jueves, 3 de noviembre de 2011

El Centepost: el final (Y)

"No digas nada, vete de aquí".


Un día de diciembre del 2007 el fruto de varias introspecciones insomnes se hizo realidad y emprendí en la blogósfera el atormentado camino de Conciencia en Offside. Lo hice con el propósito de que los textos que de vez en cuando me dignaba a escribir dejasen de apolillarse en los archivos de la computadora de mi familia, aquella máquina gigante que reposaba en el tercer piso de una casa que ya no existe. Hice público el acontecimiento mandando la dirección a todos mis contactos del Messenger, ese hoy obsoleto campo de batalla, y recibí con simpatía las respuestas de varios de ellos, llenas de felicitaciones y pedidos de que siga escribiendo. Eso hice. Aunque mi ejercicio de postear con religiosidad cada cierto tiempo fue inversamente proporcional a la frecuencia de aquellos halagos iniciales que marcaron un debut y despedida. Pero el blog siguió. Y siguió para beneplácito de mis verdaderos lectores: los incondicionales (amigos íntimos y familiares) y los que se fueron sumando sin necesidad del Messenger.

Casi cuatro años después, ya alejado de aquella casa de mi familia, me encuentro escribiendo el post número 100 de la vieja conciencia, esa que me atormentará para siempre pero a la que prometo alejarla algún día de la embustera trampa del offside. En el camino el objetivo de “desapolillar” mis textos fue cumplido, llegando a posicionarme entre mi entorno, no como un escritor, pero sí como alguien que escribe. El blog me permitió ganar la batalla por un puesto en el trabajo que hoy me acoge, dejándome la certeza de que su existencia es la viñeta más importante de mi currículum. Y por el blog pude tentar algunos “freelos” que pararon mi escueta olla.

Pero lo más significativo de la existencia de Conciencia en Offside radica en el hecho de que dándole vida me he convencido de mi estatus de escribidor. He aceptado la condena del que se siente incompleto sin la página en blanco al acecho. Y he decidido vivir como tal, con las penumbras e incertidumbres, con los halagos que no incrementan bolsillos, con el agudo guiño de la indiferencia, con esa maldita devoción por la tristeza que jamás le dará cobijo a la palabra satisfacción. De todo aquello se desprende la razón del por qué escribo, que bien podría ser el motor de mi sobrevivencia en un mundo que cada vez le deja menos espacio a los de mi calaña.

Yo escribo porque es la manera más sólida que he encontrado para comunicarme. La timidez, esa huella indeleble, me ha ganado casi todas las batallas, salvo las que sucumben con el punto final de un texto, que son mis favoritas. Ahí la timidez, esa diosa posesiva que me domina desde que tengo uso de razón, no puede conmigo. Escribiendo adopto personalidades que no afloran con mi voz. Transmito sentimientos impensados para mis gestos. Me muestro con la seguridad que mi postura no tolera ni dos minutos. Escribiendo, sobre todo, puedo sacar a flote un ser humano que me agrada, hecho que no ocurre ni con mi voz, ni con mis gestos, ni con mi postura.

Conciencia en Offside conserva todo lo que escribí en casi cuatro años. Se han quedado en el cajón algunos cuentos que no llegaron a buen puerto y, quiero creer, aún guardo en mi cerebro lo mejor de mi narrativa. Mi blog resume toda una etapa en la que empecé como el hijo mayor que se resistía a dejar su estatus de eterno estudiante en una familia que podía perdonarle sus estupideces. Y lo termino hoy, con el post número 100, siendo un orgulloso padre de una niña que perdona mis errores, y que es la única persona que ha sido capaz de desligarme de mis inmadureces, trasladándome a los dominios de esta sociedad impía. En el trayecto he visto cómo algunas cosas se han desmoronado. Los lujos, la comodidad, el relajo, el amor, mis sueños indecisos. Pero se han afianzado otras: el nuevo amor, las amistades verdaderas y el poder de la sangre, de la familia, el único vínculo eterno que dibuja mis sueños definitivos en la silueta de mi hija Inés.

Nada es para siempre y considero que Conciencia en Offside, en un reconocimiento a la perseverancia y a la desfachatez, ha caminado lo suficiente. Ahora me toca trascender buscando otros medios que aún desconozco, tratando de seguir por el sendero que insinué con cada post, volviendo realidad las promesas tácitas; y en esa índole, el blog se estaba convirtiendo en una barrera. Bauticé así a mi página porque mi conciencia me decía que algo debía hacer con la escritura, que no debía escribir para fantasmas y que debía presentarme ante el mundo como alguien que necesitaba decir cosas, comunicar, susurrar, gritar cosas. El offside llegó porque siempre supe que tener un blog era tan sólo el punto de partida, que aquello no significaba ningún tipo de mérito ni de premio. Y que en lenguaje futbolístico, con mi blog yo andaría aún fuera de juego. Pero ya me cansé del juez de línea...

Les agradezco a todas las personas que algún día le hicieron clic a esta página que se caracterizó por ese fondo negro tan enemigo de la vista. A los que alguna vez, pese a eso, gozaron con la lectura. A los que les pude robar una sonrisa, una carcajada, una lágrima, pues como diría uno de mis mejores amigos, si eso ocurre, escribir “será un premio más valioso que el dinero”. A los que anclaban en Conciencia y se decepcionaban con mis épocas de sequía. A los que no aguantaban y me reclamaban el abandono. Al que me leía en silencio. A la que me leía en silencio. Al que me dejó algún comentario. A los comentarios desconocidos. Al que me recomendó entre sus allegados. A la que me “marketeó” alguna vez. Al que se volvió mi seguidor. A la que me dejó de leer. A la que me leyó con amor. Al que me leía los viernes. A los que me leían desde lejos. A los que se merecieron una dedicatoria. A los que me agradecieron una dedicatoria. A los que partieron en este período y tuvieron un post de despedida. A los que vieron en mi blog un termómetro de mi estado de ánimo, que son los que más saben. Y al muchacho que se apoderó de mí estos años para darle eternidad a las frases que se amontonaban en mis pensamientos, y me llevó a aceptar por fin que me quiero y que me respeto. Y que me admiro. Nos volveremos a ver.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Caligrafía (Y)

Anduve de viaje hace unas semanas, y escribí estos textitos en mi cuaderno. Descubrí que no soy nada sin la computadora. Mi letra es exageradamente fea.






I
Arribar al aeropuerto; dejar el equipaje; esperar hora y media para ingresar a la puerta de embarque porque has llegado tempranísimo; recorrer con una mezcla de tranquilidad y vértigo todo lo recorrible; el vértigo te lleva a pensar en lo de siempre: los huevos (o la verdadera necesidad) que deben de tener los burriers, pues de sólo pensar en la posibilidad de cargar con medio troncho en los bolsillos te cagas (literalmente) de miedo; en la zona de embarque jugar a adivinar el destino de los que te rodean, inventándoles excéntricas historias, llegando a la conclusión de que estaría bueno que te asignen una compañía agradable en el asiento del costado; subir al avión, no sin antes sacar desde el fondo de tu ser ese espíritu religioso que ignoras en el día a día; comprobar que de todas las compañías posibles, la tuya es la peor: brazos anchos que te quitan espacio, dudoso higiene y vejiga inquieta, permiso; llegar al destino; hallar tu maleta mientras te dices que esta vez no tomarás uno de los taxis que se encuentra al acecho en el aeropuerto; por flojera y cansancio (has caminado mucho para salir del aeropuerto con un par de maletas en las que guardas exagerado equipaje), no regateas el precio al taxista de turno, apenas inferior al de la última vez; encontrar la forma de embarcarte a tu destino final, a cinco horas de distancia; soportar un camino que si tiene una recta, dura dos segundos; sentirte asorochado, cansado y malhumorado; encontrar a tu contacto; instalarte en un hotel; hacer zapping hasta descubrir en qué canal está Fox Sports, memorizar el número y que te sirva de punto de anclaje en esa actividad absurda (y adictiva) de apretar botones sin ver nada y viendo todo; tomar una ducha que mengüe tu cansancio y tu hediondez; notar que el agua caliente no funciona; llamar a recepción; esperar cinco minutos con el agua corriendo; cambiarte; salir; empezar a trabajar.

II
He pedido una crema de tomate como entrada. La última vez que ingerí una fue también en Cusco. No recuerdo en qué local pero con seguridad no fue en este, que debe ser de lo peorcito en esta ciudad gastronómicamente cada vez más amiga del turismo. Necesito gastar 15 soles y aquí el menú, que incluye si lo deseas una lasagna, cuesta así. La última vez mi crema llevaba queso parmesano en abundancia, derritiéndose con arte en el sombrero del plato hondo. No me han traído queso esta vez, y me digo a mí mismo que se lo pediré al mozo, un muchacho muy delgado con rasgos andinos que por cuestiones que atribuyo a la nacionalidad del propietario del local (a quien imagino panzón y renegón) se dirige hacia mí con acento argentino. Tarda mucho el mozo. Soy el único comensal del restaurante, así que intuyo que no volverá hasta que haya acabado con mi deliciosa, aunque carente de queso, crema de tomate. No me equivoco, y desde lejos lo escucho hablar (con su acento original) con el cocinero, y de vez en cuando se oyen carcajadas. No recuerdo en cuál de mis viajes a Cusco fue la última vez que consumí la crema de tomate. Tengo dos posibilidades en la cabeza, y la más nítida me traslada a un amigo que no veo hace tiempo. Sólo sé con certeza que fue aquí, y que pese a que me maravilló el plato, no lo volví a probar, se quedó náufrago en el escueto mar de mis antojos. Sé que la próxima vez que lo pida será también en Cusco. Y que como aquella vez de mis recuerdos y como hoy, no le dejaré propina al mozo. Así me venga atiborrada de queso.

III
Yo no podría vivir en la sierra.

IV
He viajado mucho por el Perú últimamente. Es una de las bondades de mi trabajo. Un acto que me genera ansiedad y molestias pero que siempre desemboca en placer. Lo hago sin compañía, como hoy que le doy una pausa a mi caminata y me ubico en las escaleras de la Catedral del Cusco. Siempre me he llevado bien conmigo mismo. Estar solo no me mortifica, todo lo contrario. Me doy cuenta, mientras observo de reojo a la gente pasar por la cosmopolita Plaza cusqueña, que estos viajes solitarios son la única posibilidad de confrontarme que poseo actualmente, el único espacio en el que puedo hacer una pausa y meditar en qué va mi vida. Lima se ha vuelto un vértigo para mí. Y tengo motivos suficientes para someterme a eso. Ahora pienso en el pasado. Mis ojos captan la panorámica de un ambiente multicolor y el aire frío y seco hace que me sienta tan extranjero como el par de gringos que me acaban de regalar una sonrisa. Debo sonreír yo también. Entonces recuerdo a la Lima sin el vértigo y retornan el letargo aplastante, el desinterés por los días soleados, la depresión graficada en un cuarto oscuro y pequeño desde donde decidí una noche empezar a morir. Y de pronto, vuelve el vértigo. Y aparece un gustito asolapado por el pudor que me indica que el vértigo es triunfo. Y me digo a mí mismo que si algo debí hacer mientras deambulaba por mi ex Lima fue alejarme. Viajar como lo estoy haciendo ahora hubiese significado un respiro más que necesario. Eran épocas en las que estar conmigo mismo no fue tan grato. Y de haber aterrizado tal vez en Cusco, como hoy, ese hombrecillo abatido y yo nos hubiésemos reconciliado. Quizás así estaríamos más preparados para afrontar el vértigo actual, y ya no necesitaríamos marcharnos lejos para recordar que coexistimos, y que somos lo más importante, y que pese a las tempestades y a la presencia sigilosa de ese cuarto oscuro, nos soportamos.

V
Tengo hambre. Estoy en Abancay. Acabo de llegar luego de un viaje interminable. Son casi las cinco de la tarde y tengo en el estómago un mísero paquete de galletas que me entregaron en el avión que me trasladó al Cusco, para luego subirme a una combi y a un taxi para llegar a mi destino. Abancay está lleno de pollerías y de chifas, como todo el Perú. Pero yo quiero una pizza. En mi último viaje, en Sicuani, una ciudad cusqueña, encontré una pizzería extraordinaria en donde almorcé y cené los tres días que permanecí ahí. Llegué a la conclusión de que el hecho de que exista una buena pizzería levanta las bondades de una ciudad de manera automática y eterna. Sicuani y su frío y su melancolía y sus noches solitarias serán para mí siempre una pizza artesanal con la música de fondo de un disco en portugués repitiéndose y repitiéndose. Me han comentado que hay una buena pizzería aquí en Abancay. Se llama “Adriana”, y según una señora que conocí en el camino, ahí preparan “la mejor pizza del mundo”. La señora también me dijo que Abancay era precioso, y a juzgar por lo que veo, aquello de la pizza bien puede ser una vil mentira. Llego hacia “Adriana”. El restaurante está cerrado. Nunca sabré si la pizza que hacen ahí es la mejor del mundo (ahorita mi estómago sólo me dice que la mejor está en Sicuani). Comeré medio pollo a la brasa. Y Abancay pasará por la película de mi vida viajera sin pena ni gloria.

