jueves, 10 de septiembre de 2009

Cuatro gallos (F)

Un cuentito después de tiempo. Para los hermanos Saco. Los míos. Mis gallos.
Aquel día Chirozo y Manotas no quisieron pelear. Rechazando las leyes explícitas, se observaron breves segundos y dirigieron sus pensamientos hacia el infinito. Era mi primera vez en un coliseo para peleas de gallos. Un debut pacífico, pensé. Surgieron breves silbatinas. Los separaron. Los hicieron “pechar” con la danza infalible del pico a pico. Pero nada. Se pidió disculpas a la concurrencia. ¿Cada cuánto ocurre esto?, pregunté. Nunca, me dijo Guillermo, que para ese entonces refunfuñaba y casi déspota, anulaba todo compromiso futuro con el apostador que había elegido.

Guillermo nos había insistido tiempo atrás. Vamos, se van a divertir. Por fin habíamos coincidido ese sábado, y éramos una vez más nosotros, como hace tanto. Aldo y Manuel me habían convencido. Van unos hembrones, me dijeron en dos mails por separado. Yo imaginaba que en las peleas de gallos me podría encontrar con cualquier cosa menos con hembrones. Todo lo demás estaba ahí, como en mi imaginación. El criollismo, la tradición. La música en vivo. Las apuestas. El sello del vicio, colorado y de ojos inyectados, en los gestos de los conocedores. Y cómo no, el trago. Aldo y Manuel andaban con sed. Fuera de acá, dijeron cuando Guillermo sugirió esperar hasta la pelea siguiente. Segundos después teníamos una botella de pisco a nuestra merced. Cuatro gallos, decía la etiqueta. Vaya nombre. Quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo. Salud, compadre.

Cada encuentro de los cuatro era un triunfo desde hacía algunos años, cuando la vida se había puesto seria, y el dinero, el trabajo y las mujeres nos habían alejado. No podíamos hallar entre las primeras carcajadas la fecha exacta de nuestra última vez. Yo tenía una hipótesis, pero preferí callar. Lo concreto es que éramos amigos desde siempre, y cuando estábamos juntos nos olvidábamos de interpretar los roles que nos había asignado el destino. Aldo no era más el payasito de su grupo de trabajo. Manuel no tenía que ensayar aquellas posturas importantes frente a los clientes de la empresa de su padre. Y Guillermo dejaba de vender, de exagerar, de mentir para ganarse el pan de cada día. No recordábamos detalles de nuestro último encuentro, generalmente bañado de risas, apodos y una que otra confesión, pero tenía la certeza de que esta vez el más necesitado de aquello era yo. Llevaba un mes sin empleo desde que la revista a la que le dedicaba mediocres artículos me había mecido por tercera vez en cuanto al aumento del miserable sueldo que me pagaban, y no tuve más alternativa que renunciar. Dignidad le dicen. Las pelotas. Andaba con la moral por los suelos, sin mucho por ofrecer y con la sospecha de que Mariana me había perdido la fe.

Los siguientes gallos se diferenciaron totalmente de Manotas y Chirozo. Tanto que no tuve ni tiempo de memorizar sus nombres. Las peleas de estos animales duran realmente muy poco, escasos segundos vibrantes que de vez en cuando regalan a la multitud rastros de sangre. Parece que los gallos de pelea se atacan por instinto. Basta que sientan la presencia de un similar para empezar a pelear. Llevan cual prótesis una eficiente navaja, el arma mortal. Y todo concluye cuando el gallo derrotado (muerto) entierra el pico. En muchas peleas el vencedor deja de existir segundos después de su triunfo, y en pocas ocasiones, el triunfante logra permanecer entero para participar en otra pelea. Guillermo era el único especialista. Las apuestas corrían mínimo desde 50 soles y él se había adjudicado ya 200. Como en todo ritual en el que influye el azar, había que tener cierto tino para no perder por goleada. Poco a poco, sin siquiera hablar, nuestro amigo nos estaba incentivando a participar, a dejar de lado las apuestas internas que en su pico máximo de emoción, llegaron a cinco soles. Para ese entonces el gallo que más quería era el de nuestra botella. Sentí que me estaba emborrachando mucho antes que mis amigos. Debe ser el estrés, pensé. Y los observaba eufóricos ante las maniobras de los púgiles con plumas, interrumpiendo su rictus únicamente para contestar las llamadas de sus mujeres.

