A los nuevos visitantes. Les debía un post hace un tiempo. Y esta confesión es lo mejor que les puedo ofrecer.
Hace un par de meses acudí a una conferencia para comunicadores sociales organizada por Telefónica en la Universidad Pacífico. Los tres expositores del evento nos informaban sobre la relación de su empresa con la responsabilidad social, término muy en boga los últimos tiempos. Los pormenores de sus discursos los olvidé al cabo de unos días, y de aquella mañana sólo conservo el sabor de los bocaditos ofrecidos en el coffee break y el par de elegantes cuadernos que nos regalaron junto a un USB con máscara de madera que fungía de ecológico. Y sobre todo, me quedo con las diversas impresiones que aparecieron en mi cerebro al notarme nuevamente en una universidad. Los pasillos uniformes con olor a nervio, las oficinas de los bancos con disfraz de robo, el andar de los muchachos tan ajenos al acontecer de su país.
La universidad fue una etapa compleja y larga en mi vida. Un estigma maldito que muchas veces amenazó con liquidarme. Y también el espacio donde arañé la felicidad, en el que me desligué de la niñez y aprendí a valérmelas por mí mismo. Mi currículum universitario acumula anécdotas de todo tipo. Y también decisiones cruciales. Mi tiempo como estudiante anduvo a la par de mi desarrollo personal. Tuve mi primera clase siendo un asustadizo adolescente poco familiarizado con la calle y al terminar mi último examen era un hombre de ideas y opiniones claras, con una perspectiva (buena o mala) de lo que quería para mi futuro. ¿Eso se logra en cinco años? Creo que no, o en todo caso, es muy difícil. Yo me tomé más tiempo. Mucho más tiempo. Y aunque a veces el mundo laboral me ha pasado factura, no me arrepiento de nada.
Yo acabé mis estudios en la Universidad de Lima, pero no fue mi única “Alma Mater”. Llegué a ese recinto a punto de cumplir 22 años, y lo hice trasladado de la Universidad San Martín de Porres. Pero antes de arribar a esa popular casa de estudios donde predominaba la gente de barrio y que albergaba a la facultad de Comunicaciones en la avenida Brasil, pasé por su antítesis: la acaudalada y modernísima UPC.
Yo fui continuamente un alumno “caleta”, y aunque no me considero miembro del club bautizado por mi profesor Julio Hevia como “los que pasaron por la universidad pero la universidad no pasó por ellos”, mantuve siempre un perfil bajo. Y pese a mi introspección y a la timidez, encontré muchos amigos y me llegué a posicionar como alguien “respetable” para algunos (mis favoritos) profesores. Pero la UPC fue mi cruz. Mi primera experiencia universitaria fue un ring de boxeo con el Tyzon de inicios de los noventa como rival. Un knockout absoluto.
Observando desde el pasillo “V” de la Pacífico a los alumnos que socializaban en la rotonda me acordé mucho de mis tiempos en la UPC. “Yo debo haber sido así”, me decía mientras analizaba a un muchacho solitario de pasos apurados abandonar su salón con dirección a la puerta de salida de la universidad. “Chicos como esos yo odiaba”, recordaba mirando a los típicos extrovertidos que se ganan con los abrazos empalagosos de las mujeres más bonitas. Cuando ingresé a la UPC no había cumplido los 18 años y provenía de un colegio hermoso, en donde me habían tratado durante diez años con un cariño maternal. Y sabemos que las madres en su afán de protección delegan ciertas taras muy difíciles de superar. Entonces no contaba con las armas para socializar más allá de los límites de la avenida Cajamarca en Barranco, donde gobernaban Los Reyes Rojos. Veía con sumisión a los que aparentaban más carácter y look (que en la UPC parecían ser todos). Y lo que es peor, no tenía ni la más puta ambición por estudiar.
