"No abuses de mi inspiración, no acuses a mi corazón..."
Ahora sí, hasta que llegues, estas son las últimas líneas que te escribo.
La historia del por qué de tu nombre.
Si la criatura que se resiste a salir, y navega plácida e indiferente en el vientre de Flora fuese varón, ya tendría nombre desde hace mucho tiempo. Se llamaría Diego con el prematuro consentimiento de ambos, y el conserje de mi edificio tendría en algunos días a un nuevo mini tocayo. No nos haríamos bolas. Se llamaría Diego porque es el nombre que quise para mí desde niño, y acentuó su fortaleza cuando me enteré que existía sobre la tierra un tal Maradona. Se llamaría Diego porque a diferencia del resto de nombres de futbolistas que propuse, Flora lo aprobó con simpatía, y con un poco de ingenuidad se comió el “no” cuando me dijo: “¿no será por Maradona, no?”.
Pero si reviso las peripecias y contradicciones de la decisión de bautizar a nuestra futura niña es fácil sospechar que Diego hubiese sido uno más de la lista de descartados, y tendríamos en estos momentos a un nombre impensado, tal vez a uno de los que negué tajantemente cuando dije que ningún hijo mío se llamaría de manera rara u original. Llegar al consenso en el nombre que figurará en los documentos de nuestra hija ha sido una batalla difícil. Un proceso áspero en el que no han faltado la desilusión y la pena; el efímero triunfo y la piconería.
El arte de escoger nombres ha aparecido en realidad desde hace mucho en mí, en las cada vez más esporádicas e infructuosas aproximaciones al mundo de la ficción. En esa índole no se me hacía difícil bautizar a los personajes masculinos. En ellos, generalmente extraídos de los retazos más oscuros de mi alter ego, a veces hasta un nombre feo calzaba bien. Además aparecían los básicos complementos, los compinches o rivales del protagonista. Y vamos, a quién le molesta el nombre de los amigos; a quién coño le interesa cómo se llama el desgraciado con el que tu chica te pone los cuernos.
Escoger en cambio el nombre de la protagonista era (es) más complicado. Tendría que sonar bien, tendría que llevarme al suspiro, a las ganas de seguir dándole vida a ese personaje del que me venía enamorando, y que saciaba en cada párrafo el travieso impulso de tentar otros labios en la vida real. Por eso propuse Lucía como la alternativa más profunda y duradera. Hasta hace muy poquito mi hija se llamaría así, y de no ser porque Flora se desencantó en algún momento clave, nos estaríamos ahorrando tanto rollo. Lucía es un nombre hermoso que me evoca a mujeres encantadoras por más que no haya conversado más de dos minutos con alguna de sus cuantiosas representantes. Lucía me suena a mujer más que cualquier otro nombre, y no sé qué pedazo de mi subconsciente es el responsable de ello.
Al personaje femenino del primer cuento que me recuerdo le puse Lucía. Fue mi debut en el arte de bautizar a la gente. Lo escribí a mediados del 2002, y pese a que imprimí un par de copias, desapareció de mis archivos y de mi vida. Desde cualquier punto de vista literario e incluso desde el modesto control de calidad de este blog, el cuento era impresentable, pero le guardo un cariño súper especial porque con él descubrí que era feliz escribiendo, que podía sortear mis angustias y mis temores en la azotea de mi ex casa, mientras el mundo amenazaba con llevarme de encuentro. Lucía se llamaba aquella muchacha de mi cuento, y era la novia del mejor amigo e ídolo del narrador (y protagonista), que en silencio la amaba. La trama era sencilla y previsible, propia de un muchacho de veinte años atormentado, con un final triste y solitario.
A esa Lucía me la llevaré siempre conmigo por más que su historia se haya extraviado en los herméticos vientos de la cibernética, mucho antes del blog y del USB que cargo cual llavero hoy en día. Y creí que una tierna manera de compensar su existencia sería eternizando su nombre en mi hija. Pero no se pudo. Hubo algo en su fonética o en su popularidad que no terminó de cuajar en Flora, llegando a convencerme incluso, y lo descartamos una tarde de verano con mucha pena.
Pero Lucía no es el único nombre que ha formado parte de mis escritos. Durante mucho tiempo, amparado en la masoquista y solitaria actividad de anhelar un imposible, creé una musa con la que me jugaba la revancha ante los partidos que la realidad me ganaba por goleada. Fue la protagonista hasta de mis incursiones (aún menos célebres) a la poesía. Se llamaba Fiorella, un nombre que Flora rechazó de plano, alegando que bastaba con una F en la familia, pero acaso a sabiendas de la existencia, aún en mi cerebro, de esa musa imprescindible que calzaba aspectos de ella, pero no completamente.
