De todas las atrocidades que ha publicado la prensa deportiva a lo largo de mi “carrera” como apasionado del fútbol, la de ayer fue la más cruel. Es muy común que cada vez que se abra el mercado de pases en el Perú los diarios suelten noticias sin confirmar cuya única misión es confundir e ilusionar al hincha en vano. Las portadas se llenan con imágenes mal “photoshopeadas” de jugadores con camisetas ajenas, y mínimo una vez al año, se menciona a un crack de talla internacional que está por venir al país. Al “Tigre” Jairo Castillo lo han voceado para todos los equipos grandes incluso en el éxtasis de su carrera. El “Chelo” Delgado es una posibilidad desde que dejó Boca Juniors. Higuita iba a tapar por Alianza. Leo Rodríguez sería el 10 de la “U”. El “Beto” Acosta se iba a pasear por acá porque lo querían todos. Hasta Bebeto apareció de blanquiazul el año del centenario aliancista. La realidad es que los clubes no han podido traer ni a Lujambio ni al “Bichi” Fuertes, y nos hemos conformado con el mellizo malo de los Barros Schelotto, con un “Peque” Benítez destrozado, un Alvarenga desconocido o un Elkin Murillo que parecía su doble. Ayer la “bomba” fue el “Burrito” Ortega. Crack de cracks. Acaso el último ídolo del River Plate argentino.
Lo triste es que parecía verdad. Ariel está jugando los descuentos de su frenética carrera en un equipo de Segunda División en su país. Fue expulsado de River el pasado año por su evidente problema con el alcohol. Y si a eso le sumamos su rostro de pendenciero eterno, es un jugador hecho para Alianza. Fabricado para ese equipo que ha sabido darles porte de ídolos a hombres como el “Loco” Enrique, Palinha o Flavio Maestri, cuando el fútbol los había alejado de las buenas noticias.
He aprendido a no hacer mucho caso a los periódicos si sueltan esas “bombas”. Siempre le pongo el freno a mi viejo cuando, ilusionado, me enseña una portada del Bocón o del Líbero con el posible 10 de Alianza (lo estamos buscando hace tanto viejito). Pero mentiría si afirmo que no me emocioné cuando vi al “Burrito” ayer. Al menos por un momento lo imaginé con la camiseta que más amo en el mundo. Con las medias abajo y los botines sencillos, dribleando a cuanto rival se le ponga al frente y anotando esos golazos de antología con los que me conquistó hace más de diez años. Pero en Matute, y en un clásico encima.
Generalmente cuando un crack aterriza en el Jorge Chávez lo hace de sorpresa. Solano llegó de golpe a la “U”. Ni al más sensacionalista de los redactores se le había ocurrido ese dato. Y recuerdo que cuando Palinha ancló en Cristal, su nombre no fue voceado las semanas previas. Si Ortega hubiese sido una posibilidad tendría que haber aparecido en Matute sin que nadie lo espere. Pero los dirigentes de mi equipo jamás han logrado una de esas faenas. Aún espero a Cabrol por ejemplo, aquel 10 compañero de Jayo en Unión de Santa Fé que en el 2002 se escapó de las oficinas aliancistas. Y aún me duele recordar al presidente Masías anunciando semanas “al jale del año” para presentarnos finalmente al hijo de Cubillas, que jugaba menos que yo.
Con el “Burrito” todo se ha desmentido rápidamente. Fue una fugaz ilusión, de esas que duelen en el alma y cuestan procesar. Al menos me sirvió para evocarlo en mi memoria. Para recordar lo que me emocionaba viéndolo jugar, o cómo me sentía orgulloso cuando adolescente y pelucón, alguna vez me bautizaron como “Orteguita”. Ariel fue un monstruo. Un crack que supo cargar con la responsabilidad de llevar la número 10 de Argentina después de Maradona, y que en un Mundial jugando contra Inglaterra, verdugo eterno del Diego, lo homenajeó haciendo cuatro “huachas” en 45 minutos. Poseedor de una gambeta endiablada y genuina, goleador incluso, capaz de pegarle de igual manera con la derecha y la izquierda, con tiros libres certeros. Además, humano, requisito fundamental para que un mortal se convierta en mi ídolo. En fin, algún día les hablaré a mis hijos de él.
Lo que jugabas “Burrito”. Si las portadas fueran certezas, lo feliz que me hubieras hecho.
Lo triste es que parecía verdad. Ariel está jugando los descuentos de su frenética carrera en un equipo de Segunda División en su país. Fue expulsado de River el pasado año por su evidente problema con el alcohol. Y si a eso le sumamos su rostro de pendenciero eterno, es un jugador hecho para Alianza. Fabricado para ese equipo que ha sabido darles porte de ídolos a hombres como el “Loco” Enrique, Palinha o Flavio Maestri, cuando el fútbol los había alejado de las buenas noticias.
He aprendido a no hacer mucho caso a los periódicos si sueltan esas “bombas”. Siempre le pongo el freno a mi viejo cuando, ilusionado, me enseña una portada del Bocón o del Líbero con el posible 10 de Alianza (lo estamos buscando hace tanto viejito). Pero mentiría si afirmo que no me emocioné cuando vi al “Burrito” ayer. Al menos por un momento lo imaginé con la camiseta que más amo en el mundo. Con las medias abajo y los botines sencillos, dribleando a cuanto rival se le ponga al frente y anotando esos golazos de antología con los que me conquistó hace más de diez años. Pero en Matute, y en un clásico encima.
Generalmente cuando un crack aterriza en el Jorge Chávez lo hace de sorpresa. Solano llegó de golpe a la “U”. Ni al más sensacionalista de los redactores se le había ocurrido ese dato. Y recuerdo que cuando Palinha ancló en Cristal, su nombre no fue voceado las semanas previas. Si Ortega hubiese sido una posibilidad tendría que haber aparecido en Matute sin que nadie lo espere. Pero los dirigentes de mi equipo jamás han logrado una de esas faenas. Aún espero a Cabrol por ejemplo, aquel 10 compañero de Jayo en Unión de Santa Fé que en el 2002 se escapó de las oficinas aliancistas. Y aún me duele recordar al presidente Masías anunciando semanas “al jale del año” para presentarnos finalmente al hijo de Cubillas, que jugaba menos que yo.
Con el “Burrito” todo se ha desmentido rápidamente. Fue una fugaz ilusión, de esas que duelen en el alma y cuestan procesar. Al menos me sirvió para evocarlo en mi memoria. Para recordar lo que me emocionaba viéndolo jugar, o cómo me sentía orgulloso cuando adolescente y pelucón, alguna vez me bautizaron como “Orteguita”. Ariel fue un monstruo. Un crack que supo cargar con la responsabilidad de llevar la número 10 de Argentina después de Maradona, y que en un Mundial jugando contra Inglaterra, verdugo eterno del Diego, lo homenajeó haciendo cuatro “huachas” en 45 minutos. Poseedor de una gambeta endiablada y genuina, goleador incluso, capaz de pegarle de igual manera con la derecha y la izquierda, con tiros libres certeros. Además, humano, requisito fundamental para que un mortal se convierta en mi ídolo. En fin, algún día les hablaré a mis hijos de él.
Lo que jugabas “Burrito”. Si las portadas fueran certezas, lo feliz que me hubieras hecho.