Anduve poco más de un año en la UPC, y fuera de arranchar del bolsillo de mi padre apoteósicas cantidades de soles para pagar boletas cada 20 días, en mi desarrollo, digamos, intelectual, no obtuve nada a cambio. Me la pasé con mucho más pena que gloria por las asignaturas introductorias de esa universidad que tenía la patética regla de aprobar a los alumnos con 13 y no con 11. Y al descubrirme en la “Bica” en un par de cursos que se me hacían imposibles, decidí tirar la toalla. Pero personalmente sí aprendí mucho en la UPC. Entendí que existían profesores distintos a los de mi colegio, y que a partir de ese momento sería un código y a lo mucho un apellido. Encontré entre las sombras a varios semejantes con los que me metí mis primeras juergas bravas. Descubrí lo mágico de ser libre mientras me tiraba la pera para mataperrear en la cancha de fulbito o en el billar más cercano. Y me acomodé al sistema de los universitarios, aquel que consiste en almorzar a deshoras en guariques para regresar a clases por la tarde, sacar fotocopias en cantidades siderales y chapar combis en lugar de taxis.
Toda primera vez es trascendente, y la UPC, con sus certeros golpes de puño y sus poses de mujer inalcanzable, tiene un pedacito de mi alma escondida por algún rincón de sus modernos edificios (quizás en el baño del pabellón “A”). Es rarísimo porque fue una etapa que no sumó nada a mi situación de estudiante, porque al fin y al cabo, pese a que me convalidaron pocas asignaturas, algunas notas de mis tiempos en la San Martín están en mi registro final de la De Lima, pero de la UPC no existen rastros. Los amigos que he escogido como compañeros eternos de mi vida aparecieron después, e incluso mi única ex novia era una perfecta desconocida para mí por esos días. Pero es verdad, yo estuve ahí. Conocí gente, conversé con algunas (poquísimas) mujeres, jugué fulbito, aprobé exámenes, hice trampa, me decepcioné con un 12.3 en un curso por el que me había esforzado mucho. Me enamoré de alguien.
En realidad me enamoré dos veces. Por esos tiempos mis amores eran platónicos, y no me dolía aceptarlo. Venía aún con las huellas de un idilio por una chica de mi colegio a la que jamás me animé a hablar, y no estaba preparado para cambiar de estigma en mi primera experiencia universitaria. La primera chica que me gustó se llamaba Araceli. Hay que obviar su nombre de night club e imaginar a una mujer que podía volver loco a cualquier chiquillo de 17 añitos. Alta, de pelo castaño, mayor que yo, de cara preciosa. Con ella desarrollé mi vocación de espía. Sabía las horas en las que coincidíamos en la universidad y la veía llegar, siempre sola, a sus salones de turno. Soñaba con alguna posibilidad de hablarle, de encontrarla en la combi, de recogerle algún cuaderno olvidado.
Nunca pasó nada. La única vez que su mirada se cruzó con la mía fue casi al finalizar mi primer ciclo, cuando se acercaba el verano y me pasaría sin verla tres meses o más. Yo estaba en el cuarto piso del pabellón por el que siempre la observaba, y a sabiendas de su total indiferencia, lo hacía sin reparos. Hasta que un día casi a la par de los primeros movimientos de mis ojos (que eran suyos en esos momentos) ella alzó la mirada. Me descubrió. Mi primer instinto fue cambiar de dirección, pero algo me llevó a quedarme quieto. Tuvimos conexión visual durante tres larguísimos segundos. Y juro que me sonrió. Ella era mayor que yo, y tal vez mi anatomía de ese entonces (escuálida y de rebelde cabellera) le pareció tierna, pero me sonrió. Quedé con el corazón extasiado y el rostro enrojecido de pasión. Me convertí en un zombie enamorado esa tarde y hasta el final del ciclo. Nunca más la volví a ver.
Pero si Araceli poseía una belleza mitológica y los dominios de su cuerpo estaban reservados para alguien mucho más cuajado que yo, la segunda chica por la que perdí la razón llevaba el aura un poco más alcanzable. Se llamaba Rocío, y a diferencia de Araceli, tenía mi edad, y coincidí con ella en un par de cursos del segundo ciclo que llevé en la UPC. Tenía la piel canela pero el pelo rubio. Unos ojos de gata y semblante de antagonista de novela juvenil. Habían rondando chicas más bonitas que Rocío, pero ella nos traía locos a todos los hombres del salón. Todos los hombres que no la conocíamos, pues ella paraba con dos o tres mequetrefes que no la soltaban así estuviesen regalando ropa en los eventos culturales de la universidad.
