Para Florita en su cumpleaños.
"Fueron nueve meses de angustias e incertidumbres,
hoy es el momento cumbre
por fin ha empezado el show"
Ser padre es difícil. Fuera del cliché, esa frase se resume en un hecho tangible: la imposibilidad de dormir. Porque se podrá tener un buen trabajo, se podrá gozar de un buen salario, se podrá contar con todos los utensilios sugeridos por los manuales, pero si a tu hija le da por llorar en las madrugadas, fuiste. Inés llegó a mi vida hace 17 días, y desde entonces mis horas de sueño se traducen en cortos e interrumpidos intervalos que me vienen dejando magullado, sin fuerzas y cada vez más amigo del café de la oficina. Apelo al optimismo y pienso que la cosa mejorará, que en algunos meses mi hijita habrá encontrado por fin la comodidad en el mundo, y entenderá que la noche es para descansar. Pero estoy convencido de que dormir para mí jamás será lo mismo, y que esos chillidos ronquitos de mi bebita clamando por su leche o por sabe Dios qué otra necesidad, son apenas un entrenamiento para la noche en que le de fiebre, le duela el oído o me tenga agonizando de la angustia porque le dije que regrese a las doce y son la una y media y no llega.
Mi vida antes de Inés no existe más, y las madrugadas en vela son un baldazo de agua fría para que de una vez lo capte y lo acepte. Mi persona ha dejado de ser prioridad. Mis anhelos y caprichos han pasado a un segundo plano. Mi vida hoy es dominada por ese pedacito de gente que cada día se me hace más conocido, y que tiene la potestad de moldear mi ánimo a niveles superlativos. Inés no lo sabe pero dependo de ella. Porque si llora me manda a la lona, y si acepta que la tenga en mis brazos y me mira como quien descubre el cariño, me acoge un sentimiento que va mucho más allá de la felicidad.
Ser padre es acaso más complicado que ser madre. Flora me dice a cada momento que Inés me reconoce, que mi voz le es familiar, pero es innegable que para mi hija su madre es lo más importante. Podría decir incluso que es lo único importante. Inés depende las 24 horas de su mamá, y sólo en el mágico fruto de su pecho encuentra el consuelo. Sólo con ella le puede hacer frente a un mundo tan ajeno a la impermeable cuevita en la que pasó sus primeros nueve meses de vida. Yo soy simplemente un contemplativo testigo de ese vínculo maravilloso, y mi función actualmente está más ligada a ofrecer apoyo y a estar alerta que a verdaderamente trascender en el desarrollo de mi niña.
Hay algo fisiológico irrefutable en la relación de una madre con su hijo. Las mujeres se preparan nueve meses para el gran acontecimiento. Lo van conociendo en cada pequeño movimiento, en cada náusea, en cada cambio hormonal. De manera innata saben qué hacer, cómo reaccionar desde las primeras aproximaciones del recién nacido. Lo veo clarito en Flora. Su instinto de mamá es conmovedor. No duerme, no descansa, y pese a ello está siempre presente para saciar los pedidos de Inés. Nunca de mala gana, siempre con amor. Ha guardado en el cajón sus demonios para adoptar un papel de súper héroe. Atrás ha quedado su desidia, su mal humor. Hoy su semblante es sublime, entregado; al fin y al cabo, maternal.
Con los papás el paquete es diferente. El instinto aflora con el paso de los días. Y muy lentamente. El embarazo es para nosotros sólo una tímida etapa de transición, entonces de golpe nos encontramos frente a un ser que desconocemos, que respira, bosteza y sonríe en miniatura, pero que llora con holgura. En primera instancia el cariño por el hijo es una extensión del cariño hacia la madre. Por eso asumo que un mal esposo (o un mal compañero sentimental) no podrá ser jamás un buen padre. Inés ha llegado a mi vida días antes de que cumpla 28 años, y me ha hallado inexperto, diría que hasta incapaz. Aún me sigo sintiendo un hijo, conservo todavía aficiones inmaduras y me cuesta aceptar el rótulo de señor. Pero cada vez que veo a Flora dándole vida a mi niña ruego porque me contagie, imploro por el momento en que Inés me descubra como su papá. Y trato de olvidar que hasta hace unos días era un muchacho con ganas de jugar Play Station y que compraba con ludópata devoción, figuritas del álbum del Mundial.
