jueves, 15 de enero de 2009

Catarsis laboral (Y)

Al IPG, para que encuentren el éxito pronto (y un administrador, de paso)
Algún día de mi zigzagueante adolescencia medité la posibilidad de estudiar Administración de Empresas. Aún no comprendo la regla que indica que a los 15 o 16 años uno debe saber a qué se quiere dedicar durante toda su vida, pero me pidieron una opción, y elegí esa. Un poco por mi padre, que metía presión entre las sombras, como quien no quiere la cosa; y otro poco porque a esa edad lo que uno menos quiere es colocarse cara a cara con el futuro, y se resuelven los aprietos tan sólo para salir del paso. Administración entonces, ese era mi destino. Qué importaba mi escasez de química con los números. Daba igual mi falta de orden. Total, todo se aprende. No recuerdo quién o cómo se me cambió el chip. Pero si hay algo que no he hecho en mi prorrogada etapa de universitario es acercarme a esa carrera. Mis dilemas han viajado por otro lado, acaso por mi inmadurez, acaso por mi vagancia. Nunca dejé las ciencias de la comunicación, sí dejé universidades, pero ni siquiera cuando observaba a mis contemporáneos ir acumulando capital por haber elegido otras ramas, medité la posibilidad de mudarme de profesión.

La vida es ingrata e impredecible. Han pasado muchos años desde que ingresé al mundo universitario, y hoy me encuentro desempeñando una función ajena a todo lo que estudié (o aprendí, para ser más exactos). Me han ganado los almanaques y el dinero ya no es un juego, así que he aceptado colaborar en un negocio de mi padre fungiendo de administrador. Vaya paradoja. Yo que le puse la cruz a los números ni bien obtuve un poquito de criterio, ahora me encuentro realizando sumas y restas con el Excel, contando dinero para los sueldos, ensayando un dulce gesto para que no me odien más de lo necesario cuando no tenga con qué pagar a la gente.

He entrado en un dilema. Le tengo cariño al negocio, y mi padre ha depositado toda su fe en él (sin contar su capital). Ya vengo colaborando ahí desde hace un año, pero con aspectos que tienen que ver con lo mío (básicamente textos, y una que otra labor de “fercho”). Así tenía tiempo para mis proyectos personales. Mi oficina podía permanecer en silencio largas horas, utilizadas para escribir mis cosas, leer buenos libros o para darle movida a mi Blog. Hoy el tiempo se pasa volando. En un abrir y cerrar de ojos me da la hora del almuerzo, y la novela de Paul Auster que empecé a buen ritmo a finales del 2008, se ha quedado estancada, ocupando su lugar muchas facturas, una que otra boleta, ingresos miles a caja por si se me ha escapado un sol de mis cuentas. La noche me recibe agotado, y lo que menos deseo en el mundo es sentarme frente a mi computadora.

Siempre me jacté de ir contra la corriente, de demorar mi ingreso al sobre poblado mundo laboral y todo lo que ello implica (tarjetas de crédito, descuentos por planillas, etc.). Pese a eso, observaba a mi alrededor distintos allegados ya inmersos, y los veía con la billetera gruesa y con proyectos cada vez más serios. Claro, a la hora de averiguar sobre su rutina diaria, la sana envidia que me generaba mi pálido monedero se convertía en lástima. Metidos en la oficina horas y horas. Casi sin ver la luz. Algunos laburando hasta los sábados.

Hoy en día, asumo, mi trabajo no tiene mucha diferencia con el de los oficinistas que surcan ocho horas diarias el camino del estrés. ¿Será que después de una década el destino me está diciendo socarronamente que debí cuidar mis palabras cuando dije que quería estudiar administración? “No la estudiarás, pero ejercerás esa carrera toda tu vida”. Eso es mucho peor. Un maleficio.

