A mi tío Augusto Bartolomé Rómulo, para que nunca deje la sana costumbre de leerme.
Parte de crecer es dejar ir. Desde una perspectiva práctica, la vida es una acumulación de despedidas. Cerramos una etapa para empezar otra, y en el proceso, es inevitable el adiós. Es que nuestra existencia no se basa sólo en los ciclos establecidos. Vivir no es simplemente nacer, estudiar, trabajar y morir. Hay mucho más. La primera frustración, el primer triunfo. El descubrimiento de las aficiones. La primera resignación. El primer enamoramiento (generalmente no correspondido), el primer corazón que nos toca destrozar. Todo ello significa un camino de puertas abiertas y también cerradas. Una etapa fundamental en la vida es, después de soltar el cordón umbilical, elegir a tu primera persona favorita. Generalmente ocurre cuando empezamos a hablar, a socializar, y nos enfrentamos por primera vez al mundo. En ese ínterin inconcientemente nos damos cuenta de que solos no la vamos a hacer. Que necesitamos compañía. Mi primera persona favorita fue mi primo Gonzalo. Lo elegí (me gusta contar que nos elegimos) a muy temprana edad, e iniciamos un ciclo juntos que parecía indestructible.
Mi primo Gonzalo llegó al mundo seis meses antes que yo, y ha estado cerca de mí durante mis 27 años de vida. Hace unos días partió hacia Barcelona (espacio empecinado en llevarse mis afectos y en pintar su cielo de colores cada vez más inalcanzables). Ahí permanecerá un año entero como mínimo. Hará una maestría, observará paisajes hermosos que moldearán sus sentidos de cineasta, se encontrará con él mismo. Estoy feliz por él. Creo que lo necesita, que se lo merece. Y tiene todas las de ganar. Pero recién mientras se acercaba el día de su partida caí en lo mucho que se le extrañará. Y me di con la sentencia de que si bien ahora físicamente nos separa un océano interminable, desde hace mucho nuestra unión se tornó lejana incluso viviendo a tres minutos de distancia. Que en algún momento imperceptible mi primo y yo nos dijimos adiós. Y resignamos nuestra unión a esporádicos (pero siempre mágicos) momentos.
Tal vez fue la universidad, o su alejamiento de San Bartolo. O quizás nuestra personalidad afectiva, que encontró en el amor de una mujer a lo primordial de nuestra vida. No lo sé. Ello no quitará jamás el vínculo que aún nos une, esa complicidad añeja que significa la infancia. Gonzalo y yo hasta acudimos al mismo colegio. Fuimos compañeros de promoción. Desde nuestro nacimiento hasta el inicio de la adultez atravesamos por los mismos problemas y las mismas alegrías. Nos hicimos hombres a la par. Con él me metí mi primera borrachera. Estuvimos juntos la primera vez que llegó un cigarrillo de marihuana a nuestras manos. Y en dupla, cuando éramos pequeños, ingresamos al mundo de la “delincuencia”. Tendríamos seis y cinco años, y nos fuimos al mercado de San Bartolo como cada tarde. Cada uno tomó a escondidas un adefesiero muñeco que no valdría ni un sol. La travesura estaba lista. Pero fue tanto el sentimiento de culpa que terminamos aventando los muñecos al techo. No queríamos ser descubiertos ni podíamos cargar con un robo semejante en nuestras pequeñas conciencias. Claro, devolverlos ni hablar.
Para Gonzalo la vida no ha sido fácil. Desde pequeño le tocó luchar, por ello es un guerrero por naturaleza. Yo fui su aliado en las primeras batallas mientras él se convertía en mi escudo en mi guerra interna por enfrentar el mundo. Cuando llegaba la calma sólo quedábamos los dos, y había espacio para inventar nuestro propio universo. Allí donde para emular una piscina llenábamos de agua su garaje, y nos deslizábamos como si estuviésemos en el Regatas. Gonzalo entendía que yo no sabía nadar, y antes de verme arrinconado mientras los demás chapoteaban, nadaba conmigo en un espacio donde jamás me ahogaría. La solidaridad es algo innato en él. Esa bendita capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por eso cada vez que me quedaba a dormir a su casa me daba su cama. Por eso cuando yo rompía un vidrio y se avecinaba una reprimenda, él se echaba la culpa.
Mi niñez tiene mucho en común con mi primo. También con su familia, que prácticamente me adoptó como uno más. Crecí con los valores de ese hogar, con las reglas, con el mágico olor de su closet en el segundo piso y de su despensa. Recuerdo que cuando éramos mocosos veíamos las fotos de mis tíos en un viaje por Disney, y jurábamos que algún día iríamos. Había un individual en el que tomábamos lonche con una especie de mapa del parque de diversiones, y ya sabíamos exactamente por dónde teníamos que ir. A qué juegos subirnos y qué muñecos saludar. Con el tiempo aquel viaje se hizo realidad, allá por el verano del 94, cuando me invitaron a Miami. Y fue una experiencia extraordinaria.
