“Apague su celular”. La voz autoritaria de la aeromoza le hizo entender a Alfredo que no había marcha atrás. Al mismo tiempo, su acento y su figura lo llevaron a imaginar por un momento un futuro positivo, en cuanto a mujeres se refiere, en el país de su destino. Pero sólo fue un momento. Alfredo no era para nada un hombre optimista, y pisando tierra (digamos), recordó que hacía casi un año que no tenía sexo con alguien si es que no era entregándole billetes a prostitutas baratas. Que su cojera era cada vez más evidente y su rostro, con algo más de tres décadas de existencia, jamás fue bien recibido por las miradas de las chicas. Su asiento quedaba en el fondo, pero no lo separaban muchos metros del de adelante. Era un avión pequeño, y Alfredo se sintió como en una de las combis que lo transportaban a diario.
No pasa nada, le habían dicho. Y si es que pasa, sólo tienes que preocuparte al momento del despegue y a la hora de aterrizar. Ya en el aire es bien jodido que se estrelle el avión o que explote. Eso sólo pasa en las películas, le había comentado su amigo Rubén, después de mirarlo con odio y envidia por no haber sido él el ganador del sorteo. Otra aeromoza, un poco más entrada en años que la anterior, se dedicó, con mímicas, a señalarle a la tripulación todo lo que había que hacer. El cinturón de seguridad (Alfredo lo tenía puesto desde que se sentó), las salidas de emergencia, las bolsas de oxígeno, los chalecos salvavidas. ¿Para qué? Pensó Alfredo. No creo que necesitemos eso jamás. Era su primera vez en un avión y el sentimiento que tenía en el cuerpo no era precisamente de emoción. Si aquí pasa algo no hay forma, prefiero los micros.
Alfredo tenía en su equipaje de mano galletas de soda y caramelos de limón. Le habían decomisado en el aeropuerto sus tres botellas de agua de medio litro. Sólo quería comida suave, no vaya a ser que me choque la altura, se dijo días antes. Cargaba también todos los papeles que acreditaban el motivo de su viaje. Permiso de su trabajo, el nombre y la dirección del hotel, el teléfono de la aerolínea en su ciudad. Más vale prevenir que lamentar ¿sí o no? Y completaba su ex mochila blanca que con el tiempo fue gris y luego una simple tela de colores indefinidos, su libro favorito. El de su amigo Antonio.
El piloto dijo algunas palabras y a Alfredo le sonó como uno de esos hombres amargados de los bancos que lo miraban con desprecio. Y el avión se empezó a mover. Alfredo suspiró. Cerró los ojos. Hizo una oración completa después de muchísimo tiempo. Recordó a su madre. Lo único que lo mantenía con vida. A Carmen, su gran amor, ¿estaría ella emocionada? Y de pronto el pesimismo. Fiel a su estilo. Son mis últimos momentos. Qué he hecho de bueno por el mundo. Nada. Y las imágenes de un avión blanquiazul perdido en el mar, otros dos estrellándose con odio ante dos edificios gigantes, el auto blanco que le quitó el fútbol para siempre. Su padre ausente. La resignación.
Al cabo de unos minutos el avión ya estaba en el aire. Y la calma volvió a Alfredo. Casi se sintió feliz. Desahogó su nerviosismo con una sonrisa y el rostro amable ante el resto de la tripulación. A su costado estaba una mujer mayor, que tendría la edad de su madre, y el mismo gesto humilde en sus ojos profundos y su cabello plateado inquebrantable. ¿A qué se debería su viaje? ¿A ella también la habría abandonado su marido poco después de dar a luz? Alfredo imaginó que se iría a reencontrar con su hijo, que ambos estarían muy contentos. Que se confundirían en un abrazo eterno. Muy cerca se hallaba un hombre elegante, con aspecto muy varonil. Viaja por negocios, pensó Alfredo, y sin ningún tipo de miedo. Metros más adelante descubrió que una mujer hermosa inclinaba su asiento, y Alfredo la imaginó como una gran estudiante de periodismo, como seguro sería Carmen. Cuando el vuelo se estabilizó por completo, sólo se escuchaban susurros y murmullos. Y de vez en cuando, las risas de dos niños que no pasaban los diez años de edad, que eran controladas cuando se hacían exageradas, por sus padres. Una joven pareja que parecía comandar un hogar en paz.
Llegó la hora del libro de su amigo Antonio, paradójicamente, un aviador, al que Alfredo le había castellanizado el nombre para que resultase más íntimo. La trama sencilla pero impactante. Las analogías con mundos que Alfredo anhelaba. Y de vez en cuando la turbulencia y el pánico que reaparece. Las maniobras de Antonio. Su destreza. El brazalete, los nombres, su rosa. Las aeromozas recorrían el pasillo como si todo estuviese perfecto. Fuera de que le brindasen calma, Alfredo pensó que eran unas grandes trabajadoras, y que su labor no era precisamente acelerar el miedo a los pasajeros. Total, cuando uno siente miedo la sangre se acomoda en los brazos y las piernas, por eso nos largamos a correr. Pero estoy en el único lugar del mundo en el que correr no me sirve de nada, y aquí, se dijo a sí mismo Alfredo, tanto yo y la ausencia de mi bastón, así como el más atlético de los tripulantes, empezaríamos la carrera en real desventaja.
Lo único que abstrajo a Alfredo de su libro y de sus nostálgicos pensamientos cada vez que el avión pataleaba, fue un dolor en los oídos que no lo abandonaría en el resto del vuelo. ¿Cómo habrá hecho Antonio? ¿Cómo harán estas aeromozas que ni bien aterrizan tienen que embarcar de nuevo? Luego se sorprendió con la comida y la atención de estas. No imaginó que las personas con ese acento eran capaces de ofrecerle un servicio. Esto lo animó, y puso, pese al dolor, su sonrisa más amable. A sabiendas de su rostro, entendió que una sonrisa bonita no aparecería, pero esta vez no le importó.
Intentó dormir pero fue en vano. ¿Cómo hacerlo con este dolor? Además, ¿morirse dormido? Eso es para los que tienen buena suerte. Las horas pasaron. El vuelo llegaba a su final. Lo sabía, había contado los minutos desde que se inició el despegue, y pese a que le habían ordenado lo contrario, veía en su celular el correr del tiempo. Alfredo lanzó otro suspiro. Y luego, las frases del piloto. Y el pesimismo. Claro, él tenía que soportar primero todo un largo y doloroso viaje, si no fue en el despegue... Las aeromozas perdiendo la calma. Abandonando su inmutable postura. Los gritos de la gente. Los rezos, las plegarias. El hombre elegante que viajaba por negocios perdiendo la elegancia y la valentía. Qué horror. La chica que estudiaría periodismo al borde del desmayo. ¿Quién sería el desahuciado que más la extrañe? La señora de las canas de su madre dando alaridos. Y Alfredo inmutable. A la espera. Y el recuerdo de sus frecuentes pesadillas, él cruzando la calle distraído y el carro blanco. De pronto todos abandonan sus asientos, se forman grupos. Ya nadie está solo. Salvo Alfredo. Como siempre. Antonio se estrelló solo y así moriré yo. Pero luego la pareja con los niños que soltaban carcajadas hace instantes lo invitará a acercarse. Hay que rezar todos juntos. En familia. Quizás él también tenga un brazalete tallado con los nombres que más ama, pensaría Alfredo. Y nos encontrarán a todos juntos, y pese a todo, sería un viaje hermoso.
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