lunes, 24 de diciembre de 2007

Volar (F)

“Apague su celular”. La voz autoritaria de la aeromoza le hizo entender a Alfredo que no había marcha atrás. Al mismo tiempo, su acento y su figura lo llevaron a imaginar por un momento un futuro positivo, en cuanto a mujeres se refiere, en el país de su destino. Pero sólo fue un momento. Alfredo no era para nada un hombre optimista, y pisando tierra (digamos), recordó que hacía casi un año que no tenía sexo con alguien si es que no era entregándole billetes a prostitutas baratas. Que su cojera era cada vez más evidente y su rostro, con algo más de tres décadas de existencia, jamás fue bien recibido por las miradas de las chicas. Su asiento quedaba en el fondo, pero no lo separaban muchos metros del de adelante. Era un avión pequeño, y Alfredo se sintió como en una de las combis que lo transportaban a diario.
No pasa nada, le habían dicho. Y si es que pasa, sólo tienes que preocuparte al momento del despegue y a la hora de aterrizar. Ya en el aire es bien jodido que se estrelle el avión o que explote. Eso sólo pasa en las películas, le había comentado su amigo Rubén, después de mirarlo con odio y envidia por no haber sido él el ganador del sorteo. Otra aeromoza, un poco más entrada en años que la anterior, se dedicó, con mímicas, a señalarle a la tripulación todo lo que había que hacer. El cinturón de seguridad (Alfredo lo tenía puesto desde que se sentó), las salidas de emergencia, las bolsas de oxígeno, los chalecos salvavidas. ¿Para qué? Pensó Alfredo. No creo que necesitemos eso jamás. Era su primera vez en un avión y el sentimiento que tenía en el cuerpo no era precisamente de emoción. Si aquí pasa algo no hay forma, prefiero los micros.
Alfredo tenía en su equipaje de mano galletas de soda y caramelos de limón. Le habían decomisado en el aeropuerto sus tres botellas de agua de medio litro. Sólo quería comida suave, no vaya a ser que me choque la altura, se dijo días antes. Cargaba también todos los papeles que acreditaban el motivo de su viaje. Permiso de su trabajo, el nombre y la dirección del hotel, el teléfono de la aerolínea en su ciudad. Más vale prevenir que lamentar ¿sí o no? Y completaba su ex mochila blanca que con el tiempo fue gris y luego una simple tela de colores indefinidos, su libro favorito. El de su amigo Antonio.
El piloto dijo algunas palabras y a Alfredo le sonó como uno de esos hombres amargados de los bancos que lo miraban con desprecio. Y el avión se empezó a mover. Alfredo suspiró. Cerró los ojos. Hizo una oración completa después de muchísimo tiempo. Recordó a su madre. Lo único que lo mantenía con vida. A Carmen, su gran amor, ¿estaría ella emocionada? Y de pronto el pesimismo. Fiel a su estilo. Son mis últimos momentos. Qué he hecho de bueno por el mundo. Nada. Y las imágenes de un avión blanquiazul perdido en el mar, otros dos estrellándose con odio ante dos edificios gigantes, el auto blanco que le quitó el fútbol para siempre. Su padre ausente. La resignación.
Al cabo de unos minutos el avión ya estaba en el aire. Y la calma volvió a Alfredo. Casi se sintió feliz. Desahogó su nerviosismo con una sonrisa y el rostro amable ante el resto de la tripulación. A su costado estaba una mujer mayor, que tendría la edad de su madre, y el mismo gesto humilde en sus ojos profundos y su cabello plateado inquebrantable. ¿A qué se debería su viaje? ¿A ella también la habría abandonado su marido poco después de dar a luz? Alfredo imaginó que se iría a reencontrar con su hijo, que ambos estarían muy contentos. Que se confundirían en un abrazo eterno. Muy cerca se hallaba un hombre elegante, con aspecto muy varonil. Viaja por negocios, pensó Alfredo, y sin ningún tipo de miedo. Metros más adelante descubrió que una mujer hermosa inclinaba su asiento, y Alfredo la imaginó como una gran estudiante de periodismo, como seguro sería Carmen. Cuando el vuelo se estabilizó por completo, sólo se escuchaban susurros y murmullos. Y de vez en cuando, las risas de dos niños que no pasaban los diez años de edad, que eran controladas cuando se hacían exageradas, por sus padres. Una joven pareja que parecía comandar un hogar en paz.
Llegó la hora del libro de su amigo Antonio, paradójicamente, un aviador, al que Alfredo le había castellanizado el nombre para que resultase más íntimo. La trama sencilla pero impactante. Las analogías con mundos que Alfredo anhelaba. Y de vez en cuando la turbulencia y el pánico que reaparece. Las maniobras de Antonio. Su destreza. El brazalete, los nombres, su rosa. Las aeromozas recorrían el pasillo como si todo estuviese perfecto. Fuera de que le brindasen calma, Alfredo pensó que eran unas grandes trabajadoras, y que su labor no era precisamente acelerar el miedo a los pasajeros. Total, cuando uno siente miedo la sangre se acomoda en los brazos y las piernas, por eso nos largamos a correr. Pero estoy en el único lugar del mundo en el que correr no me sirve de nada, y aquí, se dijo a sí mismo Alfredo, tanto yo y la ausencia de mi bastón, así como el más atlético de los tripulantes, empezaríamos la carrera en real desventaja.
Lo único que abstrajo a Alfredo de su libro y de sus nostálgicos pensamientos cada vez que el avión pataleaba, fue un dolor en los oídos que no lo abandonaría en el resto del vuelo. ¿Cómo habrá hecho Antonio? ¿Cómo harán estas aeromozas que ni bien aterrizan tienen que embarcar de nuevo? Luego se sorprendió con la comida y la atención de estas. No imaginó que las personas con ese acento eran capaces de ofrecerle un servicio. Esto lo animó, y puso, pese al dolor, su sonrisa más amable. A sabiendas de su rostro, entendió que una sonrisa bonita no aparecería, pero esta vez no le importó.
Intentó dormir pero fue en vano. ¿Cómo hacerlo con este dolor? Además, ¿morirse dormido? Eso es para los que tienen buena suerte. Las horas pasaron. El vuelo llegaba a su final. Lo sabía, había contado los minutos desde que se inició el despegue, y pese a que le habían ordenado lo contrario, veía en su celular el correr del tiempo. Alfredo lanzó otro suspiro. Y luego, las frases del piloto. Y el pesimismo. Claro, él tenía que soportar primero todo un largo y doloroso viaje, si no fue en el despegue... Las aeromozas perdiendo la calma. Abandonando su inmutable postura. Los gritos de la gente. Los rezos, las plegarias. El hombre elegante que viajaba por negocios perdiendo la elegancia y la valentía. Qué horror. La chica que estudiaría periodismo al borde del desmayo. ¿Quién sería el desahuciado que más la extrañe? La señora de las canas de su madre dando alaridos. Y Alfredo inmutable. A la espera. Y el recuerdo de sus frecuentes pesadillas, él cruzando la calle distraído y el carro blanco. De pronto todos abandonan sus asientos, se forman grupos. Ya nadie está solo. Salvo Alfredo. Como siempre. Antonio se estrelló solo y así moriré yo. Pero luego la pareja con los niños que soltaban carcajadas hace instantes lo invitará a acercarse. Hay que rezar todos juntos. En familia. Quizás él también tenga un brazalete tallado con los nombres que más ama, pensaría Alfredo. Y nos encontrarán a todos juntos, y pese a todo, sería un viaje hermoso.

Golpes del destino (sin Clint Eastwood) (F)


1
De pronto todos sus miedos se tornaron insignificantes. Sus aventuras, festejadas donde y con quien sea, y con tan sólo pequeños pedazos de exageración, se podían ir derechito al baúl de los recuerdos. Sus gestos, entre victoriosos y déspotas cada vez que humillaba a sus víctimas, o respetuosos siempre que veía cerca a uno de los “bravos”, aquellos a los que respetaba y admiraba, y a los que jamás les pediría un uno contra uno, se borraron para siempre aquella tarde en la que Harry tocó fondo. Entra que hay sitio, le dijo un policía, con un tono de voz casi amable, a sabiendas de lo que vendría. Entonces Harry se asomó ocultando sus sentimientos. Sin pedir permiso. Y se dijo a sí mismo que por primera vez en sus 25 años la vida le estaba poniendo una prueba difícil.
El cuarto era amplio y los 14 hombres que lo ocupaban aparentaban estar cómodos, se podría decir que mostraban familiaridad. Había una banca sin respaldar en la que nadie se sentaba. Las paredes estaban llenas de frases que aludían sentimientos como la libertad o el orgullo. “Marco estuvo aquí”. “Vivan los Próceres de Villa El Salvador”. Un fluorescente con flojera estaba encendido, pero su luz a esas horas no irradiaba ni una pizca de esperanza. De ahí en más, el ambiente era decorado por una pestilencia indescriptible, propia de un lugar que sirve de aduana a los criminales antes de llegar al penal en el que cumplirán su condena. Y por los rostros de los nuevos compañeros de Harry, cada uno más propicio al prejuicio que el otro. Harry tenía ojos verdes y la cara llena de finas facciones, el cabello limpio y vestía casual, como siempre, con ropa de marca pero no lo mejor de su repertorio. Cualquier centímetro de su cuerpo era un generador de sentimientos para los 14 que lo acompañaban. Para bien o para mal. O quizás sólo para mal.
Harry entendió que era la hora de actuar. Que tenía que sacar a flote las experiencias que le había dado la vida en situaciones tensas en las que a puño limpio tuvo que hacerse respetar. Claro, siempre en otro entorno, y mínimo con cincuenta por ciento de posibilidades de triunfar. Y empezó la función. Sacó a relucir las palmas de su mano de tablista y fue saludando casi con complicidad a cada uno de los integrantes del espacio que decidiría su futuro. ¿Qué haces acá colorao? Le preguntó el más viejo de todos. “Le acabo de arrancar el ojo a un huevón”, contestó Harry. Hubo una sonrisa incrédula y general en el ambiente. Uy colorao, dijo otro mucho más joven, acá en la noche los coloraos pierden. Harry supo entonces que su prueba de fuego había llegado.
2
El reloj marcaba las diez y cuarenta y cinco de la mañana en el edificio más grande de la universidad, y Antonio sabía que no había marcha atrás. Desde que la profesora le dijo al salón, al inicio de la hora, que entregaría las notas del examen parcial de Economía, curso que Antonio llevaba por tercera vez, al finalizar la clase, no había hecho más que contar los minutos. Sabía que una buena nota lo pondría a tiro de tentar aprobar el curso, y que una no tan buena lo depositaría cara a cara con su padre, al que le tendría que comunicar, recién, que había desaprobado una materia, y que incluso, estaba con un pie y medio fuera de la universidad. Ese día Antonio no estaba de humor para bromear con sus amigos del salón, ni si quiera para intercambiar miradas con Francesca.
Miguel se había despertado con un malestar en el estómago que poco a poco con el correr del monólogo de la profesora se había convertido, estaba seguro, en fiebre. Como todo el salón, estaba a la espera de las notas, pero a diferencia de Antonio, Miguel confiaba en su talento, y no esperaba menos de 15, siendo pesimista. Francesca jugaba con su lapicero muy cerca suyo, casi abstracta al ambiente. Era la chica más linda del salón, y para Miguel, la más linda de la universidad entera. El pelo castaño, casi rubio, y sus ojos celestes eran de por sí un monumento para él. Sin contar su figura ideal. Ni muy alta ni baja. Piernas y brazos en armonía y unos pechos hermosos con los que Miguel no se permitía soñar. Para Francesca sólo tenía reservados sentimientos de ternura. Deseos sexuales, para las comunes. Francesca le tenía aprecio. Con él se mostraba tal cual era. Sin la postura de las mujeres bonitas, aquella que dicta que tienen que ser perfectas incluso cuando les duelen los ovarios o tienen ganas de soltar un gas. Francesca con Miguel hablaba lisuras; le decía que se moría por una hamburguesa con queso y huevo de las de al frente, con mayonesa para mancharse hasta el tobillo; le pedía que la ayudase en los trabajos del curso sin fingir que tenía la más mínima idea de lo que trataban. Y Miguel la amaba. Siempre parco y discreto, sabiendo del estatus de imposible de su romance, pues Francesca tenía enamorado.
Eso no le interesaba a Antonio. Gracias a que contaba con un sentido de la autoestima muchísimo más amplio que el de Miguel, Antonio se creía capaz de enamorar a Francesca. De superar al ganso de su enamorado, pese a que las malas lenguas decían que era un pata mayor, y que encima, peleaba bien. Siempre estaba cerca de ella y Miguel lo detestaba. Intuía que Francesca también, pero era ella tan humilde que jamás iba a decirlo. Por el contrario, buscaba siempre ser cordial con él. Eso a Miguel lo sacaba de sus casillas. Soñaba con el día en que el enamorado de Francesca lo aniquile de sendos puñetazos.
Esa mañana de la entrega de notas Francesca evidenciaba tristeza. No brillaba como de costumbre. Desde hacía unos días sus amigas le habían sembrado la duda a cerca de una posible infidelidad de su enamorado. Y pese a que se esmeraba en no creer, las pistas eran cada vez más claras. Francesca era hermosa y podía darse el lujo de tener a quien sea, pero no podía vivir sin su enamorado. Se había generado en ella una dependencia casi enfermiza. Luchaba contra sus impulsos celosos casi siempre con éxito, pero cuando esto no ocurría, terminaba siempre expuesta a la frase que tanto odiaba: eres una desconfiada. Era verdad. Francesca se sentía poca cosa al lado de su hombre. Quizás por ser cinco años menor. O porque lo consideraba precioso. Como Miguel y Antonio la consideraban a ella.
3
Un policía llegó en el momento justo. Harry se había puesto de pie y se disponía a pelear por su hombría. ¿Los coloraos pierden en la noche? Va a perder la concha de tu madre cuando me vaya de acá. El policía dejó un taper grande de comida a nombre de Orozco, el hombre que estaba a punto de medir su técnica de pelea callejera con Harry. Estaba lleno de un arroz con pollo disímil al que le preparaba doña Marcia a Harry cuando salían a luz sus impulsos de criollismo. Mazacotudo, incoloro. Con presas de dizque pollo dispersas. Qué asco, pensó Harry, que en ese entonces, por los nervios o el aroma del lugar, no aceptaría ni un buen pedazo de asado de tira fino, como el que preparaban los domingos de parrilla en su casa de playa. El estómago le crujía. Estaba lleno de gases. La solidaridad es un valor que aparece en los momentos difíciles, y se da por sentado que la gente que está encerrada en un lugar como ese lleva horas sin ingerir alimentos, así que los platos que llegan viajan de mano en mano. A Harry le llegó su turno, y observó el rostro expectante de los 14 reclusos. No había cómo negarse. Lo mismo sucedió con varios platos más que fueron llegando. Emolientes espesos para calmar la sed, fideos rojos que no sabían a tuco, locros que parecían sopas. Harry extrañó hasta los pallares que le devolvía a doña Marcia, pero aceptó todo. Y quizás por eso, las aguas se calmaron.
El abogado que habían contratado sus padres le prometió que máximo a las seis de la tarde saldría del lugar. El fluorescente con flojera amagaba con descansar para siempre. Eran casi las siete y no había noticias. Para él ni para nadie. A ninguno de los 14 que lo acompañaban lo habían llamado. Parecía que les tendría que ver la cara hasta el día siguiente, y había que empezar a socializar. De pronto Harry conoció el motivo por el que todos estaban con él esa tarde noche y no en sus casas haciéndole el amor a sus mujeres (cómo extrañaba a la suya), fumando marihuana en la tranquilidad de un parque (cuánto anhelaba un porro) o listos para hacer deporte (de salir, se iría al mar a correr tabla). Varios asaltos simples. Algunos con armas de fuego. Estafas. Casos de drogas. Malos entendidos. Intentos de secuestro, como Orozco. De pronto Harry supo que su caso, por más insignificante en comparación, era para la ley lo mismo que el de cualquiera. Que esta vez no lo iban a salvar ni su color de piel ni las influencias de su padre.

4
Días antes de la entrega de notas de economía, en un intento por salvar su relación, o para impregnarle algo de fuego, Francesca le había comentado a su enamorado que había un chico en la universidad que la venía molestando. Que se interesaba en ella más que el resto, y que ya la estaba cansando. No te lo quería decir porque sé cómo reaccionas, le dijo. Minutos antes de que la profesora diga su nombre, le llegó un mensaje de texto. “Te estoy yendo a buscar. Sales a las once ¿no?”. Francesca aprobó el examen por un punto. Miguel sacó la nota más alta del salón: 18. En casa estarían orgullosos. Y Antonio tendría que ir buscando las palabras precisas para enfrentar a su padre. Sacó 07, y eso lo ponía al borde del despido.
“Harry”, gritó Francesca. Estoy acá. Su enamorado ni la saludó.
-¿Dónde está el payaso que te molesta? –dijo amenazante-.
-No pasa nada, vamos, ya fue.
-¿Ya fue? ¿Estás loca? Mínimo le voy a dar un buen susto.
Luego de discusiones con frases similares Francesca señaló una combi que llevaba largo rato estacionada. El de mochila gris.
5
Ni bien se enteró de la nota desaprobada se apoderó de Antonio un sentimiento lleno de desilusión y de temor. Se acordó de los test psicológicos que había tenido que llenar para ingresar a la universidad o a algún club, en el que se le preguntaba si alguna vez había sentido ganas de suicidarse, y de cómo había respondido que no, pensando en la irrealidad de esa pregunta en gente como él. Pues esta vez habría respondido que sí. Su padre no era una mansa paloma. Y se pasaba la vida mencionándole el sacrificio que hacía para que él estudiase. Antonio sabía que no se salvaría de los golpes, físicos y emocionales. Por su lado, Miguel se dijo a sí mismo que el cuerpo no le daba para quedarse al siguiente curso. Que en verdad se sentía mal, y que lo mejor era reposar en su cama. Observó de lejos a Francesca conversando con un chico que salía de una camioneta verde, e intuyó que era su enamorado. No tuvo ganas ni de analizarlo, ni de dar su veredicto sobre si era o no merecedor de esa belleza. Y emprendió el camino a casa.
En cuestión de segundos Harry abandonó a Francesca y se dirigió en búsqueda de Antonio en la combi, que ya aceleraba sin avanzar manifestando su apuro. A empujones se hizo espacio entre la gente. “¿Ves a esa chica de allá? –dijo señalando a Francesca- no te vuelvas a meter con ella porque te saco la mierda”. Lo único que vio Harry fueron unos ojos asustados y un rostro desencajado que le decía que jamás le volvería a hablar. No contento con su amenaza colocó el puño en posición de ataque, y con la fuerza con la que surcaba las olas más difíciles en las playas del sur, soltó un golpe feroz en el ojo de su víctima. Harry era un hombre aficionado a las peleas. Siempre, ante cualquier tumulto, estaba dispuesto a mostrar su habilidad y su potencia en el puño derecho, el izquierdo o las piernas. Se había peleado unas cuarenta veces, sin exagerar, y había perdido en apenas tres ocasiones. Su diccionario emocional indicaba que un golpe de puño era cuestión de rutina. Que había que soltarlo de vez en cuando para que la gente sepa quién eres. Hasta que se topó con un ojo mucho más débil que el de su ex contrincantes. Supo entonces que estaba en problemas.

6
Harry se convirtió en el hombre orquesta del cuarto. Fue tomando la palabra y se dedicó a contar sus más entrañables anécdotas. Hasta Orozco le festejaba los chistes. Su madre, resignada en algún momento, le había dado una pequeña Biblia antes de que entrara al calabozo, y era lo único que llevaba en su canguro. Iluminado por el entorno y sabiendo que en un grupo de gente que está a la espera de una sentencia policial no se puede seguir mucho rato con el cuento del peleador sin ley, decidió hablarles de Dios. Harry volvió a sus tiempos de creyente. Se aferró a la fe. Y mientras les leía la palabra oraba en silencio por él y por su familia. Por Francesca y por el chico al que había golpeado. Pedía perdón. Prometía cambiar. Los próximos presidiarios lo escuchaban con atención. El colorao estaba loco, pero era un loco bueno. Qué más da.
Cerca de las nueve de la noche, cuando las ganas de defecar eran tan fuertes como su angustia, Harry recibió el llamado de otro policía. Era libre. La emoción se apoderó del colorao. Se despidió de cada uno de sus ex colegas y sintió por ellos un profundo aprecio. Jamás los olvidaría. De pronto todos se abalanzaron contra él. Chorrea algo, le decían. Querían su ropa de marca. No pudieron ni con sus ojos verdes ni con su rostro bonito, pero la “percha” se queda acá. Harry intentó imponer resistencia. Fue en vano. Le dejaron, por piedad, sólo el pantalón. En medio del saqueo le propiciaron algunos golpes en el cuerpo. No tocaron su cara pero sí con fuerza una de sus costillas ahora desnuda. Casi al mismo tiempo en que se safaba sin la mínima ayuda del policía que lo mandó a llamar, llegó su comida. Un cartón con medio pollo a la brasa con papas fritas, de una pollería cara. Felizmente llegó tarde, pensó Harry. Déjalo para la gente, dijo, y partió sin mirar atrás.

7
Para mala suerte de Harry al momento del puñete había una policía de tránsito cerca de la combi. La gente que estaba adentro se puso a gritar, y la policía pidió refuerzos. Harry empezó a correr en dirección a su carro, donde lo esperaba Francesca. ¡Ratero, ratero! Gritaba la gente. Harry se desentendió entonces de su auto, y corrió sin rumbo hasta que fue interceptado por una patrulla de Serenazgo.
Antonio, con la moral destrozada por su mala nota en economía, se bajó de la combi segundos antes del arribo de Harry. Tomó un taxi hacia su casa. Los golpes que lo esperaban no serían del enamorado de la chica a la que acosaba en la universidad. Francesca observaba entre aterrada y culpable el incidente. Más aún cuando se dio cuenta de que al chico que bajaban de la combi no era Antonio. A Miguel lo internarían tres días por un fuertísimo hematoma en el ojo derecho. Tendría que soportar su estancia en la clínica con una fiebre altísima. Ya nadie hablaría de su examen de economía. A nadie le interesaría que su nota haya sido la más alta del salón.