A mi primo Gonzalo, en calidad de su más fiel y querido guardián.
Es imposible ser un hombre de 27 años de la Lima “clasemediera” y no guardar un cariño especial por Barranco. Un distrito relacionado entrañablemente con la juerga, con lugares como Sargento, Wahios, La Noche, Mochileros; guariques a los que jamás se llegaba con un propósito disímil al de consumir serias cantidades de cerveza a un precio más cómodo que el de las discotecas que se volvieron top, casi siempre acomodadas en ese homenaje al comercio que es Larcomar. Yo no escapo a ese pronunciamiento, he juergueado cerca al boulevard Sánchez Carrión más de diez años de mi vida, pero Barranco forma parte de mis afectos sobre todo porque en uno de sus rincones, en la avenida Cajamarca, se encuentra mi colegio, un lugar al que acudí mañana tras mañana durante diez años seguidos siendo alumno, y que sigo frecuentando con regular frecuencia hasta hoy. Barranco, entonces, siempre ha sido mi segundo distrito. Ese espacio al que llegamos con la mentalidad exclusiva de pasarla bien; ese terreno en el que podemos carcajearnos, hacer deporte y hasta cometer algún delito con la seguridad de que en algún momento del día lo dejaremos, y retornaremos al hogar verdadero, al calor monótono y apacible que te acepta hasta cuando roncas, hasta cuando lloras.
Si hubiese dependido de mí el escoger un distrito para mi primer hogar como independizado, Barranco se llevaba todos los boletos. Por eso estoy agradecido al destino (el verdadero artífice de nuestras decisiones) el haber confabulado una serie de episodios para que mi deseo se haga realidad, para tener la dicha de mencionar luego de haberlo tenido cerca durante veinte años, que pertenezco a Barranco, que soy un barranquino. Que vivo en la bella calle Junín, cerquita al mar, y que cuando miro la noche desde mi balcón me acoge una felicidad indescriptible.
Pese a que aún no lloro, Barranco me acoge por primera vez en madrugadas sin que mi cerebro esté distorsionado, y me tolera roncando, despertando y hasta desnudo. Comparto el hogar con mi novia mientras esperamos la llegada de nuestra hija. Y coincidimos al afirmar que mejor lugar que este no le hubiésemos podido ofrecer.
La prueba de fuego
Todos sabemos que el matrimonio es una etapa crucial en la relación de pareja. Que en tiempos pasados era acaso la única posibilidad de independencia para cierta gente. Hoy que el mundo ha avanzado lo suficiente como para tachar de obsoletos a ciertos pensamientos la convivencia es cosa de todos los días. Y la comparto. Pienso que toda pareja que decida sellar su amor con un anillo de compromiso debería pasar primero por esta prueba de fuego. Y en caso no se llegue al objetivo, pese a que la ruptura siempre es dolorosa, podría ocurrir sin papeleos ni etiquetas terribles e imperecederas como el divorcio. Yo hoy vivo con mi novia, y estamos aprendiendo a aceptarnos con la mayor voluntad del mundo. Porque hay algunos detalles que pese a la cercanía de la pareja reservamos exclusivamente para el hogar. Y aunque, valgan verdades, Flora y yo tuvimos una pequeña gran prueba años antes de compartir el mismo techo, posicionando nuestro romance en una vorágine en la que yo me pasaba cinco de los siete días de la semana despertando en su casa, había momentos de mi vida sólo para la mía, para mis manías, para mi desorden. Había espacios que sólo podía explorar yo, objetos que sólo tomaban vida gracias a mis órdenes autoritarias.
Guerrillas internas
Hoy he perdido sobre todo el control absoluto del televisor. Ahí empieza la primera guerra de los sexos. Es que el ocio es fundamental en la vida, y la tele ha colmado ese espacio de una manera contundente. Todos al llegar a la casa luego de pasar horas en el trabajo queremos una cama y el control remoto. Yo había acostumbrado mis horas de zapping a todo tipo de programas relacionados al fútbol. Y para mi pesar, Flora no soporta ese maravilloso deporte. Basta que mis manos naveguen por canales como el 3, el 50, el 51, el 52 y el 53 (sí, tenemos cable a la antigua) para que ella suelte sonidos desaprobatorios. Algún puchero, algún gemido, o frases de todo tipo con el mensaje tatuado: fútbol no.
