La carne de este cuento fue concebida hace un par de años, una tarde solitaria en San Bartolo, desde la terraza de una casita hermosa en la que podía mirar el mar, y mientras pensaba en la muerte. Lo he venido editando mucho tiempo, tratando infructuosamente de impregnarle la madurez del presente, y estoy exhausto. El punto de partida es un hecho real, y está ambientado en un lugar de verdad, que es la chacra de los abuelos de mi ex novia. Podría escribir muchísimas cosas relacionadas a la chacra. Todas positivas y trascendentes. Lo podría hacer incluso con cursilería en una especie de merecida despedida, pero ese lugar, que ya no es mío, será de Inés muchísimo tiempo, y eventualmente habrá que regresar. Por eso alejo el pudor y hago públicos a todos estos falsos personajes (sobre todo al narrador). Felizmente hoy están de moda frases célebres diciendo que la ficción es la mejor manera de hacer interesante a la vida. Que “inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola”. En el momento en que escribí este cuento mi lado más hijo de puta quería tal vez esa vida. Quién sabe. Así salió. Se lo dedico a Adrián (mi verdadero compañero de la chacra), quien fue hasta hace unos meses mi cuñado, y será mi amigo y mi familia (escogida) para siempre. Por el gusto de habérmelo cruzado la otra noche. Por el gusto de redescubrir su esencia buena. Por sentirme partícipe de ella.
Pensando en la Terrano, el Chilco y en Pablito.
He tomado una ducha un sábado por la mañana y mi cerebro no tiene la palabra resaca en su repertorio. He separado un billete de cincuenta soles de mi billetera que terminará en las arcas de un grifo y Luciana me ha preguntado ya en siete oportunidades qué tal le queda la ropa. Todo es parte de la liturgia que implica visitar la chacra de su familia al sur de Lima. Esta vez la excusa es irrechazable. Es el cumpleaños número 80 de su abuela materna, la única que le queda con vida y una de las personas que más ha querido en sus 27 años de existencia.
Son esporádicas las reuniones en la chacra, y casi siempre tienen que ver con cumpleaños. He recorrido los 75 kilómetros que separan mi Miraflores del lugar desde hace casi una década. Al inicio, cuando no contaba con auto, era muy tedioso. Esperar un ómnibus veloz hacia el sur es complicado. Luego se me hizo más llevadero, pero no puedo negar el estrés que me genera manejar por la carretera, sobre todo en épocas de verano como ésta, y aún, pese a las repeticiones, no logro captar el atajo que me lleva a la puerta de ingreso al lugar sin consultarle a Luciana. Ha pasado más de un año desde el acontecimiento que marcó el futuro de su familia, y la chacra me vuelve a recibir con retazos de la felicidad de antaño por primera vez, desde que un arisco infortunio se filtró en sus planes. Hasta las flores parecen haber despertado de su letargo. Hay música de moda en el añejo pero eficiente equipo de sonido. Y las botellas de ese aguardiente delicioso en base a moras, cuya existencia es exclusividad de los árboles en este gran espacio anaranjado por el que deambulan vacas y caballos escuálidos, han reaparecido.
El último cumpleaños de la abuela no se festejó en la chacra. No había entonces espacio para sonrisas ni felicitaciones. El aroma a hospital y la resignación de los médicos estaban en carne viva. El abuelo no soltó las manos de su esposa en todo momento. Tampoco derramó una lágrima en público. Le restaba oxígeno para seguir exteriorizando su torso inquebrantable ante la humanidad acongojada. Mi suegra desecha. Su optimismo fue más una negación hasta que los dibujos en la angustiosa pantalla se salieron de la línea. Y Luciana ida. Como yo, que no entré a la habitación en ninguna de mis visitas a la clínica. Como yo que no tuve el valor de despedirme. Como yo que había olvidado el rostro de mi padre pero ya era sabio para entender incluso a los cuatro años de edad que la vida también estaba acabando para mi madre. Ese gesto cómplice fue quizás mi principal motivo para seguir llenando de meses y monotonías una relación por la que desde hace mucho había dejado de luchar.
