"Llevo tus marcas en mi piel, y hoy sólo te vuelvo a ver"
1
De pronto una tibia garúa con olor a mañana mansa, el cielo gris asolapado por la brisa y mis pasos coordinados en una calle que me conoce demasiado me llevan a pensar que efectivamente, podría vivir en San Bartolo todo el año. Contagiado por el optimismo sin que importe mucho que me alisto para ir a trabajar, que debo llegar al auto surcando ladridos mendigantes de perros escuálidos y hambrientos, y que la vasta de mi pantalón se empapa sin tregua de húmedo barro, digo para mí mismo que con un auto a gas, una casa con cochera y cable pirateado me pasaría los inviernos en mi playa, yendo y viniendo hacia y desde la Lima de las combis, la bulla y los aires sobrepoblados. Aquí podría educar a Inés en sus primeros años de vida. Aquí la contagiaría del amor por el mar (pese a que nunca pude adoptarlo del todo). Aquí le enseñaría que es posible y hermoso caminar sin esquivar transeúntes apurados y conductores distraídos. Inés podría contar con un espacio, a media hora del mundo real, donde la naturaleza sea venerada, y el silencio y la soledad vistos como fuentes de inspiración y no de aburrimiento. He llegado a San Bartolo para el feriado por el cumpleaños del Perú. Creo que es la primera vez en diez años que no he salido de Lima. Antes, con el plus de las vacaciones universitarias y las ganas de escapar, pasaba las Fiestas Patrias en el Cusco, Máncora, Iquitos, Huaraz; o hasta en las desérticas playas del norte chico. Esta vez no ha habido tiempo. Esta vez tengo a mi cargo una niña de dos meses y medio. Pero ante la posibilidad de “honguearme” en mi casa, con el húmedo y letal aire de Barranco como protagonista, mi San Bartolo querido me ha cobijado, como tantas veces. Esta vez no ha sido “por último a San Bartolo”.
2
Inés no lo sabe, y no lo entiende cuando se lo cuento con voz alta mientras la llevo en su coche en su primer paseo por el malecón donde crecí, por las veredas donde me caí y me levanté, por la esquina en donde me emborraché junto a mis cómplices compatriotas de mi patria veraniega, por el pasaje donde conversé por primera vez con su mamá. Pero es inevitable emocionarme. Es inevitable desear toparme de nuevo con los personajes que hicieron más atractivo el cuento de mi vida, para que me descubran junto a mi logro más preciado, junto al fruto de mi futuro tan lejano y tan cercano de mis recuerdos de tardes sin zapatos y ganas de todo menos de Lima. Aquí fue, le digo, y ella sonríe, se estira y bosteza al mismo tiempo, y guardo para mí la continuación de la frase porque evoco tantas posibilidades.
3
Flora nos dará el encuentro. No se lo dije, pero necesitaba un momento a solas junto a Inés y San Bartolo. Porque San Bartolo tiene en mí dos etapas, en una está Flora y en la otra no. En una soy un niño y en la otra un aprendiz de padre. E Inés ocupa tanto mi mundo que hasta la quiero partícipe de mi despedida hacia esa niñez de la que jamás me despedí a solas, y su coche corta el viento y no es difícil la nostalgia, por mis primos que se han casado o se han ido a Barcelona o a Canadá, por los paseos a toda velocidad de copiloto en la bicicleta de un amigo que ni sabrá hoy que soy papá, por el lujoso inmueble que ha crecido sobre el patio de la casa en donde jugué mis primeros partidos junto a mis primeros compinches y por la noche tuve mis primeras fiestas con las primeras chicas que no pude besar.
4
Pero ya no hay nadie. Ya nada es igual. Ni siquiera en el verano. Y no es justo, pienso para mí mismo, querer impregnar de un amor que fue y es mío a mi hija. No es justo que ella crezca con las anécdotas de un pasado con niños a montones y bicicletas y casas abiertas cuando a lo mucho tendrá como compañeros a mis propios amigos, mientras se emborrachan en la playa junto a mí y mis recuerdos, y la contemplan, y piensan que ellos pronto, muy pronto, pero todavía, y ya nadie anda en bicicleta porque los sábados la gente chupa desde temprano y no sabes si te toparás con un borracho con complejo de Ayrton Senna o con un mañoso que te ha estado observando hace semanas pero no te diste cuenta, y las casas están cerradas y los autos en cocheras que te cuestan cinco soles y te empujan a la flojera y a caminar sin ganas en el retorno, porque si te descuidas te rompen la luna.