Para poder ver fútbol, salvo contadas excepciones tramitadas con días de anticipación, debo esperar a las once u once y media de la noche, la hora en la que Flora ingresa al mundo de los sueños. Entonces encuentro razón al horario del programa de Barnechea y Coki Gonzáles en Frecuencia Latina, los domingos justito después de Jaime Bayly, cuando antes me burlaba del gordo de Philip Butters (el conductor anterior) con la frase: “pobre, su programa sólo lo ve él mismo, y a punto de quedarse dormido”. El precio de mi independencia es ver el resumen de los goles del fin de semana tal como imaginaba a Butters, con una mano en el control y la otra en un vaso de Coca-Cola; con un ojo en Messi y el Barcelona y con el otro pidiendo permiso para sumarse a la aventura de Flora en el terriblemente corto (sobre todo el domingo) mundo de los sueños.
La tele es fundamental. Más aún en una pareja como Flora y yo, que sólo nos acercamos a la computadora para aspectos relacionados al trabajo. Porque si fuese ella, por ejemplo, una adicta al Facebook, me dejaría algunas horas el reinado a mí. Y si yo le proporcionaría el tiempo que en verdad requiero a mis escritos, ella andaría sumergida en esos programas de maternidad que me ponen nervioso o en ese bodrio televisivo llamado “Ghost Whisperer”, que inexplicablemente le fascina a Florita y que yo rechazo tal vez de puro picón por el veto al fútbol. La idea, entonces, es llegar al consenso. Y lo hemos ido construyendo desde antes de nuestro arribo a Barranco. Cuando sabemos que hay tiempo de sobra, compramos un DVD pirata y nos despanzurramos a ver una película. En ese rubro siempre concordamos. Y cuando llega la hora del zapping nos hemos hecho amigos (y perdón por la franqueza) de “Desperate Housewives”; y si se trata de confesar, “Los Exitosos Gomes” nos mantienen ocupados de nueve a diez de la noche. Después coincidimos en las series que todo el mundo ve, como “Friends” (aunque Flora la sigue cada vez con menos ahínco, y yo la defiendo ya por una cuestión de principios) o “Two and a Half Man”.
Si hubiese dependido de mí el escoger un distrito para mi primer hogar como independizado, Barranco se llevaba todos los boletos. Por eso estoy agradecido al destino (el verdadero artífice de nuestras decisiones) el haber confabulado una serie de episodios para que mi deseo se haga realidad, para tener la dicha de mencionar luego de haberlo tenido cerca durante veinte años, que pertenezco a Barranco, que soy un barranquino. Que vivo en la bella calle Junín, cerquita al mar, y que cuando miro la noche desde mi balcón me acoge una felicidad indescriptible.
Pese a que aún no lloro, Barranco me acoge por primera vez en madrugadas sin que mi cerebro esté distorsionado, y me tolera roncando, despertando y hasta desnudo. Comparto el hogar con mi novia mientras esperamos la llegada de nuestra hija. Y coincidimos al afirmar que mejor lugar que este no le hubiésemos podido ofrecer.
La prueba de fuego
Todos sabemos que el matrimonio es una etapa crucial en la relación de pareja. Que en tiempos pasados era acaso la única posibilidad de independencia para cierta gente. Hoy que el mundo ha avanzado lo suficiente como para tachar de obsoletos a ciertos pensamientos la convivencia es cosa de todos los días. Y la comparto. Pienso que toda pareja que decida sellar su amor con un anillo de compromiso debería pasar primero por esta prueba de fuego. Y en caso no se llegue al objetivo, pese a que la ruptura siempre es dolorosa, podría ocurrir sin papeleos ni etiquetas terribles e imperecederas como el divorcio. Yo hoy vivo con mi novia, y estamos aprendiendo a aceptarnos con la mayor voluntad del mundo. Porque hay algunos detalles que pese a la cercanía de la pareja reservamos exclusivamente para el hogar. Y aunque, valgan verdades, Flora y yo tuvimos una pequeña gran prueba años antes de compartir el mismo techo, posicionando nuestro romance en una vorágine en la que yo me pasaba cinco de los siete días de la semana despertando en su casa, había momentos de mi vida sólo para la mía, para mis manías, para mi desorden. Había espacios que sólo podía explorar yo, objetos que sólo tomaban vida gracias a mis órdenes autoritarias.
