Algún día supe de mascotas. Todo nació con la aproximación de Aika, la primera perra de los Reaño Barriga. Era un inquieto ejemplar de los Schnauzer, esos canes en miniatura poblados de pelos plomos. Nos cayó de regalo una tarde de 1996 (si mal no recuerdo) y creo que escenificó el triunfo de una familia que había pasado de vivir en un pequeño departamento a una casa de dos pisos, con jardincito en la entrada y patio trasero. Aika fue en teoría la perra de mi hermana Paloma, aunque ella desde el primer día le dio la espalda a su papel de “ama” (o “dueña”). Al primer amague de mordiscazo decidió cambiar de ilusión, y se dedicó a sus quehaceres de incipiente adolescente. En su lugar, como quien alcanza el regalo anhelado, Aika, traviesa e imparable, encontró en mi viejo a su primer y único amor. Durante años fue literalmente su “perra guardiana”. Ni bien el hombre se asomaba por la casa, a punta de gruñidos y mordiscos a ras del pie, lo “defendía” hasta del saludo de cualquiera. Pobre del que osaba con tocarlo.
Mi madre le perdió la paciencia rapidísimo, y con mi hermano menor mantuvo una tormentosa relación repleta de celos, que alcanzó el ápice con una frase patentada para la historia de las sobremesas de la familia: (mi hermano –voz aún aguda y desatinada-) “papi, ¿a quién quieres más, a mí o a Aika?”.
Conmigo primó siempre la indiferencia. Hice el intento alguna vez de encariñarme con su torpeza y su muy desagradable aroma pero más pudieron mis autoritarios encierros cada vez que se me ocurría patear la pelota en el patio o los gritos de “¡cállate!” cuando importunaba con sus aullidos. De todas maneras mentiría si dijese que no le agarré cariño. Pero fue un cariño que disminuyó con el pasar del tiempo. A punto de sentir por ella lo que sentía, no sé, por la mesa de noche en la que guardaba mis más oscuros secretos o el control remoto de la cochera que fungía de llave cuando aterrizaba juergueadazo los fines de semana de mi alargada dependencia.
Desde hace unas semanas mi hijita Inés me ha hecho pensar en Aika. No porque compare el vértigo de los primeros años de mi mascota con la actividad que manifiesta mi más preciado amor cuando está a mi cargo, que terminan por dejarme igual de exhausto, pero mucho menos malhumorado. He recordado a Aika porque Inesita, a un pasito de cumplir su primer año en el mundo, a un pasito de mandarse a caminar por sí misma, a un pasito de que ¡por fin! le florezcan los dientes, ha desarrollado un cariño inédito por los perros.
Por algo los llaman “el mejor amigo del hombre”.
Inés es una criatura muy bien estimulada. Recibe amor a borbotones desde sus dos familias, que mueren y matan por ella. Va a cumplir un año recién y ya se ha dado cuenta de que puede variar de comportamiento según el área en la que se desenvuelve. En su “casa uno” (la de su mamá) es más dócil y obediente (aunque no llega nunca a ser una bebé fácil). En su “casa dos” (que son dos, la mía y la de mis padres) hace lo que le viene en gana. Es una batalla cambiarle el pañal, es un trabajo de Estado darle de comer. Ha captado que tiene en mi figura (y por ende en la de mis afectos) un pasaje a la tierna rebeldía. Porque no le puedo decir “no” a ninguno de sus caprichos. Porque cuando suelta esos llantitos improvisados con lágrimas de cocodrilo me dan ganas de regalarle hasta lo que no tengo.
Y en ese maravilloso accionar que es su descubrimiento del mundo, los perros representan su primer acto unipersonal. Nadie le ha enseñado figuras de perritos dibujados, nadie le ha impostado ladridos, nadie le ha regalado (adrede) un peluche canino. Además, no tiene en sus genes ninguna ilación con las mascotas. Pero ella se muere por los perros. Es un vacilón pasearla en su coche por el parque y notar su pequeña anatomía impaciente al cruzarse con un perro vecino. Se levanta del asiento, los quiere tocar, les “habla” de manera especial. A veces, cuando quiero llamar su atención, hago torpísimos “guau-guaus” y ella automáticamente sale en búsqueda del animal.
Era reacio a creer todo esto pero me convencí cuando en una de esas noches difíciles y apasionantes en las que estamos solos los dos le puse un video en la lap top de una canción equis, y apareció un perro en la trama: casi destroza la pantalla. El colmo ocurrió hace dos días (noche similar), me disponía a darle de comer y desde mi balcón se escuchó un ladrido. Sus gestos me llevaron a que la retire de su silla con cinturón y la llevé a tirar lente desde mi segundo piso. No encontramos al animal y ella, desconocedora aún del peligro, luchaba por desprenderse de mis brazos en una escena que me hizo pensar en Michael Jackson, y de purito vértigo, me la llevé, muy a su pesar. No se calmó hasta que tuve que abandonar la faena de sus alimentos y la saqué a la calle para toparnos con cuatro perros distintos que fueron colmando su sed de “domadora”.
