca, de terraza con vista al mar y pequeña piscina en el tercer piso era como un refrigerador en el polo norte. Marisol pasaba las mañanas en la playa, con su sombrilla y un libro que le servía de escudo para escapar de las otras mujeres. De la felicidad de aquellas. Con sus hijos pequeños y esas tareas que Marisol extrañaba, como bañarlos en el mar, hacer castillos de arena, comprarles helados con mesura. Las tardes eran para la televisión y la siesta. Tal vez una película en el DVD y la contemplación de su celular. ¿Quién se acordará de mí? Por las noches le daba rienda suelta a un vicio que Javier detestaba en ella. Buscaba entre sus cajones más escondidos una lata que antiguamente había servido de envoltura a unas galletas riquísimas. De su interior extraía un papelito delgadísimo y algunas ramas verdes. El encendedor y a alejarse del mundo.
El fuego en el cuarto, por el viento. Una larga bocanada. Otra pequeña. La tos. Cinco pitadas más. Un incienso. Incrustado en la maseta. La noche. Linda. De lo que se pierde Javier. ¿En qué andará? No hay nadie a esta hora. Sólo se escucha el mar en evidente marea baja. ¿La tele? Alguna película. Me aburro. Silencio. ¿Cómo era? Pérdida de memoria, bochornos, sudor, cambios de humor. ¿Sequedad? Por Dios, no. A todo esto, ¿ya es mucho tiempo sin sexo? Ya se viene abril. ¿Una gran fiesta? ¿Para qué? El tocador. Sí, aún hay mimosas.

Ya no había carcajadas, como antaño. Cuando ese vicio era compartido con Javier o sus amigas. Cuando era la reina de la misma playa que hoy la acogía casi con lástima. Cuando su rubia cabellera era auténtica y no maquillada. Cuando su cuerpo, aún hoy esbelto, era la envidia de todas las mujeres, su rostro en verdad hermoso, y los surcos de sus ojos, cosas para viejas. ¿Qué he hecho con mi vida? Llegaba a decir en el colmo de los malos pensamientos. La palabra resignación parecía creada exclusivamente para ella. De pronto, sonó el teléfono. Era su hijo Diego. Marisol andaba ensimismada, y quizás para su hijo su voz le sonó como a sueño. Lo cierto es que el mensaje fue claro: llegaría al día siguiente como al medio día a la playa, y lo haría con un amigo. Salvador mamá, sí te he hablado de él.

La mañana recibió a Marisol con otro semblante. Después de tiempo, se esmeró en hacer las compras en el mercado, dio indicaciones a la cocinera para la preparación de un buen pescado frito como le gustaba a Diego, y se vistió bonita. Su delgadez le permitía, a diferencia de sus contemporáneas, usar bikini, y complementó el ropaje con una faldita a cuadros oscura que le había obsequiado Javier en Navidad. Siempre hay que verse bien.
Diego la saludó parcamente y Salvador fue muy educado. Marisol le quiso decir que no le dijese señora, que la hacía sentir vieja, pero intuyó que eso incomodaría a su hijo. Los dos chicos se fueron a la playa raudamente, y Marisol llegó algunos minutos después. Se ubicó en el lugar de siempre y deseó en silencio que no se le acercase ninguna de las señoras del balneario. Libro en mano, y anteojos oscuros, resolvió contemplar el mar, que parecía ese día de otro color. Del color de la ropa de baño de Diego. Muy cerca de ella se acomodó un grupo de cuatro mujeres que no llegaban a los cuarenta pero que habían pasado los treinta ya hace rato. No la empelotaron. Marisol las analizaría una por una como lo hacía desde siempre con todas las mujeres. Rolluda, celulítica, atrevida para usar ese bikini, anoréxica. Era miércoles, y fuera de los niños pequeños que correteaban entre la arena y la orilla, no había mucho que observar. Las cuatro mujeres, en apariencia, andaban solas. No habían venido ni con sus hijos ni sus maridos (si acaso los tuviesen) y poco les importaba guardar la cordura. Maquinalmente trasladaron su conversación hacia los únicos cuerpos apetecibles que se podían hallar en la playa: Diego y Salvador.
Marisol escuchaba con vergüenza y algo de fastidio algunas frases. El rubiecito (Diego) tiene el poto rico. Ah no, a mí me gusta el de pelo corto (Salvador), mira la espalda que tiene. Qué edad tendrán (Diego tenía 19 años, y Marisol intuía que Salvador andaba por ahí también). No sé, ¿20? ¿21? Ay no, más mocosos se ven, 17 o 18. “Qué desfachatez, como si estos les darían bola”. Oye ¿y han probado hacerlo con un chibolo? Marisol no quiso escuchar más pero la respuesta en coro del grupo la hizo prestar atención. ¡Claaaaro!!! A esa edad son fogosísimos, y duran tres o cuatro como si nada. Marisol pensó en pararse, gritarle al grupo de viejas arrechas que se estaban pasando, que el rubiecito era su hijito Diego, el menor de todos, y que seguramente no había tenido sexo aún. Pero le ganó el morbo y la chismosería. Una de las mujeres empezó el relato. Es facilísimo conseguir mocosos dispuestos. Yo ya lo he hecho con varios. Hay chicos que se la pasan así. Y son riquísimos ah. Los encuentras sobre todo en el gimnasio. Un par de favores, alguna insinuación, y listo. Ellos creen que son pendejos porque les invitas de comer o les regalas algo pero no saben el favor que nos hacen. Imagínate si tendríamos que esperar a nuestros maridos para tirar. Ellos ya tienen a sus chibolas desde hace tiempo, y no les afecta en nada. Al contrario. ¿Por qué nosotras no? Claaaaro, volvían a decir al unísono.
Diego y Salvador se acercaron hacia Marisol. Llegaban en búsqueda de dinero. Querían matar el tiempo tomando cervezas, como grandes. Conforme se fueron acercando, el rostro de las mujeres fue cambiando. Es la mamá, qué roche. Marisol fingió distracción. Estaba también avergonzada. De pronto observó a Salvador. Le reconoció la espalda perfecta, el cabello corto y exacto, los ojos dulces y su sonrisa de niño malo. Mientras buscaba en su cartera algún billete de cincuenta soles, notó que la mujer que había estado hablando de sus aventuras en el gimnasio miraba a Salvador de una extraña manera. Luego él la observó, y le levantó las cejas en señal de saludo.