La tarea es difícil, está clarísimo. Inés sólo conoce el llanto como medio de comunicación, y comunica muchas cosas. Me abruma la impotencia con cada lágrima, y fuera de lo auditivo, su llanto me destroza porque imagino que le está doliendo el alma, y yo a su lado, parado y palpando su mínima anatomía, me reconozco vetado para calmarla. Creo que ese es el primer mensaje fuerte que te dan los hijos: tú vas a estar siempre ahí, a la mano para tratar de socorrerlos, pero no podrás evitar que sufran, no impedirás que conozcan la frustración, la sentencia de que la vida no es el cuento de hadas que imaginaron mientras flotaban en el vientre de su madre.
Ser padre es difícil, y lo es cada vez más. Pero ser padre también es maravilloso. Y lo es cada vez más. Inés es increíblemente hermosa. Tiene unos ojos que comunican desde ya, pese a que la sabiduría popular nos cuenta que por el momento están preparados para ver apenas manchas. Su nariz y su boca parecen dos botones de caramelo. Bosteza y estornuda en colores y musicalmente. Tiene el significado genuino de la ternura tatuado en sus cachetes. Sus pies invitan a la sonrisa. Sus manos son mínimas, pero conllevan un estilo, el estilo de su madre. Y de su cuerpo brota un aroma que quisiera impregnármelo para siempre.
Los libros y los pediatras nos cuentan que sus acciones hoy en día son dominadas por algunos reflejos, pero a mí me dan la pauta para imaginar cómo será más adelante. Está llena de muecas, tiene una en particular empequeñeciendo los labios como si estuviese silbando o mandando un beso que me derrite. A veces parece enfadada, y mueve esas pequeñas pelusitas que fungen de cejas en señal de desaprobación. Otras veces, en el clímax de su belleza, sonríe, y llego a la conclusión de que no habrá jamás un paisaje o una obra de arte capaz de superarla.
Inés ya llegó al mundo. Existe. Se mueve. Respira. Está sanita. Es un pedacito de mi cuerpo que no conoce la maldad, ignora las injusticias, escupe a la timidez y a la desconfianza. Es una personita que brota amor en cada milésima de segundo, y con cada movimiento, me incita a imaginar por primera vez el futuro con optimismo. Inés a veces está inquieta y fastidiada, entonces acepta que la cargue, y yo le canto canciones melódicas y se da el trabajo de escucharme para después dormirse. Inés se fusiona con su mami para obtener alimento, y me invitan a contemplarlas mientras descubro que los milagros existen. Inés me regala con su mirada una nueva oportunidad para ser mejor persona, y no me va a alcanzar la vida para agradecérselo.
Mi vida antes de Inés no existe más, y las madrugadas en vela son un baldazo de agua fría para que de una vez lo capte y lo acepte. Mi persona ha dejado de ser prioridad. Mis anhelos y caprichos han pasado a un segundo plano. Mi vida hoy es dominada por ese pedacito de gente que cada día se me hace más conocido, y que tiene la potestad de moldear mi ánimo a niveles superlativos. Inés no lo sabe pero dependo de ella. Porque si llora me manda a la lona, y si acepta que la tenga en mis brazos y me mira como quien descubre el cariño, me acoge un sentimiento que va mucho más allá de la felicidad.
Ser padre es acaso más complicado que ser madre. Flora me dice a cada momento que Inés me reconoce, que mi voz le es familiar, pero es innegable que para mi hija su madre es lo más importante. Podría decir incluso que es lo único importante. Inés depende las 24 horas de su mamá, y sólo en el mágico fruto de su pecho encuentra el consuelo. Sólo con ella le puede hacer frente a un mundo tan ajeno a la impermeable cuevita en la que pasó sus primeros nueve meses de vida. Yo soy simplemente un contemplativo testigo de ese vínculo maravilloso, y mi función actualmente está más ligada a ofrecer apoyo y a estar alerta que a verdaderamente trascender en el desarrollo de mi niña.