Fiorella, la mujer de mis sueños, la chica por la que más he sufrido en la vida, tampoco le dará el nombre a mi hija. Será mejor así. Las poquísimas oportunidades en que se dignó a sonreírme no pesan tanto como sus desprecios, como su indiferencia, y agasajarla de una manera tan sincera me sonaba injusto, acaso una resignación. De plano llegaron los rechazos hacia las otras habituales compañeras de mi incipiente narrativa, y tanto Isabel, Marisol y Micaela, no ingresaron siquiera a la lista de pre-convocadas. Entendí que sería yo el indicado de postular candidatas, pero el dictamen final sería responsabilidad de Flora, así ella se niegue a aceptarlo.
Luego de lanzar casi por compromiso y sin ningún motivo literario que las proteja nombres como Nadia, Isabela (con una L para que se distinga) y Alisa (con una S y no tanto por Allysa Milano como por Alianza Lima), me dediqué a sabotear la elección favorita de Flora: Mariel. Mariel era a mujer lo que Diego a hombre cuando jugábamos a imaginar el futuro, mucho antes de que los fríos números de unos análisis nos digan por Internet, una larga noche de agosto, que nuestras vidas cambiarían para siempre. Mariel, por ser la candidata de Flora, lideró la elección casi toda la campaña. Fue una versión antipática del Alianza de los noventa: se cayó al final. Y fui cien por ciento responsable de su bajón. Me propuse mencionar cada vez más a menudo que empecé a querer ese nombre por una chica que me tenía loco en las épocas más lindas y pueriles de mi San Bartolo; y la terminé por convencer cuando le dije que se vería opacada por una de sus ex alumnitas favoritas, que se llama Mariel, y que sustrae de toda objetividad pedagógica a Flora cada vez que le sonríe.
Entonces llegó la hecatombe. Estábamos a mes y medio de la fecha pactada y nuestra niña no tenía nombre. Habíamos descartado los principales candidatos, habíamos discutido hasta airadamente en el camino, habíamos hecho sorteos fraudulentos con papelitos, y nada. Volví a mis orígenes y me amparé de nuevo en mis escritos. Con una salvedad, no deberían ser parte del pasado, tendrían que representar el futuro. Y decidí por primera vez arrebatarle parte de lo que me ha quitado (y me quitará) el tiempo (o la desidia, que es mucho peor) cuando juego a representar a un escritor, y mis historias sólo toman vida, y hasta de manera estructurada, en mi cabeza.
Recogí la historia que me ha venido rondando desde hace meses, desde que me mudé a Barranco, que por esas cosas de las musas no he podido colocarle ni un párrafo en el ordenador. Entonces casi como adentrándome a la sala de reunión donde se sella un pacto inquebrantable, y capeando el temporal, le solté el nombre de la protagonista a Flora: ¿qué te parece Inés?
Su reacción lejos de conmoverme o entristecerme, me dejó perplejo. Sólo atinó a aprobar el nombre con un gesto dominado por los labios. Inés pasó a ser la sorpresiva candidata que se tumba a los favoritos, en una mezcla del Fujimori de los noventas (rebeldía hacia los poderosos) y el Alan del 2006 (en contra del feo enemigo). Ahora el dubitativo era yo. Si es tan bonito, ¿por qué no se me había ocurrido antes? ¿No es un nombre de vieja? ¿Estoy seguro?
Debo confesarlo, volví a retroceder. Necesitaba una señal divina, tal vez algo místico para re-convencerme. Pensé en todos los acontecimientos que llegaron con la concepción de mi hija. En cómo su alumbramiento escenificaría el triunfo de la vida justito después de un par de años caóticos, sumido en la depresión y el pesimismo, coronados malamente con la repentina e inexplicable partida de mi tía Cecilia. Y sucedió el milagro.
Una noche luego de aterrizar fallidamente en Larcomar para ver una película, mientras nos engullíamos un par de sánguches del Burger King, Flora me comentó que había estado conversando con Melissa, la hija de Constantino, hermano favorito de Cecilia y que como ella, no está más con nosotros; y como ella, personaje vital en la historia de mi vida. Melissa le había preguntado por el nombre de la futura bebé, y Flora le había dicho que estaba pensando en Inés. Ella respondió diciendo que le gustaba mucho, que era ese el nombre que su papá quería para ella. Que ella era incluso Melissa Inés. Dejé de masticar como un ex presidiario recién liberado, y con la boca aún llena, le dije: ya está. Se va a llamar Inés. La protagonista de mi nueva historia se va a llamar Inés.