*
La chacra se ha llenado de sus habituales visitantes. He saludado amable como siempre a todo el repertorio mayor. Un beso en la mejilla y un fuerte apretón de manos acompañando a las palabras “hola” y “bien” serán suficientes. Por eso amo llegar a la chacra. Nadie me pregunta nada. No se meten en mi vida ni me cuestionan. Ser ignorado es para mí un halago. Detesto las comparaciones y Ernesto, el esposo de Marisol, la única prima contemporánea de Luciana, me supera en todo lo que podría interesarle a un grupo en los vientos de los cincuentas. Ernesto tiene dos años más que yo y es mi antítesis. Viste una camisa elegante y llega en pantalón desde que era un aprendiz de veinteañero. Se involucra en conversaciones “adultas” sin aparentar aburrimiento. Y no calla ni con el pensamiento a su mujer cada vez que se impone más de la cuenta en voz alta. Pese a eso, cuando ya cumplió con el protocolo, este hombre de hielo es mi complemento, mi “amigo de la chacra”. No me imagino su compañía en otro escenario pero sólo gracias a él he soportado las largas ausencias de Luciana, siempre colaborando en la cocina, entreteniendo a sus primos más chicos, y desde que Marisol es mamá, sin despegarse de Mariel, el dulce retoño de dos añitos de la pareja perfecta de la familia.
“Voy a dejar a Luciana”, le he dicho a Ernesto. Y automáticamente ha roto el hielo a nuestro modo: sirviendo un par de vasos puros de aguardiente de mora.
*
Marisol siempre ha sido un enigma. Manifiesta su felicidad sin siquiera desplegar una pizca de su sonrisa. Llegó al mundo medio año antes que Luciana, y eso la torna especial en la familia. Su condena es que sin importar el rubro, debe superar a mi mujer en todo. Dar un poco más. Eso sólo genera malestar y sacrificio en ella. Luciana ni se inmuta, pues es una persona relajada, no se hace problemas. Está acostumbrada a darle pelea a la vida sin estacionarse mucho en lo negativo. Por eso quizás lleva conmigo tanto tiempo. Por eso aceptó la convivencia antes que el matrimonio, el mismo año en que Ernesto y Marisol festejaron su unión en una derrochante ceremonia.
Marisol se las ha ingeniado para cumplir el ritmo de lo establecido. Se lo inculcaron sus padres desde que la colocaron en un colegio para mujeres de carácter religioso. De esos que antaño significaban “clase”, tan fuera de la coyuntura mundial. Y respondió con las mejores notas del salón. Luego una carrera de cinco años exactos, el novio, el trabajo a los 22, el matrimonio, la hija y un embarazo como meta próxima. Por eso se esmera en presentar a Ernesto a los octogenarios primos lejanos de su abuela que acaban de llegar a la chacra y lo separa de mi lado justo cuando esperaba su respuesta. A Luciana, por supuesto, no se le ocurre hacer lo mismo conmigo.
*
Estoy apoyado en una de esas rocas que fungen de sillas bordeando la piscina de la chacra. Los primos menores de Luciana se lanzan clavados y simulan surfear trepados a antiguas tablas hawaianas con la genuina libertad en sus ojos que no varió ni con los acontecimientos del año pasado. A algunos los conozco desde las panzas de sus madres. A otros he visto crecer. Luego de Marisol y Luciana hubo una pausa prolongada en la procreación de la familia. La tercera es Micaela, una niña que ya cumplió 18 años, y que recuerdo desde cuando le llenaron de fierros la dentadura y no le interesaba realizarme los más básicos trucos de magia acomodando las piernas sin cubrirse el calzón. En el último cumpleaños de Luciana que festejamos en la chacra ella ya tenía 16, y mis amigos no dejaron de observarla con una morbosidad que me incomodó. Micaela se alejó de mí conforme fue creciendo. Hoy sólo nos saludamos y nos gastamos durante cuatro segundos la misma broma de siempre. Después me entero de sus cosas por mi suegra, que a veces comenta sus desdichas, disfrazadas de un español encallado en Lima algo mayor que ella con ojos lindos y traviesos.
*
He prolongado mi decisión mucho tiempo. La idea de alejarme de Luciana ha estado latente desde que me descubrí indiferente a mis pecados, y noté en su capacidad por tolerar mis silencios una serena resignación. Continúo siendo el equilibrio de sus actos pese a que sin ella, al igual que en el camino para entrar a la chacra, ando desorientado por la vida. Sin embargo son lejanas en mi memoria las imágenes de la Luciana enamorada. Nos siento como dos hermanos compartiendo una casa acordándose de vez en cuando que se aprecian. Nuestra propia pantalla angustiosa hace rato que colapsó, pero decidimos ignorar su desborde. La observo desde la piscina mientras un clavado me salpica la camisa. Está junto a la homenajeada, y me pregunto si el tiempo le alcanzará a la señora para conocer al próximo hombre de su nieta favorita. Te voy a extrañar, digo para mí mientras me sirvo ahora mi tercer vaso de alcohol.
*
El licor de mora que preparan aquí es un manjar. Una variante eficiente del pisco, aguardiente bandera del Perú. Navega suavecito por la garganta y desencadena, mientras adormece, las neuronas de la felicidad. Hoy día es indispensable. Después de tiempo están permitidas las sonrisas en la chacra. Algunas señoras allegadas a la abuela, de esas que sólo se asoman en su cumpleaños, se dedican a divertirla. La hacen hasta bailar, y la multitud celebra con carcajadas sus esforzados pasos danzantes. Ella sonríe arrugadísima y tierna, con el pelo más blanco que veré en el mundo y los ojos fuertes que comunican que por hoy día, su ausencia descansará efectivamente en el lujoso jarrón lleno de cenizas de la capilla.
Es hora de comer. Marisol y Luciana entran en una competencia por quién atiende mejor a la gente. Una competencia que sólo conoce la primera. Cuando ya todos tienen sus platos, nos acomodamos los cuatro en la misma mesa. Ahora Marisol propondrá un tema incómodo y Ernesto no la frenará. Me preguntará por mi trabajo para que quede claro a quién le va mejor. Comentará su próximo viaje junto a Ernesto o sus planes de adquirir una nueva camioneta. Yo ya ni muestro incomodidad. Mi mediocridad ha sido mi aliada en la decisión de aceptar ser el segundo frente a los éxitos de Ernesto. Más aún ahora que conozco su secreto. Más aún ahora que la dosis de antítesis ha disminuido.
Fue sin querer. Nunca habíamos tenido una conversación tan íntima, y sin duda lo descuadré cuando mencioné lo de Luciana. Sentí su alejamiento largos minutos, hasta que me lo crucé en el baño. Mientras se lavaba las manos escuchando la melodía de mi orina alcoholizada, me dijo: “es iluso creer que uno le puede ganar a la vida, que uno escoge su destino”. Luego de secarse las manos me cogió el hombro y me dijo: “pero hay cosas que ayudan”. Automáticamente sacó de su bolsillo un papelito doblado de forma archiconocida. “Pídeme cuando quieras”.
*
Nunca imaginé a Ernesto involucrado en drogas. Me hubiese aliviado algunas mentirillas para escabullirme entre los matorrales de la chacra a meterle tres o cuatro pitadas al cigarro de marihuana que me suele acompañar. Hubiese fumado conmigo tal vez, o servido de cortina de humo (aunque no literalmente) para hacerlo con menos tensión. A la coca le tengo respeto. Y aunque de vez en cuando retorno a ella, desde que vivo con Luciana es más complicado. Se hace la desentendida pero más de una vez la he pillado husmeando entre las esquinas de mis tarjetas. En otras épocas la juerga fue su peor enemiga, y no se despegaba de mi lado ni me dejaba salir sin ella por temor a que mi nariz se blanquee.
En la mesa, pese a ser un cemento por dentro, Ernesto actúa como siempre. Amable ante los adultos que le dirigen bromas, educado para servir el refresco tanto a Marisol como a Luciana. Su esposa ahora toma la batuta de la conversación. “¿Y ustedes? ¿Para cuándo?” me dice señalando a Mariel con sus ojos inexpresivos y su estática sonrisa. Luciana responde como suele hacerlo ante esa pregunta, con un gesto sarcástico y acústico para dejar en claro que no depende de ella. Yo prefiero callar e imaginar la posible reacción de Marisol al descubrir a Ernesto jalando. Lo último que supe de ella a propósito de las drogas fue que estaba en contra. Que jamás las había probado.
*
Fue unos meses antes de la aparición de la punta del iceberg de la tragedia, en la última celebración en la chacra con todas las de la ley. Cuando los hospitales y los médicos eran parte de lejanas anécdotas. Luciana es una escritora magnífica que desaprovecha su talento en una frívola agencia de publicidad, y en una oportunidad se adjudicó el primer puesto en la categoría de cuento de los reconocidos juegos florales de su universidad. Coincidimos el siguiente fin de semana todos en la chacra. Creo que se celebraba la primera comunión de alguno de sus primos. Mi suegra hizo público el asunto y no se hablaba de otra cosa en la reunión que no sea del premio de su hija. Todos querían leer ese cuento que me tenía como protagonista oculto. Una especie de “yo” mejorado. Menos dubitativo.
Marisol no sabía cómo actuar. Sentía la derrota por primera vez. No había felicitado a Luciana de antemano y no tenía con qué excusa retroceder. Faltó en la cocina un insumo, como suele suceder, y la abuela, al notarme cerca, me pidió por favor que vaya a conseguirlo. Tenía que usar el auto, el establecimiento más cercano queda lejos. “Yo te acompaño”, dijo Marisol, “quiero comprar unas cosas”. Hasta ahí todo estaba en orden, pero yo recordé que mi viejo Honda Civic no había sido lavado en semanas, y que sin duda, desparramados por la guantera o los posavasos, aparecerían residuos de mi idilio marihuanero. No tuve ni tiempo ni armas para limpiar la escena del crimen. Marisol andaba inquieta y yo sabía que era por el premio de Luciana. Movía con nerviosismo las piernas y no paraba de conversar y de mirarme fijamente. Justo cuando la situación estaba llegando al pico de la incomodidad, notó pequeñas ramas verdes por la caja de cambios, y la curiosidad la obligó a abrir la guantera, donde descansaba una latita de la que era fácil adivinar su contenido.
Lo que continuó a la escena me descuadró. Marisol se olvidó de su conversación y con voz autoritaria me dijo: “para, estaciónate acá”, y me obligó a detener el auto en plena carretera, como si se hubiese averiado o bajado una llanta. Antes de que pueda hacer cualquier gesto, se dio maña para desprenderme del cinturón de seguridad y desabrocharme el cierre del pantalón. Segundos después se había levantado la falda y cabalgaba con ferocidad mientras me llenaba de besos húmedos y automáticos. Los autos pasaban raudos no muy a menudo y ella no llevaba ropa interior. Eso bastó para que mi excitado cerebro no descargue el freno hacia mi erección. “¿Desde cuándo fumas?”, me decía alternando sus gemidos embusteros. Yo trataba de mentir pero no podía. Me sentía en el más enardecido de los interrogatorios. “¿Y Luciana fuma?”. Cuando le respondí afirmativamente mientras acomodaba con violencia mis dientes en sus gruesos pezones, afianzó la velocidad hasta que segundos después, acabé dentro de ella. No soltó ningún gemido más. Luego se reacomodó en su asiento y dijo: “sabía que era una fumona. La marihuana me parece desagradable”.
Nunca más hablé del tema con Marisol ni con nadie. Ella siguió actuando como siempre. El día de la consumación de la tragedia, todos los hijos, nietos y demás familiares habían ofrecido sus condolencias a la abuela, y con todos, Marisol incluida, ella había actuado con serenidad, pero cuando se acercó Luciana, rompió en llanto. En algún momento de la ceremonia me llegó un mensaje de texto: “te espero afuera”. Era Marisol.
*
La noche va a llegar pronto. El baile se ha generalizado. Hasta el abuelo ahora danza al ritmo de huachafos hits. Es en vano decir que después del almuerzo le solicité el papelito a Ernesto, y al aguardiente de mora le hemos añadido varias latas de cerveza que han entrado a nuestro organismo sin que nadie externo las pueda notar jamás. He olvidado por un momento mis vacilaciones. La coca me sensibiliza. También me excita y no dejo de mirar con lujuria a Marisol. Ella me ignora. Más tarde le diré que quiero tener un hijo con Luciana, que de este año no pasará, que una gran noticia se hace urgente en estos momentos. Ella caerá en mi trampa y seguro se las ingeniará para en algún descuidado dormitorio o entre los matorrales, plasmar su poder a su manera.
Luciana baila conmigo y soporta mis besos como cuando éramos una pareja de verdad. “Te voy a extrañar”, me consuelo en silencio otra vez introspectivamente. Luego nos tomamos un descanso. Está agotada, pero yo no ceso de beber. Ignora que ese hombre ideal que bailotea robóticamente con su prima me ha proporcionado la coca, tanto como Ernesto ignora que conozco de memoria todos los rincones ocultos del cuerpo de su esposa. Luciana acomoda su rostro en mi hombro y contempla a la multitud que se mueve como en una ola. “Qué increíble que ya haya pasado un año”, me dice, y ambos suspiramos con dirección a la capilla.
*
Es tiempo de la foto de rigor. La misma que todos los años discrimina a los invitados que no son de la familia. Es una costumbre. Sólo aparecen en la imagen los abuelos, los hijos y sus parejas, y los primos. Desde que se casó con Marisol, Ernesto forma parte de la foto. Mi relación no goza del consentimiento de Dios, así que yo siempre quedo aparte junto a los invitados que han llegado con paracaídas. Pero hoy la abuela hace una pausa y me llama por mi nombre para luego dirigirse al grupo de rechazados. “Acérquense”. Yo acudo casi con regocijo y tomo de la mano a Luciana. “Esta vez no quiero que falte nadie”, sentencia la abuela. Y ensaya para el flash la más arrugada de las sonrisas.
Son esporádicas las reuniones en la chacra, y casi siempre tienen que ver con cumpleaños. He recorrido los 75 kilómetros que separan mi Miraflores del lugar desde hace casi una década. Al inicio, cuando no contaba con auto, era muy tedioso. Esperar un ómnibus veloz hacia el sur es complicado. Luego se me hizo más llevadero, pero no puedo negar el estrés que me genera manejar por la carretera, sobre todo en épocas de verano como ésta, y aún, pese a las repeticiones, no logro captar el atajo que me lleva a la puerta de ingreso al lugar sin consultarle a Luciana. Ha pasado más de un año desde el acontecimiento que marcó el futuro de su familia, y la chacra me vuelve a recibir con retazos de la felicidad de antaño por primera vez, desde que un arisco infortunio se filtró en sus planes. Hasta las flores parecen haber despertado de su letargo. Hay música de moda en el añejo pero eficiente equipo de sonido. Y las botellas de ese aguardiente delicioso en base a moras, cuya existencia es exclusividad de los árboles en este gran espacio anaranjado por el que deambulan vacas y caballos escuálidos, han reaparecido.
El último cumpleaños de la abuela no se festejó en la chacra. No había entonces espacio para sonrisas ni felicitaciones. El aroma a hospital y la resignación de los médicos estaban en carne viva. El abuelo no soltó las manos de su esposa en todo momento. Tampoco derramó una lágrima en público. Le restaba oxígeno para seguir exteriorizando su torso inquebrantable ante la humanidad acongojada. Mi suegra desecha. Su optimismo fue más una negación hasta que los dibujos en la angustiosa pantalla se salieron de la línea. Y Luciana ida. Como yo, que no entré a la habitación en ninguna de mis visitas a la clínica. Como yo que no tuve el valor de despedirme. Como yo que había olvidado el rostro de mi padre pero ya era sabio para entender incluso a los cuatro años de edad que la vida también estaba acabando para mi madre. Ese gesto cómplice fue quizás mi principal motivo para seguir llenando de meses y monotonías una relación por la que desde hace mucho había dejado de luchar.
*
La chacra se ha llenado de sus habituales visitantes. He saludado amable como siempre a todo el repertorio mayor. Un beso en la mejilla y un fuerte apretón de manos acompañando a las palabras “hola” y “bien” serán suficientes. Por eso amo llegar a la chacra. Nadie me pregunta nada. No se meten en mi vida ni me cuestionan. Ser ignorado es para mí un halago. Detesto las comparaciones y Ernesto, el esposo de Marisol, la única prima contemporánea de Luciana, me supera en todo lo que podría interesarle a un grupo en los vientos de los cincuentas. Ernesto tiene dos años más que yo y es mi antítesis. Viste una camisa elegante y llega en pantalón desde que era un aprendiz de veinteañero. Se involucra en conversaciones “adultas” sin aparentar aburrimiento. Y no calla ni con el pensamiento a su mujer cada vez que se impone más de la cuenta en voz alta. Pese a eso, cuando ya cumplió con el protocolo, este hombre de hielo es mi complemento, mi “amigo de la chacra”. No me imagino su compañía en otro escenario pero sólo gracias a él he soportado las largas ausencias de Luciana, siempre colaborando en la cocina, entreteniendo a sus primos más chicos, y desde que Marisol es mamá, sin despegarse de Mariel, el dulce retoño de dos añitos de la pareja perfecta de la familia.
