viernes, 9 de julio de 2010

Mi propio Mundial (Y)

A los que esperan mi análisis de la Copa del Mundo. He aquí la razón de su ausencia.
Es imposible que Inés, mi hija, no sea la protagonista de absolutamente todo lo que me pasa. Lamentablemente para mi pedazo futbolero, su llegada ha estado ligada casi exactamente al Mundial, y ha acaparado en cada gesto, en cada movimiento, una importante porción de mi cerebro que en cualquier otro momento de mi vida hubiese estado cien por ciento sumido en el rodar de la pelota.

Puedo decir que este de Sudáfrica ha sido el primer Mundial de los últimos que me quedan por vivir. Inés ha marcado con tinta indeleble un antes y un después en mi existencia, y el fútbol no es ajeno a esa sentencia. Llego a esa conclusión porque mi hija tiene una relación directa con el hecho de que este haya sido el primer Mundial que me descubre trabajando, que me recibe con responsabilidades. Y a partir de ahora no hay marcha atrás. Hasta el 98 viví la cita más importante del planeta fútbol en el colegio, y para el 2002, en mi condición de relajado estudiante universitario, acomodé horarios de tarde-noche para que las madrugadas me encuentren lúcido, y así disfrutar de todos los partidos del torneo jugado en Japón y Corea. Me di el lujo de escribir una reseña por cada choque, y me quedó un documento de 53 páginas con un detallado análisis de todo lo vivido en el Mundial que consagró a Ronaldo.

En el año 2006 conseguí mi primer trabajo, al que renuncié un mes antes de que ruede el balón en Alemania aduciendo que necesitaba más tiempo para culminar mis estudios, pero con la clara intención de no pasarme un Mundial en la oficina con un sueldo de practicante (y de practicante de periodismo incluso) ni cagando. Por mi edad tenía la certeza de que el 2006 sería mi último Mundial con privilegios, pero uno nunca sabe lo que le tiene reservado el destino en cuatro largos años. En mis pensamientos más optimistas me veía trabajando en un periódico deportivo, y si no me mandaban a Sudáfrica, al menos tendría la obligación de ver toditos los partidos para cuajar mi análisis. Cuando me ponía pesimista me imaginaba desempleado y solo, viviendo de propinas cada vez más misias pero con el tiempo del mundo para encerrarme en mi cuarto a escuchar en mute a Eddie Fleischman. Encima mi experiencia como “perdedor de tiempo” profesional me indicaba que nunca iba a faltar un partner en idéntica situación, y que pese a los bolsillos flacos, siempre se puede hacer “chanchita” para las chelitas. ¡Cuánto me envidiarían mis amigos oficinistas!

Bueno, el destino quiso que Sudáfrica 2010 me halle como padre de una hermosa niña. Viviendo con mi novia en un departamento con un televisor que ni por una broma de mal gusto estuvo en los recientes catálogos de electrodomésticos. E inmerso en los vaivenes de una oficina con horarios vetados para los partidos más importantes. Supe de antemano que no me quedaba otra, y planeé mi estrategia. Coloqué mi despertador a las seis de la mañana para poder apreciar al menos el primer partido del día en primera fase y me compré por 20 soles un VHS de segunda para grabar el partido más chévere del día. Pero todo fue en vano…

Inés entró a tallar con más fuerza que la defensa de Paraguay, con más compromiso que los uruguayos, y me dio la estocada con más contundencia que los inspirados alemanes contra Argentina. Sus despertadas clamando por alimento en las madrugadas fueron como la eliminación de un favorito en primera ronda, y me hacían llegar machacado y con un ojo cerrado al partido de las seis y media. Sus agudos chillidos, justito cuando la acomodaba en su cuna luego de haberla adormilado en mis brazos largo rato trabajando en su pueril psicología (diciéndole bajito que el partido de Brasil estaba por comenzar), fueron como groseros errores arbitrales. Y cuando todo era propicio para un ambiente a cien por ciento fútbol, arremetía con una ocurrencia, con sus primeras sonrisas genuinas, y ni siquiera los espectadores que vieron los partidos de Paraguay junto a Larissa Riquelme estuvieron tan dichosamente distraídos.

Así me pasé este Mundial. Sólo Inés ha sido capaz de sustraerme del fútbol sin generar en mí el mínimo disgusto. Igual me he dado tiempo para ver varios partidos (los de Argentina y Brasil, por ejemplo, los vi toditos; a Alemania y España también los he seguido), y siempre están los programas deportivos y las páginas de Internet para mantener a uno al tanto.

En ese punto quiero mencionar a la otra figura que ha tenido mi propio Mundial: mi hermano Marcelo. Si Inés ha sido la protagonista excluyente, mi hermano ha sido la simpática revelación.

Yo he manifestado desde chico mis deseos de pertenecer al periodismo deportivo, pero por diversos motivos, jamás lo he conseguido. Mi hermano, como todo muchacho de veinte años, no tiene claro qué es lo que quiere hacer por la vida, y luego de haber ingresado a la Universidad Pacífico a la rama de administración sin animarse a llevar al menos un curso, pasó a las filas de la De Lima, en la misma carrera. Al descubrir que los números no le llenaban el alma, y también apoyado por cierto tufillo adolescente que empuja al hueveo más que al sacrificio, ha encallado en la facultad de comunicaciones, desentendiéndose de mis malos ejemplos, y siguiendo la misma línea que han tomado también los primos que más quiere.