VI
Quisiera que estuvieras aquí.

VII
Una vez lloré de frío. Fue en Espinar, una ciudad en el Cusco más autóctono a la que llegué para cubrir un evento de deporte de aventura. Dentro de las actividades estaba programada una fiesta al aire libre entre los cerros de una zona denominada “Tres cañones”, que fungiría luego como “cancha” para los deportes extremos. Andaba con un abrigo suficiente como para contrarrestar la garúa en Lima, pero en la noche de Espinar me estaba congelando. No cesaba de moverme en búsqueda de calor. Extrañé la presencia de una mujer. Estaba dispuesto a abrazar a cualquiera. Llegó un punto en que la desesperación se apoderó de mí, y por primera vez sentí empatía por esa gente que literalmente se muere de frío. Era un viaje numeroso. Había varios periodistas y un grueso grupo de turistas extranjeros, pero yo me sentí más solo que nunca. Hasta que divisé a lo lejos una fogata. Llegué a un paso del desmayo y santo remedio. Poco a poco el fuego fue calmando mi cuerpo. En este viaje he ido hacia una zona alta en Ayacucho a entrevistar a unos beneficiarios de la ONG en la que trabajo. El frío que deben soportar por las noches es verdaderamente inhumano. Llegué de día y en un momento el clima empezó a tornarse gélido. ¿Qué pasa?, me dijeron, ¿tienes frío? No, les respondí. Y me juré jamás volver a llorar de frío.

VIII
Una vez más, pasaré la noche en el Cusco. La última vez me dediqué a deambular por la ciudad hasta cansarme y terminé en un local a punta de chilcanos, música electrónica y conversaciones con un barman. Hoy me he cruzado con un par de amigos con los que he quedado en encontrarme luego, por lo que mi noche no será tan solitaria. Igual, sé que la acabaré con ganas de más. Subiré a un avión mañana y Cusco habrá sido nuevamente un bonito paréntesis de mi jornada laboral. Hasta que vuelva inmerso en un viaje de placer, será siempre mi paréntesis favorito.

IX
En el romance pactado por la escritura, el cuaderno es el escenario propicio; pero la tinta la novia que siempre amenaza con dejarte.

X
En Lima, qué bien.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Tus pasos: mi orgullo (Y)

Muchacha "Pequeños pies" no corras más; tu tiempo es hoy"



Hace un par de semanas la siempre difícil liturgia de dejar a Inés en su casa tuvo un matiz de triunfo. Me abrió su mamá, y antes de entregarla a sus brazos, la coloqué en el piso en posición erguida y le solté las manos. Inés recorrió los cuatro pasos que nos distanciaban y llegó a la meta, disfrazada de un abrazo y gritos de emoción. La escena me sirvió para cerciorarme de lo que había sospechado minutos antes: yo le había enseñado a caminar a mi hija.

O bueno, conmigo había dado por fin los primeros pasos en autonomía. Inés desde hacía varios meses andaba a ritmo veloz cuando se sentía protegida por las manos de cualquiera. Pero en un período que tuvo altas y bajas, no se decidía a soltarse. Empezó con mucha viada dejando en el resto la esperanza de que sería una de esas niñas de las que se dice “aprendió antes del año a caminar”. Pero en un impulso que tuvo mucho que ver con el miedo o el pueril sentido del peligro, había decidido quedarse quieta, retrocediendo en lo aprendido, dejando sus dotes de superdotada como un paréntesis en su aún breve historia.

Pero esa noche de hace un par de semanas, mientras estaba en mi casa, aquel departamento resbaladizo encallado en la barranquina calle Junín que de vez en cuando le sirve a Inés para dormir con su padre y para poner de vuelta y media absolutamente todos los objetos que estén a su alcance, había caminado.

A partir de ese momento Inés ha dejado de ser una bebé. Ahora es una niña de 15 meses que se desenvuelve por diversas zonas sin requerir apoyo. Ahora es una persona que puede decidir hacia qué punto desplazarse, hacia qué brazos anclar; en qué espacio jugar, en qué espacio descansar.

Mi vida también ha cambiado desde que Inés camina. Fuera de gozar de la dosis de quietud que anhelaba mientras me hacía añicos la espalda por servirle de andador, ahora debo estar mucho más alerta, pues en cualquier momento se puede caer, en cualquier momento se puede dar un mal golpe, en cualquier momento me puede sorprender husmeando por los enchufes o metiéndose sin que lo note cualquier objeto a la boca. La responsabilidad ha aumentado ahora que es más libre. Es la ley del padre.

Pronto va a llegar el día en que me anuncie con su vocecita ronca que se irá a la tienda a comprar, y aunque me retuerza de miedo, tendré que dejarla salir. Por el momento es un ser encantadoramente pequeño que entiende absolutamente todo, incluso la manera en la que puede enfadarme y cómo lograr que sucumba a sus órdenes. También la forma en que me derrite de amor, con esos gestos y muecas que cada día comunican más. Por el momento es un ser que camina libre pero sabiendo que aún tiene a alguien que la protegerá hasta del viento, sabiendo que todavía forma parte de mi cuerpo.

No se manda a decir “papá”, pero cuando le preguntan por mí, me lanza sus ojos profundos y le dice a su receptor: “ahí-taaaa”. Ya aprenderá a hablar, y como en toda gran historia, muchos querrán sumarse al reparto y adjudicarse méritos del tipo “yo le enseñé eso” o “conmigo fue la primera vez que hizo lo otro”. Por eso me adelanto al mundo y digo que fue conmigo que aprendió a caminar. Que yo fui su primer testigo en esa difícil prueba con su destino. Y que al hacerlo, aún con mis tropiezos y mi desordenada manera de educarla, aún con mi inmadurez y mi aprehensión a la irresponsabilidad, me regaló ese sentimiento que es más sincero cuando es potestad de los padres, y que me lleva a afirmar que me siento orgulloso de mi hija.

lunes, 25 de julio de 2011

Amor exagerado (Y)

"Hoy es hoy; ayer fue hoy ayer".



Mi amigo Haruki Murakami, haciéndole compañía a mi pánico en un vuelo Lima – Cusco, me contó que en algún período de la antigua Grecia se tenía la creencia de que los seres humanos podían ser de tres maneras: hombre-hombre, hombre-mujer o mujer-mujer; y que los dioses, en un inexplicable arranque de furia (a los dioses no se les puede reclamar nada, me dijo) los habían cortado de un sablazo por el medio, condenando desde entonces a todos a buscar a su otra mitad alrededor del mundo. Murakami utilizó la anécdota para hacerle entender a uno de sus personajes que su actitud de estar en constante paz con él mismo no le sería eterna, y a mí me hizo pensar en Vida.

Es que desde hace unos seis meses se me hace inevitable evocarla, tanto en momentos profundos como en los banales, tanto en las noches que me regala su indispensable compañía como en los días que la siento lejana, y me convenzo una vez más de mi posición de enamorado, y le agradezco la posibilidad de impregnarle a mi vida la V mayúscula.

El mensaje de Murakami iba a la imposibilidad del ser humano de afrontar su existencia en soledad, y mientras me decía a mí mismo que en este mundo hay de todo y para todos, le daba gran parte de la razón. Yo anduve soltero algo más de cuatro meses (poco tiempo teniendo en cuenta mis antecedentes) y jamás me tembló el labio para decir que lo que yo buscaba en el fondo del desenfreno y los gritos de libertad era dejar de serlo. Pero el hecho de que haya ocurrido tan pronto se debió en un 100% a la (re)aparición de Vida en mi vida. Si no era ella no era otra, de eso estoy seguro. Con ella todo fluye, con ella todo es más sencillo, más promisorio.

Vida a veces me mira con sus ojos de caramelo y sus pupilas me dicen que todavía no se convence del amor que le profeso. Lo hace como si no se sintiese merecedora de una relación reposada, ajena a lo que le fue enseñando el destino y sin espacios para la actitud que había decidido adoptar para el futuro tras largas jornadas de introspecciones. Al minuto la convenzo y la reconquisto, y me retribuye el afecto de una forma desconocida para mi alma, como si fuese yo el verdadero salvador y no ella la que por fortuna fue capaz de encontrar mis pedazos regados en alguna calle de Barranco y de reconstruir una mejor versión de mi persona.

Vida tiene el escudo más terco que el mío, pero de corazón somos muy parecidos. Por eso nuestras reservadas cursilerías encajan perfecto, aunque las mías son recibidas con pequeñas dosis de ficción. No me cree cuando le digo que los sentimientos que me llevaron a acercármele una noche con aromas a nuevo año datan del pasado, y mucho menos cuando le juro que fue ella la primera mujer que me condenó al insomnio, en épocas en las que el actual milenio recién amenazaba con posicionarse en la mente de la gente.

Yo recuerdo perfecto la noche que no pude dormir pensando en ella. Vida era una amiga muy cercana de mi hermana en el ocaso de la infancia, cuando los besos, los romances y los problemas se resolvían (o se anhelaban) en cuchicheos de madrugada y cartitas adornadas con stickers y huachaferías. Y había pasado casi todo el verano en mi casa de San Bartolo. Era linda y entretenida, era tierna y “mosquísima”, combinaciones que poco a poco me llevaron a pensar en ella más allá de los panes con mantequilla que compartíamos en las sobremesas de mi familia.

Pero recién un par de años después fue “legal” involucrarme con las amigas de mi hermana. En los tiempos de Vida pensar en eso era casi un delito. De hacerlo, o siquiera de intentarlo, la diferencia de edad (de 17 a 14) me depositaría en un indeseable estado entre el “roba cunas” y la pedofilia. Por eso me carcomía el cerebro y luchaba contra mí mismo por alejar los sentimientos que se generaban cuando la tenía cerca. Todo acabó con esa noche de insomnio. Al día siguiente la volví a ver. Volvió junto a mi familia a San Bartolo a seguir volando, y amparado en la obligada resignación, le dije adiós sin que se enterase jamás de mi saludo. Nunca comenté lo que me pasaba con nadie, y decidí empezar a quererla como se quiere a una prima, o a un familiar cercano. Pese a que para ella, que se hacía mujer sin que nos diéramos cuenta, siempre fui pan con mantequilla.

Los años pasaron, y al fin y al cabo yo también era un niño que empezaba a hacerse hombre, y me enamoré de otra quizás al día siguiente, y luego otra se enamoró de mí, y una distinta me volvió a quitar el sueño, y apareció por fin la que me dijo que sí. De Vida cada vez supe menos, pero con el ojo del cariño, estuve pendiente de sus movimientos lo más que pude, hasta que se convirtió en alguien que me podía cruzar por la calle y por esas cosas del destino, quizás ni saludar con las cejas. Su vida entró en una vorágine intensa, con la energía de una banda sonora sostenida por fuertes platillos de batería, y yo fui la voz cantante de un dueto que acostumbró al público a los grandes éxitos, pero que internamente fue pasando de moda.

Pero como diría uno de mis mejores amigos, “no vale la pena hablar de aquellos años pasados”. En todo caso, el único pasado que vale es el que nos incumbe sólo a los dos, con esas primeras aproximaciones en nuestros días de enero, cuando a Vida la luz de la desconfianza no le permitía dejarse abrazar del todo, y yo me empecinaba en enamorarla sin contar con que en el ínterin me estaba enamorando yo. Ahora el presente nos acoge cada vez más íntimos. Con muchas cosas aún por aprender, por supuesto, pero con el deseo de hacerlo juntos.

Estoy muy feliz con ella, exageradamente feliz. Con el tiempo Vida ha multiplicado los atributos que me llevaron a quererla hace años de años, y que son precisos para volverme loco: linda y entretenida, tierna y “mosquísima”; inocente y madura, libre y pese a eso, mía.

Es cierto que llevamos poco tiempo de novios, que aún son prematuras las sentencias, y que tanto ella como yo tenemos la histórica predisposición de entregarnos por completo a nuestras parejas, y eso es gasolina infalible para el motor de nuestra unión. También es verdad que conocemos aspectos duros e inevitables de los romances, como el fracaso, las peleas y la llegada de la rutina, esa diosa agridulce. Pero Vida me ofrece con su compañía el alejamiento del temor, el deseo de ponerme una vez más la camiseta y de salir a jugar el partido con la confianza de que lo haré (lo haremos) de la mejor manera.