Guerrillas internas
Hoy he perdido sobre todo el control absoluto del televisor. Ahí empieza la primera guerra de los sexos. Es que el ocio es fundamental en la vida, y la tele ha colmado ese espacio de una manera contundente. Todos al llegar a la casa luego de pasar horas en el trabajo queremos una cama y el control remoto. Yo había acostumbrado mis horas de zapping a todo tipo de programas relacionados al fútbol. Y para mi pesar, Flora no soporta ese maravilloso deporte. Basta que mis manos naveguen por canales como el 3, el 50, el 51, el 52 y el 53 (sí, tenemos cable a la antigua) para que ella suelte sonidos desaprobatorios. Algún puchero, algún gemido, o frases de todo tipo con el mensaje tatuado: fútbol no.
Para poder ver fútbol, salvo contadas excepciones tramitadas con días de anticipación, debo esperar a las once u once y media de la noche, la hora en la que Flora ingresa al mundo de los sueños. Entonces encuentro razón al horario del programa de Barnechea y Coki Gonzáles en Frecuencia Latina, los domingos justito después de Jaime Bayly, cuando antes me burlaba del gordo de Philip Butters (el conductor anterior) con la frase: “pobre, su programa sólo lo ve él mismo, y a punto de quedarse dormido”. El precio de mi independencia es ver el resumen de los goles del fin de semana tal como imaginaba a Butters, con una mano en el control y la otra en un vaso de Coca-Cola; con un ojo en Messi y el Barcelona y con el otro pidiendo permiso para sumarse a la aventura de Flora en el terriblemente corto (sobre todo el domingo) mundo de los sueños.
La tele es fundamental. Más aún en una pareja como Flora y yo, que sólo nos acercamos a la computadora para aspectos relacionados al trabajo. Porque si fuese ella, por ejemplo, una adicta al Facebook, me dejaría algunas horas el reinado a mí. Y si yo le proporcionaría el tiempo que en verdad requiero a mis escritos, ella andaría sumergida en esos programas de maternidad que me ponen nervioso o en ese bodrio televisivo llamado “Ghost Whisperer”, que inexplicablemente le fascina a Florita y que yo rechazo tal vez de puro picón por el veto al fútbol. La idea, entonces, es llegar al consenso. Y lo hemos ido construyendo desde antes de nuestro arribo a Barranco. Cuando sabemos que hay tiempo de sobra, compramos un DVD pirata y nos despanzurramos a ver una película. En ese rubro siempre concordamos. Y cuando llega la hora del zapping nos hemos hecho amigos (y perdón por la franqueza) de “Desperate Housewives”; y si se trata de confesar, “Los Exitosos Gomes” nos mantienen ocupados de nueve a diez de la noche. Después coincidimos en las series que todo el mundo ve, como “Friends” (aunque Flora la sigue cada vez con menos ahínco, y yo la defiendo ya por una cuestión de principios) o “Two and a Half Man”.
La hora de los caprichos
En lo que sí he ganado es en las comidas. Un triunfo a medias, una victoria mentirosilla. Ahora depende de mí el alimento a ingerir por las noches. Flora no se mete conmigo en ese terreno y me da libre albedrío sin protestar. Como almuerzo en la casa de mis padres, y por costumbre tengo el pésimo hábito de no ingerir ni medio pan en el desayuno, mi presupuesto alimenticio se reserva para la cena, para el lonche, para el momento del día en que se come mejor. Y ahí manda mi estado de ánimo, la elección la rige lo que voy alucinando a golpe de seis de la tarde, cuando lo engullido en el almuerzo ha pasado a mejor (o peor) vida. Lo negativo aparece también ahí, en la mismísima elección, generalmente dominada por comidas poco sanas. Así desfilan por mi repertorio alimentos como las hamburguesas con queso, los sánguches mixtos dos por uno (dos quesos y dos jamones por pan) o las pizzas caseras, que gracias a un hornito que me regalaron mi hermana y su novio, me salen exquisitas. De esta manera, mientras colmo de colesterol mi organismo y me disfrazo del más elemental de los chef, soy preso de una sensación similar a la que tuve al descubrir que podía viajar en micro solo, que se incrementa cuando de vez en cuando Flora me acepta un bocado, y lo aprueba con una mezcla de felicidad y tierna consideración.