De Miami nos trajimos básicamente las mismas cosas. Ambos poseíamos un reloj que se diferenciaba únicamente en el color. Íbamos a pasar a secundaria, y en nuestro colegio por ese entonces no se les permitía usar reloj a los de primaria, y queríamos ser grandes pues. Pero patinamos en otro objeto. Cada uno se compró un par de zapatillas con luces que se encendían al caminar. Las usábamos para acontecimientos especiales. La ocasión lo ameritó el día que la gente de mi promoción organizó una fiesta, y fuimos con nuestra mejor ropa. Al llegar fue tanta la burla de nuestros compañeros por las benditas luces que no pudimos disfrutar del tonazo. Quedamos como “chibolos”, y nos dolió en el alma. Cuando regresamos a su casa, lo primero que hicimos fue tomar un cuchillo y con esas mañas que sacaba Gonzalo de la galera, acabamos con las luces (y con nuestra niñez) para siempre.
Parte de crecer es dejar ir. Despedirse. Con los años Gonzalo y yo trasladamos nuestros encuentros sobre todo al fútbol. Las quedadas a dormir en su casa o los paseos a la fábrica de su familia pasaron a la historia. También nuestras confesiones sobre las chicas que nos traían locos y nuestras ganas de conquistar Disney. Cada martes nos veíamos únicamente para jugar a la pelota, y allí, cortísimos minutos antes del pitazo inicial, nos dábamos abasto para conversar, para ponernos un poquito al día. Muchas veces quedábamos para tomarnos unas cervezas el fin de semana, pero casi nunca cumplimos. Así es la vida. Incluso, como hasta en el fútbol fuimos un complemento perfecto (él la garra, el sacrificio y la mentalidad ganadora; yo los goles) siempre anduvimos por equipos distintos. Hoy pienso que nuestro distanciamiento se debe a que juntos éramos hermosos e invencibles, y la vida es un invento tremendamente aguafiestas.
Ayer ha sido el primer martes sin Camote (con esa chapa me dirigía hacia Gonzalo. Creo que jamás lo llamé por su nombre, siempre había un apelativo cariñoso. Golga de niños, Gonza alguna vez). Y he sentido su ausencia. Él conocía de memoria mis movimientos y habitualmente me anulaba. Ayer me despaché con diez goles para demostrar que como él no habrá ninguno. A veces la vida se parece tanto al fútbol. Ya habrá tiempo para reencontrarnos. Él sabe que es una persona fundamental para mí, que lo quiero cerca de mis hijos, pues posee valores que alguna vez me contagió y que contribuyeron a forjar mi corazón y mi personalidad. Quiero creer que el proceso ha sido recíproco, y cuando estrene la película de sus sueños, en algún rincón escondido aparecerá un pedazo de nuestra niñez, cuando le hacíamos la guerra a un mundo complicado, pero si estábamos juntos todo era más fácil. Ya le abriremos la puerta a otra etapa, siempre con el recuerdo de años maravillosos, y habrá espacio para que cuando el mundo nos descubra conversando, se deleite esta vez con un par de viejos hermosos e invencibles.
Mi primo Gonzalo llegó al mundo seis meses antes que yo, y ha estado cerca de mí durante mis 27 años de vida. Hace unos días partió hacia Barcelona (espacio empecinado en llevarse mis afectos y en pintar su cielo de colores cada vez más inalcanzables). Ahí permanecerá un año entero como mínimo. Hará una maestría, observará paisajes hermosos que moldearán sus sentidos de cineasta, se encontrará con él mismo. Estoy feliz por él. Creo que lo necesita, que se lo merece. Y tiene todas las de ganar. Pero recién mientras se acercaba el día de su partida caí en lo mucho que se le extrañará. Y me di con la sentencia de que si bien ahora físicamente nos separa un océano interminable, desde hace mucho nuestra unión se tornó lejana incluso viviendo a tres minutos de distancia. Que en algún momento imperceptible mi primo y yo nos dijimos adiós. Y resignamos nuestra unión a esporádicos (pero siempre mágicos) momentos.
Tal vez fue la universidad, o su alejamiento de San Bartolo. O quizás nuestra personalidad afectiva, que encontró en el amor de una mujer a lo primordial de nuestra vida. No lo sé. Ello no quitará jamás el vínculo que aún nos une, esa complicidad añeja que significa la infancia. Gonzalo y yo hasta acudimos al mismo colegio. Fuimos compañeros de promoción. Desde nuestro nacimiento hasta el inicio de la adultez atravesamos por los mismos problemas y las mismas alegrías. Nos hicimos hombres a la par. Con él me metí mi primera borrachera. Estuvimos juntos la primera vez que llegó un cigarrillo de marihuana a nuestras manos. Y en dupla, cuando éramos pequeños, ingresamos al mundo de la “delincuencia”. Tendríamos seis y cinco años, y nos fuimos al mercado de San Bartolo como cada tarde. Cada uno tomó a escondidas un adefesiero muñeco que no valdría ni un sol. La travesura estaba lista. Pero fue tanto el sentimiento de culpa que terminamos aventando los muñecos al techo. No queríamos ser descubiertos ni podíamos cargar con un robo semejante en nuestras pequeñas conciencias. Claro, devolverlos ni hablar.