Así, me dije en silencio, la Ceci va a estar contenta, y junto a Constantino, no tendrán otra alternativa que cuidar y proteger desde su cielo a mi hijita como me cuidaron y me protegieron tanto tiempo a mí. Y así será más simbólico el acontecimiento cuando mire a los ojitos a Inés, y sienta que es verdad, que después de tanto dolor, la vida será más fuerte que la muerte.
Pero si reviso las peripecias y contradicciones de la decisión de bautizar a nuestra futura niña es fácil sospechar que Diego hubiese sido uno más de la lista de descartados, y tendríamos en estos momentos a un nombre impensado, tal vez a uno de los que negué tajantemente cuando dije que ningún hijo mío se llamaría de manera rara u original. Llegar al consenso en el nombre que figurará en los documentos de nuestra hija ha sido una batalla difícil. Un proceso áspero en el que no han faltado la desilusión y la pena; el efímero triunfo y la piconería.
El arte de escoger nombres ha aparecido en realidad desde hace mucho en mí, en las cada vez más esporádicas e infructuosas aproximaciones al mundo de la ficción. En esa índole no se me hacía difícil bautizar a los personajes masculinos. En ellos, generalmente extraídos de los retazos más oscuros de mi alter ego, a veces hasta un nombre feo calzaba bien. Además aparecían los básicos complementos, los compinches o rivales del protagonista. Y vamos, a quién le molesta el nombre de los amigos; a quién coño le interesa cómo se llama el desgraciado con el que tu chica te pone los cuernos.
Escoger en cambio el nombre de la protagonista era (es) más complicado. Tendría que sonar bien, tendría que llevarme al suspiro, a las ganas de seguir dándole vida a ese personaje del que me venía enamorando, y que saciaba en cada párrafo el travieso impulso de tentar otros labios en la vida real. Por eso propuse Lucía como la alternativa más profunda y duradera. Hasta hace muy poquito mi hija se llamaría así, y de no ser porque Flora se desencantó en algún momento clave, nos estaríamos ahorrando tanto rollo. Lucía es un nombre hermoso que me evoca a mujeres encantadoras por más que no haya conversado más de dos minutos con alguna de sus cuantiosas representantes. Lucía me suena a mujer más que cualquier otro nombre, y no sé qué pedazo de mi subconsciente es el responsable de ello.
Al personaje femenino del primer cuento que me recuerdo le puse Lucía. Fue mi debut en el arte de bautizar a la gente. Lo escribí a mediados del 2002, y pese a que imprimí un par de copias, desapareció de mis archivos y de mi vida. Desde cualquier punto de vista literario e incluso desde el modesto control de calidad de este blog, el cuento era impresentable, pero le guardo un cariño súper especial porque con él descubrí que era feliz escribiendo, que podía sortear mis angustias y mis temores en la azotea de mi ex casa, mientras el mundo amenazaba con llevarme de encuentro. Lucía se llamaba aquella muchacha de mi cuento, y era la novia del mejor amigo e ídolo del narrador (y protagonista), que en silencio la amaba. La trama era sencilla y previsible, propia de un muchacho de veinte años atormentado, con un final triste y solitario.
A esa Lucía me la llevaré siempre conmigo por más que su historia se haya extraviado en los herméticos vientos de la cibernética, mucho antes del blog y del USB que cargo cual llavero hoy en día. Y creí que una tierna manera de compensar su existencia sería eternizando su nombre en mi hija. Pero no se pudo. Hubo algo en su fonética o en su popularidad que no terminó de cuajar en Flora, llegando a convencerme incluso, y lo descartamos una tarde de verano con mucha pena.
Pero Lucía no es el único nombre que ha formado parte de mis escritos. Durante mucho tiempo, amparado en la masoquista y solitaria actividad de anhelar un imposible, creé una musa con la que me jugaba la revancha ante los partidos que la realidad me ganaba por goleada. Fue la protagonista hasta de mis incursiones (aún menos célebres) a la poesía. Se llamaba Fiorella, un nombre que Flora rechazó de plano, alegando que bastaba con una F en la familia, pero acaso a sabiendas de la existencia, aún en mi cerebro, de esa musa imprescindible que calzaba aspectos de ella, pero no completamente.