La responsabilidad
Lo primero que descubrimos al dejar el hogar de nuestros padres, y después del período de exaltación y júbilo que significa hallar un terreno para uno mismo, es todo lo que nos ahorramos siendo hijos. O mejor dicho, todo lo que gastaremos a partir de nuestra independencia. La vida es cara aún sin lujos, aún con ayuda de la familia, aún gorreando almuerzos, aún sin hijos. Mi sueldo es un plastiquito de color azul con naranja que funge de vale ante las cajeras de Metro. No había caído jamás en la cuenta de lo doloroso que resulta esa liturgia: la registradora anunciando dígitos que afectan directamente a tu economía y sin siquiera haber pagado por, no sé, un buen plato en el “Antica” o una entrada al cine para ver una película en 3D. Para nada. Hoy gasto 30, 40 hasta 100 soles y mi canasta está repleta de productos que antes me llegaban gratuitos y que jamás me di el tiempo de agradecer. Hablo de consistentes rollos de papel higiénico, pastas de dientes, líquidos para limpiar platos y vasos, venenos para liquidar insectos, desodorantes, shampoos, jabones, frutas, verduras, tallarines, corn flakes. Eso sin contar los que pagaría con gusto, como el queso, el jamón, los salames, la leche condensada, las gaseosas. Felizmente el lado cleptómano que tengo me permite escabullir en mis bolsillos una bolsa diaria de M&M's, que devoro con gusto y pensando cojudamente que el vivo soy yo.
El Metro de Barranco queda muy cerca de mi casa, y es un punto de encuentro para toda la comunidad del distrito. Ahí me topo siempre con la misma gente en mi mismo plan, consumiendo y consumiendo para sobrevivir. A veces me pregunto si sufrirán tanto como yo; si mientras retiran sus billeteras de sus bolsillos accederán a la tristísima conclusión que me atormenta, esa que me indica que la vida laboral es simplemente llegar a un lugar de nueve de la mañana a seis de la tarde para perderte los partidos de la Champions League y el crecimiento de Lionel Messi, y así poder venir a Metro a comprar el lonche. Pero cada loco con su tema.
También me pregunto cómo sería mi vida independiente sin una mujer al lado. Porque la diferencia entre sexos aparece en momentos claves de la convivencia, y las compras forman parte de ellos. Me pasa mucho esta escena: Flora y yo llegando a Metro con la misión de comprar cinco panes y un par de paltas. Mientras nos adentramos en esos pasillos subliminalmente amarillos vamos de la mano. Luego escoge un producto fuera de los planes. La suelto para poder cargarlo. Luego toma otro. Tengo que ir en búsqueda de la carretilla. A pagar. Pensé gastar siete soles. Mi boleta de compra dice 32.
Después veo mi casa impecable. Que no me falta un solo utensilio. Y tengo que aceptar que absolutamente todo lo que Flora escoge es imprescindible. El panorama en soledad se dibuja diametralmente opuesto. No tendría refrigeradora pues sin su empuje no me hubiese puesto las pilas para recoger la que me han prestado. Mis caprichos caducarían y a la larga gastaría más al renovarlos. Viviría en armonía con el polvo que me ofrece gratuitamente el fuerte viento de Barranco, acumularía semanas de ropa sucia, no habría una sola planta, no hubiese cambiado jamás el foco que se me quemó en el baño y habría pasado más de los dos días que pasé alumbrándome en la ducha con una lámpara vieja. Me dejaría vencer por la flojera, esa enemiga que sólo sucumbe cuando Flora me pide un favor.