“Voy a dejar a Luciana”, le he dicho a Ernesto. Y automáticamente ha roto el hielo a nuestro modo: sirviendo un par de vasos puros de aguardiente de mora.
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Marisol siempre ha sido un enigma. Manifiesta su felicidad sin siquiera desplegar una pizca de su sonrisa. Llegó al mundo medio año antes que Luciana, y eso la torna especial en la familia. Su condena es que sin importar el rubro, debe superar a mi mujer en todo. Dar un poco más. Eso sólo genera malestar y sacrificio en ella. Luciana ni se inmuta, pues es una persona relajada, no se hace problemas. Está acostumbrada a darle pelea a la vida sin estacionarse mucho en lo negativo. Por eso quizás lleva conmigo tanto tiempo. Por eso aceptó la convivencia antes que el matrimonio, el mismo año en que Ernesto y Marisol festejaron su unión en una derrochante ceremonia.
Marisol se las ha ingeniado para cumplir el ritmo de lo establecido. Se lo inculcaron sus padres desde que la colocaron en un colegio para mujeres de carácter religioso. De esos que antaño significaban “clase”, tan fuera de la coyuntura mundial. Y respondió con las mejores notas del salón. Luego una carrera de cinco años exactos, el novio, el trabajo a los 22, el matrimonio, la hija y un embarazo como meta próxima. Por eso se esmera en presentar a Ernesto a los octogenarios primos lejanos de su abuela que acaban de llegar a la chacra y lo separa de mi lado justo cuando esperaba su respuesta. A Luciana, por supuesto, no se le ocurre hacer lo mismo conmigo.
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Estoy apoyado en una de esas rocas que fungen de sillas bordeando la piscina de la chacra. Los primos menores de Luciana se lanzan clavados y simulan surfear trepados a antiguas tablas hawaianas con la genuina libertad en sus ojos que no varió ni con los acontecimientos del año pasado. A algunos los conozco desde las panzas de sus madres. A otros he visto crecer. Luego de Marisol y Luciana hubo una pausa prolongada en la procreación de la familia. La tercera es Micaela, una niña que ya cumplió 18 años, y que recuerdo desde cuando le llenaron de fierros la dentadura y no le interesaba realizarme los más básicos trucos de magia acomodando las piernas sin cubrirse el calzón. En el último cumpleaños de Luciana que festejamos en la chacra ella ya tenía 16, y mis amigos no dejaron de observarla con una morbosidad que me incomodó. Micaela se alejó de mí conforme fue creciendo. Hoy sólo nos saludamos y nos gastamos durante cuatro segundos la misma broma de siempre. Después me entero de sus cosas por mi suegra, que a veces comenta sus desdichas, disfrazadas de un español encallado en Lima algo mayor que ella con ojos lindos y traviesos.
*
He prolongado mi decisión mucho tiempo. La idea de alejarme de Luciana ha estado latente desde que me descubrí indiferente a mis pecados, y noté en su capacidad por tolerar mis silencios una serena resignación. Continúo siendo el equilibrio de sus actos pese a que sin ella, al igual que en el camino para entrar a la chacra, ando desorientado por la vida. Sin embargo son lejanas en mi memoria las imágenes de la Luciana enamorada. Nos siento como dos hermanos compartiendo una casa acordándose de vez en cuando que se aprecian. Nuestra propia pantalla angustiosa hace rato que colapsó, pero decidimos ignorar su desborde. La observo desde la piscina mientras un clavado me salpica la camisa. Está junto a la homenajeada, y me pregunto si el tiempo le alcanzará a la señora para conocer al próximo hombre de su nieta favorita. Te voy a extrañar, digo para mí mientras me sirvo ahora mi tercer vaso de alcohol.
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El licor de mora que preparan aquí es un manjar. Una variante eficiente del pisco, aguardiente bandera del Perú. Navega suavecito por la garganta y desencadena, mientras adormece, las neuronas de la felicidad. Hoy día es indispensable. Después de tiempo están permitidas las sonrisas en la chacra. Algunas señoras allegadas a la abuela, de esas que sólo se asoman en su cumpleaños, se dedican a divertirla. La hacen hasta bailar, y la multitud celebra con carcajadas sus esforzados pasos danzantes. Ella sonríe arrugadísima y tierna, con el pelo más blanco que veré en el mundo y los ojos fuertes que comunican que por hoy día, su ausencia descansará efectivamente en el lujoso jarrón lleno de cenizas de la capilla.