Los artistas (con el perdón de los verdaderos, me incluyo en esa lista a veces agonizando en el intento) estamos hechos para otra cosa. En síntesis, el dinero no es lo nuestro. O no debería serlo, en todo caso. Si un pintor trabaja sólo pensando en el precio de su obra, está frito. Si un escritor escribe para publicar, lo mismo. Uno se cohíbe, sufre. Y la línea que separa el éxito del fracaso se torna inabordable. Un administrador de empresas tiene la boleta de su sueldo tatuada en la frente desde que empieza a llevar cursos de su carrera. Ese es el fin, su propósito en la vida. Dicen que los chicos que salen de la Pacífico, a los 35 años deben ser millonarios, o al menos tener resuelta su vida. Tamaña presión. El éxito en los artistas viene en otro empaque. Una sincera felicitación, un elogio. Acaso un hincha.

Llevo poquísimo tiempo realizando tareas administrativas, y sería injusto colocarme en ese pedestal. Lo gracioso es que siempre imaginé a aquellos hombres como inteligentes, con una “chamba” dificilísima que les genere excesivo raciocinio. Sólo puedo decir que mucho más neuronas pierdo intentando darle forma a un texto de una página que en todo un día cuajando cifras. Más difícil se me hace escribir un cuento que andar con el Excel y llamando por teléfono. Pero cada loco con su tema.

Algún día de pensamientos absortos llegué a la conclusión de que los artistas (y en ese rubro incluyo a los publicistas, fotógrafos, cineastas, escritores, etc.) están en este mundo para darles diversión a los hombres que de verdad trabajan. Para que el personaje de oficina se relaje por las noches. Una vida de terno y corbata, de poderosas y efímeras cantidades de dinero, de escaso tiempo para vacacionar, no sería digna sin los artistas. Sin una buena exposición de un talentoso pintor, sin una novela agradable, sin una película en el cine con su canchita y gaseosa grandes, porque a ellos sí les alcanza. Los artistas combaten la monotonía. Alegran la existencia.

Lo lamentable aparece con el dinero. Y en ese rótulo conviene formar parte de la otra vereda. Es probable que un administrador mediocre obtenga un trabajo decente y alcance a vivir dignamente. Un artista mediocre, o promedio, para no hacerle espacio al pesimismo, vivirá entre las sombras, misio como él solo, adentrándose cada vez más a la introspección y relegando su existencia a su obra, desconocida y desterrada de la fama. Por eso es un riesgo no elegir como carrera la Administración o la Economía o la Ingeniería. Ahí, salvo aislados desastres, todo cae por su propio peso. Con las Ciencias de la comunicación no. Por ejemplo, una rama directa de esa profesión, como la prensa escrita, ya sea en periódicos o revistas, suele ser ingrata. Si es que no destacas sobremanera ante el resto, si es que no eres un “crack” de las letras o la fotografía, para llegar a un diario importante se requiere de una mixtura de situaciones. Tal vez una recomendación de un poderoso allegado, una relación de chupamedias con algún profesor de la universidad, una perseverancia inmensa traducida en diversas agachadas de cabeza ante los abusos del poder y el palidísimo sueldo hacia los practicantes. Yo no tengo nada de eso. Y así es muy difícil.

Es muy probable que sea ese el verdadero motivo de mi actual estado. Andando entre la línea del artista y el ciudadano común y corriente. Acaso mi desgracia está en querer trabajar como artista y cobrar como empresario. Hoy la vida me sigue dando lecciones. Un trabajo monótono y vacío, sin emociones. Y aunque mi sueldo espere calientito para poder ir al cine sin que sea martes de dos por uno, no soy feliz.

Yo quiero ser artista. Quiero pasar la vida escribiendo. También quiero tener dinero. Quiero viajar por el mundo. Pero puedo afirmar, sin temor a que el destino me castigue como lo hizo con mi apurada elección hacia la Administración a los 16 años, que si me dan a elegir entre un trabajo de oficina bien remunerado, o un ático con una lap top para escribir mis cosas y vivir de la caridad de mis lectores, me quedo con lo segundo. Claro, uno nunca debe escupir al cielo. No vaya a ser que a la porción snob que poseo le haga un guiño un buen par de zapatillas. Y esas se pagan con Excel, no con Word.