Los nuevos roles: unas de cal, otras de arena
Por Flora he adoptado algunas acciones que si supieran en mi casa se caerían de espaldas. Por ejemplo yo soy el encargado, en la mayoría de las ocasiones, de lavar los platos, vasos, ollas, licuadoras, sartenes y equis utensilios que utilizamos. Eso es un paso gigantesco si tomamos en cuenta que he crecido sin siquiera levantar el plato hacia la cocina luego de comer. Hoy me aviento a la aventura de abrir el caño y contrarrestar el ruido del agua cantando temas de toda época con una voz que seguramente todos mis vecinos deben reconocer (y detestar). Y en el camino me enfrento a escobillas y restos de comidas, a polos manchados de espuma y a pedidos como el de la última navidad, cuando en mi imaginaria lista de regalos, junto a las zapatillas que alcancé a comprar con las justas, coloqué un mejor escurridor para aligerarme la tarea.
También me encargo de botar la basura. Y eso es quizás lo único que detesto hacer. Todo bien con la de la cocina (pese a que a veces se filtran incontables hormigas en diversas cáscaras de granadillas o tunas), pero la liturgia de extraer la bolsa del tacho del baño es realmente desagradable. Por eso cuando nos caen nuestras pocas visitas ruego porque ninguno tenga que defecar, y si veo a alguno con toda la pinta de querer evacuar lo mando directamente al baño del fondo, donde ni siquiera me he dignado a colocar un tacho, sin importar que los papeles cagados interfieran en las tuberías de todo el edificio.
Otra de mis tareas es tender la cama. O mejor dicho, hacer la finta de que la tiendo, estirando las sábanas y acomodando malamente los pijamas entre las almohadas. Flora está embarazada y me he propuesto aliviarle la carga de esas labores domésticas, pero tampoco soy un fanático. Lógico que tengo otros errores. El cuarto que será de mi hijita está poblado de mis pertenencias y cada vez que Flora llega del trabajo tengo que cerciorarme de que la puerta esté cerrada sino la puedo matar del disgusto. “Cuándo vamos a tener listo esto”, me dice mientras yo intento desaparecer con la mirada tres o cuatro maletines que tengo en el suelo desde que me mudé, mis zapatillas de fútbol con sus pedazos de caucho incluidos, una caja con mi colección de revistas “El Gráfico” que me niego a regalar, y mi objeto más valioso, mi PlayStation 3, que la vez pasada osé en colocar en la cuna que espera a mi bebé, y por poquito me salvé del divorcio.
Dulce espera barranquina
Tengo más de seis meses en la calle Junín, ese pedacito de Barranco que me llevaré para siempre cuando me tenga que mudar. Y he sido exageradamente feliz. Me encanta desenvolverme por las calles como si fuesen una extensión de mi casa. Adoro tener cerca a las boticas, a una bodega completita, al emolientero, a diversas sangucherías, a la Tapa, a Los Reyes Rojos, al malecón, a mi casero que me vende a tres por nueve las películas que ya no veo en el cine. Me aligera la vida tener a todos los bancos a paso de caminante, a un cambista de dólares fiel, a improvisados cuidadores de carros con pinta de asesinos pero que me consideran su causita.
Mi hogar tiene además un aura novedoso a cada momento, y se prepara poco a poco para recibir a la personita que lo seguirá iluminando. Inconcientemente (o tal vez más concientes que nunca) todo paso que damos es por ella. Para Flora tal y como está la casa sería imposible que la albergue, pero para mí está perfecta, sólo falta la hermosa cereza del postre. El techo del cuarto de la bebe se viene pelando por culpa de una inundación en el piso de arriba y quizás es sencillo sospechar que mi desorden continuará por los siglos de los siglos. Pero no es así. Hemos demostrado que nos habituamos a lo que nos dice el destino, y estoy seguro de que cuando la niña llegue todo será hermoso.
Estamos viviendo una etapa linda, que no se da muy a menudo en la vida, y trae consigo mucha responsabilidad. Somos unos verdaderos inexpertos y particularmente ando lleno de miedos. Pero me supera la emoción. Quiero inundar de llantos mis madrugadas, quiero tener que odiar más de la cuenta a Metro por comprar los pañales. Quiero conocer la felicidad verdadera con sonrisas nuevas, con descubrimientos mutuos.