Me gustan cada una de sus sonrisas, llevándose el premio las que aparecen cuando se enternece, arrugando su pequeña nariz. Me gustan sus carcajadas cuando festeja mis ocurrencias o encuentra por el camino algo gracioso, contagiándome de su jocosidad. Me gusta cuando me habla de cosas serias y se entusiasma con su monólogo veloz, y hace una pausa para tomar aire y sigue y sigue. Me gusta la humildad con la que me da la razón cuando la tengo y la sinceridad con la que pide perdón si es debido. Me gusta su gesto de viejita cuando está concentrada y la exagerada manera en que la chicha le dibuja las comisuras de los labios. Me gusta dormir con ella así sea en su camita chiquitita. Me gusta despertar con ella y que al despedirnos me diga que me va a extrañar.

Vida a veces sucumbe a los golpes de la vida en minúscula, y sus ojos de caramelo dejan de brillar. Yo me conmuevo y me frustro por no poder resolverle los problemas, por no poder devolverle la encantadora manera que tiene de ayudarme a sobrellevar los míos. Pero he aprendido que cada persona es distinta, que cada relación es distinta, que todo, inclusive (y sobre todo) el amor y la confianza, tienen sus propios procesos, y llegará el día en que le pueda retribuir esos “favores”. Ella está acostumbrada a ganar la batalla sola, a surcar con un ingenio digno de admiración las trabas que aparecen en su camino. Y por el momento mi presencia actúa como su principal motivación para sacar a flote todo su talento, y eso es suficiente. Por eso cuando la luz retorna a sus ojos yo sonrío. Y mi vida vuelve a empezar con mayúscula.

Ya nunca más seré pan con mantequilla para Vida. Ahora soy el hombre al que le pregunta dónde estuvo todo este tiempo, y en el que cada día confía más. Ella sigue siendo la niña hermosa de siempre, convertida en la mujer que contemplo de madrugada, en el pasaporte perfecto para reconciliarme con el mundo de las relaciones de pareja. Porque estoy seguro, los de mi calaña fueron los que más la sufrieron con el sablazo de los dioses mencionado por mi amigo Murakami, y a su lado me siento en paz.

Vida me dice a menudo que soy un exagerado, tanto por mis achaques de hipocondríaco empedernido que ha aprendido a manejar rapidísimo, como con mis reacciones, atiborradas de perdones, cada vez que mis torpezas me llevan a meterle un pisotón o a golpearla ligeramente al pasar. Es que cuando Vida se alejó de mi mundo, una indescifrable tarde entre finales de los noventas e inicios del dos mil, deseé con todas mis fuerzas que sea feliz, que no sufra más de la cuenta, que no aparezca nunca el bichito del dolor por su camino. Y ahora que depende de mí colaborar en aquello con amor, exageraré y exageraré.

jueves, 14 de julio de 2011

En reemplazo de las flores (Y)

"Parece que fue ayer cuando se fue al barrio que hay detrás de las estrellas"


Alguna vez, en uno de los pocos cursos que llevé en la universidad que en verdad me sirvieron para algo, me encomendaron elaborar una crónica sobre la locura. En búsqueda de un personaje acorde al tema recurrí a mi tío-abuelo Gerardo Vargas Herrera, más conocido como “El tío Pavo”, apelativo que obedecía a su piel colorada cuando joven, y no a su manera de ser, pues parte de lo que el Pavo no supo en su vida fue ser pavo, lorna o cojudo. Acudí a él porque era el único hombre que conocía que bien podía ser catalogado como loco. Y no me equivoqué. La crónica obtuvo buenas críticas de mi profesora de entonces, reconocida por destrozar las ilusiones de los incipientes redactores, y se enganchó tanto con el personaje que meses después me la pidió porque la quería utilizar en una recopilación de buenas historias de sus alumnos.

En aquel encuentro con el Pavo tuve dos certezas: la primera, que efectivamente estaba loco; y la segunda fue que jamás lo volvería a ver. Y así ocurrió. Aquella tarde del 2004, acomodado junto a mi padre, mi hermano y mi tío-abuelo en la mítica casa de la calle Amazonas en Magdalena, en donde pasé alucinado por la criollada, el amor y los curiosos objetos gran parte de mi infancia, me despedí del Pavo para siempre. Lo hice prometiéndole una nueva visita pronto y sintiendo lástima por un personaje marginal, complicado, amargado, encantador y solitario.

Me he enterado hace unos minutos de su muerte, acontecida hace siete días. Y ha sido tal como lo imaginé, un día se cansaría de la soledad y le diría adiós a este mundo, no estaríamos en su entierro pues desde el asilo en el que a duras penas sobreviviría no tendrían registro nuestro, y yo no derramaría ninguna lágrima.

La indiferencia que tuvimos con él nos va a pesar toda la vida. Al fin y al cabo fue un hombre que llevaba nuestra sangre, que alguna vez supo cuidar a mi padre y a sus hermanos (sus sobrinos), que paseaba por su barrio largas horas a mi hermana bautizándola orgulloso como “la reina de Magdalena”, que nos hizo carcajear con sus ocurrencias y sufrir con sus recaídas en el alcoholismo y la drogadicción. Pero parte de culpa de ese voluntario alejamiento la tuvo él. Sin querer, pues la suerte no le sonrió jamás, y no llegó entre otras cosas a casarse ni a tener hijos que velen con todas las de la ley por su bienestar; y queriendo, pues colaboró con decepciones en la faceta impuesta de seguirle los pasos hasta el punto de cansar a todos, y tuvo la osadía de hacerle la vida imposible a su hermana Alicia, mi abuela, y los Reaño tenemos la consigna de que el que se atreve a meterse siquiera un poquito con ella muere para nosotros.

El Pavo fue la oveja negra de mi familia, un ejemplo a no seguir. Lo invocaban conmigo cuando recién empezaba mi relación con el alcohol, y me decían: “cuidado, tú tienes en los genes ese vicio”. Y todas las últimas y esporádicas noticias que teníamos sobre él eran negativas: volvió a tomar, insultó a mi tío, ha hecho de la casa de Amazonas un muladar. Pero el cartel de “héroe” que toma un hombre al morirse es inevitable, incluso en él, que toda la vida nadó en el mar de la derrota. Hoy lo quiero evocar con felicidad, como el personaje que conservaba en el cuarto más desordenado que veré en el mundo cada uno de los regalos que le hacíamos por Navidad (el pendenciero guardaba hasta las envolturas, no sé si los vendería después pero jamás lo veíamos con las prendas, relojes o, mucho menos, perfumes que le obsequiábamos). El amigo que “hacía la juerga” con sus ocurrencias y cuya colaboración en la “chancha” para el trago fue siempre ir a comprarlo a la bodega. El chacotero que patentó en mi memoria frases como “salud por ellas… las botellas”, o “mujer que no jode es hombre”, o su famosa “si lo ves lo saludas”, utilizada al despedirse de cualquiera sin referirse a nadie en particular.

Mi viejo me cuenta que cuando murió su padre, esposo de la hermana del Pavo, este se lamentaba metiéndose cabezazos contra la pared diciendo “¡por qué no me morí yo conche su madre!”. Confieso que años de años yo me hice la misma pregunta, por qué se tuvo que morir mi abuelo cuando mi papá tenía 13 años, por qué crecí con su ausencia y con las huellas del dolor, y en su “reemplazo” me quedé con un personaje como mi tío-abuelo. La respuesta la obtuve la última vez que lo vi, en aquella visita “convenida” en búsqueda de material para mi crónica. Lo vi genuinamente feliz por nuestra presencia, en un ambiente tristemente conmovedor que incluía botellas de plástico llenas de agua regadas por la casa que le servían para calmar su sed sin trasladarse mucho, pues tenía la pierna destrozada. Al despedirme de él sentí que lo quería, que lo aceptaba tal como era, y con la conclusión de que no lo volvería a ver jamás, aprendí que el amor puede ser genuino y espontáneo, pero también se construye. Y ahí fallaste, Pavito.

Descansa en paz, querido Gerardo. Gracias por las mil anécdotas, en unos días las seguiré recordando y me seguirás arrancando emociones hasta que tu huella se extinga, como tu presencia fugaz pero imprescindible para mi camino. Perdón por la indiferencia, pero gracias por enseñarme con tu vida la antítesis de lo que quiero ser. Te debo la continuación de la crónica, que será el punto de partida para algo importante que anhelo escribir. Y disfruta eternamente. El cielo para mí es una continuación sin fin de lo que más nos gustó hacer en la tierra, así que dedícate a chupar con licencia de los mejores whiskies (aunque conociéndote escogerás el ron más barato), terquéale a Dios hasta las certezas más avaladas, pásale la voz golpeándolo fuerte con los dedos para que te escuche (tu marca registrada) y de cansancio, harás que te dé la razón. Y a cambio de las flores ausentes de tu entierro, acepta como regalo mis palabras, para que las conserves, con envoltura y todo, por los siglos de los siglos. ¡Ah!, y “si lo ves lo saludas”.

miércoles, 6 de julio de 2011

El valor del "Mago" (Y)

Todos los peruanos (también) somos DTs



Una frase cada vez más sustentada en el fútbol dice más o menos que “la mayor virtud de un entrenador no es hacer jugar bien a los buenos, sino hacer que los no tan buenos, rindan”. Eso es evidente sobre todo a nivel de selecciones, donde la tarea del DT escapa al día a día, y se resume en pocas horas de trabajo, algunas charlas técnicas, muchísimos videos y una constante (y obsesiva) observación del universo de jugadores que tiene para elegir. En un país como el nuestro, que el universo se resume a seis o siete elementos, ¿alguno tenía a Cruzado, Balbín, Advíncula, Yotún o Guevara cuando elegíamos nuestro once para seguir en esa vieja faena de ilusión-decepción?

La llegada de Markarían a la Videna nos ha devuelto (por fin) a un entrenador. Hartos de los incompetentes como Del Solar; los improvisados como Ternero, Cardama o Navarro; los “verseros” como Uribe y Maturana; hemos hallado en don Sergio la mixtura entre Autuori y Oblitas, es decir, entre el estratega reconocido y el motivador paternalista que todos los peruanos (de toda índole) parecemos necesitar.

No es un loco Markarían, y algo debe haber rescatado aún sin aterrizar en el Jorge Chávez mientras observaba a la Selección naufragar en un océano que nos trasladó con absoluta justicia al último lugar de Sudamérica. Porque ha decidido sobrellevar a nuestras estrellas (y sus poses) sin excederles la responsabilidad; ha rescatado jugadores que estaban para el retiro (como Cruzado) y le ha dado espacio a otros cuya carrera oscilaba entre la mediocridad y el olvido (como Guevara y Carlitos Lobatón). Venir a dirigir al Perú después de Chemo le suscitaba dos alternativas al “Mago”: o la certeza de saber que peor no se podía trabajar, o la posibilidad de confiar en que el objetivo se podía cumplir. Ha elegido lo segundo. Y el objetivo, no hay que engañarse, no es clasificar al Mundial. El objetivo es competir.

Una de las frases más discutidas del “Mago” los últimos meses ha sido aquella de que “la Copa América es sólo un proceso para lo más importante, que son las Eliminatorias”. A los fanáticos (que amparados en sus buenos antecedentes y en el aura que transmite, confiamos a ciegas en nuestro DT) nos han dejado sus palabras un sabor agridulce. Nosotros, ilusos, queremos rendir como Brasil que pese a haber empatado con Venezuela ha mostrado el clarísimo mensaje de que si no sucede nada atípico, será el campeón; o le tiramos a nuestra bicolor la responsabilidad que tienen Uruguay, Paraguay o Chile de trascender. La Copa América debe ser el inicio del re-posicionamiento de Perú en Sudamérica. Nada más. Debe ser el punto de partida para formar un equipo que genere el mismo respeto de los otros ocho que competirán por cinco cupos para Brasil 2014. Estamos hartos de despedirnos de la competencia en la fecha cuatro…

Y a mi entender, en esa línea, lo de ayer ha sido fantástico. No hay que olvidarnos quién fue nuestro rival, que en el mismo sendero que busca Perú con Markarián, ha obtenido en Tabárez el equilibrio para poder rendir de acuerdo a lo que dicen su pasado y su presente; porque hace poco luchaban con el cuchillo entre los dientes y su indiscutible garra por alcanzar los repechajes, y ahora tienen un equipo bien afinadito capaz de superar a cualquier selección del mundo (por algo son los cuartos del Mundial, y tienen a Forlán y a Suárez). Y Perú se le plantó con lo que tenía a su alcance: un once comprometido pero limitado, sin dos hombres importantes como Pizarro y Vargas (Juan Manuel está lesionado, es evidente) y sin nuestro elemento clave, que es Farfán.

