Es muy fácil imaginar las razones por las que Alejandro Sanz conquista a sus fanáticas: es melodioso y romántico, y físicamente tiene la pinta de ser alguien alcanzable. No es Brad Pitt ni Jude Law. Es un hombre que roza el metro setenta, de pelo negro y bastante orejón, pero hay algo mágico en su voz y en su look de inofensivo conquistador que las atrapa. ¿Pero qué tiene o tuvo conmigo para volverme uno de sus fieles hinchas?
Con la reflexión del presente he llegado a la conclusión de que los atributos del intérprete de “El alma al aire” en mi caso estuvieron ligados a su mensaje de perdedor crónico. En un muchacho como el que fui a los 16 años, atiborrado de complejos y con el deseo explícito de palpar los cuerpos de cuanta mujer se me ponía enfrente, aunque acostumbrado a terminar invicto todas las noches de cortejo, el hecho de enterarme de la existencia de un cantante que en la gran mayoría de sus hits sucumbía ante el amor pero que cosechaba fanáticas en gruesa cantidad, fue muy liberador. Sanz no es Sabina y su “tenían razón mis amantes en eso de que antes el malo era yo”, ni tampoco Calamaro cuando es capaz de decir “yo no quise lastimarte, solamente te dije que no”. A Sanz su novia le pone los cuernos luego de irse de viaje sin él a un hotel “tan romántico y lujoso”. Sanz extraña “Ese último momento”. Sanz recompensa al estúpido que llevamos dentro alguna vez todos los hombres que nos resignamos al adiós diciéndole a su chica “tú sólo has actuado, y yo aún sabiendo que mentías, me callé”.
La gasolina de mis actos, generada en esencia desde mi niñez pero moldeada en mi adolescencia, tiene mucho que ver con la resignación, con la baja autoestima, con el miedo. Y en ese auto pequeño e incoloro que fue mi vida largo tiempo, Sanz calzaba perfecto. Como el amigo cómplice que te sube los ánimos manifestándote que él anda peor. Entonces, mientras miraba desde muy lejos a la chica que me tenía loco, o me amparaba en el retraimiento para no socializar en mis primeras jornadas universitarias, o me era muy difícil creerme capaz de alcanzar un logro cualquiera, inspeccionaba por toda la carrera musical de Alejandro Sanz antes de “Más”, y le daba incontables oportunidades a las canciones olvidadas de sus siguientes discos por el mero placer de sentirme un conocedor.
No es coincidencia que mi fidelidad hacia Sanz haya disminuido con los años. “A golpes contra el calendario” tuve que ir escapando de la burbuja mediocre y pesimista en la que me venía hundiendo, y comprendí que el amor, fuente de la vida, es una batalla en la que no nos podemos dar el lujo de mostrarnos desarmados. E inevitablemente desalojé del primer lugar de mi ranking musical al buen Alejandro, reemplazándolo por otros intérpretes que lograron tocarme el alma con la fuerza de sus letras, con analogías hacia situaciones “de verdad”, al punto en que llegué a catalogar a “El hombre que no podía dejar de masturbarse”, de Daniel F, como la canción de amor por excelencia.
En el rol que he decidido interpretar hoy que tengo 28 años y una hija pequeña, la carga negativa tiene que desaparecer. En el rol que he decidido interpretar hoy que le toco las puertas a la base tres y soy un hombre sin mujer, la melancolía está prohibida. En el rol que he decidido interpretar hoy con la certeza de que la vida está repleta de momentos dificilísimos, Alejandro Sanz y su devoción por el sufrimiento deben descansar en el baúl de mis recuerdos más sinceros, esos que sólo aparecen “Cuando nadie me ve”.
Este 2010 Alejandro Sanz ha sacado un nuevo disco: “Paraíso Express”. Luego de tres años de ausencia, tres años fundamentales en mi desarrollo personal, ha reaparecido en las radios, y lo he escuchado por primera vez con el oído de un hombre adulto. Y no lo voy a negar: me ha vuelto a atrapar. Pero esta vez sin al vaho del pesimismo, esta vez a sabiendas de que a las dificultades hay que ponerles el pecho y que está vetado el que se estaciona en las tristezas. Entonces he llegado a la conclusión de que ni en mil años dedicaría “Desde cuándo” (su tema más romántico) a nadie; me he ilusionado pensando que aunque aún no me la presentan, existe la mujer por la que tendrá sentido en mí “Sin que se note” (su tema más ganador); y no ha sido necesario que me confirmen o me desmientan que “Tú no tienes la culpa” (su tema más sincero) lo escribió pensando en Manuela, su primera hija con una mujer que ya no es más su mujer.
El último sábado se presentó en el estadio Monumental, y me obsequiaron una entrada. A riesgo de posicionarme para muchos como un homosexual aún en el clóset, debo confesar que sería la cuarta ocasión en la que acudiría a un concierto de Sanz, desde el 2001 por su gira “El alma al aire”, el 2004 con “No es lo mismo” y el 2007 con “El tren de los momentos”. Pero por primera vez lo hacía sin la efusividad de antaño. Y eso me dejó la calma de sentir que he crecido, y superado mi relación con el que fue durante mucho tiempo la insignia de mi derrota. Porque en el 2001 era un inexperto, el 2004 un hijito de papá, el 2007 un hombre al que se le acababa el crédito de sus excusas y este 2010, “Viviendo deprisa”, me ha recibido con una racha inacabable de situaciones muy fuertes, pero pese a todo, de pie.
En un momento del concierto fue inevitable retroceder en el tiempo y sentirme de nuevo el adolescente temeroso que lo idolatraba, el aprendiz de conquistador que dedicaba “Aquello que me diste”, el muchacho con el corazón roto que una tarde de verano del 2003 adoptó a “¿Lo ves?” como el himno de su pesar, el viajero que no pudo ser feliz del todo en Argentina porque “Buenos Aires me dolió, pienso tanto en ti”, el soñador que alucinaba con cargar a su hijita mientras le susurraba “Y sólo se me ocurre amarte”, el enamorado que no deseaba ni imaginarse lo que sería sentir en carne viva las desgarradoras estrofas de “A la primera persona”. Al ritmo de Sanz empecé a recordar lo vivido desde el 2001 hasta este 2010, y volvieron como en una película vieja todas esas imágenes. “Todas menos una, que se olvidó de mí”.
Y cuando mi cerebro le estaba dando cabida a la depresión y al lamento, pensé en mi hijita Inés, que es el mágico emblema de todo lo complicado y hermoso que me queda por vivir. Entonces miré fijamente a la pantalla gigante del concierto en un primer plano del cantante al que había venido a “saludar”. Lo descubrí con varios kilos demás, el pelo algo entrecano y una sonrisa cómplice que me indicó que lo que fui no es lo que soy. Y le prometí en silencio que jamás me volvería a contagiar de su tristeza. Nunca más, Alejandro.
“Míranos aquí diciendo adiós”.