Es hora de comer. Marisol y Luciana entran en una competencia por quién atiende mejor a la gente. Una competencia que sólo conoce la primera. Cuando ya todos tienen sus platos, nos acomodamos los cuatro en la misma mesa. Ahora Marisol propondrá un tema incómodo y Ernesto no la frenará. Me preguntará por mi trabajo para que quede claro a quién le va mejor. Comentará su próximo viaje junto a Ernesto o sus planes de adquirir una nueva camioneta. Yo ya ni muestro incomodidad. Mi mediocridad ha sido mi aliada en la decisión de aceptar ser el segundo frente a los éxitos de Ernesto. Más aún ahora que conozco su secreto. Más aún ahora que la dosis de antítesis ha disminuido.
Fue sin querer. Nunca habíamos tenido una conversación tan íntima, y sin duda lo descuadré cuando mencioné lo de Luciana. Sentí su alejamiento largos minutos, hasta que me lo crucé en el baño. Mientras se lavaba las manos escuchando la melodía de mi orina alcoholizada, me dijo: “es iluso creer que uno le puede ganar a la vida, que uno escoge su destino”. Luego de secarse las manos me cogió el hombro y me dijo: “pero hay cosas que ayudan”. Automáticamente sacó de su bolsillo un papelito doblado de forma archiconocida. “Pídeme cuando quieras”.
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Nunca imaginé a Ernesto involucrado en drogas. Me hubiese aliviado algunas mentirillas para escabullirme entre los matorrales de la chacra a meterle tres o cuatro pitadas al cigarro de marihuana que me suele acompañar. Hubiese fumado conmigo tal vez, o servido de cortina de humo (aunque no literalmente) para hacerlo con menos tensión. A la coca le tengo respeto. Y aunque de vez en cuando retorno a ella, desde que vivo con Luciana es más complicado. Se hace la desentendida pero más de una vez la he pillado husmeando entre las esquinas de mis tarjetas. En otras épocas la juerga fue su peor enemiga, y no se despegaba de mi lado ni me dejaba salir sin ella por temor a que mi nariz se blanquee.
En la mesa, pese a ser un cemento por dentro, Ernesto actúa como siempre. Amable ante los adultos que le dirigen bromas, educado para servir el refresco tanto a Marisol como a Luciana. Su esposa ahora toma la batuta de la conversación. “¿Y ustedes? ¿Para cuándo?” me dice señalando a Mariel con sus ojos inexpresivos y su estática sonrisa. Luciana responde como suele hacerlo ante esa pregunta, con un gesto sarcástico y acústico para dejar en claro que no depende de ella. Yo prefiero callar e imaginar la posible reacción de Marisol al descubrir a Ernesto jalando. Lo último que supe de ella a propósito de las drogas fue que estaba en contra. Que jamás las había probado.
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Fue unos meses antes de la aparición de la punta del iceberg de la tragedia, en la última celebración en la chacra con todas las de la ley. Cuando los hospitales y los médicos eran parte de lejanas anécdotas. Luciana es una escritora magnífica que desaprovecha su talento en una frívola agencia de publicidad, y en una oportunidad se adjudicó el primer puesto en la categoría de cuento de los reconocidos juegos florales de su universidad. Coincidimos el siguiente fin de semana todos en la chacra. Creo que se celebraba la primera comunión de alguno de sus primos. Mi suegra hizo público el asunto y no se hablaba de otra cosa en la reunión que no sea del premio de su hija. Todos querían leer ese cuento que me tenía como protagonista oculto. Una especie de “yo” mejorado. Menos dubitativo.
Marisol no sabía cómo actuar. Sentía la derrota por primera vez. No había felicitado a Luciana de antemano y no tenía con qué excusa retroceder. Faltó en la cocina un insumo, como suele suceder, y la abuela, al notarme cerca, me pidió por favor que vaya a conseguirlo. Tenía que usar el auto, el establecimiento más cercano queda lejos. “Yo te acompaño”, dijo Marisol, “quiero comprar unas cosas”. Hasta ahí todo estaba en orden, pero yo recordé que mi viejo Honda Civic no había sido lavado en semanas, y que sin duda, desparramados por la guantera o los posavasos, aparecerían residuos de mi idilio marihuanero. No tuve ni tiempo ni armas para limpiar la escena del crimen. Marisol andaba inquieta y yo sabía que era por el premio de Luciana. Movía con nerviosismo las piernas y no paraba de conversar y de mirarme fijamente. Justo cuando la situación estaba llegando al pico de la incomodidad, notó pequeñas ramas verdes por la caja de cambios, y la curiosidad la obligó a abrir la guantera, donde descansaba una latita de la que era fácil adivinar su contenido.