5
Flora está con nosotros ahora. Y vuelve la felicidad a mi mente. Esta es mi familia. Lo he logrado. Aquí fui parte de un sueño cuando mis abuelos paternos y maternos coincidieron en San Bartolo. En este suelo fui una realidad junto a mis padres, y les regalé una familia con tardes de postal como esta, comprando “bombas” y “quequitos” en la panadería que hoy ofrece hasta Ciabattas. Aquí finalmente mi semilla ha crecido, y lo que sembré con entusiasmo, aciertos y muchos errores lanza frases indescriptibles en un idioma mágico que me lleva a la genuina carcajada. ¿Vivirías todo el año en San Bartolo?, le pregunto a Flora. Y ella responde afirmativamente. Y sin dudarlo. Lo vamos a hacer, pienso, se lo debo a mi balneario. Se lo debemos.
6
El parque principal de San Bartolo tiene jardín. El verde prevalece en lo que fue color arcilla por primera vez desde que tengo uso de razón. Es sin duda una buena gestión del alcalde actual. Igual que las veredas del malecón, que hoy son lisas y ya no apestan a desagüe camino al bufadero. El progreso se ha llevado las huellas de mil caídas y heridas. El alcalde actual persigue en estas épocas electorales su segunda reelección. Es decir, lucha por seguir en el podio por tercer proceso consecutivo. Mal no lo ha hecho. En realidad, pienso, para destacar no tenía que hacer mucho, porque antes de él los alcaldes se dedicaban a regalar terrenos en pos de votos y aceptación, y a robar y a chupar mientras le abrían todas las puertas a la “invasión”. Hoy San Bartolo tiene agua potable. Increíble. Increíble que en estos tiempos “modernos” eso resulte “increíble”.
7
En el parque que hoy está verde y donde se encuentra la iglesia en la que bautizaron a mi hermano y a la que desde ese momento, en febrero o marzo del 92 o 93, habré regresado sólo un par de veces, hay una construcción obra de Sedapal. Un mini imperio cercado de colores metálicos donde yacen un par de máquinas grandes que fungen de desaguadero (según la “casera” que me vende guargüeros y bolitas y alfajores de miel y manjarblanco). Ese es el principal motor del progreso en San Bartolo. La principal obra del alcalde. Qué más da, que gane de nuevo. Dicen que esta vez tiene once competidores, pero cada uno más incapaz que el otro. Conozco a uno, pero no lo suficiente como para catalogarlo como capaz o incapaz. Esa construcción de Sedapal, no podía ser de otra manera, tiene fama de “trucha”. Anda en líos con la ley por evasión de costos (asumo). Frente a ella hay un pedazo de concreto donde se ha escrito la frase “Bienvenidos a San Bartolo” (o algo parecido). Decido que le quiero tomar una foto a Flora junto a Inés con ese letrero de cemento como fondo. Y casi al instante un policía veterano, chaparro y con bigotes de nazi salta de su guarida y me ordena que me retire, que aquí están prohibidas las fotos. Recuerdo de inmediato haber leído algunas noticias y pienso, “no quieren periodistas y me han confundido con uno de ellos”. Opto por retirarme, pero Flora quiere explicaciones. Obvio, no pueden expulsar a nadie de un parque público. El tombo, amaestrado sin duda por el alcalde, no desea discutir y alza la voz. Flora contragolpea y el infeliz le grita “¡retírese!”, con autoridad de escuela militar. Me deja frío y no logro contestarle más que con una mirada de odio. Flora se termina por largar del lugar y echa humo de la rabia. Y yo no la he defendido. En esa guerra interna por conquistarla de todos los días que es la convivencia, hoy he perdido. Y mal. Y por culpa de ese hijo de la gran puta que encima ha hecho llorar a mi hija. El primer llanto por susto de su vida. El primer grito autoritario que escucha, de esos que me he jurado jamás lanzarle. Me lleno de rabia. Soy muy tranquilo, me digo. A veces eso es malo. Y pienso que ya no quiero vivir en San Bartolo. Y que no quiero que gane la reelección el actual alcalde. Y no siento pudor al desear, frente a la iglesia del bautizo de mi hermano, que le de un cáncer terminal en no pocos años a ese tombo de mierda.