Con Rocío tampoco corté mi “afición” por la contemplación, y su amor jamás dejó de ser platónico. Pero la tuve más cerca. Tristemente cerca. Con ella llevé un curso denominado “Nivelación de Matemáticas”, el abanderado del famoso “Ciclo cero” de la UPC, conocido por ser un asalto a mano armada. Fue el curso que desaprobé con 12.3 luego de haberme topado con un profesor particular que iba a mi casa en los horarios más inverosímiles, y que en mi “Bica”, con el apasionado estímulo de tener a Rocío en mi clase, me preparó como a un futuro ingeniero. Rocío era la típica chancona de un colegio al estilo San Silvestre, y así como destilaba sensualidad en cada paso era también la alumna más aplicada del salón. Eso hasta que llegó el primer examen.
Habían pasado tres semanas desde el inicio del ciclo, y pese a que no había faltado a ninguna clase, el profesor de turno no sabía de mi existencia hasta que repartió las notas. Rocío fue orgullosa a recoger su 18 y miró con desprecio a los que empezaban a preocuparse por sus diez u onces. Pero lo que nadie tenía era que había un examen mejor: el mío. El profesor se sorprendió al descubrir que el 19 le correspondía a un muchacho que no había abierto la boca en todo el ciclo. Y yo me desparramé en mi asiento agobiado por tanta gloria repentina, como lo hubiese hecho Messi si el protocolo no le exigiría un discurso al recibir todos sus premios.
En los siguientes exámenes y hasta el Parcial, Rocío y yo entramos en una disputa por ser lo mejorcito del salón. Ella me superó en alguno, yo en otro, pero siempre estábamos en el podio. Y como suele suceder, me gané su antipatía. Yo quería ser su cómplice, resolverle las dudas que asomaban con algún tema nuevo (vamos, jamás fui un dotado en las matemáticas pero era mi “Bica”, y además, me había preparado como un condenado para aprobar desde mi primera vez, así que estaba muy familiarizado con el curso); o por último ofrecerle mi decoroso retiro de la competencia a cambio de un besito tímido o de la sonrisa con la que le guardaba el asiento a sus tardones amigos. Pero ella me quería ver por los suelos. Su complejo de “primer puesto” la tenía desbocada.
Rocío sabía perfectamente quién era yo, pero si acaso nos cruzábamos por las afueras de nuestro salón, era un poema al desprecio. Recuerdo claramente habérmela topado en la puerta de ingreso a la universidad una vez. Ambos andábamos apurados, ella por llegar a su clase, yo por salir en búsqueda de unas cervezas para calmar la sed y el sudor delegados tras un ardiente partidito de fulbito. Casi, casi, nos chocamos cara a cara, y cuando me disponía a regalarle como saludo una tímida sonrisa sazonada por una línea negra de mugre por la frente, ella puso tal cara de asco que me llevó a regresarme a mi casa, olvidando a mis amigos y a las cervezas. Y en taxi.
Así empezó mi caída. Días después nos tocó una práctica dirigida en el salón que consistía en una especie de concurso en el que el profesor escogía a dos personas para competir en la pizarra por quién resolvía un ejercicio primero. Teníamos la mejor nota del examen Parcial, y era obvio que mi rival sería Rocío. Decidí dejar mi idilio de lado y me dediqué a observarla como lo que ella quería: como mi rival. La vi nerviosa a unos metros de distancia mientras yo alucinaba con lo lindo que sería devolverle la indiferencia con una paliza frente al resto del salón. Cuando llegó nuestro turno yo estaba listo y decidí pararme de mi asiento con una convicción ganadora que muy pocas veces ha regresado a mi vida. Pero no conté con una máxima fehaciente que indica que los cuentos de hadas sólo se hacen realidad para las princesas, y no para los plebeyos. La UPC debe haber sido la primera universidad en colocar elementos audiovisuales en los salones de clases, y en aquel de “Nivelación de matemáticas” había un televisor acomodado justo encima de mi esquinada carpeta. El impulso triunfalista que tomé para derrotar a Rocío me llevó a meterme uno de los golpes más fuertes de mi existencia. Un cabezazo de lleno frente al pedazo de metal que cuidaba al televisor de los alumnos cleptómanos me dejó un profundísimo dolor físico y uno acaso más fuerte desde el lado emocional. Obviamente las burlas no tardaron en aparecer. Todos se carcajearon. Todos menos Rocío. Nada ni nadie la pudo abstraer de las ganas que tenía por liquidarme matemáticamente.
Obviamente mi golpeado cerebro no me permitió resolver ni medio ejercicio y perdí estrepitosamente contra la que sería categóricamente la mejor alumna del salón al final del ciclo. Los días siguientes los pasé como lo que fui en general en toda mi etapa universitaria, un alumno relajado y conformista. Empecé a faltar a las clases y mis notas descendieron a niveles risibles. Aparecieron los jalados hasta que terminé por aprobar el curso con un escueto 13.5, decepcionando a mi profesor, quien me consideraba un genio incomprendido, y pasando al lado más triste del olvido para Rocío.
Una de las últimas imágenes que conservo de ella data de la penúltima semana de clases, antes de los finales, cuando el curso se había convertido en asesorías donde estaban permitidas las conversaciones y el relajo. Rocío era la reina y yo un objeto grisáceo. Llegué al salón dispuesto a sentarme en la esquina de siempre a esperar que pasen las dos horas, y la vi a lo lejos destilando belleza y seguridad, cantando sin que le importe el repertorio una de esas cumbias que estaban de moda por esos tiempos de inicios de la década pasada, y que decía algo como “maldito corazón, ya deja de llorar, ya no sigas sufrieeeendooo".
Duré medio ciclo más en la UPC. Ese imperio morado me terminó de consumir al llegar a las asignaturas “post ciclo cero”. Confirmé al mostrarme como un buen alumno en Lengua 1 que lo mío iba más con la redacción que con otra cosa; y con la masacre que me dieron en Mate 1 decidí que era mejor depositar a mi aventura numérica con Rocío como una ilusión. A ella me la crucé un par de años después vestida y maquillada como si bailase flamenco, y desde entonces alejé el rencor para acomodarla en mis memorias con música y olés. Será mejor así.
Del grupo de compinches que me acompañó en la ardua aventura de estar en un lugar que no nos correspondía supe que uno a uno fueron desfilando a otras universidades. Asumo que encontraron la calma que perdían a menudo cuando llegaban los consolidados de notas y observaban que les faltaba un mundo para llegar a la cima de ese carísimo infierno. Al menos yo la alcancé tiempo después, pero eso forma parte de otra historia.
La universidad fue una etapa compleja y larga en mi vida. Un estigma maldito que muchas veces amenazó con liquidarme. Y también el espacio donde arañé la felicidad, en el que me desligué de la niñez y aprendí a valérmelas por mí mismo. Mi currículum universitario acumula anécdotas de todo tipo. Y también decisiones cruciales. Mi tiempo como estudiante anduvo a la par de mi desarrollo personal. Tuve mi primera clase siendo un asustadizo adolescente poco familiarizado con la calle y al terminar mi último examen era un hombre de ideas y opiniones claras, con una perspectiva (buena o mala) de lo que quería para mi futuro. ¿Eso se logra en cinco años? Creo que no, o en todo caso, es muy difícil. Yo me tomé más tiempo. Mucho más tiempo. Y aunque a veces el mundo laboral me ha pasado factura, no me arrepiento de nada.
Yo acabé mis estudios en la Universidad de Lima, pero no fue mi única “Alma Mater”. Llegué a ese recinto a punto de cumplir 22 años, y lo hice trasladado de la Universidad San Martín de Porres. Pero antes de arribar a esa popular casa de estudios donde predominaba la gente de barrio y que albergaba a la facultad de Comunicaciones en la avenida Brasil, pasé por su antítesis: la acaudalada y modernísima UPC.
Yo fui continuamente un alumno “caleta”, y aunque no me considero miembro del club bautizado por mi profesor Julio Hevia como “los que pasaron por la universidad pero la universidad no pasó por ellos”, mantuve siempre un perfil bajo. Y pese a mi introspección y a la timidez, encontré muchos amigos y me llegué a posicionar como alguien “respetable” para algunos (mis favoritos) profesores. Pero la UPC fue mi cruz. Mi primera experiencia universitaria fue un ring de boxeo con el Tyzon de inicios de los noventa como rival. Un knockout absoluto.