Por la tarde y luego de conversar por teléfono con Javier algunos minutos, y que este se ponga cariñoso un instante para después decirle que no llegaría a la playa hasta el viernes, fue inevitable para Marisol pensar en las mujeres de la playa. ¿Estaba bien lo que hacían? ¿Era cierto que todos los hombres tenían su chibola escondida? Javier no viene a dormir hoy, tampoco mañana. Y yo…
Después del almuerzo, Diego y Salvador habían salido rápidamente. Casi no hubo tiempo para conversar. Se habían encontrado con algunos amigos. Iban a beber cerveza y para Marisol eso no estaba muy bien. Es miércoles y están tomando. En fin, no quería preocuparse. Ya saben lo que hacen. Aún no se sacaba de la cabeza la conversación de las mujeres de la playa. Encima, el saludo de Salvador con una de ellas le había parecido sospechoso. ¿Acaso era él uno de los chicos que se acostaba con mayores? ¿Y Diego? ¿También? ¡No!
Quizás era el sol que seguía sofocando, el calor y la ausencia de sexo en semanas, pero Marisol no se podía sacar de la cabeza a Salvador. Mira la espalda que tiene, le decía en su memoria la voz caliente de una de las mujeres de la playa. De pronto sucedió lo que no le ocurría hacía mucho. El bochorno, el sudor. Aún tengo mimosas, no te alteres. Luego, se le mezclaron sensaciones. Lo recordó. Lo imaginó. Sintió humedad en su entrepierna después de tiempo. Esto la llenó de gozo un instante. Entró al baño. Cerró la puerta. En milésimas de segundo estaba desnuda. Qué hacer. ¿Tocarse? Hace tiempo no lo hago. Se miró al espejo. No. Mejor abro la lata de galletas. No. Un baño de agua fría.

Marisol terminó en la piscina. Escuchando algo de música y alternando la lectura de una revista con las argollas de humo de su cigarro. Había cambiado de personaje en sus pensamientos. Ahora era Javier. Siempre, Javier. Su carencia de afectos, su indiferencia. La desidia con la que respondía a sus pedidos de arreglar la casa o la camioneta. ¿Tanta reunión en una semana? En fin. Luego escuchó ruidos en el primer piso. Supo que alguien entraba por el sonido coreográfico de sus móviles. Imaginó que serían Diego y Salvador, pero al asomarse por la escalera con una toalla en el cuerpo, sólo distinguió al segundo.
Rápidamente, Marisol descendió hacia su cuarto. Quizás llegaría Diego en un rato y desearían usar la piscina. Casi se atrevió a decir “Salvador, ¿no quieres bañarte en la piscina?” Pero este había ingresado fugazmente al baño. Volvieron a ella la conversación de las mujeres de la playa y la posible complicidad de alguna con Salvador. Y como por arte de magia, su imaginación recreó las películas que veía algunas noches en un canal prohibido de cable, y que a veces le servían a Javier para incentivar sus deseos. En alguna de ellas, Salvador saldría del baño, la sorprendería en su cuarto y la sometería con su espalda perfecta y su sonrisa de niño malo.
Lo que ocurrió fue la antítesis del erotismo. Marisol se acercó hacia el baño en el que estaba Salvador y lo escuchó expulsar literalmente toda la cerveza que había consumido, y de pasada, el pescado frito del almuerzo. Sintió asco. No se alejó mucho. En minutos lo escuchó de nuevo. Intuyó que se ahogaba. Se preocupó. ¿Estás bien? Salvador no respondió. ¿Estás bien? Nada. Voy a entrar. Nada. Marisol entró. Salvador estaba adormilado sentado a los pies de la ducha. Despierta, despierta, ¿estás bien? Salvador reaccionó. Sí señora, no se preocupe.
Al rato Marisol lo acompañaría a su cuarto. Le pondría una sábana extra por el frío. El chico temblaba, pobrecillo. Gracias señora, le diría Salvador. Y Marisol se guardaría una vez más aquello de “no me digas así por que me haces sentir vieja”. Luego volvería a su cuarto. Revisaría en su tocador las toallas higiénicas. Y la cantaleta de siempre. Pérdida de memoria, bochornos, sudor, cambios de humor. Puede ser ¿Sequedad? Jamás. Esperaría a Diego. Quizás lo retaría. Cómo es posible que tomen así un miércoles. Volvería a ser madre y estaría contenta. Sería una noche sin lata de galletas. Y a esperar con ansias el viernes, que llegaba Javier.