Del partido y del resultado (o de los resultados que pudieron haber) podemos decir que dependimos en un 90% de Paolo Guerrero. Porque tuvo el segundo en una jugada cuando el partido agonizaba que a mi entender resolvió como debía, y si no hubiera estado en la cancha estaríamos hablando sin ningún tipo de dudas de una derrota. Qué capacidad para jugar, para aguantar la pelota, para pararla con una clase de otros tiempos, para tocarla siempre al pie, para tirar un lujo, para meterle la patada que todos soñamos con meterle al pesado de Lugano, para definir en el uno a cero como lo habría hecho un brasilero de los buenos. Si fuese más constante (y las lesiones no se hubiesen entrometido en su aceptable carrera) seguiría en el Bayern, o estaría en un equipo dentro del top 10 de Europa. Pero lo que nadie le discute es su amor por la blanquirroja. Ese temple que fuera del dinero y la fama que pueda poseer, lo lleva en la sangre, por provenir de una familia que adornó la sala de su primera vivienda con una foto de la Selección con él como “mascota”.


Ha sido un buen arranque, querido Perú. Se ha plasmado el trabajo. Se ha sentido la presencia del entrenador. Sabemos que faltan seis océanos para soñar con llegar al Mundial, y que aún falta mucho para salir siquiera del hoyo en el que nos metió Del Solar. Pero hemos dado el primer paso. A mantener la humildad y no engañarnos con aquello de que los mexicanos son chibolos, o que a Chile le vamos a ganar. A seguir dándole minutos a esos hombres “no tan buenos” que tenemos para que puedan rendir noventa minutos de manera aceptable (y no cometan estupideces como regalar la pelota a los 46’ para que nos vacunen de contragolpe); y a dejar a “los buenos” (a dejar a Paolo) que hagan lo que saben y tienen que hacer. Por ahora la ilusión está. No sé si tendremos Copa América, pero más allá de la fecha cuatro, Eliminatorias vamos a tener. Aún no tenemos equipo, pero tenemos DT.

miércoles, 22 de junio de 2011

Réquiem por el "Churre"

A mis primos Barriga, los aliancistas de mi generación.



Sólo me ha bastado verlo en un par de jugadas para tener la certeza de que Paulo Hernán Hinostroza será mejor que su padre, el recordado “Churre”. A decir verdad, y con el perdón de los más románticos aliancistas, la meta no es muy alta. El “Churre” fue un empeñoso mediocampista que representó a punta de altibajos a una generación que cargó con varios años de frustraciones, y que se valió de otros más para poder salir de la maldición. Con un fútbol que oscilaba entre la intrascendencia más desesperante y la genialidad, entre disparos inofensivos y golazos como el cuarto en el inolvidable 6 a 3 a la U, Hinostroza se inmiscuyó casi sin pedirnos permiso en el imaginario de los aliancistas de mi generación, que cada fin de año anhelábamos un refuerzo capaz de reemplazarlo (que no llegó nunca) y que recordamos con amor sus lágrimas el día que festejamos en Matute el haber acabado con la sequía de 18 años sin vueltas olímpicas.

Paulo Hernán tiene del padre sólo el apellido, porque hasta su rostro se asemeja más al de su tío Jhon. No tiene el andar impresentable del “Churre” (aquellos pasitos cortos que merecían robarle la chapa al Pato Quinteros) ni se le ocurre tirar una bicicleta en el medio campo para el deleite del aficionado poco conocedor. Tampoco simula una tragedia cuando a un rival se le pasa la mano (o el pie) en su afán por detenerlo. Paulo Hernán, a un paso de sacar DNI, tiene la concha del mejor Reimond Manco, la inteligencia para trasladarse por el medio sector del Ciurlizza de inicios de la década pasada, y la genialidad, graficada en ese hermoso taco que desembocó en el tercer gol de anoche contra Flamengo, que es patrimonio aliancista, le duela a quien le duela.

El hijo del “Churre” es la más grata sorpresa de este equipo de jóvenes muchachos dirigidos por nuestro querido Pepe Soto. No es el mejor, pues Hurtado ya es un jugador para la Selección adulta y Bazán es un crack, pero pese a su corta envergadura y su juventud, Paulo Hernán resulta el equilibrio entre una defensa lejos de ser sólida y el vértigo que le impregnan los de arriba cuando se enchufan.

La Copa Libertadores sub 20 nos ha regalado a los aliancistas un equipo acorde a lo que anhelamos siempre: con chicos de la casa sin las poses de los adultos, que destilan travesura y humildad, que juegan lindo a la pelota y que convierten las noches de La Victoria en una fiesta, demostrando, cuándo no, que somos la hinchada más fiel del país. Esto es fútbol y como todo clásico, el del jueves por la semifinal es de pronóstico reservado, pero queda la conclusión de que buenos jugadores tenemos, y de sobra. Y de no ser por el inefable que soportamos de Presidente, que con seguridad los vende a toditos pasado mañana, tendríamos la base para ilusionarnos con un gratísimo futuro.

El “Churre” Hinostroza no fue convocado jamás a la Selección en sus casi veinte años como futbolista profesional, en tiempos flojísimos de nuestro fútbol, y nunca tuvo las armas para hacer de eso una queja sustentada por la masa. Para hacer más trágica su existencia le trasladó el hechizo a su hermano Jhon, que a duras penas ha alcanzado, a los 30 años y luego de varias campañas sobresalientes en el Descentralizado, un micro ciclo de Markarían. Paulo Hernán le ha sumado a su prometedor talento un detalle importante para los cabalísticos: no usa la 15 que calzó su viejo. Lleva la 17 con la que debutó en Alianza su tío Jhon. Yo lo interpreto como una manera de despojarse de la maldición y a la vez de conmemorar sus raíces.

Ojalá siga creciendo Paulo Hernán. Que le agregue músculos a su talento y que conserve esos lujos que nos aceleran el corazón. Que debute en Alianza y luego de un par de temporadas completas, pasee su fútbol en el extranjero, a diferencia de su viejo que hizo su vida en el club siendo capitán años de años. Y que mantenga el andar que ha insinuado a partir de que pisó la pelota por primera vez frente a nosotros, diciéndonos que desde ya es más jugador que el padre. Qué mejor homenaje de un hijo. La jugada más valiosa del “Churre” ha nacido una década después de su retiro de las canchas, y llega con un aviso hacia La Videna: que le vayan guardando sitio al apellido Hinostroza en la Selección. Ahí si quieres, Paulo Hernán, pide la 15.

jueves, 9 de junio de 2011

Conclusiones de un knockout amazónico (Y)

A Vidita, como quien empieza a pagar la deuda.


El verbo viajar, en su primera aproximación, aviva lo peor de mi ser. Me coloca cara a cara con mis más obstinados demonios, aquellos que tienen que ver con mi desidia y mi apego a la rutina, con mi temor a lo desconocido y mi mediocre afición por la aventura. Abandonar el cómodo sillón de mis días grises para embarcar hacia promisorios palacios tornasolados es algo que genera en mi anatomía más tedio que ilusión, más ganas de estacionarme que de pasarla bien. Rápidamente compruebo que he estado equivocado, y ya instalado en mi destino de turno, disfruto como cualquier hijo de vecino de la apacible posibilidad de respirar otros aires alejados de la responsabilidad del día a día. Pero en un inicio, siempre, siempre sufro.

Por eso no tuvo nada de raro que posponga mis citas con la clínica para vacunarme contra la fiebre amarilla y la hepatitis cuando me encomendaron un viaje laboral hacia Moyobamba, o que extienda mis quehaceres para así poder responder con un pendiente cuando me indicaban que debía comprar mi pasaje de una vez. Lo único que sabía de Moyobamba era su ubicación en la selva del Perú, y que en ese lugar, no hacía mucho tiempo, un miembro del staff de la ONG en la que trabajo había muerto con un diagnóstico que los médicos locales decidieron sellar como dengue.

La fecha ineludible llegó, asumida en mí con la misma desazón del que espera el último día para iniciar el trabajo final de un curso, y me embarqué al aeropuerto Jorge Chávez para pasar cuatro días en la selva como quien se va por un fin de semana a San Bartolo, con exactos y ligeros ropajes, con sólo un par de zapatillas y con aquello de la vacuna para la fiebre amarilla como asignatura pendiente.

Rápidamente comprendí que uno no puede menospreciar a la selva.

Llegué a Tarapoto (desde donde tenía que embarcarme en un colectivo hacia Moyobamba) no sin antes comprar sobre la marcha en el aeropuerto de Lima un pomo de repelente que sería fundamental para sosegar los inminentes (ay, mi fatalidad) ataques del dengue, y comprobé por primera vez que estaba solo en un lugar inhóspito. A partir de ese momento los mototaxis, los mosquitos y el calor agobiante de la selva serían mis compañeros.

El knockout llegó en el primer asalto. Ya instalado en Moyobamba y luego de un reconocimiento de la zona, me di con la desagradable sorpresa de que mi maleta había sido ultrajada, y que para mi desdicha, me habían dejado cada uno de mis míseros ropajes a cambio de la ausencia del setenta por ciento de mis viáticos (que por una estupidez retiré del cajero íntegramente en Lima), la cámara de fotos y la grabadora que me habían proporcionado en la chamba, y una laptop prestada por mi novia, con ese adorable gesto de desprendimiento que tiene para conmigo. A la lona. Uno, dos, y hasta diez. KO.

Quería que me enterrasen ahí mismo. O que me envíen por un tubo hacia Barranco para esconderme en mi casa de este mal sueño. Pero había que pelearse con el administrador del hotel (sospechoso principal del hurto), había que hacer la denuncia, había que confesar frente a mi chica, y lo peor, ¡había que trabajar!

Mi regla eterna de ahuyentar los malestares una vez inmerso en el viaje se rompía por primera vez. Estaba desahuciado, y la única voz capaz de ofrecerme calma en ese momento andaba lamentándose porque el descuidado de su novio había extraviado acaso su pertenencia más preciada, alejándola para siempre de todos sus archivos, entre los que se encontraba la música que había bajado especialmente para mí cuando le deslicé la posibilidad de llevarme su laptop a un viaje de trabajo. Nunca antes me había sentido tan miserable.

Pero la selva tenía reservado algo más para mí.

Dentro de las labores que me asignaron estaba la visita a una tecnología implementada por la ONG en una localidad llamada Shampuyacu, donde habitan los awajunes, esos hombrecillos amigos del café y el cacao que se comunican en una lengua peculiarmente tosca. Para llegar al destino (una captación y una represa capaz de llevar agua potable a toda una comunidad), había que realizar una caminata aparentemente sencilla, pues el núcleo del milagro tecnológico estaba en un pozo subterráneo, en la profundidad de un cerro.

Me enrumbé a la travesía junto a dos awajunes vestidos como si salieran a dar un simple paseo (uno calzaba unos elegantes zapatos en punta y el otro caminaba en sandalias), así que no me preocupé por mi jean viejo y mis zapatillas con suela gastada. A los dos minutos de la caminata descubrí que me había equivocado de plano. El sendero era simple para un selvático, pero para un citadino como yo resultaba inhóspito por donde se lo mirase. Había que trepar entre cerros con pinta de no haber recibido huellas humanas jamás, húmedos por la lluvia y el rocío de las plantas, y de vez en cuando, había que saltar entre alejadas rocas para no caerse al río. En la primera prueba dificultosa mi par de zapatillas se enterraron en lodo, y en la segunda perdí el equilibrio y mi peso venció la rama que había fungido de soga en mis compañeros, y caí al río, mojándome para siempre el jean.

Soy un viajero eventual, pero algo he viajado. Y pese a no ser un montañista, varias caminatas he realizado en mis casi 30 años de existencia. Pero juro que como la que viví junto a los awajunes no hay otra. Ni por asomo. Poco a poco, mientras lamentaba mi suerte y hasta sospechaba que mis compinches me estaban trasladando a un terreno olvidado para matarme, me fui mimetizando con la amazonía, y logré surcar las demás dificultades: atravesar campos protegidos por alambres con púas, doblegar unos perros salvajes que hicieron chillar hasta a los awajunes, caer entre matorrales dominados por extraños insectos que devoraron mi cuello, trepar pendientes apoyado por un palo que en un mal movimiento casi me destroza la pierna, saltar entre rocas acrecentando una vieja y terca lesión que tengo en el muslo… todo eso a cambio de un sudor infinito y de diversos raspones cuando no picaduras de sutiles embajadores del dengue.