8
Mi feriado por Fiestas Patrias se cortó el viernes 30, y debí regresar a Lima por la mañana para volver en la noche, como lo hacían mi padre y mis tíos en los veranos de mi infancia. Nunca le he dado espacio en mis pensamientos a esa liturgia. Hoy que soy el protagonista recuerdo que varias veces, sobre todo los viernes, venían acompañados, en grupos de dos o máximo de tres. No sé si lo hacían por ahorrar gasolina o por hacer más divertido el trayecto. A veces llenaban de latas de cerveza los interiores del auto, y tal vez sea esa la razón que envuelve todo. Hubo varios veranos, sin embargo, que mi padre regresaba todas las noches sin compañía hacia San Bartolo. Escuchaba noticias de fútbol por la radio, o algún cassette que repetía sin cansarse. No es sencillo, pienso hoy que estoy en su lugar. Pero tiene su lado placentero. Es de noche. El trayecto de ida pasa más rápido por la responsabilidad. Me he portado como todo un padre de familia. He salido de mi trabajo, he recogido la ropa sucia de mi casa para llevarla a la lavandería, he ido al supermercado a comprar algunos insumos y estoy surcando el tráfico detestable de la avenida Huaylas. En algunos minutos menguará y estaré en la carretera, emulando a mi padre y a mis tíos. No me acompaña nadie. Tampoco abro ninguna lata de cerveza. Tengo el auto repleto de objetos propios de mi nueva vida, de esos que sólo por Inés estoy llevando. No escucharé fútbol. Mi tiempo es distinto al de mi padre, y ya por Internet y a mi ritmo, me he enterado de todo el acontecer deportivo, cultural y hasta político. Le he perdido paciencia al dial de nuestra FM, así que volveré a mis viejos discos piratas, escondidos en medio de bolsas de ropa, estufas, hervidores de agua, almohadas, edredones de plumas. Me cuesta dos semáforos encontrar el estuche con mi música y pienso que sólo por ese motivo, hubiese sido mejor viajar acompañado. Felizmente atrapo ese viejo objeto cuadrado de color negro, que los chicos que no son del tiempo de mi padre ni de mi tiempo han cambiado por una especie de cajetilla de cigarros de lustroso plástico al que llaman Ipod. Mi música se resume sobre todo a un cantante: Andrés Calamaro. Él, con diferentes versiones, ocupa el 70% de mi repertorio. Lo escojo sin protestar. Tomo un disco que recopila diversas canciones en vivo. Quiero casi a la fuerza que alguna me haga pensar en Inés, pero el buen Andrés se ha hecho padre tarde. Entonces me sumerjo en todo tipo de pensamientos. La noche tiene la facultad de ponerme negativo y melancólico y optimista y jubiloso a la vez. Como Calamaro. De pronto ya no estoy pensando en nada en particular. Y en todo al mismo tiempo. Me atrapa el cansancio y me pesa el alma. Imploro por fuerzas por ganar la guerra de esta noche. Y el equipo de música de mi auto ahora me regala a nuestro cantante favorito en sus tiempos de Los Rodríguez, y vuelvo a interpretar el papel del hombre que está por regresar a su casa, porque San Bartolo es mi casa, a encontrarse con la sonrisa de su hija. Y le creo al maestro cuando dice que “esta vez el dolor va a terminar”. Claro que sí. Y todo lo demás también.
De pronto una tibia garúa con olor a mañana mansa, el cielo gris asolapado por la brisa y mis pasos coordinados en una calle que me conoce demasiado me llevan a pensar que efectivamente, podría vivir en San Bartolo todo el año. Contagiado por el optimismo sin que importe mucho que me alisto para ir a trabajar, que debo llegar al auto surcando ladridos mendigantes de perros escuálidos y hambrientos, y que la vasta de mi pantalón se empapa sin tregua de húmedo barro, digo para mí mismo que con un auto a gas, una casa con cochera y cable pirateado me pasaría los inviernos en mi playa, yendo y viniendo hacia y desde la Lima de las combis, la bulla y los aires sobrepoblados. Aquí podría educar a Inés en sus primeros años de vida. Aquí la contagiaría del amor por el mar (pese a que nunca pude adoptarlo del todo). Aquí le enseñaría que es posible y hermoso caminar sin esquivar transeúntes apurados y conductores distraídos. Inés podría contar con un espacio, a media hora del mundo real, donde la naturaleza sea venerada, y el silencio y la soledad vistos como fuentes de inspiración y no de aburrimiento. He llegado a San Bartolo para el feriado por el cumpleaños del Perú. Creo que es la primera vez en diez años que no he salido de Lima. Antes, con el plus de las vacaciones universitarias y las ganas de escapar, pasaba las Fiestas Patrias en el Cusco, Máncora, Iquitos, Huaraz; o hasta en las desérticas playas del norte chico. Esta vez no ha habido tiempo. Esta vez tengo a mi cargo una niña de dos meses y medio. Pero ante la posibilidad de “honguearme” en mi casa, con el húmedo y letal aire de Barranco como protagonista, mi San Bartolo querido me ha cobijado, como tantas veces. Esta vez no ha sido “por último a San Bartolo”.
2
Inés no lo sabe, y no lo entiende cuando se lo cuento con voz alta mientras la llevo en su coche en su primer paseo por el malecón donde crecí, por las veredas donde me caí y me levanté, por la esquina en donde me emborraché junto a mis cómplices compatriotas de mi patria veraniega, por el pasaje donde conversé por primera vez con su mamá. Pero es inevitable emocionarme. Es inevitable desear toparme de nuevo con los personajes que hicieron más atractivo el cuento de mi vida, para que me descubran junto a mi logro más preciado, junto al fruto de mi futuro tan lejano y tan cercano de mis recuerdos de tardes sin zapatos y ganas de todo menos de Lima. Aquí fue, le digo, y ella sonríe, se estira y bosteza al mismo tiempo, y guardo para mí la continuación de la frase porque evoco tantas posibilidades.
3
Flora nos dará el encuentro. No se lo dije, pero necesitaba un momento a solas junto a Inés y San Bartolo. Porque San Bartolo tiene en mí dos etapas, en una está Flora y en la otra no. En una soy un niño y en la otra un aprendiz de padre. E Inés ocupa tanto mi mundo que hasta la quiero partícipe de mi despedida hacia esa niñez de la que jamás me despedí a solas, y su coche corta el viento y no es difícil la nostalgia, por mis primos que se han casado o se han ido a Barcelona o a Canadá, por los paseos a toda velocidad de copiloto en la bicicleta de un amigo que ni sabrá hoy que soy papá, por el lujoso inmueble que ha crecido sobre el patio de la casa en donde jugué mis primeros partidos junto a mis primeros compinches y por la noche tuve mis primeras fiestas con las primeras chicas que no pude besar.
4
Pero ya no hay nadie. Ya nada es igual. Ni siquiera en el verano. Y no es justo, pienso para mí mismo, querer impregnar de un amor que fue y es mío a mi hija. No es justo que ella crezca con las anécdotas de un pasado con niños a montones y bicicletas y casas abiertas cuando a lo mucho tendrá como compañeros a mis propios amigos, mientras se emborrachan en la playa junto a mí y mis recuerdos, y la contemplan, y piensan que ellos pronto, muy pronto, pero todavía, y ya nadie anda en bicicleta porque los sábados la gente chupa desde temprano y no sabes si te toparás con un borracho con complejo de Ayrton Senna o con un mañoso que te ha estado observando hace semanas pero no te diste cuenta, y las casas están cerradas y los autos en cocheras que te cuestan cinco soles y te empujan a la flojera y a caminar sin ganas en el retorno, porque si te descuidas te rompen la luna.