Por cosas de la vida él no ha podido estudiar este ciclo, y fuera de deprimirse y de estacionarse y de dedicarse a pasar la vida; fuera de actuar como hubiese actuado yo, decidió buscar trabajo. El destino lo llevó a sumarse a las filas de un conocido portal (peru.com) en la sección, vaya paradoja, de deportes. Mi brother ha sido contratado para cubrir el acontecer deportivo todo el tiempo que dure el Mundial, siendo una de sus funciones narrar el minuto a minuto de los partidos, para deleite de los que como yo, estamos presos en la oficina mientras nuestros ídolos sudan la camiseta.

Mi hermano ha tenido la suerte que anhelé yo hace cuatro años: que te paguen por ver el Mundial. Me he guiado por sus comentarios para saber, por ejemplo, qué tal juega Corea del Sur, o hasta qué punto debí apostar por Ghana antes que por Estados Unidos. Él ha tenido este 2010 lo que yo tuve el 2002: un Mundial completo. Pero al fin y al cabo, trabajo es trabajo, y la vez pasada me rompió el alma cuando me dijo: “pucha, yo antes anhelaba que empiece el Mundial, pero ahora ya quiero que acabe”. Claro, no creo que a ningún fanático le agrade la idea de levantarse a las 5 y media de la mañana para salir al trabajo un domingo mientras ves por la calle a la gente que recién llega de su juerga.

Los mundiales de mi vida están ligados a mi hermano de una u otra manera, porque él llegó al mundo en el 90, cuando yo viví mi primer Mundial con intensidad a los ocho años de edad (aún recuerdo, y él lo ha comprobado, cómo se conformaban todos los grupos de ese torneo). En el 94 me dejó la anécdota más graciosa. Al ver la tanda de penales de la definición por el título entre Brasil e Italia, él estaba efusivo gritando junto a mi familia los goles de Brasil. En un penal convertido por Italia su cerebrito de cuatro años gritó el gol con mucha fuerza, pero al notar el silencio del resto como respuesta, atinó a decir, vivazo y sobre la marcha, y sin bajar la intensidad de su voz, “qué pena, qué pena”. En el 98 se le dio por ser grande, y quería estar a la altura de los conocimientos que teníamos mi viejo y yo, que tertuliábamos a menudo sobre fútbol junto a él. Y un día agarró uno de esos cards con la estampa de los jugadores y empezó a leer los nombres de algunos con mucha familiaridad. Y empezó con Seedorf (había que tener un mínimo conocimiento futbolero para saber que la doble “e” en Seedorf se pronunciaba como “i”) pero él leyó el nombre con “e”, y encima, confundido por el holograma, le agregó otra “e” al final, entonces sonó “Sedorfe”. Las burlas no tardaron en aparecer, acentuándose cuando en lugar de leer Alcorta, dijo “Alcorrata”.

En el 2002 le llegó el principio de la adolescencia, y decidió bajar esa barriga rolliza que amenazaba con quedarse de manera perenne, y en medio de dietas que lo privaron de sus tortillas de fideos inter diarias y de sus canchitas de mantequilla (con su chupada de bolsa más), fue formando al muchacho fuerte y esbelto que es hoy. De paso ese año dejó de jugar conmigo a otra cosa que no sea PlayStation, y tanto nuestras mechitas a lo Dragon Ball como nuestras pichangas en el jardín de mi casa pasaron a la historia.

En el 2006 encontró el amor, y acabó el colegio y se hizo más alto que yo y aprendió a “chupar” al ritmo de mis amigos más borrachos, y contra todos los pronósticos, se hizo un jugador de fútbol importante. Y este 2010 lo ha pasado trabajando, en un acto por el que jamás dejaré de sacarme el sombrero, y por el que lo felicito y le agradezco. Ha cobrado su primer sueldo, y bondadoso como siempre, me hizo el único regalo que recibí en mi primer día del padre. Marcelo no tiene el talento que tengo yo para jugar al fútbol, pero en base a garra y temperamento, me ha ido superando. Hoy le digo, y no le miento, que en el 2002 escribí 53 páginas sobre el Mundial, las mismas que hoy reviso y me avergüenzan. Y que él ya dio los pasos para superarme en todo, hasta escribiendo.

A mi hijita Inés le contaré más adelante que el año en que nació fue un año de Mundial. Que mientras yo me iba enamorando de su sonrisa, en Sudáfrica los mejores representantes del deporte más hermoso del mundo pugnaban por la gloria. Se enterará que por el segundo gol de Tévez a México le arranché fuerte de la boca la mamadera haciéndola llorar, y que por limpiarle un vómito travieso me perdí el gol de Robinho a Chile. Le contaré que contra mi pesar no fue el Mundial de Maradona ni de Messi; menos de Dunga ni de Kaká. Le diré que para mí fue el Mundial de ella, y que sin que importe el ganador entre España y Holanda, el campeón fue mi hermano, su tío Marcelo.

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