Pero al llegar a mi destino, y tras captar la felicitación de los awajunes, graficada en el alejamiento de las posturas desconfiadas con las que me recibieron, cambiando el tono burlesco de su lengua nativa por unas voces amables y dispuestas a resolver mis interrogantes, me sentí muy bien. Más aún al notar la importancia de la tecnología para ellos y su agradecimiento para con mi trabajo. Al menos me hicieron sentir, en el medio de la más auténtica selva, más útil que el grueso de mis contemporáneos que comentaban con poses y rabia sobre política a través de sus Blackberrys en Lima.

El camino de regreso lo hice con mayor destreza (sin duda influyó mi decisión de mandar al baúl de los recuerdos a mi jean y a mis zapatillas), y aún con los golpes del knockout post robo, llegué a la conclusión de que había valido la pena la pelea. Por la noche decidí entrar a una cabina de Internet para sentir el hueco contacto de mis días grises, y por fortuna tenía un email de mi novia (ya sin su laptop, escrito tal vez desde otra cabina), que entre otras cosas me pedía que esté tranquilo, que a pesar de las malas noticias, me andaba extrañado. Yo le respondí contándole sobre mi travesía exagerando mis pesares. E impulsado por la fuerza de su apoyo incondicional, me dije a mí mismo que quería la revancha. Y que en mi próximo viaje, esta vez con los guantes bien puestos, le sacaría la concha de su madre a cualquiera.

martes, 24 de mayo de 2011

Amores perros (Y)

Algún día supe de mascotas. Todo nació con la aproximación de Aika, la primera perra de los Reaño Barriga. Era un inquieto ejemplar de los Schnauzer, esos canes en miniatura poblados de pelos plomos. Nos cayó de regalo una tarde de 1996 (si mal no recuerdo) y creo que escenificó el triunfo de una familia que había pasado de vivir en un pequeño departamento a una casa de dos pisos, con jardincito en la entrada y patio trasero. Aika fue en teoría la perra de mi hermana Paloma, aunque ella desde el primer día le dio la espalda a su papel de “ama” (o “dueña”). Al primer amague de mordiscazo decidió cambiar de ilusión, y se dedicó a sus quehaceres de incipiente adolescente. En su lugar, como quien alcanza el regalo anhelado, Aika, traviesa e imparable, encontró en mi viejo a su primer y único amor. Durante años fue literalmente su “perra guardiana”. Ni bien el hombre se asomaba por la casa, a punta de gruñidos y mordiscos a ras del pie, lo “defendía” hasta del saludo de cualquiera. Pobre del que osaba con tocarlo.

Mi madre le perdió la paciencia rapidísimo, y con mi hermano menor mantuvo una tormentosa relación repleta de celos, que alcanzó el ápice con una frase patentada para la historia de las sobremesas de la familia: (mi hermano –voz aún aguda y desatinada-) “papi, ¿a quién quieres más, a mí o a Aika?”.

Conmigo primó siempre la indiferencia. Hice el intento alguna vez de encariñarme con su torpeza y su muy desagradable aroma pero más pudieron mis autoritarios encierros cada vez que se me ocurría patear la pelota en el patio o los gritos de “¡cállate!” cuando importunaba con sus aullidos. De todas maneras mentiría si dijese que no le agarré cariño. Pero fue un cariño que disminuyó con el pasar del tiempo. A punto de sentir por ella lo que sentía, no sé, por la mesa de noche en la que guardaba mis más oscuros secretos o el control remoto de la cochera que fungía de llave cuando aterrizaba juergueadazo los fines de semana de mi alargada dependencia.

Desde hace unas semanas mi hijita Inés me ha hecho pensar en Aika. No porque compare el vértigo de los primeros años de mi mascota con la actividad que manifiesta mi más preciado amor cuando está a mi cargo, que terminan por dejarme igual de exhausto, pero mucho menos malhumorado. He recordado a Aika porque Inesita, a un pasito de cumplir su primer año en el mundo, a un pasito de mandarse a caminar por sí misma, a un pasito de que ¡por fin! le florezcan los dientes, ha desarrollado un cariño inédito por los perros.

Por algo los llaman “el mejor amigo del hombre”.

Inés es una criatura muy bien estimulada. Recibe amor a borbotones desde sus dos familias, que mueren y matan por ella. Va a cumplir un año recién y ya se ha dado cuenta de que puede variar de comportamiento según el área en la que se desenvuelve. En su “casa uno” (la de su mamá) es más dócil y obediente (aunque no llega nunca a ser una bebé fácil). En su “casa dos” (que son dos, la mía y la de mis padres) hace lo que le viene en gana. Es una batalla cambiarle el pañal, es un trabajo de Estado darle de comer. Ha captado que tiene en mi figura (y por ende en la de mis afectos) un pasaje a la tierna rebeldía. Porque no le puedo decir “no” a ninguno de sus caprichos. Porque cuando suelta esos llantitos improvisados con lágrimas de cocodrilo me dan ganas de regalarle hasta lo que no tengo.

Y en ese maravilloso accionar que es su descubrimiento del mundo, los perros representan su primer acto unipersonal. Nadie le ha enseñado figuras de perritos dibujados, nadie le ha impostado ladridos, nadie le ha regalado (adrede) un peluche canino. Además, no tiene en sus genes ninguna ilación con las mascotas. Pero ella se muere por los perros. Es un vacilón pasearla en su coche por el parque y notar su pequeña anatomía impaciente al cruzarse con un perro vecino. Se levanta del asiento, los quiere tocar, les “habla” de manera especial. A veces, cuando quiero llamar su atención, hago torpísimos “guau-guaus” y ella automáticamente sale en búsqueda del animal.

Era reacio a creer todo esto pero me convencí cuando en una de esas noches difíciles y apasionantes en las que estamos solos los dos le puse un video en la lap top de una canción equis, y apareció un perro en la trama: casi destroza la pantalla. El colmo ocurrió hace dos días (noche similar), me disponía a darle de comer y desde mi balcón se escuchó un ladrido. Sus gestos me llevaron a que la retire de su silla con cinturón y la llevé a tirar lente desde mi segundo piso. No encontramos al animal y ella, desconocedora aún del peligro, luchaba por desprenderse de mis brazos en una escena que me hizo pensar en Michael Jackson, y de purito vértigo, me la llevé, muy a su pesar. No se calmó hasta que tuve que abandonar la faena de sus alimentos y la saqué a la calle para toparnos con cuatro perros distintos que fueron colmando su sed de “domadora”.

Inés es el anhelo de mi futuro y la frutilla de un presente que me sonríe. Pero también es la reconciliación con mi pasado, la rectificación de mis errores. Las impredecibles vueltas del destino han colocado a mi familia de nuevo en un departamento. La casa en la que fuimos felices muchos años forma parte de nuestros recuerdos más sinceros, y junto a ese gran espacio en el que me hice hombre, también se fue Aika, que murió acogida por la tristeza sin despedirse de mi papá. He decidido que, así no tenga jamás un patio trasero ni mucho menos un jardín, si Inés continúa con su fascinación por los perros me compraré uno (tal vez esta vez no será un Schnauzer). Y por ella y por las huellas de Aika en mi alma indiferente, juro que lo trataré muchísimo mejor.

viernes, 29 de abril de 2011

Carreteras (Y)

Buscándote sin saber dónde voy.


Los encargos laborales habían concluido y mi compañero y yo tuvimos tiempo libre desde las cinco de la tarde. En lugar de quedarnos a deambular por la Plaza de Armas de Ayacucho, decidimos arribar a alguno de los destinos turísticos de la ciudad, y elegimos el más cercano: las ruinas de Wari, a poco más de media hora del terrapuerto de Cruz del Sur, desde donde acabábamos de comprar nuestros pasajes de regreso. Después de disfrutar con los monumentos arqueológicos y de conectar con la naturaleza en una recomendable caminata, llegó la hora de partir. Salimos a la carretera en búsqueda de un taxi, notando que en los primeros cinco minutos de nuestra misión no se había asomado vehículo alguno. Mal augurio.

Empecé a pensar en las carreteras. Esos laberintos imprescindibles. Y recordé algunas anécdotas que los tuvieron de protagonistas. Aquí relato algunas:

Yo no bailo solo: volvió a mi cerebro un viaje realizado con mi familia a Huaraz, allá por el año 96, y la manera en que había tolerado los achaques de la altura sin necesidad de ningún medicamento. A la hora de retornar, un sentimiento de todopoderoso se apoderó de mi cerebro, y en el desayuno me empujé un mate de coca con tres panes con huevo frito. Viajaba junto a mis padres, mi hermana y una prima que había venido de paseo desde Los Ángeles. En otros carros, los demás miembros del clan Reaño nos hacían caravana. Ellas no cesaban de darle vueltas a un cassette de un dueto femenino que se hacía llamar “Ella baila sola”, y las constantes curvas me instaban a odiar sus voces chillonas cada vez más. De pronto mi estómago me indicó que debía pedirle a mi padre que estacione el auto, ahí, en pleno camino, porque estaba a punto de fabricar mi propia carretera para las hormigas del suelo serrano, que cual tsunami, padecerían ante unas olas gigantes con olor a huevo frito. Hasta hoy recuerdo las risas burlonas de mi prima y mi hermana. Y mi venganza al momento de recuperar el color en mi rostro de decirles que su “interpretación” a dúo había sido tan nauseabunda que no lo pude evitar. Y hasta hoy, cuando mi neurona musical le ordena a mi cerebro que debo cantar, aparece de vez en cuando la frase “de mayor quiero ser mujer florero”, de la canción más absurda de “Ella baila sola”. Y ese día no como huevo frito ni cagando.

Cousin on the rocks (mushroom mountain): éramos jóvenes y teníamos licencia para experimentar. Andábamos bien acompañados y con los estímulos de una vida sin ajetreos pre rupturas, migraciones, soledades y bolsillos flacos. Mi primo y yo, sin tener aún en claro que de aquel grupo de viajeros seríamos los únicos en patentar una relación hacia la eterna posteridad, nos sumamos a la iniciativa de alguno de ingerir unos champiñones a lo natural que nos despertaron absolutamente todas las neuronas de la felicidad. El escenario era perfecto: la laguna de Llanganuco y su exquisito frío y sus paisajes aledaños con espejos minerales y árboles sonrientes. A la hora del retorno, por un camino plenamente de trocha y una Station Wagon zigzagueante, dejé el disfrute colectivo para meterme de lleno en mis introspecciones, en ese entonces, un film por el que desfilaban todos mis afectos, hasta los lejanos, sazonados con el infalible insumo de la sonrisa, llegando a la conclusión de que comentaría mi aventura hasta con mis padres, y que recomendaría aquel platillo al natural a todo el mundo. Tiempo después, cuando la licencia estaba por caducar, volví a saborearlo, con la misma intensidad pero con resultados diametralmente opuestos. Ahora me alimento con champiñones muy de vez en cuando, pero los alejo de su naturaleza contaminándolos de una manera gastronómicamente correcta. Las carreteras de trocha sólo me generan dolores de cabeza. Y de las compañías de Llanganuco sé poco y nada. Eso sí, a mi primo, felizmente, lo sigo teniendo cerca.

Gargantas de lata y eternas: la agencia de turismo que me regaló mi primera experiencia laboral pagada se empecinaba en mandarme a cubrir las más inertes comisiones, casi siempre acontecidas en algún lugar donde se celebraba la apertura de un nuevo destino de alguna aerolínea, el Workshop de algún hotel, el aniversario de cualquier empresa relacionada al turismo. Lo triste es que chambeaba de 9 de la mañana a seis de la tarde, y estas comisiones generalmente ocurrían a partir de las siete u ocho de la noche, por lo que me pasaba prácticamente el día entero trabajando (bueno, si podríamos llamar trabajo a tomar sin ganas un par de fotos y a devorar bocaditos con poco pudor). Pero un día la cosa pasó a mayores, y fue el primer indicio fuerte que me llevó a pensar que los 500 soles que cobraba cada fin de mes no tenían sentido: me mandaron de viaje a Lunahuaná todo un fin de semana, a cubrir un festival de deportes de aventura. Acudí a regañadientes, dejando varado mi clásico plan de verano sanbartolino. Fui junto a un pata de mi chamba que hasta ese momento me resultaba indiferente, pero que terminó convirtiéndose en mi primer amigo del trabajo. El primer día yo cumplí como todo un practicante (mi puesto en Comunica2, mi primera chamba) con mis obligaciones mientras él descansaba en la piscina del hotel o se “perdía” por el pueblo. En la noche se celebraba una fiesta con todos los periodistas y deportistas. Allí me crucé con un par de amigos de El Comercio que estaban en las mismas, y junto a mi broder, hicimos buenas migas. Terminamos en otro tono en Cañete, parloteando como si fuésemos íntimos de toda la vida. Al día siguiente mi amigo decidió seguir descansando y yo me uní al dúo de El Comercio saboteando su empeño y conminándolos al siempre rico hueveo. No sé cómo llegó una botella de pisco a nuestras manos, y decidimos caminar y caminar por la carretera en la que descansa el valle de Lunahuaná. Nos dio la noche mientras escuchábamos el relato de uno de ellos, que decía que el pisco en Lunahuaná era mágico, y que su mejor atributo tenía relación con la longevidad. No le hubiésemos creído si es que no aterrizábamos en una cabaña al borde de la carretera a comprar nuestra segunda botella de pisco, y compartimos la tertulia con un par de ancianos que bordeaban los noventa años, y que chupaban con el hígado más entero que nosotros. Siempre recordaré ese viaje. A veces cuando no me basta con mi salario me acuerdo de mis 500 soles. A veces cuando ingiero pisco puro me acuerdo de mis compinches de aquella vez. A veces cuando me siento viejo me acuerdo de Lunahuaná.