Siempre me he llevado bien conmigo mismo, y la soledad es una compañera muy agradable para mí. Hace un par de meses Flora se fue de viaje dejándome solo por una semana. Aunque de antemano sabía que la extrañaría, confieso que parte de mí tuvo un ligero bochorno de emoción. Podría hacer lo que me diera la gana, ahora sí, con todas las de la ley. Pero por una extraña razón, pese a que jamás le he temido a los fantasmas, no pude dormir. Me agobiaba una añoranza nueva, nunca antes descubierta. Un dolor en el pecho similar a la angustia, rebotes en la cama, malos pensamientos. Entendí entonces que me hacía falta Flora, pero también esa presencia mágica, esos latidos y susurros que valen por dos y que la convierten en la persona que más me importa en la tierra. E interpreté la ausencia como la sentencia de que jamás disfrutaría del despertar solo. Que no volvería a dormir sin ese nuevo amor que venimos forjando desde hace años, pero que recién nació en Barranco, en la mágica e inolvidable calle Junín.
En lo que sí he ganado es en las comidas. Un triunfo a medias, una victoria mentirosilla. Ahora depende de mí el alimento a ingerir por las noches. Flora no se mete conmigo en ese terreno y me da libre albedrío sin protestar. Como almuerzo en la casa de mis padres, y por costumbre tengo el pésimo hábito de no ingerir ni medio pan en el desayuno, mi presupuesto alimenticio se reserva para la cena, para el lonche, para el momento del día en que se come mejor. Y ahí manda mi estado de ánimo, la elección la rige lo que voy alucinando a golpe de seis de la tarde, cuando lo engullido en el almuerzo ha pasado a mejor (o peor) vida. Lo negativo aparece también ahí, en la mismísima elección, generalmente dominada por comidas poco sanas. Así desfilan por mi repertorio alimentos como las hamburguesas con queso, los sánguches mixtos dos por uno (dos quesos y dos jamones por pan) o las pizzas caseras, que gracias a un hornito que me regalaron mi hermana y su novio, me salen exquisitas. De esta manera, mientras colmo de colesterol mi organismo y me disfrazo del más elemental de los chef, soy preso de una sensación similar a la que tuve al descubrir que podía viajar en micro solo, que se incrementa cuando de vez en cuando Flora me acepta un bocado, y lo aprueba con una mezcla de felicidad y tierna consideración.
La responsabilidad
Lo primero que descubrimos al dejar el hogar de nuestros padres, y después del período de exaltación y júbilo que significa hallar un terreno para uno mismo, es todo lo que nos ahorramos siendo hijos. O mejor dicho, todo lo que gastaremos a partir de nuestra independencia. La vida es cara aún sin lujos, aún con ayuda de la familia, aún gorreando almuerzos, aún sin hijos. Mi sueldo es un plastiquito de color azul con naranja que funge de vale ante las cajeras de Metro. No había caído jamás en la cuenta de lo doloroso que resulta esa liturgia: la registradora anunciando dígitos que afectan directamente a tu economía y sin siquiera haber pagado por, no sé, un buen plato en el “Antica” o una entrada al cine para ver una película en 3D. Para nada. Hoy gasto 30, 40 hasta 100 soles y mi canasta está repleta de productos que antes me llegaban gratuitos y que jamás me di el tiempo de agradecer. Hablo de consistentes rollos de papel higiénico, pastas de dientes, líquidos para limpiar platos y vasos, venenos para liquidar insectos, desodorantes, shampoos, jabones, frutas, verduras, tallarines, corn flakes. Eso sin contar los que pagaría con gusto, como el queso, el jamón, los salames, la leche condensada, las gaseosas. Felizmente el lado cleptómano que tengo me permite escabullir en mis bolsillos una bolsa diaria de M&M's, que devoro con gusto y pensando cojudamente que el vivo soy yo.