Lo que continuó a la escena me descuadró. Marisol se olvidó de su conversación y con voz autoritaria me dijo: “para, estaciónate acá”, y me obligó a detener el auto en plena carretera, como si se hubiese averiado o bajado una llanta. Antes de que pueda hacer cualquier gesto, se dio maña para desprenderme del cinturón de seguridad y desabrocharme el cierre del pantalón. Segundos después se había levantado la falda y cabalgaba con ferocidad mientras me llenaba de besos húmedos y automáticos. Los autos pasaban raudos no muy a menudo y ella no llevaba ropa interior. Eso bastó para que mi excitado cerebro no descargue el freno hacia mi erección. “¿Desde cuándo fumas?”, me decía alternando sus gemidos embusteros. Yo trataba de mentir pero no podía. Me sentía en el más enardecido de los interrogatorios. “¿Y Luciana fuma?”. Cuando le respondí afirmativamente mientras acomodaba con violencia mis dientes en sus gruesos pezones, afianzó la velocidad hasta que segundos después, acabé dentro de ella. No soltó ningún gemido más. Luego se reacomodó en su asiento y dijo: “sabía que era una fumona. La marihuana me parece desagradable”.
Nunca más hablé del tema con Marisol ni con nadie. Ella siguió actuando como siempre. El día de la consumación de la tragedia, todos los hijos, nietos y demás familiares habían ofrecido sus condolencias a la abuela, y con todos, Marisol incluida, ella había actuado con serenidad, pero cuando se acercó Luciana, rompió en llanto. En algún momento de la ceremonia me llegó un mensaje de texto: “te espero afuera”. Era Marisol.
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La noche va a llegar pronto. El baile se ha generalizado. Hasta el abuelo ahora danza al ritmo de huachafos hits. Es en vano decir que después del almuerzo le solicité el papelito a Ernesto, y al aguardiente de mora le hemos añadido varias latas de cerveza que han entrado a nuestro organismo sin que nadie externo las pueda notar jamás. He olvidado por un momento mis vacilaciones. La coca me sensibiliza. También me excita y no dejo de mirar con lujuria a Marisol. Ella me ignora. Más tarde le diré que quiero tener un hijo con Luciana, que de este año no pasará, que una gran noticia se hace urgente en estos momentos. Ella caerá en mi trampa y seguro se las ingeniará para en algún descuidado dormitorio o entre los matorrales, plasmar su poder a su manera.
Luciana baila conmigo y soporta mis besos como cuando éramos una pareja de verdad. “Te voy a extrañar”, me consuelo en silencio otra vez introspectivamente. Luego nos tomamos un descanso. Está agotada, pero yo no ceso de beber. Ignora que ese hombre ideal que bailotea robóticamente con su prima me ha proporcionado la coca, tanto como Ernesto ignora que conozco de memoria todos los rincones ocultos del cuerpo de su esposa. Luciana acomoda su rostro en mi hombro y contempla a la multitud que se mueve como en una ola. “Qué increíble que ya haya pasado un año”, me dice, y ambos suspiramos con dirección a la capilla.
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Es tiempo de la foto de rigor. La misma que todos los años discrimina a los invitados que no son de la familia. Es una costumbre. Sólo aparecen en la imagen los abuelos, los hijos y sus parejas, y los primos. Desde que se casó con Marisol, Ernesto forma parte de la foto. Mi relación no goza del consentimiento de Dios, así que yo siempre quedo aparte junto a los invitados que han llegado con paracaídas. Pero hoy la abuela hace una pausa y me llama por mi nombre para luego dirigirse al grupo de rechazados. “Acérquense”. Yo acudo casi con regocijo y tomo de la mano a Luciana. “Esta vez no quiero que falte nadie”, sentencia la abuela. Y ensaya para el flash la más arrugada de las sonrisas.