Observando desde el pasillo “V” de la Pacífico a los alumnos que socializaban en la rotonda me acordé mucho de mis tiempos en la UPC. “Yo debo haber sido así”, me decía mientras analizaba a un muchacho solitario de pasos apurados abandonar su salón con dirección a la puerta de salida de la universidad. “Chicos como esos yo odiaba”, recordaba mirando a los típicos extrovertidos que se ganan con los abrazos empalagosos de las mujeres más bonitas. Cuando ingresé a la UPC no había cumplido los 18 años y provenía de un colegio hermoso, en donde me habían tratado durante diez años con un cariño maternal. Y sabemos que las madres en su afán de protección delegan ciertas taras muy difíciles de superar. Entonces no contaba con las armas para socializar más allá de los límites de la avenida Cajamarca en Barranco, donde gobernaban Los Reyes Rojos. Veía con sumisión a los que aparentaban más carácter y look (que en la UPC parecían ser todos). Y lo que es peor, no tenía ni la más puta ambición por estudiar.
Anduve poco más de un año en la UPC, y fuera de arranchar del bolsillo de mi padre apoteósicas cantidades de soles para pagar boletas cada 20 días, en mi desarrollo, digamos, intelectual, no obtuve nada a cambio. Me la pasé con mucho más pena que gloria por las asignaturas introductorias de esa universidad que tenía la patética regla de aprobar a los alumnos con 13 y no con 11. Y al descubrirme en la “Bica” en un par de cursos que se me hacían imposibles, decidí tirar la toalla. Pero personalmente sí aprendí mucho en la UPC. Entendí que existían profesores distintos a los de mi colegio, y que a partir de ese momento sería un código y a lo mucho un apellido. Encontré entre las sombras a varios semejantes con los que me metí mis primeras juergas bravas. Descubrí lo mágico de ser libre mientras me tiraba la pera para mataperrear en la cancha de fulbito o en el billar más cercano. Y me acomodé al sistema de los universitarios, aquel que consiste en almorzar a deshoras en guariques para regresar a clases por la tarde, sacar fotocopias en cantidades siderales y chapar combis en lugar de taxis.
Toda primera vez es trascendente, y la UPC, con sus certeros golpes de puño y sus poses de mujer inalcanzable, tiene un pedacito de mi alma escondida por algún rincón de sus modernos edificios (quizás en el baño del pabellón “A”). Es rarísimo porque fue una etapa que no sumó nada a mi situación de estudiante, porque al fin y al cabo, pese a que me convalidaron pocas asignaturas, algunas notas de mis tiempos en la San Martín están en mi registro final de la De Lima, pero de la UPC no existen rastros. Los amigos que he escogido como compañeros eternos de mi vida aparecieron después, e incluso mi única ex novia era una perfecta desconocida para mí por esos días. Pero es verdad, yo estuve ahí. Conocí gente, conversé con algunas (poquísimas) mujeres, jugué fulbito, aprobé exámenes, hice trampa, me decepcioné con un 12.3 en un curso por el que me había esforzado mucho. Me enamoré de alguien.
En realidad me enamoré dos veces. Por esos tiempos mis amores eran platónicos, y no me dolía aceptarlo. Venía aún con las huellas de un idilio por una chica de mi colegio a la que jamás me animé a hablar, y no estaba preparado para cambiar de estigma en mi primera experiencia universitaria. La primera chica que me gustó se llamaba Araceli. Hay que obviar su nombre de night club e imaginar a una mujer que podía volver loco a cualquier chiquillo de 17 añitos. Alta, de pelo castaño, mayor que yo, de cara preciosa. Con ella desarrollé mi vocación de espía. Sabía las horas en las que coincidíamos en la universidad y la veía llegar, siempre sola, a sus salones de turno. Soñaba con alguna posibilidad de hablarle, de encontrarla en la combi, de recogerle algún cuaderno olvidado.
Nunca pasó nada. La única vez que su mirada se cruzó con la mía fue casi al finalizar mi primer ciclo, cuando se acercaba el verano y me pasaría sin verla tres meses o más. Yo estaba en el cuarto piso del pabellón por el que siempre la observaba, y a sabiendas de su total indiferencia, lo hacía sin reparos. Hasta que un día casi a la par de los primeros movimientos de mis ojos (que eran suyos en esos momentos) ella alzó la mirada. Me descubrió. Mi primer instinto fue cambiar de dirección, pero algo me llevó a quedarme quieto. Tuvimos conexión visual durante tres larguísimos segundos. Y juro que me sonrió. Ella era mayor que yo, y tal vez mi anatomía de ese entonces (escuálida y de rebelde cabellera) le pareció tierna, pero me sonrió. Quedé con el corazón extasiado y el rostro enrojecido de pasión. Me convertí en un zombie enamorado esa tarde y hasta el final del ciclo. Nunca más la volví a ver.
Pero si Araceli poseía una belleza mitológica y los dominios de su cuerpo estaban reservados para alguien mucho más cuajado que yo, la segunda chica por la que perdí la razón llevaba el aura un poco más alcanzable. Se llamaba Rocío, y a diferencia de Araceli, tenía mi edad, y coincidí con ella en un par de cursos del segundo ciclo que llevé en la UPC. Tenía la piel canela pero el pelo rubio. Unos ojos de gata y semblante de antagonista de novela juvenil. Habían rondando chicas más bonitas que Rocío, pero ella nos traía locos a todos los hombres del salón. Todos los hombres que no la conocíamos, pues ella paraba con dos o tres mequetrefes que no la soltaban así estuviesen regalando ropa en los eventos culturales de la universidad.
Con Rocío tampoco corté mi “afición” por la contemplación, y su amor jamás dejó de ser platónico. Pero la tuve más cerca. Tristemente cerca. Con ella llevé un curso denominado “Nivelación de Matemáticas”, el abanderado del famoso “Ciclo cero” de la UPC, conocido por ser un asalto a mano armada. Fue el curso que desaprobé con 12.3 luego de haberme topado con un profesor particular que iba a mi casa en los horarios más inverosímiles, y que en mi “Bica”, con el apasionado estímulo de tener a Rocío en mi clase, me preparó como a un futuro ingeniero. Rocío era la típica chancona de un colegio al estilo San Silvestre, y así como destilaba sensualidad en cada paso era también la alumna más aplicada del salón. Eso hasta que llegó el primer examen.
Habían pasado tres semanas desde el inicio del ciclo, y pese a que no había faltado a ninguna clase, el profesor de turno no sabía de mi existencia hasta que repartió las notas. Rocío fue orgullosa a recoger su 18 y miró con desprecio a los que empezaban a preocuparse por sus diez u onces. Pero lo que nadie tenía era que había un examen mejor: el mío. El profesor se sorprendió al descubrir que el 19 le correspondía a un muchacho que no había abierto la boca en todo el ciclo. Y yo me desparramé en mi asiento agobiado por tanta gloria repentina, como lo hubiese hecho Messi si el protocolo no le exigiría un discurso al recibir todos sus premios.
En los siguientes exámenes y hasta el Parcial, Rocío y yo entramos en una disputa por ser lo mejorcito del salón. Ella me superó en alguno, yo en otro, pero siempre estábamos en el podio. Y como suele suceder, me gané su antipatía. Yo quería ser su cómplice, resolverle las dudas que asomaban con algún tema nuevo (vamos, jamás fui un dotado en las matemáticas pero era mi “Bica”, y además, me había preparado como un condenado para aprobar desde mi primera vez, así que estaba muy familiarizado con el curso); o por último ofrecerle mi decoroso retiro de la competencia a cambio de un besito tímido o de la sonrisa con la que le guardaba el asiento a sus tardones amigos. Pero ella me quería ver por los suelos. Su complejo de “primer puesto” la tenía desbocada.
Rocío sabía perfectamente quién era yo, pero si acaso nos cruzábamos por las afueras de nuestro salón, era un poema al desprecio. Recuerdo claramente habérmela topado en la puerta de ingreso a la universidad una vez. Ambos andábamos apurados, ella por llegar a su clase, yo por salir en búsqueda de unas cervezas para calmar la sed y el sudor delegados tras un ardiente partidito de fulbito. Casi, casi, nos chocamos cara a cara, y cuando me disponía a regalarle como saludo una tímida sonrisa sazonada por una línea negra de mugre por la frente, ella puso tal cara de asco que me llevó a regresarme a mi casa, olvidando a mis amigos y a las cervezas. Y en taxi.
Así empezó mi caída. Días después nos tocó una práctica dirigida en el salón que consistía en una especie de concurso en el que el profesor escogía a dos personas para competir en la pizarra por quién resolvía un ejercicio primero. Teníamos la mejor nota del examen Parcial, y era obvio que mi rival sería Rocío. Decidí dejar mi idilio de lado y me dediqué a observarla como lo que ella quería: como mi rival. La vi nerviosa a unos metros de distancia mientras yo alucinaba con lo lindo que sería devolverle la indiferencia con una paliza frente al resto del salón. Cuando llegó nuestro turno yo estaba listo y decidí pararme de mi asiento con una convicción ganadora que muy pocas veces ha regresado a mi vida. Pero no conté con una máxima fehaciente que indica que los cuentos de hadas sólo se hacen realidad para las princesas, y no para los plebeyos. La UPC debe haber sido la primera universidad en colocar elementos audiovisuales en los salones de clases, y en aquel de “Nivelación de matemáticas” había un televisor acomodado justo encima de mi esquinada carpeta. El impulso triunfalista que tomé para derrotar a Rocío me llevó a meterme uno de los golpes más fuertes de mi existencia. Un cabezazo de lleno frente al pedazo de metal que cuidaba al televisor de los alumnos cleptómanos me dejó un profundísimo dolor físico y uno acaso más fuerte desde el lado emocional. Obviamente las burlas no tardaron en aparecer. Todos se carcajearon. Todos menos Rocío. Nada ni nadie la pudo abstraer de las ganas que tenía por liquidarme matemáticamente.
Obviamente mi golpeado cerebro no me permitió resolver ni medio ejercicio y perdí estrepitosamente contra la que sería categóricamente la mejor alumna del salón al final del ciclo. Los días siguientes los pasé como lo que fui en general en toda mi etapa universitaria, un alumno relajado y conformista. Empecé a faltar a las clases y mis notas descendieron a niveles risibles. Aparecieron los jalados hasta que terminé por aprobar el curso con un escueto 13.5, decepcionando a mi profesor, quien me consideraba un genio incomprendido, y pasando al lado más triste del olvido para Rocío.
Una de las últimas imágenes que conservo de ella data de la penúltima semana de clases, antes de los finales, cuando el curso se había convertido en asesorías donde estaban permitidas las conversaciones y el relajo. Rocío era la reina y yo un objeto grisáceo. Llegué al salón dispuesto a sentarme en la esquina de siempre a esperar que pasen las dos horas, y la vi a lo lejos destilando belleza y seguridad, cantando sin que le importe el repertorio una de esas cumbias que estaban de moda por esos tiempos de inicios de la década pasada, y que decía algo como “maldito corazón, ya deja de llorar, ya no sigas sufrieeeendooo".
Duré medio ciclo más en la UPC. Ese imperio morado me terminó de consumir al llegar a las asignaturas “post ciclo cero”. Confirmé al mostrarme como un buen alumno en Lengua 1 que lo mío iba más con la redacción que con otra cosa; y con la masacre que me dieron en Mate 1 decidí que era mejor depositar a mi aventura numérica con Rocío como una ilusión. A ella me la crucé un par de años después vestida y maquillada como si bailase flamenco, y desde entonces alejé el rencor para acomodarla en mis memorias con música y olés. Será mejor así.
Del grupo de compinches que me acompañó en la ardua aventura de estar en un lugar que no nos correspondía supe que uno a uno fueron desfilando a otras universidades. Asumo que encontraron la calma que perdían a menudo cuando llegaban los consolidados de notas y observaban que les faltaba un mundo para llegar a la cima de ese carísimo infierno. Al menos yo la alcancé tiempo después, pero eso forma parte de otra historia.