El Metro de Barranco queda muy cerca de mi casa, y es un punto de encuentro para toda la comunidad del distrito. Ahí me topo siempre con la misma gente en mi mismo plan, consumiendo y consumiendo para sobrevivir. A veces me pregunto si sufrirán tanto como yo; si mientras retiran sus billeteras de sus bolsillos accederán a la tristísima conclusión que me atormenta, esa que me indica que la vida laboral es simplemente llegar a un lugar de nueve de la mañana a seis de la tarde para perderte los partidos de la Champions League y el crecimiento de Lionel Messi, y así poder venir a Metro a comprar el lonche. Pero cada loco con su tema.
También me pregunto cómo sería mi vida independiente sin una mujer al lado. Porque la diferencia entre sexos aparece en momentos claves de la convivencia, y las compras forman parte de ellos. Me pasa mucho esta escena: Flora y yo llegando a Metro con la misión de comprar cinco panes y un par de paltas. Mientras nos adentramos en esos pasillos subliminalmente amarillos vamos de la mano. Luego escoge un producto fuera de los planes. La suelto para poder cargarlo. Luego toma otro. Tengo que ir en búsqueda de la carretilla. A pagar. Pensé gastar siete soles. Mi boleta de compra dice 32.
Después veo mi casa impecable. Que no me falta un solo utensilio. Y tengo que aceptar que absolutamente todo lo que Flora escoge es imprescindible. El panorama en soledad se dibuja diametralmente opuesto. No tendría refrigeradora pues sin su empuje no me hubiese puesto las pilas para recoger la que me han prestado. Mis caprichos caducarían y a la larga gastaría más al renovarlos. Viviría en armonía con el polvo que me ofrece gratuitamente el fuerte viento de Barranco, acumularía semanas de ropa sucia, no habría una sola planta, no hubiese cambiado jamás el foco que se me quemó en el baño y habría pasado más de los dos días que pasé alumbrándome en la ducha con una lámpara vieja. Me dejaría vencer por la flojera, esa enemiga que sólo sucumbe cuando Flora me pide un favor.
Los nuevos roles: unas de cal, otras de arena
Por Flora he adoptado algunas acciones que si supieran en mi casa se caerían de espaldas. Por ejemplo yo soy el encargado, en la mayoría de las ocasiones, de lavar los platos, vasos, ollas, licuadoras, sartenes y equis utensilios que utilizamos. Eso es un paso gigantesco si tomamos en cuenta que he crecido sin siquiera levantar el plato hacia la cocina luego de comer. Hoy me aviento a la aventura de abrir el caño y contrarrestar el ruido del agua cantando temas de toda época con una voz que seguramente todos mis vecinos deben reconocer (y detestar). Y en el camino me enfrento a escobillas y restos de comidas, a polos manchados de espuma y a pedidos como el de la última navidad, cuando en mi imaginaria lista de regalos, junto a las zapatillas que alcancé a comprar con las justas, coloqué un mejor escurridor para aligerarme la tarea.
También me encargo de botar la basura. Y eso es quizás lo único que detesto hacer. Todo bien con la de la cocina (pese a que a veces se filtran incontables hormigas en diversas cáscaras de granadillas o tunas), pero la liturgia de extraer la bolsa del tacho del baño es realmente desagradable. Por eso cuando nos caen nuestras pocas visitas ruego porque ninguno tenga que defecar, y si veo a alguno con toda la pinta de querer evacuar lo mando directamente al baño del fondo, donde ni siquiera me he dignado a colocar un tacho, sin importar que los papeles cagados interfieran en las tuberías de todo el edificio.
Otra de mis tareas es tender la cama. O mejor dicho, hacer la finta de que la tiendo, estirando las sábanas y acomodando malamente los pijamas entre las almohadas. Flora está embarazada y me he propuesto aliviarle la carga de esas labores domésticas, pero tampoco soy un fanático. Lógico que tengo otros errores. El cuarto que será de mi hijita está poblado de mis pertenencias y cada vez que Flora llega del trabajo tengo que cerciorarme de que la puerta esté cerrada sino la puedo matar del disgusto. “Cuándo vamos a tener listo esto”, me dice mientras yo intento desaparecer con la mirada tres o cuatro maletines que tengo en el suelo desde que me mudé, mis zapatillas de fútbol con sus pedazos de caucho incluidos, una caja con mi colección de revistas “El Gráfico” que me niego a regalar, y mi objeto más valioso, mi PlayStation 3, que la vez pasada osé en colocar en la cuna que espera a mi bebé, y por poquito me salvé del divorcio.