Un copiloto con piel de gallina: viajar es siempre positivo. Así lo hagas sin mapa y sin brújula, así te ampares a las reglas del destino sin tener la más remota idea del desenlace. Pero a veces uno tiene la dicha de hacerlo en los dominios de una cápsula capaz de trasladarte a lugares apasionantes. Eso me ocurrió en una travesía que hice de copiloto junto a mi tío más viajero en un año nuevo, a bordo de su histórico Hyundai rojo, con el que atravesamos de hachazo diversas regiones y climas del Perú. Desde Pachacayo y sus casitas de campo con bríos europeos y el calorcito siempre tierno de San Ramón; pasando por Tarma, donde recibimos las 12 en una fiesta de pueblo al ritmo de una orquesta que repetía sin envidiarles nada todos los hits del “Grupo 5”; o las peripecias contaminantes de La Oroya, ese pueblo a 3 mil 800 metros sobre el nivel del mar que te vuelve de metal las fosas nasales en pocos segundos. Fue un viaje redondo. Lo pasé atento a las anécdotas de mi tío, sorprendiéndome de su familiaridad con los lugares más recónditos, conociéndolo un poco más, sintiéndome orgulloso de formar parte de sus afectos. Y en mi misión de copiloto, tuve que adoptar facetas de su recia personalidad para no desentonar, y creo que encontró en mi compañía una grata sorpresa. En nuestra primera noche, que pasamos en Pachacayo, mientras tomábamos whisky sin hielo y disfrutábamos de unas ínfimas galletas con queso serrano que habíamos encontrado en el camino, el frío, el hambre y el deseo de aventura se apoderaron de nosotros, y por sugerencia de mi tío salimos en búsqueda de un restaurante en la carretera donde vendían “un caldo de gallina espectacular”. Lo malo fue que nos agarró la lluvia. Una lluvia que de tímida pasó a ser torrencial mientras el Hyundai rojo esquivaba las maniobras egoístas de los camiones y buses interprovinciales. Teniendo al volante a mi tío me sentía seguro en medio de una montaña rusa al natural dominada por la niebla, las fuertes gotas de agua y la aparición imprevista de los enemigos de ocasión: los demás vehículos. Al llegar a nuestro destino, los otros tripulantes del auto bajaron raudos con las glándulas salivales anhelando el caldito de gallina. “¿Qué tal el camino? Un poco bravo, ¿no?”, me dijo mi tío, y por primera y única vez en ese viaje fue un ser humano normal. Su pálido rostro y su agotamiento se impregnaron automáticamente en mí. Cuando llegaron los platos todos devoraron dispuestos a la tertulia, pero mi tío y yo nos pasamos en silencio ese momento, dejando intactos nuestros caldos, acaso pensando que nos quedaba todavía el camino de regreso.

En esas cuatro mini-historias pensaba mientras se hacía de noche y ningún vehículo osaba por pasar por nuestro lado. Mi compañero andaba metros atrás, captando imágenes que se perderían al ratito en los archivos desordenados de su laptop. Mi angustia se agigantaba conforme pasaban los minutos, y ya me imaginaba durmiendo en plena carretera tiritando de frío a la espera de que un puma o cualquier otro animal salvaje acabe con mi vida. De pronto, cual Coca-Cola en el desierto, apareció una combi destartalada atiborrada de pasajeros. Ya en su interior llegué a la conclusión de que algo debería escribir al respecto. Y bueno, aquí está.

Oda a la pulga (Y)

A todos los niños del fútbol.



Sólo cuando te veo en ese escenario verde fabricado para ti, estoy de acuerdo con el salario que se les paga a los futbolistas. Cuando llega hacia tu pie izquierdo ese objeto redondo que muy pronto aprendemos a amar, el mundo parece un lugar feliz. El fútbol, definido por alguno como lo más importante de lo menos importante, es como la vida misma, esa estación inexplicable, esa condena llena de arrebatos sobrenaturales que muchos buscamos explicar con un Dios. La diferencia en el fútbol aparece contigo, la certeza de que lo sobrenatural es palpable, que lo inesperado resulta rutinario, que los dioses respiran y visten la 10 del Barcelona.

Los fanáticos de mi generación te debemos los últimos rayos de emoción en tiempos en donde un tal Mourinho vende más que los futbolistas, en días donde cada vez hay menos espacio para los Zidanes o los Riquelmes. Vivir es jugar, diría un amigo, y vivir (yo agrego) es contemplar tu juego. El juego y los ídolos están reservados para los niños, y cada vez que asomas en la pantalla me siento orgulloso de seguir siendo un niño…

…el niño que bordeando las tres décadas tiene un afiche con tu imagen en su cuarto, y que cambió la hora de su almuerzo en el trabajo para coincidir con tu danza en el segundo tiempo, acaso sospechando que alguito me regalarías, un lujo, un pase genial; y que fue recompensado con ese oportunismo tan tuyo para poner el primero y con esa genialidad tan tuya (y ya no maradoniana) para hacerme saltar y gritar que el hambre y la angustia del minuto a minuto habían valido la pena.

Gracias por existir, querido Messi.

lunes, 18 de abril de 2011

Políticamente nulo (Y)

Desde que Alan García tomó el poder del país, en el 2006, han pasado muchas cosas en mi mundo. Cinco años es un período considerable en el ciclo de vida de un ser humano. En toda circunstancia, define el cambio de una etapa a otra. Yo tenía 24 años cuando Toledo le entregó el sillón presidencial a Alan. Y hoy, a puertas de unas nuevas Elecciones, bordeo los 29. Durante el gobierno que está por concluir, acabé a regañadientes la universidad. Me posicioné en un trabajo, no sin antes navegar entre el desempleo y la incertidumbre. Viajé mucho por el Perú. Salí del país una vez. Viví con pasión dos Mundiales y una Copa América. Sufrí con la Selección y sus absurdas decisiones dirigenciales. Disfrute de un título de Alianza Lima. Me enamoré del juego de un tal Lionel Messi. Viví en tres hogares distintos. Abandoné la casa de mis padres. Me convertí en padre. Terminé una relación de pareja. Empecé otra. Leí algunos libros. Descubrí a Daniel Alarcón y a Haruki Murakami, y me volví uno de sus fans. Me compré un Play 3 y pasé de ser el rey, a pelear la baja en el Winning Eleven. Me creé una cuenta en Facebook. Empecé un blog. Escribí con regular frecuencia. Pasé sin pena ni gloria por diversos concursos literarios. Obtuve una mención honrosa en uno. Acudí al cementerio a despedir a cuatro seres muy queridos. Tuve unos dolores espantosos en el estómago que me llevaron a pensar que yo sería el siguiente. Una tarde cualquiera, medité arduamente sobre la triste sentencia de que pronto tendré 30 años.

Traté de ser más abierto en diversos temas. Decidí ser un hombre medianamente informado (bienaventurada la Web de El Comercio). Logré entablar largas conversaciones más allá del fútbol. Desde que tuve una hija, me preocupé por el futuro. Vi que las noticias hacían alarde de un crecimiento económico en el país, pero a mí, como a millones de compatriotas, no me tocó ni media tajada. Como buen peruano, olvidé pronto los antecedentes de Alan García y me dediqué a mis quehaceres. Parece que fue ayer cuando voté en contra de Ollanta Humala.

Muchas cosas han cambiado. Menos la política, con la salvedad de que ahora la discuten con pasión improvisada los jóvenes por las redes sociales (y esto es el despegue, ojalá, de la formación de muchachos muchísimo más informados que yo). Yo me he mantenido al margen. Me incliné por Toledo en un inicio pero terminé por sucumbir ante la falsa salvación denominada PPK. Hoy quisiera tener alguna opinión cuajada sobre el tema. Pero no la tengo. Muchas cosas han cambiado por mi mundo desde que Alan García tomó el poder del país en el 2006. He envejecido. He madurado. Pero mi relación con la política (no sé qué tanta culpa tengo) sigue siendo infantil. Sigue siendo la del jovenzuelo de 24 años que escribió este texto tras votar por el clásico “mal menor”. Y perdón por la franqueza:


Alan Presidente.

El triunfo del mal menor


Acostumbrado a mirar de reojo la política y a juzgar benévolamente y sin criterios fijos a nuestros gobernantes, este 2006 hubo un hecho que me impulsó a dejar de lado mi indiferencia y a empaparme, al menos en algo, del acontecer electoral: la posibilidad latente (y cada vez más fuerte) de que el ex mandatario Alan García sea el sucesor de Toledo en el sillón presidencial. Al principio me causó risa. Y hasta llegué a tildar de ilusos a los simpatizantes apristas que, entre las sombras primero, y luego con mucha arrogancia, lo daban como ganador. Luego me sumé al coche de la mayoría de limeños de mi condición (económica y social) que apoyaron a Lourdes Flores sin tener siquiera un argumento sólido. El problema era cómo hacer para que Alan no sea Presidente. Y Lourdes era la elección más fácil, ya que Susana Villarán, Diez Canseco, Lay o Paniagua eran sinónimos de terquedad o reservados para soñadores, pues su popularidad era escasa.

Por otro lado, siempre observé con respeto (y miedo) el fenómeno Ollanta Humala. Es evidente que el Perú es un país centralizado en el que Lima ata y desata, y en el que las demás provincias o departamentos son prácticamente arrojados al abandono, generándose así la aparición de muchísimos “Miniperúes” (si vale el término). La consecuencia lógica es la generación de un resentimiento gigante y entendible originado sobre todo en la sierra, la zona más pobre del país, ante los incontables años de gobiernos que no han hecho más que acrecentar las diferencias sociales y económicas entre Lima y el resto. Y Ollanta apuntaba a ese gran sector. Y lo hacía a la altura del rencor enorme de la gente de esos “Miniperúes”. No es necesario ser un gran orador o medir un metro noventa para decirle al pobre que es pobre por culpa de unos cuantos, y que el nacionalismo (se pudo llamar hasta “chichanismo” y daba igual) es la solución.

Confieso que hasta el día de las elecciones de abril, cuando observé a la gente de “mi país” (Lima pituca) vitorear a Lourdes Flores e insultar a Humala, pensé: lo hemos logrado. Sin darme cuenta que esta vez el iluso era yo. A escondidas, Alan García tomaba fuerzas, y los resultados al final de esas fatídicas semanas que se llamaron Onpe indicaron que Ollanta era ganador con algo más del 30 % y que en segunda vuelta su rival era Alan.

Una bomba. Escuché a más de uno en mi entorno frases con el “me voy del país” como título. Había que elegir: un asesino o un ladrón. El famoso mal menor quedaba como único salvavidas en medio de un naufragio. Lourdes pecó de honesta tal vez. O se equivocó de aliados. Le faltó entender que para dominar un país hay que ser un poco hijo de puta. Y para dominar el Perú, algo más. Los días siguientes hasta ayer 4 de junio fueron una constante, que cambió de giro y de villano: hay que tumbar a Humala. Hay que ver la manera de que no gane este individuo amigo del rencor de la sierra y del descontento de la selva.

En eso el periodismo y los medios de comunicación en general fueron claves. Periódicos que otrora escribían pestes de García esta vez lo hacían de Ollanta, y hasta Jaime Bayly, enemigo de Alan, se mostró a su favor, con tal de que Humala no siga avanzando y aquello del fusilamiento de los gays (que en realidad envolvía otros aspectos mucho más serios y reales) pase al olvido. Nunca vi una competencia tan desigual. El fascista contra el candidato de todos. El asesino contra el arrepentido. El que estaba con el serrano y con el olvidado, contra el que prometía extraer del abandono al de la sierra pero sin dejar de lado los engreimientos hacia nosotros, los limeños. En síntesis, el malo contra el bueno. ¿Qué bueno?