Hay algo fisiológico irrefutable en la relación de una madre con su hijo. Las mujeres se preparan nueve meses para el gran acontecimiento. Lo van conociendo en cada pequeño movimiento, en cada náusea, en cada cambio hormonal. De manera innata saben qué hacer, cómo reaccionar desde las primeras aproximaciones del recién nacido. Lo veo clarito en Flora. Su instinto de mamá es conmovedor. No duerme, no descansa, y pese a ello está siempre presente para saciar los pedidos de Inés. Nunca de mala gana, siempre con amor. Ha guardado en el cajón sus demonios para adoptar un papel de súper héroe. Atrás ha quedado su desidia, su mal humor. Hoy su semblante es sublime, entregado; al fin y al cabo, maternal.
Con los papás el paquete es diferente. El instinto aflora con el paso de los días. Y muy lentamente. El embarazo es para nosotros sólo una tímida etapa de transición, entonces de golpe nos encontramos frente a un ser que desconocemos, que respira, bosteza y sonríe en miniatura, pero que llora con holgura. En primera instancia el cariño por el hijo es una extensión del cariño hacia la madre. Por eso asumo que un mal esposo (o un mal compañero sentimental) no podrá ser jamás un buen padre. Inés ha llegado a mi vida días antes de que cumpla 28 años, y me ha hallado inexperto, diría que hasta incapaz. Aún me sigo sintiendo un hijo, conservo todavía aficiones inmaduras y me cuesta aceptar el rótulo de señor. Pero cada vez que veo a Flora dándole vida a mi niña ruego porque me contagie, imploro por el momento en que Inés me descubra como su papá. Y trato de olvidar que hasta hace unos días era un muchacho con ganas de jugar Play Station y que compraba con ludópata devoción, figuritas del álbum del Mundial.
La tarea es difícil, está clarísimo. Inés sólo conoce el llanto como medio de comunicación, y comunica muchas cosas. Me abruma la impotencia con cada lágrima, y fuera de lo auditivo, su llanto me destroza porque imagino que le está doliendo el alma, y yo a su lado, parado y palpando su mínima anatomía, me reconozco vetado para calmarla. Creo que ese es el primer mensaje fuerte que te dan los hijos: tú vas a estar siempre ahí, a la mano para tratar de socorrerlos, pero no podrás evitar que sufran, no impedirás que conozcan la frustración, la sentencia de que la vida no es el cuento de hadas que imaginaron mientras flotaban en el vientre de su madre.
Ser padre es difícil, y lo es cada vez más. Pero ser padre también es maravilloso. Y lo es cada vez más. Inés es increíblemente hermosa. Tiene unos ojos que comunican desde ya, pese a que la sabiduría popular nos cuenta que por el momento están preparados para ver apenas manchas. Su nariz y su boca parecen dos botones de caramelo. Bosteza y estornuda en colores y musicalmente. Tiene el significado genuino de la ternura tatuado en sus cachetes. Sus pies invitan a la sonrisa. Sus manos son mínimas, pero conllevan un estilo, el estilo de su madre. Y de su cuerpo brota un aroma que quisiera impregnármelo para siempre.
Los libros y los pediatras nos cuentan que sus acciones hoy en día son dominadas por algunos reflejos, pero a mí me dan la pauta para imaginar cómo será más adelante. Está llena de muecas, tiene una en particular empequeñeciendo los labios como si estuviese silbando o mandando un beso que me derrite. A veces parece enfadada, y mueve esas pequeñas pelusitas que fungen de cejas en señal de desaprobación. Otras veces, en el clímax de su belleza, sonríe, y llego a la conclusión de que no habrá jamás un paisaje o una obra de arte capaz de superarla.
Inés ya llegó al mundo. Existe. Se mueve. Respira. Está sanita. Es un pedacito de mi cuerpo que no conoce la maldad, ignora las injusticias, escupe a la timidez y a la desconfianza. Es una personita que brota amor en cada milésima de segundo, y con cada movimiento, me incita a imaginar por primera vez el futuro con optimismo. Inés a veces está inquieta y fastidiada, entonces acepta que la cargue, y yo le canto canciones melódicas y se da el trabajo de escucharme para después dormirse. Inés se fusiona con su mami para obtener alimento, y me invitan a contemplarlas mientras descubro que los milagros existen. Inés me regala con su mirada una nueva oportunidad para ser mejor persona, y no me va a alcanzar la vida para agradecérselo.