Dulce espera barranquina
Tengo más de seis meses en la calle Junín, ese pedacito de Barranco que me llevaré para siempre cuando me tenga que mudar. Y he sido exageradamente feliz. Me encanta desenvolverme por las calles como si fuesen una extensión de mi casa. Adoro tener cerca a las boticas, a una bodega completita, al emolientero, a diversas sangucherías, a la Tapa, a Los Reyes Rojos, al malecón, a mi casero que me vende a tres por nueve las películas que ya no veo en el cine. Me aligera la vida tener a todos los bancos a paso de caminante, a un cambista de dólares fiel, a improvisados cuidadores de carros con pinta de asesinos pero que me consideran su causita.
Mi hogar tiene además un aura novedoso a cada momento, y se prepara poco a poco para recibir a la personita que lo seguirá iluminando. Inconcientemente (o tal vez más concientes que nunca) todo paso que damos es por ella. Para Flora tal y como está la casa sería imposible que la albergue, pero para mí está perfecta, sólo falta la hermosa cereza del postre. El techo del cuarto de la bebe se viene pelando por culpa de una inundación en el piso de arriba y quizás es sencillo sospechar que mi desorden continuará por los siglos de los siglos. Pero no es así. Hemos demostrado que nos habituamos a lo que nos dice el destino, y estoy seguro de que cuando la niña llegue todo será hermoso.
Estamos viviendo una etapa linda, que no se da muy a menudo en la vida, y trae consigo mucha responsabilidad. Somos unos verdaderos inexpertos y particularmente ando lleno de miedos. Pero me supera la emoción. Quiero inundar de llantos mis madrugadas, quiero tener que odiar más de la cuenta a Metro por comprar los pañales. Quiero conocer la felicidad verdadera con sonrisas nuevas, con descubrimientos mutuos.
Siempre me he llevado bien conmigo mismo, y la soledad es una compañera muy agradable para mí. Hace un par de meses Flora se fue de viaje dejándome solo por una semana. Aunque de antemano sabía que la extrañaría, confieso que parte de mí tuvo un ligero bochorno de emoción. Podría hacer lo que me diera la gana, ahora sí, con todas las de la ley. Pero por una extraña razón, pese a que jamás le he temido a los fantasmas, no pude dormir. Me agobiaba una añoranza nueva, nunca antes descubierta. Un dolor en el pecho similar a la angustia, rebotes en la cama, malos pensamientos. Entendí entonces que me hacía falta Flora, pero también esa presencia mágica, esos latidos y susurros que valen por dos y que la convierten en la persona que más me importa en la tierra. E interpreté la ausencia como la sentencia de que jamás disfrutaría del despertar solo. Que no volvería a dormir sin ese nuevo amor que venimos forjando desde hace años, pero que recién nació en Barranco, en la mágica e inolvidable calle Junín.
♥♥♥♥♥♥♥♥♥.......
ResponderEliminarMy fiend.. estoy leyendo a la conciencia en offside después de un tiempo.
ResponderEliminarComo sabes, por culpa de algún genio de sistemas en mi cárcel, me quitaron mi ya establecido hábito de quedarme en offside todos los viernes, de 5 a 6 de la tarde. Lo consideraba la mejor forma de arrancar los esperados fines de semana.
Odio leer en la compu.
Imprime (publica creo que se dice) algo rápidamente. Al menos yo, presupuestaría por leerte.
Saludos a Flora, beso volado a Inés
Tu hermano que te lee
G ó P
solia leerte y aunq deje de hacerlo, me confieso fan...este post solo confirma la percepcion que tengo de ti, de un chico bueno y sensible, que sabe valorar y darle sentido a cada detalle de la vida...Ines es y sera una bendicion para ustedes...antu
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