5
Flora está con nosotros ahora. Y vuelve la felicidad a mi mente. Esta es mi familia. Lo he logrado. Aquí fui parte de un sueño cuando mis abuelos paternos y maternos coincidieron en San Bartolo. En este suelo fui una realidad junto a mis padres, y les regalé una familia con tardes de postal como esta, comprando “bombas” y “quequitos” en la panadería que hoy ofrece hasta Ciabattas. Aquí finalmente mi semilla ha crecido, y lo que sembré con entusiasmo, aciertos y muchos errores lanza frases indescriptibles en un idioma mágico que me lleva a la genuina carcajada. ¿Vivirías todo el año en San Bartolo?, le pregunto a Flora. Y ella responde afirmativamente. Y sin dudarlo. Lo vamos a hacer, pienso, se lo debo a mi balneario. Se lo debemos.
6
El parque principal de San Bartolo tiene jardín. El verde prevalece en lo que fue color arcilla por primera vez desde que tengo uso de razón. Es sin duda una buena gestión del alcalde actual. Igual que las veredas del malecón, que hoy son lisas y ya no apestan a desagüe camino al bufadero. El progreso se ha llevado las huellas de mil caídas y heridas. El alcalde actual persigue en estas épocas electorales su segunda reelección. Es decir, lucha por seguir en el podio por tercer proceso consecutivo. Mal no lo ha hecho. En realidad, pienso, para destacar no tenía que hacer mucho, porque antes de él los alcaldes se dedicaban a regalar terrenos en pos de votos y aceptación, y a robar y a chupar mientras le abrían todas las puertas a la “invasión”. Hoy San Bartolo tiene agua potable. Increíble. Increíble que en estos tiempos “modernos” eso resulte “increíble”.
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En el parque que hoy está verde y donde se encuentra la iglesia en la que bautizaron a mi hermano y a la que desde ese momento, en febrero o marzo del 92 o 93, habré regresado sólo un par de veces, hay una construcción obra de Sedapal. Un mini imperio cercado de colores metálicos donde yacen un par de máquinas grandes que fungen de desaguadero (según la “casera” que me vende guargüeros y bolitas y alfajores de miel y manjarblanco). Ese es el principal motor del progreso en San Bartolo. La principal obra del alcalde. Qué más da, que gane de nuevo. Dicen que esta vez tiene once competidores, pero cada uno más incapaz que el otro. Conozco a uno, pero no lo suficiente como para catalogarlo como capaz o incapaz. Esa construcción de Sedapal, no podía ser de otra manera, tiene fama de “trucha”. Anda en líos con la ley por evasión de costos (asumo). Frente a ella hay un pedazo de concreto donde se ha escrito la frase “Bienvenidos a San Bartolo” (o algo parecido). Decido que le quiero tomar una foto a Flora junto a Inés con ese letrero de cemento como fondo. Y casi al instante un policía veterano, chaparro y con bigotes de nazi salta de su guarida y me ordena que me retire, que aquí están prohibidas las fotos. Recuerdo de inmediato haber leído algunas noticias y pienso, “no quieren periodistas y me han confundido con uno de ellos”. Opto por retirarme, pero Flora quiere explicaciones. Obvio, no pueden expulsar a nadie de un parque público. El tombo, amaestrado sin duda por el alcalde, no desea discutir y alza la voz. Flora contragolpea y el infeliz le grita “¡retírese!”, con autoridad de escuela militar. Me deja frío y no logro contestarle más que con una mirada de odio. Flora se termina por largar del lugar y echa humo de la rabia. Y yo no la he defendido. En esa guerra interna por conquistarla de todos los días que es la convivencia, hoy he perdido. Y mal. Y por culpa de ese hijo de la gran puta que encima ha hecho llorar a mi hija. El primer llanto por susto de su vida. El primer grito autoritario que escucha, de esos que me he jurado jamás lanzarle. Me lleno de rabia. Soy muy tranquilo, me digo. A veces eso es malo. Y pienso que ya no quiero vivir en San Bartolo. Y que no quiero que gane la reelección el actual alcalde. Y no siento pudor al desear, frente a la iglesia del bautizo de mi hermano, que le de un cáncer terminal en no pocos años a ese tombo de mierda.