Fiorella, la mujer de mis sueños, la chica por la que más he sufrido en la vida, tampoco le dará el nombre a mi hija. Será mejor así. Las poquísimas oportunidades en que se dignó a sonreírme no pesan tanto como sus desprecios, como su indiferencia, y agasajarla de una manera tan sincera me sonaba injusto, acaso una resignación. De plano llegaron los rechazos hacia las otras habituales compañeras de mi incipiente narrativa, y tanto Isabel, Marisol y Micaela, no ingresaron siquiera a la lista de pre-convocadas. Entendí que sería yo el indicado de postular candidatas, pero el dictamen final sería responsabilidad de Flora, así ella se niegue a aceptarlo.
Luego de lanzar casi por compromiso y sin ningún motivo literario que las proteja nombres como Nadia, Isabela (con una L para que se distinga) y Alisa (con una S y no tanto por Allysa Milano como por Alianza Lima), me dediqué a sabotear la elección favorita de Flora: Mariel. Mariel era a mujer lo que Diego a hombre cuando jugábamos a imaginar el futuro, mucho antes de que los fríos números de unos análisis nos digan por Internet, una larga noche de agosto, que nuestras vidas cambiarían para siempre. Mariel, por ser la candidata de Flora, lideró la elección casi toda la campaña. Fue una versión antipática del Alianza de los noventa: se cayó al final. Y fui cien por ciento responsable de su bajón. Me propuse mencionar cada vez más a menudo que empecé a querer ese nombre por una chica que me tenía loco en las épocas más lindas y pueriles de mi San Bartolo; y la terminé por convencer cuando le dije que se vería opacada por una de sus ex alumnitas favoritas, que se llama Mariel, y que sustrae de toda objetividad pedagógica a Flora cada vez que le sonríe.
Entonces llegó la hecatombe. Estábamos a mes y medio de la fecha pactada y nuestra niña no tenía nombre. Habíamos descartado los principales candidatos, habíamos discutido hasta airadamente en el camino, habíamos hecho sorteos fraudulentos con papelitos, y nada. Volví a mis orígenes y me amparé de nuevo en mis escritos. Con una salvedad, no deberían ser parte del pasado, tendrían que representar el futuro. Y decidí por primera vez arrebatarle parte de lo que me ha quitado (y me quitará) el tiempo (o la desidia, que es mucho peor) cuando juego a representar a un escritor, y mis historias sólo toman vida, y hasta de manera estructurada, en mi cabeza.
Recogí la historia que me ha venido rondando desde hace meses, desde que me mudé a Barranco, que por esas cosas de las musas no he podido colocarle ni un párrafo en el ordenador. Entonces casi como adentrándome a la sala de reunión donde se sella un pacto inquebrantable, y capeando el temporal, le solté el nombre de la protagonista a Flora: ¿qué te parece Inés?
Su reacción lejos de conmoverme o entristecerme, me dejó perplejo. Sólo atinó a aprobar el nombre con un gesto dominado por los labios. Inés pasó a ser la sorpresiva candidata que se tumba a los favoritos, en una mezcla del Fujimori de los noventas (rebeldía hacia los poderosos) y el Alan del 2006 (en contra del feo enemigo). Ahora el dubitativo era yo. Si es tan bonito, ¿por qué no se me había ocurrido antes? ¿No es un nombre de vieja? ¿Estoy seguro?
Debo confesarlo, volví a retroceder. Necesitaba una señal divina, tal vez algo místico para re-convencerme. Pensé en todos los acontecimientos que llegaron con la concepción de mi hija. En cómo su alumbramiento escenificaría el triunfo de la vida justito después de un par de años caóticos, sumido en la depresión y el pesimismo, coronados malamente con la repentina e inexplicable partida de mi tía Cecilia. Y sucedió el milagro.
Una noche luego de aterrizar fallidamente en Larcomar para ver una película, mientras nos engullíamos un par de sánguches del Burger King, Flora me comentó que había estado conversando con Melissa, la hija de Constantino, hermano favorito de Cecilia y que como ella, no está más con nosotros; y como ella, personaje vital en la historia de mi vida. Melissa le había preguntado por el nombre de la futura bebé, y Flora le había dicho que estaba pensando en Inés. Ella respondió diciendo que le gustaba mucho, que era ese el nombre que su papá quería para ella. Que ella era incluso Melissa Inés. Dejé de masticar como un ex presidiario recién liberado, y con la boca aún llena, le dije: ya está. Se va a llamar Inés. La protagonista de mi nueva historia se va a llamar Inés.
Así, me dije en silencio, la Ceci va a estar contenta, y junto a Constantino, no tendrán otra alternativa que cuidar y proteger desde su cielo a mi hijita como me cuidaron y me protegieron tanto tiempo a mí. Y así será más simbólico el acontecimiento cuando mire a los ojitos a Inés, y sienta que es verdad, que después de tanto dolor, la vida será más fuerte que la muerte.