Para Gonzalo la vida no ha sido fácil. Desde pequeño le tocó luchar, por ello es un guerrero por naturaleza. Yo fui su aliado en las primeras batallas mientras él se convertía en mi escudo en mi guerra interna por enfrentar el mundo. Cuando llegaba la calma sólo quedábamos los dos, y había espacio para inventar nuestro propio universo. Allí donde para emular una piscina llenábamos de agua su garaje, y nos deslizábamos como si estuviésemos en el Regatas. Gonzalo entendía que yo no sabía nadar, y antes de verme arrinconado mientras los demás chapoteaban, nadaba conmigo en un espacio donde jamás me ahogaría. La solidaridad es algo innato en él. Esa bendita capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por eso cada vez que me quedaba a dormir a su casa me daba su cama. Por eso cuando yo rompía un vidrio y se avecinaba una reprimenda, él se echaba la culpa.
Mi niñez tiene mucho en común con mi primo. También con su familia, que prácticamente me adoptó como uno más. Crecí con los valores de ese hogar, con las reglas, con el mágico olor de su closet en el segundo piso y de su despensa. Recuerdo que cuando éramos mocosos veíamos las fotos de mis tíos en un viaje por Disney, y jurábamos que algún día iríamos. Había un individual en el que tomábamos lonche con una especie de mapa del parque de diversiones, y ya sabíamos exactamente por dónde teníamos que ir. A qué juegos subirnos y qué muñecos saludar. Con el tiempo aquel viaje se hizo realidad, allá por el verano del 94, cuando me invitaron a Miami. Y fue una experiencia extraordinaria.
De Miami nos trajimos básicamente las mismas cosas. Ambos poseíamos un reloj que se diferenciaba únicamente en el color. Íbamos a pasar a secundaria, y en nuestro colegio por ese entonces no se les permitía usar reloj a los de primaria, y queríamos ser grandes pues. Pero patinamos en otro objeto. Cada uno se compró un par de zapatillas con luces que se encendían al caminar. Las usábamos para acontecimientos especiales. La ocasión lo ameritó el día que la gente de mi promoción organizó una fiesta, y fuimos con nuestra mejor ropa. Al llegar fue tanta la burla de nuestros compañeros por las benditas luces que no pudimos disfrutar del tonazo. Quedamos como “chibolos”, y nos dolió en el alma. Cuando regresamos a su casa, lo primero que hicimos fue tomar un cuchillo y con esas mañas que sacaba Gonzalo de la galera, acabamos con las luces (y con nuestra niñez) para siempre.
Parte de crecer es dejar ir. Despedirse. Con los años Gonzalo y yo trasladamos nuestros encuentros sobre todo al fútbol. Las quedadas a dormir en su casa o los paseos a la fábrica de su familia pasaron a la historia. También nuestras confesiones sobre las chicas que nos traían locos y nuestras ganas de conquistar Disney. Cada martes nos veíamos únicamente para jugar a la pelota, y allí, cortísimos minutos antes del pitazo inicial, nos dábamos abasto para conversar, para ponernos un poquito al día. Muchas veces quedábamos para tomarnos unas cervezas el fin de semana, pero casi nunca cumplimos. Así es la vida. Incluso, como hasta en el fútbol fuimos un complemento perfecto (él la garra, el sacrificio y la mentalidad ganadora; yo los goles) siempre anduvimos por equipos distintos. Hoy pienso que nuestro distanciamiento se debe a que juntos éramos hermosos e invencibles, y la vida es un invento tremendamente aguafiestas.
Ayer ha sido el primer martes sin Camote (con esa chapa me dirigía hacia Gonzalo. Creo que jamás lo llamé por su nombre, siempre había un apelativo cariñoso. Golga de niños, Gonza alguna vez). Y he sentido su ausencia. Él conocía de memoria mis movimientos y habitualmente me anulaba. Ayer me despaché con diez goles para demostrar que como él no habrá ninguno. A veces la vida se parece tanto al fútbol. Ya habrá tiempo para reencontrarnos. Él sabe que es una persona fundamental para mí, que lo quiero cerca de mis hijos, pues posee valores que alguna vez me contagió y que contribuyeron a forjar mi corazón y mi personalidad. Quiero creer que el proceso ha sido recíproco, y cuando estrene la película de sus sueños, en algún rincón escondido aparecerá un pedazo de nuestra niñez, cuando le hacíamos la guerra a un mundo complicado, pero si estábamos juntos todo era más fácil. Ya le abriremos la puerta a otra etapa, siempre con el recuerdo de años maravillosos, y habrá espacio para que cuando el mundo nos descubra conversando, se deleite esta vez con un par de viejos hermosos e invencibles.