Mi madre le perdió la paciencia rapidísimo, y con mi hermano menor mantuvo una tormentosa relación repleta de celos, que alcanzó el ápice con una frase patentada para la historia de las sobremesas de la familia: (mi hermano –voz aún aguda y desatinada-) “papi, ¿a quién quieres más, a mí o a Aika?”.
Conmigo primó siempre la indiferencia. Hice el intento alguna vez de encariñarme con su torpeza y su muy desagradable aroma pero más pudieron mis autoritarios encierros cada vez que se me ocurría patear la pelota en el patio o los gritos de “¡cállate!” cuando importunaba con sus aullidos. De todas maneras mentiría si dijese que no le agarré cariño. Pero fue un cariño que disminuyó con el pasar del tiempo. A punto de sentir por ella lo que sentía, no sé, por la mesa de noche en la que guardaba mis más oscuros secretos o el control remoto de la cochera que fungía de llave cuando aterrizaba juergueadazo los fines de semana de mi alargada dependencia.
Desde hace unas semanas mi hijita Inés me ha hecho pensar en Aika. No porque compare el vértigo de los primeros años de mi mascota con la actividad que manifiesta mi más preciado amor cuando está a mi cargo, que terminan por dejarme igual de exhausto, pero mucho menos malhumorado. He recordado a Aika porque Inesita, a un pasito de cumplir su primer año en el mundo, a un pasito de mandarse a caminar por sí misma, a un pasito de que ¡por fin! le florezcan los dientes, ha desarrollado un cariño inédito por los perros.
Por algo los llaman “el mejor amigo del hombre”.
Inés es una criatura muy bien estimulada. Recibe amor a borbotones desde sus dos familias, que mueren y matan por ella. Va a cumplir un año recién y ya se ha dado cuenta de que puede variar de comportamiento según el área en la que se desenvuelve. En su “casa uno” (la de su mamá) es más dócil y obediente (aunque no llega nunca a ser una bebé fácil). En su “casa dos” (que son dos, la mía y la de mis padres) hace lo que le viene en gana. Es una batalla cambiarle el pañal, es un trabajo de Estado darle de comer. Ha captado que tiene en mi figura (y por ende en la de mis afectos) un pasaje a la tierna rebeldía. Porque no le puedo decir “no” a ninguno de sus caprichos. Porque cuando suelta esos llantitos improvisados con lágrimas de cocodrilo me dan ganas de regalarle hasta lo que no tengo.
Y en ese maravilloso accionar que es su descubrimiento del mundo, los perros representan su primer acto unipersonal. Nadie le ha enseñado figuras de perritos dibujados, nadie le ha impostado ladridos, nadie le ha regalado (adrede) un peluche canino. Además, no tiene en sus genes ninguna ilación con las mascotas. Pero ella se muere por los perros. Es un vacilón pasearla en su coche por el parque y notar su pequeña anatomía impaciente al cruzarse con un perro vecino. Se levanta del asiento, los quiere tocar, les “habla” de manera especial. A veces, cuando quiero llamar su atención, hago torpísimos “guau-guaus” y ella automáticamente sale en búsqueda del animal.
Era reacio a creer todo esto pero me convencí cuando en una de esas noches difíciles y apasionantes en las que estamos solos los dos le puse un video en la lap top de una canción equis, y apareció un perro en la trama: casi destroza la pantalla. El colmo ocurrió hace dos días (noche similar), me disponía a darle de comer y desde mi balcón se escuchó un ladrido. Sus gestos me llevaron a que la retire de su silla con cinturón y la llevé a tirar lente desde mi segundo piso. No encontramos al animal y ella, desconocedora aún del peligro, luchaba por desprenderse de mis brazos en una escena que me hizo pensar en Michael Jackson, y de purito vértigo, me la llevé, muy a su pesar. No se calmó hasta que tuve que abandonar la faena de sus alimentos y la saqué a la calle para toparnos con cuatro perros distintos que fueron colmando su sed de “domadora”.
Inés es el anhelo de mi futuro y la frutilla de un presente que me sonríe. Pero también es la reconciliación con mi pasado, la rectificación de mis errores. Las impredecibles vueltas del destino han colocado a mi familia de nuevo en un departamento. La casa en la que fuimos felices muchos años forma parte de nuestros recuerdos más sinceros, y junto a ese gran espacio en el que me hice hombre, también se fue Aika, que murió acogida por la tristeza sin despedirse de mi papá. He decidido que, así no tenga jamás un patio trasero ni mucho menos un jardín, si Inés continúa con su fascinación por los perros me compraré uno (tal vez esta vez no será un Schnauzer). Y por ella y por las huellas de Aika en mi alma indiferente, juro que lo trataré muchísimo mejor.