A mí Mariana no me había llamado. Tampoco me había puesto peros tras comentarle la posibilidad de salir un sábado por la tarde sin ella y a beber alcohol. Cosa rara. Mis tres amigos sí tuvieron complicaciones. Aldo hasta tuvo que mentir. Más tarde, cuando las peleas hayan declarado al campeón y el pisco nos embarcase a la conversación sincera, hablaría de mi trabajo y del dolor por un ingrato futuro económico. Me darían consejos y tal vez propondrían algún contacto. Cholo, ya sabes que si necesitas billete, pídeme nomás. Hubiese preferido hablar de Mariana. Les hubiese comentado a mis tres gallos el tiempo que llevaba sin hacerle el amor, sus gestos forzados al hablarme, su escasez de compromiso, su poca similitud con la mujer que me había hecho pensar en el para siempre.

En las peleas de gallos sí hay hembrones. No sé bajo qué criterio acuden en masa a ese lugar tan ajeno a las discotecas en las que terminarán la noche. Lo cierto es que, sin exagerar del todo, en el coliseo podemos encontrar casi un desfile de modas. Todas acompañadas de grandes grupos de hombres de la clase más alta de la capital, atiborrándose de cervezas y convirtiendo el palco preferencial del lugar en una connotación de un after party de concierto de lujo. En algún momento de la jornada nos dirigimos hacia allí, a contemplar a las chicas. Ese era, según los mails de Aldo y Manuel, nuestro propósito principal de la actividad sabatina al fin y al cabo; y con el pretexto de comprar unas cervezas, iniciamos el patético espectáculo que suele ofrecer un grupo de cuatro ex chiquillos que ni siquiera por la experiencia y el garbo que ofrece una billetera con tarjetas de crédito son capaces de confrontar a una dama. Nuestros ojos destilaban pisco y excitación. La antítesis de lo que necesitaba cualquier mujer en ese momento.

Pero hubo algo que me empujó a cambiar la historia. Quizás el hecho de creerme por primera vez aquello de “no tengo nada que perder”. Tal vez el velorio en el que se hallaba mi celular. O el vértigo que ofrece una pelea de gallos. Y es que el cortejo tiene similares desenlaces, hay un perdedor y un sobreviviente, o en el peor de los casos, la indiferencia de Chirozo y Manotas. Escogí a una linda chica, lucía un saco verde y la sonrisa perfecta. Pude haberle dicho cualquier cosa pero para la anécdota quedarán frases como mi papá cría gallos, es el santo de una amiga y no, no tengo novio. Mis tres gallos observaban más allá cómo un beso en la mejilla aparentaba el triunfo del cuarto, el más necesitado de gloria, que se selló un rato después con un salud a lo lejos que se prestaba para todo tipo de interpretación. Hubo varios picotazos de envidia.

Para una de las últimas peleas, entre Aldo, Manuel y yo juntamos 50 soles y apostamos, tercos, en contra del gallo que eligió Guillermo. Perdimos, y contrapesamos la desazón embutiéndonos un par de sánguches de lechón y una porción de anticuchos. La noche aún tenía camino por ofrecer y cada uno un plan distinto junto a sus parejas. No nos veríamos hasta dos semanas después, cuando los convoqué para darles la noticia. Esa noche Mariana me recibió en su casa sin variar su indiferencia. Odié a Chirozo y a Manotas. Pensé en los sobrevivientes y en su dañado futuro. Y quise enterrar el pico, pero quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo.