lunes, 23 de junio de 2008

Euro 2008: nostalgia por el 10 (Y)

Con artimañas y jugando un poco a Houdini, me desligué de las “obligaciones” sentimentales del domingo y separé casi tres horas de mi tiempo para ver el partido por cuartos de final entre Italia y España. La ocasión lo ameritaba. La previa nos señalaba una especie de “clásico”, y teniendo en cuenta lo que habían hecho ambos equipos en la Eurocopa, se podía imaginar un partidazo, con una Italia reconfortada por su “milagrosa” clasificación, enfrentando a la España demoledora de David Villa y el “Niño” Torres. Pasados los primeros minutos deduje que lo más factible hubiese sido sospechar el verdadero desenlace del encuentro. Una Italia despojada de sus dos mejores hombres, el batallador Gattuso (que vale por dos en la marca) y el elegante Pirlo, núcleo de los esporádicos momentos de buen fútbol de la “Azurra”, se dedicó, con más ahínco que el habitual (que es extremo) al famoso “catenaccio”. Y España, siguiendo las leyes no escritas pero establecidas del fútbol, no pudo ser ese equipo grande capaz de superar las adversidades en el momento exacto. El cero a cero estaba cantado desde que el “Niño” Torres era anulado por la experiencia de la zaga italiana y Villa abusaba de lo individual con esfuerzos que terminaban mansitos en las manos de Buffon.
Fuera de una atropellada de Luca Toni que desencadenó en un disparo mediocre de Camoranessi y uno que otro remate desde lejos de David Silva o Marcos Senna, fueron los penales los que suscitaron la mayor emoción. Aunque el brote de sentimientos apareció en mí en una imagen ajena al partido, cuando las cámaras poncharon al público y encontraron, sentado al costado de Arsene Wenger, al maestro Zinedine Zidane. Qué nostalgia verlo en ropajes distintos a su camiseta número diez, a sus medias siempre hasta arriba, a sus botines, que aún en épocas marketeras de colores y formas llamativas, siempre fueron los Predator más simples de Adidas. La simpleza, pese a ello, es el adjetivo que menos calza en Zidane. Aquel elegantísimo volante francés de metro ochenta y cinco de exquisita técnica y dueño de jugadas dignas de un mago.
La presente Eurocopa me deja el buen juego de Holanda (ya había presagiado que no sería campeón, pero lo imaginé mínimo en semifinales); la sorprendente “mano” de Guus Hiddink, que hizo de Rusia un equipo jodido; la confirmación del mito (¿o realidad?) de que Alemania siempre está; el amor propio de Turquía, superando un partido ya perdido; el colofón del maleficio de los cuartos de final para España. En las individualidades, me quedo con los arqueros. Qué arquerazos hay en Europa. Creo que es en lo único que nos superan (hablando como sudamericano, obvio). También con Ballack, que siempre está; David Villa, goleadorzote; y el ruso Arshavin, dueño de la mejor actuación individual del torneo frente a Holanda (yo le hubiese puesto 10 si se me pedía una calificación).
Y hablando de sistemas, todos los equipos medianamente protagonistas respondieron con capacidad ofensiva y muchas variantes. Lo de Holanda fue superlativo, pero por momentos Portugal destacó, España confirmó que con jugadores de buen pie (los verdaderos, no Donny Neyra ni esas cagadas que pone Chemo en la primera línea de la selección) se puede llegar lejos, Alemania ha tenido lo suyo; Rusia, Turquía, Croacia…Pero lo principal en esta Euro versión 2008 es la certeza de que el número diez, aquel volante armador, elegante, de buena técnica y el ancla de un equipo, ha desaparecido. Ya nadie lo utiliza.
¿Cómo pensar en una Francia protagonista sin Zinedine Zidane? ¿Es concebible que su camiseta (la 10) sea utilizada ahora por Govou? Dejando la modestia de lado, mi condición de eficiente delantero a nivel amateur me permite criticar con dureza a los atacantes. No concibo, por ejemplo, un delantero al que se le pague plata que no pueda pegarle con las dos piernas. Sí rescato al que tiene buen juego aéreo, condición de la que carezco rotundamente, y hablando de carencias, por ello admiro siempre al número 10. Aquel hombre capaz de inventar lo que no me permite el talento en mis "pichangas". Por eso hoy añoro a Zidane, y más que una Eurocopa sin Inglaterra, esta para mí fue rarísima porque no estuvo Zizou. Y por ende, no estuvo Francia.
Crecí con las últimas caricias de los números diez. Me enamoré del fútbol con Valderrama, Leo Rodríguez, Aguinaga, Raí, Bengochea, los enganches de mis primeras aproximaciones al fútbol internacional. Admiré a Laudrup, Gascoigne, Hagi y Roberto Baggio cuando mi romance florecía, y ya en el apogeo de mi relación, me conquistó Zidane. Por eso hoy lo extraño, y por eso seré el principal defensor de Riquelme, el único sobreviviente de esa bendita especie de jugadores diferentes.
La Euro 2008 se va a clausurar el domingo próximo. El rey fútbol coronará a un nuevo campeón. Si no hay sorpresas, será Alemania. No descarto a Rusia en la final. ¿España? No creo (y no quiero). Pero al menos para mí, este torneo pasará al recuerdo como el primero sin Zinedine. El primero con la camiseta número 10 definitivamente extraviada entre volantes de primera línea y centrodelanteros. La ley del fútbol dice que así será de hoy en adelante. Y con el tiempo no habrá mayor drama. Me aclimataré a ello. Y pasaré domingos sentado frente al televisor esquivando a mis afectos con ilusionismos estilo Houdini. Ilusionismos, porque si hablamos de magia, sólo Zidane.

jueves, 12 de junio de 2008

Oda a la naranja (Y)

A toda la gente de la Secona, la única naranja campeona.
¿Por qué Holanda nunca ha sido campeón del mundo? Las últimas cuatro décadas nos presentan equipazos vestidos bajo el apelativo de “la naranja mecánica” que por una u otra razón, no quedarán jamás en las frías estadísticas que sólo recuerdan a los ganadores. Repasemos: en los setentas apareció el mito. Johan Cruyff fue el abanderado de un demoledor equipo que con una táctica moderna revolucionó el fútbol. Su juego fue catalogado como “el fútbol total”, pero fueron sub campeones en el 74 y en el 78, siempre superados por el país anfitrión, Alemania y Argentina, respectivamente. Los ochentas nos regalaron a “los tres mosqueteros de Milán”, que a nivel de clubes dejaron migajas al resto con el A.C. Milan italiano, pero que con su selección fracasaron en los mundiales. Ruud Gullit, Frank Rijkard y el mortal Marco Van Basten se sumaron a la potencia de Ronald Koeman para formar un equipo que consiguió el único laurel de los “tulipanes”, la Eurocopa del 88. Hubo un recambio generacional en los noventas con la llegada de Dennis Bergkamp y el nacimiento de una generación prodigiosa que con el Ajax de Ámsterdam, de la mano de Louis Van Gaal, fueron dioses en Europa (siempre a nivel de clubes). De ahí podemos nombrar apellidos ilustres como Seedorf, Davids, los hermanos De Boer, Van Der Sar, Overmars, Kluivert; y otros ajenos a la camada del Ajax como Stam, Van Bronchors, Cocu o Makaay. Ellos, siempre candidatos al título, se quedaron en cuartos en el 94 y en semifinales en el 98 (en ambas jornadas fueron eliminados por Brasil). La década actual tuvo en Ruud Van Nistelrooy la mejor aparición, y complementado con la madurez de los hombres de los noventas, dieron a luz a una selección que ilusionó a todos. El resultado fue una eliminación en semifinales en la Eurocopa que ellos mismos organizaron en el 2000, la ausencia impensada en el Mundial 2002, y el fracaso en octavos de final del último Mundial a manos de Portugal.
Alguna vez le escuché contar una anécdota a un periodista argentino en relación a lo expuesto. Él le pidió a un colega holandés que le explique la razón de la ausencia de títulos en los escudos de su camiseta. El europeo le respondió, sin mofa, “es que para nosotros los caños (huachas o túneles en “argentino”) nos sirven para los canales de agua”. Clarito. Ellos ven el fútbol desde otra perspectiva. Ajenísima a la de estos lares sudamericanos, tan pasionales, y también distinta a la de los países “fuertes” en Europa, como Alemania, Italia, Francia, Inglaterra o España, donde lo que importa es ganar, sea como sea. Los holandeses ven en el fútbol una diversión. Un hooby. Quizás por ello su eterno buen trato del balón, y la bendita regla de prevalecer el toque y la técnica ante el pelotazo y las patadas amedrentadoras. En Holanda se respiran aires relajados y todo es permitido, el peace and love es patrimonio cultural. Y así avanzan en la competencia por el desarrollo, y a veces pareciera que perder una final en el fútbol no les hace daño.
La presente Eurocopa (donde al parecer se han acabado las sorpresas) me deja, una vez más, el buen juego de los holandeses. Superaron con facilidad a la Italia campeona del mundo por tres a cero. Una Italia que fue la extraña imprecisión de Pirlo, la lentitud de Panucci, la inoperancia de Toni y la maldita opción de todos los entrenadores de la “Azurra” de dejar en el banco a Del Piero. Holanda, con un Van Nistelrooy aún mortal pese a que ha perdido velocidad, con un Gio Van Bronchorts que debe haber jugado su mejor partido en competencias europeas, con un Rafa Van Der Vaart notable y un Sneijder oportuno, dio el cachetazo a los “tanos”, y les complicó su clasificación en el “grupo de la muerte”.
Holanda, dirigido por Marco Van Basten, aquel número nueve cuya lesión a la rodilla nos privó de observarlo más tiempo, tiene en Van Der Sar al mejor arquero del mundo actualmente. Con la inyección que significa haber ganado la Champions por segunda vez en su carrera, y trece años después de la primera, nos presenta un arquero maduro y conocedor del juego. En la defensa tiene cuatro robots, Boulharouz, Ooiger, Mathijsen y Gio. Ellos van a cumplir a la perfección la tarea siempre. Sin complicarse. En el medio ha sorprendido con Engelaar, una especie de Patrick Vieira (aunque menos técnico) que se come la cancha al lado de De Jong, el compañero de Paolo Guerrero en el Hamburgo. Después deja cuatro para la improvisación. Van der Vaart es el nexo entre Sneijder, Kuyt y Van Nistelrooy. Cualquiera puede anotar en el momento menos pensado.
A excepción de Portugal, que avanza a paso firme, y España que superó con facilidad a Rusia, no hay otro equipo que pueda sorprender. Alemania es siempre candidato hasta jugando mezquinamente, y entre Italia o Francia, quien despierte, estará el acompañante de Holanda en cuartos. A partir de ese momento, estará en los once hombres de Van Basten la posibilidad de reconciliarse con su historia.
Yo seguiré robándole minutos de descuento al tiempo para verlos en acción. Siempre he sido hincha de Holanda, y su fútbol me ha engatusado en varias pollas en las que los señalé como campeones. De todas maneras me divierto viéndolos rotar el balón con la elegancia que sólo esa mítica camiseta naranja puede producir. Y si se me pide un pronóstico, diría que cada vez serán más firmes, siempre con el toque fino y la velocidad, hasta llegar a la final. Ahí dominarán los noventa minutos y serán empatados faltando segundos con un gol de cabeza al más puro estilo alemán o italiano. Y en los penales, quizás Van Nistelrooy o el que menos nos imaginemos, la enviará al poste. En unas horas seguirán las construcciones de los “caños” en Ámsterdam. Los bares impregnarán de aromas a peace and love a la gente. Y vendrá otro entrenador, que, por ventura de los dioses del deporte rey, seguirá apostando por una selección que hace el “fútbol total”. Aunque las vitrinas de su federación brillen por la ausencia de trofeos.

Combis asesinas (F)

Viernes. Seis y media. La mañana, como siempre, con aroma a kerosene. Agrio cielo vestido de gris. Malena llevaba cuarenta minutos despierta. Le había preparado el desayuno a su hermano Andrés e improvisado un ropaje a tono con su trabajo. Pantalón de buso gris, polera vieja azul y zapatillas blancas. Tenía 16 años, y el año anterior, había terminado el colegio en Carhuaz, su tierra natal. Aún extrañaba su terruño, y recordaba las sinceras lágrimas de su madre cuando se despidieron, mientras abrazaba a sus tres hermanos menores. Su padre vivía en Lima, y la había convencido sin mucha dificultad que lo acompañase, con la promesa de que estudiaría en un instituto o academia. Pero llevaba dos meses en la capital y de estudios aún no le hablaban. Su padre era un eterno trabajador de una empresa constructora, pero que con el tiempo había ahorrado dinero. Eso le servía para invertir en algo que le permitía aumentar sus ingresos. Entonces alquilaba una combi. Su hijo Andrés la manejaba, y Malena era su ayudante.

Las combis en Lima funcionan así: el chofer conduce y su ayudante hace de cobrador. Generalmente ese trabajo recae en jóvenes varones que por falta de preparación no están en capacidad de encontrar algo mejor. Y tienen una particularidad: son todos vivos. Para sobrevivir en el tráfico limeño hay que estar alerta, y eso es una modalidad engendrada por las combis, que no respetan las señales de tránsito, se cruzan de carril a carril sin importarles ni los transeúntes ni los pasajeros, y hacen oídos sordos a los insultos. El cobrador tiene que estar a tono. Entonces utiliza un lenguaje achorado, se viste como el pandillero más temido y ensaya miradas asesinas. Adopta un papel que imita a los ídolos del barrio, y que muy en el fondo, no quiere interpretar.

Ese viernes el tráfico sería insoportable. Desde las ventanas de la combi, haciendo un esfuerzo, se veía el cielo con una tajada de naranja insípida. Andrés la trataría con dureza, como siempre. Y Malena impregnaría sus manos con un aroma a moneda sucia. Las horas se harían eternas y ella tendría que matar el tiempo observando la ciudad, ese monstruo interminable que la llenaba de anhelos y de miedos. Ese pedazo casi metálico tan ajeno al verde y celeste de sus días en la sierra. Era mágico notar los cambios. El contraste. Al inicio las casas modestas, las calles grises, el aire triste, la gente con sencillo. Luego los edificios, las tiendas, el cine, la gente de oficina. Malena observaba en todo su recorrido imágenes habituales, como aquellos hombres de los paraderos que indicaban a los choferes si andaban bien de tiempo o si su competencia se había llevado a la mayoría de pasajeros. A ellos les daba monedas doradas, de esas que tienen poco valor. Y veía que ciertos locales, sobre todo de comidas, se repetían en zonas urbanas. De todos ellos le llamaba la atención una pizzería azul adornada por un dominó, y se juraba que cuando tuviese dinero, entraría a probar.

Ya había aprendido algunos tips del cobrador. Pedir pasaje un par de minutos después del arribo del pasajero, no abrir la puerta si un policía andaba cerca, exigir a cada momento que la gente se apriete, que “al fondo había sitio”. Cuando se iba con velocidad y la combi estaba llena, no se frenaba en algunos paraderos. A los niños y los ancianos mejor no recogerlos. Y al pasajero que se quedaba dormido, o tenía cara de imbécil, pues se le pedía dos veces el pasaje “por si las moscas”.

Lo que más molestia le generaba a Malena no ocurría precisamente en la combi. Ahí, en cierto modo, se sentía protegida. Era un incómodo paréntesis a la precariedad. Un submarino terrestre que le propiciaba la dosis pequeña de oxígeno que no encontraría en la calle. Su hermano Andrés era duro con ella, pero si alguien le faltaba el respeto, lo bajaba en el acto. Lo peor del día llegaba al final. Cuando había que estirar las piernas y enfrentarse al mundo sin escudo. Por la noche, todos los choferes y cobradores que alquilaban las combis las tenían que devolver en un mismo lugar a la misma hora. Muy cerca de allí había un restaurante muy barato en el que comían, y de vez en cuando, consumían cervezas. En ese escenario estos cautivos del tráfico gastaban lo que conseguían con el sudor de su frente y los malos humores en una típica liturgia a la mediocridad de su existencia. Carcajadas. Bromas que veneraban lo vulgar. Chelas al polo. Generalmente los días de semana Malena y Andrés comían rápido y luego partían, pero los viernes era día de fiesta. Entonces Malena quedaba expuesta.

Ese viernes Andrés tomó más de la cuenta, como el resto, y eventualmente tuvo que ir al baño o en búsqueda de cigarros en los puestos de los vendedores ambulantes que rondaban por el lugar. Cuando eso ocurría, los hombres aledaños a su mesa se acercaban a Malena a decirle improperios, y según aumentaba la cebada en sus cerebros, empezaban a tocarla. Malena no encontraba fuerzas para frenarlos. Sólo atinaba a observar a lo lejos y de reojo a su hermano.

“Mamita ¿qué haces por acá tan tarde?”, le decía alguno con un tono de voz por el que Malena sentía asco. Después rozaba sus manos llenas de callos por entre sus muslos. Malena alejaba el cuerpo. Luego llegaba otro. “Flaca, vámonos de acá, te invito unas chelas por mi casa, no te va a pasar nada, mamasita”. Y amagaba con acariciarle la barbilla. Luego explotaban carcajadas hasta que reaparecía Andrés. “Salud flaco”, le decían. “Salud”, respondía él empinando el codo. Cobardía o respeto. Códigos indescifrables.

Se quedaron en el local un par de horas. Luego regresaron a su hogar. En el camino casi ni hablaron. Andrés hizo planes desde su teléfono celular y Malena aguantó las lágrimas. Su padre llegaría más tarde. Sus horarios no coincidían con los de sus hijos. Ella quiso esperarlo despierta para conversar, contarle sus desventuras. Pero al verlo aparecer con evidentes síntomas de haber estado libando licor también, prefirió el silencio. Y los recuerdos. La mano de su padre ácida de furia en el rostro de su madre.

Detestaba su trabajo. Encima de tener que adoptar una personalidad que no era la suya y de andar vestida de mala manera, aguantar a los borrachos era ya mucho. El domingo por la tarde, día de su descanso, mientras paseaba en silencio por las calles de su barrio, Malena se encontró con una vecina suya. Tenía 19 años, tres más que ella. Era delgada y alta. Pese al frío del otoño limeño, vestía una minifalda de jean y un top negro. Andaba maquillada exageradamente, como a la espera del príncipe que la borre de su rutina. Se llamaba Adela, y resultó muy amable y abierta al diálogo.
-Te he visto varias veces llegar con tu hermano, ¿trabajas con él en la combi o te recoge de algún otro sitio? –preguntó la vecina-.
-Trabajo con él –respondió Malena, entre avergonzada y apenada- le ayudo a cobrar pasaje.
-¿Y te gusta tu trabajo?
-No creo que a nadie le guste ese trabajo, pero lo tengo que hacer.
-¿Pero te pagan bien?
-Algo es algo. Estoy ahorrando para poder estudiar. ¿Y tú? ¿No trabajas? –preguntó Malena.
La vecina hizo un sonido agudo con la garganta y movió la cabeza en señal de negación.
-¿Y de dónde sacas plata? –dijo Malena. ¿Tu papá te da tanto?
-No. Qué me va a dar. Yo saco plata como todas las chicas del barrio.
Malena la observó sin entender nada.
-Buscando chicos pues –dijo la vecina. Es la única forma. Así hacen toooodas las chicas del barrio.
Y empezó a explicarle la modalidad. Salimos a las discotecas, bailamos, tomamos algo, y marcamos a los chicos que pueden tener más plata. Nos acercamos, y listo. Pero eso sólo los viernes y los sábados ah. Los jueves nos mudamos hacia otras partes. Nos vamos a locales por Miraflores o Barranco, esos sitios pitucos, y buscamos carne mayor. Ese día salen muchos viejos arrechos, la mayoría casados a escondidas de sus esposas, y siempre andan buscando chicas. A ellos igual, nos acercamos, tomamos algo y después, que pase lo que pase. Pero yo no soy ninguna puta ah, si el viejo no me gusta no me acuesto con él.
Malena tuvo sentimientos encontrados. Quiso preguntarle cómo era que sacaban dinero así, pero le pareció bastante obvio. Adela masticaba chicle y hacía globitos casi instintivamente. ¿Cómo era posible que ella tenga esa ropa sin recibir sueldo? A Malena no le alcanzaba ni para acercarse a la pizzería del dominó. Encima, tenía que madrugar todos los días, y jamás aparecía la ocasión de usar sus mejores ropajes. Por otro lado, sintió pena por Adela. Hasta rechazo por la forma como pasaba la vida. Y se dijo a sí misma que jamás haría algo similar. Recordó, además, que fuera de los besos calientes que se daba con Óscar, su ex enamorado en Carhuaz, jamás había tenido sexo. Y que para ella la virginidad, y la sexualidad en general, eran algo muy importante. “Anímate amiga, no te vas a arrepentir”, le diría Adela al despedirse.

Extrañaba Carhuaz. ¿Ya era hora de volver? Lima era una ciudad en la que no había futuro. Malena llegó a pensar que no le quedaría otra que aceptar en algún momento un trabajo al que se prometió jamás ingresar: el de empleada doméstica. A razón del suyo o el de su vecina, aquel era más digno. Pero algo dentro de ella le decía que no podía más, que no valía la pena tanto sacrificio. Que tal vez había sido un error descartar un futuro como el de su madre, rodeada de gallinas y de cuyes y de embarazos. Pasaron un par de meses y la tónica era la misma. El cielo lucía un abrigo con molestosos puntitos transparentes y las fuerzas para enfrentarse a él eran cada mañana más escasas. Andrés seguía consumiendo cervezas religiosamente todos los viernes. No había pasado a mayores, pero los borrachos no la dejaban en paz. Amenazaban con llevársela a la fuerza luego de que controlaban sus instintos copulativos acariciándola cada vez más cerca.
El camino del local hacia su casa era muy peligroso, y Malena le había prometido a su padre que jamás lo haría sola. Pero un viernes no aguantó y escapó. Desobedeciendo las órdenes de Andrés, repleta de rezos y más alerta incluso que cuando había que cobrar boleto a pasajeros revoltosos, llegó a su hogar. Sintió en el alma una gran satisfacción. Lo había logrado. ¿Su vida cambiaría de ahí en adelante? Tomó una ducha cantando, se vistió de la mejor manera, como nunca lo había hecho en Lima. Se maquilló y se perfumó. Sentía que era capaz de todo. Por un segundo hasta tuvo ganas de buscar a Adela, “acompañarla, nada más”. Luego desistió y se desparramó en el cuarto de su padre a ver televisión.
Al rato escuchó bulla. Era muy temprano para que llegue Andrés. Tuvo miedo de que sea un ladrón, y retomó los rezos. Abrieron la chapa de la puerta con facilidad. Reconoció a su padre. Él, luego de tambalear y de quedarse pensativo unos segundos, se le acercó, y el perfume de ella fue suplido por aromas a viernes de choferes y cobradores. Luego Malena sólo escuchó frases distorsionadas y creyó estar frente a uno de ellos. No tuvo fuerzas. Y decidió cerrar los ojos y esperar. Recordó el llanto de su madre cuando se tuvieron que despedir. Luego su cerebro se abstrajo dibujando las imágenes de la Lima que recorría a diario. Su Lima. Condenadamente, su Lima. Las monedas, los boletos, los pasajeros. Las calles bonitas, los edificios, la pizzería del dominó. El dolor físico fue insignificante. Aquella noche se le abrieron todas las posibilidades. Y de Carhuaz mejor ni acordarse.