No recuerdo exactamente (repito, nunca fui muy político, y tal vez era muy pequeño) el gobierno anterior de Alan García. Sí recuerdo los años siguientes, cuando el terrorismo nos colocó al borde del colapso y cuando “un chinito cualquiera” nos dominó durante 10 años. Sí recuerdo los tiempos en que la palabra Alan era sinónimo del diablo. El tren eléctrico, la inflación. Su exilio. Las frases de “Alan Vuelve” en las paredes tan amenazantes y semejantes para mí como las que decían “Viva el Presidente Gonzalo”. La canción “Las torres” de los “No sé quién y los no sé cuántos” cuya “lisura” más fuerte era “Alan García y su compañía”. Los no tan lejanos años en los que pensar en un triunfo de García y su APRA era un pasaporte a la destrucción.

Pese a que siempre dije que votaría en blanco o viciaría mi voto me ganó el miedo. Tuve claro desde que perdió Lourdes Flores que mi voto, muy a regañadientes, sería para Alan. Ollanta se equivocó y mucho. Su peor enemigo fue Chávez y tal vez también Abugattás, y al menos para mí, su antipática esposa. Sólo en el Perú ocurre el fenómeno que indica que cada vez los candidatos a la presidencia son peores. A la fuerza y con violencia no se gana, y quizás si hubiese sido más medido en sus declaraciones y con sus allegados, Humala sería el ganador. Las estadísticas y los números dicen que mal no le fue.

Ayer caminaba por Miraflores cuando me dieron las cuatro de la tarde, y en un pequeño restaurante frente a Ripley escuché gritar de alegría a la multitud. Alan García era el nuevo Presidente del Perú, y la gente festejaba. Señoras que seguro hicieron esas colas por el arroz y la leche que nuestro nuevo líder ha prometido que no existirán; señores que quizás algún día fueron apristas y luego fujimoristas y luego toledistas, que no hacen más que resumir la incertidumbre del pueblo y la posibilidad inexistente de poder solidarizarnos con alguien de la política para siempre, porque nadie sabe si mañana aparecerá envuelto en la corrupción. Yo cerré mi puño en señal de triunfo. Como festejando un gol de Alemania contra Ecuador en el Mundial. Sabiendo que el gol de las elecciones no era el gol del enemigo, pero tampoco el mío.

No logro entender el fenómeno de Alan García con la gente. Es cierto, muchos no lo pasan, sólo lo consideran el salvador ante la casi arremetida de Humala, pero hay quienes lo aclaman. Quienes en realidad sí festejaron su gol como el gol del Perú. Eso obedece tal vez al deseo del pueblo de identificarse con alguien. A falta de ídolos deportivos desde hace rato, bienvenidos los ídolos de la política. Imagino que Alan en el 85 para estos que festejan era como el Maradona a puertas de gritar su triunfo en México 86 para los argentinos. Joven, de verbo florido, ni cholo ni gringo, grande. Quién mejor que él para gobernarnos. Pero ese ídolo sí fue de barro y decepcionó a todos. No consiguió el título ni mucho menos. No hizo sufrir de pena al pueblo por una suspensión por doping, pero “sólo” los depositó en el cruel castigo de la pobreza. Y en un camino maldito con pinta de círculo vicioso, que continúa hoy, 16 años después de que el ídolo abandonara el país casi como un criminal.

Ese Alan hoy no existe más, pero el constante ir y venir del Perú lo ha hecho renacer entre sus tinieblas. Espero que esas canas que hoy adornan su ex cabellera de galán mexicano y esos kilos demás que han ensanchado su papada y su abdomen no sean sinónimos de aspirar una tajada más grande aún, sino que muestren su madurez y su capacidad para que al menos esta vez, no nos friegue tanto. No quiero ni imaginarme en cinco años cuando la “sierra exportadora” sea una quimera y pase al olvido. Cuando la centralización cada vez sea más reducida. Cuando la educación en el Perú siga paupérrima. Y cuando Chile acentúe su diferencia contra nosotros y nos siga sacando ventajas, y la meta de Alan de superarlos cause una de esas risas que sirven para aguantar un poco el llanto. Y tenga que decidir mi voto por un Ollanta más cuajado y con más experiencia. La regla en mi Perú indica que aparecerá en cinco años, si es que no en menos, un candidato peor. Y que volveremos a festejar el gol del mal menor.

Gabriel, junio 2006.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Un sentimiento, no un verbo (Y)

Líneas asorochadas. Nostalgia provinciana.
El Perú es maravillosamente lindo sobre todo cuando salimos de Lima, o de la rutina, o del tedio gris, que es lo mismo. El Perú es enigmáticamente lindo porque al llegar al corazón de una provincia aún nos golpean las huellas de Lima y su falsa (u obsoleta) aristocracia y su tarjeta de crédito. El Perú es injustamente lindo porque el paisaje que nos sacude más el cerebro está escondido en un pueblito recóndito habitado por la cruel regla del pobre, o la lejanía en peligro, o la soledad ignorante.
Ayacucho ya no es terror. Ayacucho es positivo. Lo compruebo con mis contactos laborales de estos lares, que empiezan llamándome "ingeniero" y terminan gastándome bromas sanas pero irreproducibles luego de que les cuento un poquito sobre mi vida. En Ayacucho los miedos se quedan en la puerta. Dentro de las casas asoman crucifijos y santitos estáticos junto a unas fotografías antiguas que nos relatan que por acá ocurrió algo crucial para esta patria, algo injusto y (tristemente) comprensible.
Pero la gente de a pie es amable. Y cuando escuchan PPK se cagan de risa. Pero si hablan de Keiko hablan del Chino, de sus obras, de su supremacía ante los (más, un poco más) malos de la película. Y Toledo no hizo nada, y si volvió Alan… pues voto por Keiko. Humala está loco (vaya, una buena). La gente de a pie sigue siendo amable. José, el del hotel, me saluda con afecto y mirándome a los ojos; Sandra, la de la bodega, se sonroja con optimismo; y Soledad, en la inmensidad del campo y de su titánica faena de cuidar vacas de una a seis de la tarde, es Madeinusa (y no Magaly), y no acepta posar para la cámara porque no le gusta la ropa que lleva puesta (que a mí me parece hermosa).
Viajar es un sentimiento, no es un verbo. En mí: es tensión, nerviosismo, flojera… y al final, disfrute máximo. Viajar también, y sobre todo, es volver.
Y volver es añorar.
Inés aparece en cada rostro feliz. En cada distracción del piloto. Inés está en mis vacilaciones cuando la imagino conmigo en la sierra; y en mi preocupación porque con este frío, no se me vaya a enfermar. Inés está en la canción "Ay Carmela", que una noche le hizo Sabina a su hija. Y mientras la escucho con atención por primera vez en mi cuarto de hotel, debo salir porque se me anuda la garganta, y necesito plasmar en bonito estas cojudeces que vengo arañando en mi libreta de apuntes.
Entonces le doy un click a la pantalla y recuerdo a la otra mitad de mi amor, a la actual protagonista de mis satisfacciones humanas, y noto que el Perú es chévere fuera de Lima, pero más chévere si la tuviese a mi lado, y que estoy en Ayacucho muriendo de frío, bajo la resaca tétrica de un camino poblado de lodo patinante en una inhóspita carretera lluviosa y un mágico arcoíris a las 5 y 29, y la evoco diciéndome que ya quiere que llegue el invierno, y no acepto sus argumentos, y como se da cuenta, me dice que también anhela el invierno para tomarse un café conmigo. O mejor un tecito, mi amor.
Siento que viajar es satisfactorio porque siempre hay que volver a casa ("a alguna casa"). Y es lindo redescubrir que el Perú es mucho más que la Lima de los problemas y de los embaucadores de vehículos. Y en un cielo diferente, te palpita el alma pensando en Inés, y maquinas con emoción en cuál de las frías esquinas le encontrarás el regalo perfecto. Y recuerdas que estás en Ayacucho en un insólitamente helado mes de marzo. Y que rodeada de sol, tu "princesa vampira" respira. Y te mira. Y te acepta pese a lo que eres y lo que no serás jamás. Y la extrañas, porque Barranco se parece tanto a Órganos… y le pedirás a los Dioses o a las pastillas que te permitan dormir pese al frío, y aunque añores con el alma las últimas olas del verano, soñarás con ese café desabrigado. O tienes razón, un tecito está bien.

martes, 8 de marzo de 2011

Los monstruos y la mujer noche (F)

Creo en los fantasmas, terribles, de algún extraño lugar (y en mis tonterías para hacer tu risa estallar).
Tiago fue el primero en hablarme de la mujer noche. Ocurrió una tarde de primavera, mientras paseábamos en bicicleta por el malecón de la brisa, y yo le repetía las mismas frases que atormentaban mi cerebro desde hacía unos meses, y él respondía siempre amable, siempre positivo, aún a sabiendas de que yo reconocía de memoria su naturaleza, y lo que escondía entre las sombras de sus ojos tristes. Lo hizo casi pidiendo permiso, como si estuviese rompiendo el tácito pacto que colocaba a nuestra amistad en el espacio en el que él actuaba como receptor y yo como el ególatra paciente de un psicólogo barato que a la larga me ofrecería las frases que requería escuchar, con tal de no sufrir, con tal de no reír, con tal de no despegar del letargo en el que me había encallado.

He conocido a una chica, me dijo sin variar la suavidad de su voz.

Yo conozco a Tiago desde que tengo uso de razón. Lo he visto crecer y moldear esa personalidad tan inquietante, esa mezcla de tormento y encanto. Y sé que cada vez que me menciona una chica es porque se trata de “la chica”. Por eso decidí prestarle atención y olvidarme de mis rollos repetidos. Tiago me hablaba de una presencia ineludible. De un volcán en medio del fuerte ruido silencioso de una discoteca al que bautizó como mujer noche. De unos ojos de caramelo. De una sonrisa fácil. De algún amigo que le jugó algunas bromas. De una mirada fija de dos segundos. De sus párpados escondiéndose. Y se me hacía facilísimo imaginarlo. Y hasta sentir ternura por sus vacilaciones, por la maldita coreografía de avispas en su estómago. Por su callar. Por su extrañar. Por su escribir luego para borrar después.

Yo representaba en mi cerebro su figura en la discoteca, con un vaso de cerveza en una mano y tolerando el humo de los cómodos parroquianos pese a cargar en el pecho con el cartel de no fumador. Por eso perdí un poco el hilo de su discurso mientras me posicionaba junto a él en la imaginación, con la certeza de que nada hubiese cambiado yo, que en nada hubiese contribuido. Y tal vez por el atardecer, no me percaté del todo de que nos habíamos cruzado con un grupo de gente en el malecón mientras pedaleábamos, y la única chica del grupo se le quedó mirando, y entonces volvió en nuestro silencio su relato. Y las avispas y el humo y el dolor. Era ella, me dijo cuadras después, era la mujer noche. Uno de ellos debe de ser el novio, sentenció, y las emociones de hacía instantes se dilataron en esos tremendos ojos de tristeza.

Tiago y yo somos esos ojos tristes. Por eso lo quiero tanto. Y por eso me esmero en tenerlo cerca pese a que nuestra unión está muy ligada al fracaso. Antes de aquella bicicleteada por el malecón y de la aparición de la mujer noche en nuestras conversaciones el único tema era mi insomnio. Había pasado meses sin poder dormir por las noches, sin conocer la clara luz del día, adentrándome en pensamientos dolorosos que no me permitían producir ningún párrafo hacia el futuro, y Tiago había sido mi aliado. Mi compañía fiel. He llegado a pensar que por purita consideración él tampoco dormía, y que aquello de compartir el insomnio era una excusa para no abandonarme.

Mi insomnio tenía nombre de mujer. Y Tiago conllevaba la angustia. Éramos cómplices los tres de una parte importante de nuestra relación de a dos que nos había llevado a pasar las páginas calcadas de un calendario con disfraz de eternidad, y que se había roto intempestivamente en el séptimo mes. Insomnio, entonces, era mujer, y por ella había conocido a Octavio. El segundo personaje en hablarme de la mujer noche.

Octavio sopesa la melancolía de Tiago. Su compañía es, también, indispensable. Pero desde el otro lado del cristal. A él me lo presentó insomnio cuando aún podía dormir, cuando aún el día me era familiar y no se había convertido en un deseo cada vez más lejano. Y fuera de tenerle celos, lo utilicé para usurpar sus pensamientos y para impregnar en insomnio el virus mentiroso de mis anhelos.