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Mi feriado por Fiestas Patrias se cortó el viernes 30, y debí regresar a Lima por la mañana para volver en la noche, como lo hacían mi padre y mis tíos en los veranos de mi infancia. Nunca le he dado espacio en mis pensamientos a esa liturgia. Hoy que soy el protagonista recuerdo que varias veces, sobre todo los viernes, venían acompañados, en grupos de dos o máximo de tres. No sé si lo hacían por ahorrar gasolina o por hacer más divertido el trayecto. A veces llenaban de latas de cerveza los interiores del auto, y tal vez sea esa la razón que envuelve todo. Hubo varios veranos, sin embargo, que mi padre regresaba todas las noches sin compañía hacia San Bartolo. Escuchaba noticias de fútbol por la radio, o algún cassette que repetía sin cansarse. No es sencillo, pienso hoy que estoy en su lugar. Pero tiene su lado placentero. Es de noche. El trayecto de ida pasa más rápido por la responsabilidad. Me he portado como todo un padre de familia. He salido de mi trabajo, he recogido la ropa sucia de mi casa para llevarla a la lavandería, he ido al supermercado a comprar algunos insumos y estoy surcando el tráfico detestable de la avenida Huaylas. En algunos minutos menguará y estaré en la carretera, emulando a mi padre y a mis tíos. No me acompaña nadie. Tampoco abro ninguna lata de cerveza. Tengo el auto repleto de objetos propios de mi nueva vida, de esos que sólo por Inés estoy llevando. No escucharé fútbol. Mi tiempo es distinto al de mi padre, y ya por Internet y a mi ritmo, me he enterado de todo el acontecer deportivo, cultural y hasta político. Le he perdido paciencia al dial de nuestra FM, así que volveré a mis viejos discos piratas, escondidos en medio de bolsas de ropa, estufas, hervidores de agua, almohadas, edredones de plumas. Me cuesta dos semáforos encontrar el estuche con mi música y pienso que sólo por ese motivo, hubiese sido mejor viajar acompañado. Felizmente atrapo ese viejo objeto cuadrado de color negro, que los chicos que no son del tiempo de mi padre ni de mi tiempo han cambiado por una especie de cajetilla de cigarros de lustroso plástico al que llaman Ipod. Mi música se resume sobre todo a un cantante: Andrés Calamaro. Él, con diferentes versiones, ocupa el 70% de mi repertorio. Lo escojo sin protestar. Tomo un disco que recopila diversas canciones en vivo. Quiero casi a la fuerza que alguna me haga pensar en Inés, pero el buen Andrés se ha hecho padre tarde. Entonces me sumerjo en todo tipo de pensamientos. La noche tiene la facultad de ponerme negativo y melancólico y optimista y jubiloso a la vez. Como Calamaro. De pronto ya no estoy pensando en nada en particular. Y en todo al mismo tiempo. Me atrapa el cansancio y me pesa el alma. Imploro por fuerzas por ganar la guerra de esta noche. Y el equipo de música de mi auto ahora me regala a nuestro cantante favorito en sus tiempos de Los Rodríguez, y vuelvo a interpretar el papel del hombre que está por regresar a su casa, porque San Bartolo es mi casa, a encontrarse con la sonrisa de su hija. Y le creo al maestro cuando dice que “esta vez el dolor va a terminar”. Claro que sí. Y todo lo demás también.
Que buena, hoy estuve por San Bartolo. Gracias a la conciencia pude hasta oler a mi patria. Gracias por ahorrarme el peaje hermano.
ResponderEliminar…Como no estaba cerca para mandar a la reconchadesumadre a ese tombo que asustó a mi sobrina, quien crecerá en San Bartolo como nosotros y aprenderá a lidiar con ellos pronto. Su tío búlgaro le enseñará un par de frases a escondidas que podrá usar para defenderse de injusticias… q HDP realmente.. un abrazo y beso a Inés... Tu hermano y cómplice..
Hasta Buenos Aires se sintió el olor de San Bartolo. Que gran texto, me acaba de acompañar en mi solitaria noche dominguera en Boedo. Nunca faltan los ignorantes e idiotas, lidiaste con ellos como chiquillo y ahora deberás lidiar con ellos como padre. La vida sigue.
ResponderEliminarUn abrazo a la distancia, sobrino.