Cuando las noches se hicieron más largas Octavio dejó de recorrer nuestro sendero. Y vaya coincidencia, había vuelto a aparecer con un discurso opuesto al de Tiago pero con la misma protagonista. Para Octavio la mujer noche era una presencia alcanzable, vulnerable además, y el supuesto novio un escollo baldío. Me hablaba también de una discoteca aunque distinta a la de Tiago. Me hablaba de un malestar narciso que lo había depositado en un extraño estatus antisocial, y de la mujer noche rondándole en más de tres oportunidades con genuino interés. Siempre se me ha hecho difícil creerle a Octavio pero pocas veces me ha decepcionado. Suele ser un conquistador pero le falta moderar su ímpetu. Su principal virtud no radica, como él cree, en su facha; figura en su ágil sentido del humor. Y según lo que me contaba de la mujer noche, era ella una persona propicia a la carcajada. Podía ser verdad.

Decidí despojar la pena y alejar a Tiago de la conversación para seguir averiguando aspectos de la mujer noche desde la retina de Octavio. Uno se da cuenta cuando una chica está interesada, me dijo, y ella lo está. Necesito saber en qué frecuencia anda, porque no me quiero enrollar en nada serio con nadie. He estado amarrado mucho tiempo y ya sabes, se viene el verano. Para Octavio mucho tiempo era poco tiempo. Y era de los contados personajes que metía el bichito de las terceras personas entre insomnio y yo. Lamenté la suerte de Tiago. Su silencio y su contemplación exagerada. Y hasta sentí misericordia por la mujer noche. Las chicas que se obsesionan con gente como Octavio nunca acaban bien.

Pero debo confesar que algo en el accionar de mi amigo me generaba cierta envidia (sana). En pos de alcanzar la luz, semanas atrás, uno de los primeros manotazos de ahogado apareció anhelando esa coraza para mí. Deseando esa armadura para enfrentar la bulla y atrapar corazones. Lo necesitaba con urgencia por esos tiempos de madrugadas palpables. Había muchos peces en el agua y muchos andaban con la temperatura apta para sumarse a la puntería de mi anzuelo. Pero la mujer noche se había convertido de pronto en alguien especial en mi cerebro y el mar me había dejado de interesar. Pese a que no la había visto de frente, me era familiar. Más aún cuando una noche cercana al verano la reconocí sentada en el mismo malecón en el que Tiago la había encontrado, conversando con Esteban, el tercer hombre en hablarme de ella.

Esteban es un amigo peculiar. Sé que compartimos muchas cosas, que tenemos muchos rasgos en común, pero extrañamente nuestros encuentros son exiguos, y nunca llegamos a sentirnos cómodos frente a frente. Es como si cada uno supiese algo del otro que no se atreve a mencionar, pero que sabemos trascendente. Somos parecidos, lo acepto. Pero no queremos serlo. Si no fuera por la intriga que me generó su encuentro con la mujer noche no lo hubiese buscado. Así ha sido siempre nuestra amistad. Esporádica y fuerte. Genuina e impertinente.

Me saludó con más cariño del habitual. Sabía perfectamente de mis peripecias con insomnio. Más allá de mis ojeras y mi andar amortiguado, intuí en él una conexión con mi interior. Me dio gusto. ¿Qué ondas con la mujer noche? Le solté la pregunta sin pestañear. Él me respondió como si estuviese a la espera. Y me dijo que sabía de lo que sentía Tiago por ella, y que ella, además, no era tan ajena en su respuesta. Pero que no dudaba en afirmar que Octavio la había conquistado. Y había algo más: Esteban también la quería, y la quería desde antes.

Nunca te lo mencioné pero es verdad, me dijo Esteban. Ha pasado mucho tiempo desde que ella frecuentaba mi espacio pero su presencia, aún en la distancia, jamás resultó intrascendente. Esteban me hablaba de un cariño casi familiar. De días de infancia. De huellas en orillas. De idilios prohibidos. De corazones rotos. De un encuentro furtivo. He seguido sus pasos siempre, me decía. Y creo que nos hemos tenido a nuestro modo un cariño cómplice, aún sabiéndonos inalcanzables.

Pero había algo esta vez que empujaba a Esteban a dejar de lado el simple cariño. Algo que no podía describir pero que lo llevaba a pugnar por conquistarla. Vista desde sus ojos, la mujer noche alcanzaba el clímax en mi inquietante curiosidad. Entré en un dilema moral. Me sentí el emperador de la hipocresía. Tres de mis amigos más íntimos se disputaban, a su manera, el amor de la misma chica. El amor enigmático de la mujer noche. Y en lugar de tomar partido por alguno veía cada una de sus historias como el estímulo fundamental de mi propio despegue. Cuando insomnio no era insomnio este tipo de vacilaciones quedaban rápidamente en el olvido, o dibujadas en forma de letras en pantallas unipersonales. Ahora no había excusas. Esa fue la egoísta conclusión a la que llegué.

Tiago jamás daría el paso crucial. Octavio andaba preocupado en demasiados detalles. Y Esteban había perdido su oportunidad. Al despedirme de él, me habló de otra discoteca. Una distinta a las frecuentadas por mi par de amigos. Pero esta vez, no mencionó el pasado.
De pronto estaba yo sumido en el humo de los parroquianos. Tolerando el ruido silencioso de un antro olvidado. Con las huellas de insomnio escondidas para siempre en el bolsillo. La descubrí entre las sombras y noté que los ojos tristes a veces cargan mercurio. Y cuando los párpados se vuelven fulminantes, superan la barrera de los dos segundos. Sabiéndome poco agraciado, solté un chiste al aire y asomó el cálido brío de una carcajada. Era tal como me la había descrito Tiago, pero diferente. Avispas danzaban en un pasadizo de dulzura. Un volcán ahora en reposo. Y me acordé de Octavio a la sonrisa número tres. Entonces noté que como Esteban, yo la podía haber amado en tiempos lejanos, pero eso ya no era relevante. ¿Nos conocemos? Me preguntó casi afirmándolo. Y yo la tomé de la mano para no soltarla. Y aprendí a cerrar los ojos para despertar y despertar al lado de la mujer noche, conociendo la real magnitud de sus encantos a plena luz del día.

lunes, 14 de febrero de 2011

Todos somos Ronaldo (Y)

Ronaldo acaba de decirle adiós al fútbol. Lo ha hecho entre lágrimas, aburrido de tanta lesión y de la pobre imagen que ofreció en sus últimos partidos. Nos ha partido el alma a los que crecimos con él. Se ha ido nuestro primer Maradona (el segundo es Messi). Todos tenemos anécdotas con Ronaldo. Todos nos cortábamos a ras el pelo para imitarlo. Todos lo usábamos en el Winning pese a que su estado era siempre de color plomo, pues pasó varias temporadas sin jugar por sus malditas lesiones. Todos nos sorprendimos de su mágica reaparición en el 2002. Y todos después nos dijimos que habíamos sido unos estúpidos por sorprendernos, ¿acaso no lo conocíamos? Todos gritamos su gol número 15 en los Mundiales. Todos festejamos que Klose se haya quedado en el camino por igualarlo. Todos soñábamos con la Kappa del Barcelona. Todos nos compramos en Polvos Azules la réplica de su número 11 en el Madrid. Todos llegamos a la conclusión de que el 99 era un buen dorsal si era rossonero y llevaba su apellido. Todos nos ilusionamos con el quimérico título en Copa Libertadores del Corinthians. Todos teníamos 13 años cuando lo conocimos una tarde de verano y decidimos adoptarlo. Todos tenemos ahora 28 y vemos en su despedida una connotación de los ciclos de la vida que nos deja sin excusas. Todos hemos buscado en nuestros baúles una digna manera de homenajearlo. Y todos hemos encontrado este artículo que hicimos todos una madrugada del 2002, cuando tener 20 años significaba seguir disfrutándolo, y tener la dicha de ver un último Mundial sin responsabilidades que atender. Todos decidimos reproducirlo (y eternizarlo) en este blog que sabe alguito de fútbol y mucho de agradecimiento. Y todos nos volveremos a emocionar leyéndolo pese a las fallas en la redacción, y volveremos a encontrar en la vida un nuevo motivo para decir que sí, todos somos Ronaldo. Ayer, hoy y siempre.
Al “Fenómeno”, gracias por tanto papá! Los mitos del fútbol nunca se extinguen.
Apareció Ronaldo


Con el correr de los años mi visión del fútbol se ha ido perfeccionando hasta haber encontrado mi propio estilo. Mi propio estilo de equipo perfecto, mi propio estilo de buen jugador, mi propio estilo de emoción. Soy admirador del buen juego, del juego ofensivo. Me gustan los equipos que son contundentes en ataque y no tan recatados en defensa. Me encantó el Ajax del 94-95 con una generación de jugadores espléndida, que de la mano de Van Gaal llegaron a ser campeones de Europa y del mundo una temporada, y la siguiente quedaron segundos. Admiré mucho el orden táctico que propuso Fergusson en el Manchester las temporadas 99 y 2000, que con un esquema ordenado, casi insuperable atrás, se dio maña para convertir a su equipo en uno de los más ofensivos del mundo. Campeón de Europa y del mundo también, e innumerables campeonatos locales. De todos los jugadores que vi en mi ya considerable trayectoria de ocho años entendiendo fútbol, el que más me ha emocionado ha sido sin duda Ronaldo.

Como todos, lo vi en su mejor momento la temporada 96-97 en el Barcelona, donde sencillamente era imparable. Estaba asombrado de ver a un jugador con una potencia física avasallante y aparte, una técnica mágica, digna de crack brasilero, y un olfato de gol propio de los dioses. Ronaldo fue la década pasada el mejor jugador sin duda. Lejos. Una lesión nos lo robó. Sus incontables esfuerzos por regresar caían en la pena de verlo salir del campo en camilla, con lágrimas de dolor que seguramente compartíamos.

Hoy, en Japón-Corea, los amantes del buen fútbol hemos vuelto a sonreír. Ante tanta mezquindad de técnicos defensivos y jugadores simples y amarretes, ha aparecido entre las sombras, Ronaldo. Su carisma, su pelada y sobre todo, su juego, han hecho que este Mundial obtenga valor, porque su sola presencia con la 9 “verdeamarelha” nos llena de satisfacción.

Con Alemania ya instalada en la final, Brasil veía en Turquía a su último escollo hacia el camino anhelado. Luego de un partido muy cerrado en donde los turcos se mostraban seguros atrás e inquietantes en ofensiva, a los 4’ del segundo tiempo aparecería la magia. Un desborde de Gilberto Silva acabó con el balón en los pies de Ronaldo unos metros antes del área. Sin despegar el balón de sus botines y con un par de amagues indescifrables, dejó en el camino a tres defensores turcos y se introdujo en el área. Justo antes de la barrida final del último hombre turco, el “Fenómeno” punteó el balón y este se coló en el ángulo izquierdo de Rustu. Partido resuelto. 1 a 0 para Brasil.

Pese a que fue un buen rival, Turquía no pudo contra el peso de la historia. Parecía que el destino quería que Brasil esté en la final, por tercera vez consecutiva además. El equipo de Scolari es candidato serio a ser el campeón. Ya encontró lo que se buscaba y no aparecía en el Mundial: un equipo ordenado tácticamente. Que sumado al peso de sus individualidades, que aparecieron desde el comienzo del torneo, es muy difícil que sea superado. Hoy rindieron todos. Marcos seguro cada vez que fue intervenido. La defensa muy ordenada, segura. Cafú y Roberto Carlos en una doble función de volantes ofensivos y de marcadores defensivos extraordinarios. Klébersson le ha dado al medio campo más marca, pero a la vez más variantes. Gilberto Silva ya es una realidad. Rivaldo, pese a exagerar con la jugada individual, se encuentra en gran nivel. Y Ronaldo ahí. En lo suyo. Pasó desapercibido en el primer tiempo, pero cada vez que la tocó hizo daño. Hizo el gol y no apareció más. Pero definió el partido. Definió la semifinal.

Se nos viene una final esperada. Los equipos más ganadores en la historia de los mundiales se enfrentan por primera vez. Ambos a la espera de su séptima final. Un partido para cualquiera, pero si los sudamericanos amanecen inspirados, lo ganan seguro.

Por ahora deleitarnos con el regreso del hijo mimado. De aquel muchachito con sonrisa bonachona y dientes grandes que una vez fue considerado como el heredero al trono de las grandes figuras. En lo que a mi respecta, ya se quedó en mi memoria como el mejor de todos. El resumen a mi propio estilo de grandeza. La perfección ante la exigencia de mis ojos sedientos de goles y jugadores hermosos, diferentes. Con arte y magia. Un genio. Simplemente Ronaldo.
Gabriel, 26 de junio del 2002