Creo en los fantasmas, terribles, de algún extraño lugar (y en mis tonterías para hacer tu risa estallar).
Tiago fue el primero en hablarme de la mujer noche. Ocurrió una tarde de primavera, mientras paseábamos en bicicleta por el malecón de la brisa, y yo le repetía las mismas frases que atormentaban mi cerebro desde hacía unos meses, y él respondía siempre amable, siempre positivo, aún a sabiendas de que yo reconocía de memoria su naturaleza, y lo que escondía entre las sombras de sus ojos tristes. Lo hizo casi pidiendo permiso, como si estuviese rompiendo el tácito pacto que colocaba a nuestra amistad en el espacio en el que él actuaba como receptor y yo como el ególatra paciente de un psicólogo barato que a la larga me ofrecería las frases que requería escuchar, con tal de no sufrir, con tal de no reír, con tal de no despegar del letargo en el que me había encallado.
He conocido a una chica, me dijo sin variar la suavidad de su voz.
Yo conozco a Tiago desde que tengo uso de razón. Lo he visto crecer y moldear esa personalidad tan inquietante, esa mezcla de tormento y encanto. Y sé que cada vez que me menciona una chica es porque se trata de “la chica”. Por eso decidí prestarle atención y olvidarme de mis rollos repetidos. Tiago me hablaba de una presencia ineludible. De un volcán en medio del fuerte ruido silencioso de una discoteca al que bautizó como mujer noche. De unos ojos de caramelo. De una sonrisa fácil. De algún amigo que le jugó algunas bromas. De una mirada fija de dos segundos. De sus párpados escondiéndose. Y se me hacía facilísimo imaginarlo. Y hasta sentir ternura por sus vacilaciones, por la maldita coreografía de avispas en su estómago. Por su callar. Por su extrañar. Por su escribir luego para borrar después.
Yo representaba en mi cerebro su figura en la discoteca, con un vaso de cerveza en una mano y tolerando el humo de los cómodos parroquianos pese a cargar en el pecho con el cartel de no fumador. Por eso perdí un poco el hilo de su discurso mientras me posicionaba junto a él en la imaginación, con la certeza de que nada hubiese cambiado yo, que en nada hubiese contribuido. Y tal vez por el atardecer, no me percaté del todo de que nos habíamos cruzado con un grupo de gente en el malecón mientras pedaleábamos, y la única chica del grupo se le quedó mirando, y entonces volvió en nuestro silencio su relato. Y las avispas y el humo y el dolor. Era ella, me dijo cuadras después, era la mujer noche. Uno de ellos debe de ser el novio, sentenció, y las emociones de hacía instantes se dilataron en esos tremendos ojos de tristeza.
Tiago y yo somos esos ojos tristes. Por eso lo quiero tanto. Y por eso me esmero en tenerlo cerca pese a que nuestra unión está muy ligada al fracaso. Antes de aquella bicicleteada por el malecón y de la aparición de la mujer noche en nuestras conversaciones el único tema era mi insomnio. Había pasado meses sin poder dormir por las noches, sin conocer la clara luz del día, adentrándome en pensamientos dolorosos que no me permitían producir ningún párrafo hacia el futuro, y Tiago había sido mi aliado. Mi compañía fiel. He llegado a pensar que por purita consideración él tampoco dormía, y que aquello de compartir el insomnio era una excusa para no abandonarme.
Mi insomnio tenía nombre de mujer. Y Tiago conllevaba la angustia. Éramos cómplices los tres de una parte importante de nuestra relación de a dos que nos había llevado a pasar las páginas calcadas de un calendario con disfraz de eternidad, y que se había roto intempestivamente en el séptimo mes. Insomnio, entonces, era mujer, y por ella había conocido a Octavio. El segundo personaje en hablarme de la mujer noche.
Octavio sopesa la melancolía de Tiago. Su compañía es, también, indispensable. Pero desde el otro lado del cristal. A él me lo presentó insomnio cuando aún podía dormir, cuando aún el día me era familiar y no se había convertido en un deseo cada vez más lejano. Y fuera de tenerle celos, lo utilicé para usurpar sus pensamientos y para impregnar en insomnio el virus mentiroso de mis anhelos.
Cuando las noches se hicieron más largas Octavio dejó de recorrer nuestro sendero. Y vaya coincidencia, había vuelto a aparecer con un discurso opuesto al de Tiago pero con la misma protagonista. Para Octavio la mujer noche era una presencia alcanzable, vulnerable además, y el supuesto novio un escollo baldío. Me hablaba también de una discoteca aunque distinta a la de Tiago. Me hablaba de un malestar narciso que lo había depositado en un extraño estatus antisocial, y de la mujer noche rondándole en más de tres oportunidades con genuino interés. Siempre se me ha hecho difícil creerle a Octavio pero pocas veces me ha decepcionado. Suele ser un conquistador pero le falta moderar su ímpetu. Su principal virtud no radica, como él cree, en su facha; figura en su ágil sentido del humor. Y según lo que me contaba de la mujer noche, era ella una persona propicia a la carcajada. Podía ser verdad.
Decidí despojar la pena y alejar a Tiago de la conversación para seguir averiguando aspectos de la mujer noche desde la retina de Octavio. Uno se da cuenta cuando una chica está interesada, me dijo, y ella lo está. Necesito saber en qué frecuencia anda, porque no me quiero enrollar en nada serio con nadie. He estado amarrado mucho tiempo y ya sabes, se viene el verano. Para Octavio mucho tiempo era poco tiempo. Y era de los contados personajes que metía el bichito de las terceras personas entre insomnio y yo. Lamenté la suerte de Tiago. Su silencio y su contemplación exagerada. Y hasta sentí misericordia por la mujer noche. Las chicas que se obsesionan con gente como Octavio nunca acaban bien.
Pero debo confesar que algo en el accionar de mi amigo me generaba cierta envidia (sana). En pos de alcanzar la luz, semanas atrás, uno de los primeros manotazos de ahogado apareció anhelando esa coraza para mí. Deseando esa armadura para enfrentar la bulla y atrapar corazones. Lo necesitaba con urgencia por esos tiempos de madrugadas palpables. Había muchos peces en el agua y muchos andaban con la temperatura apta para sumarse a la puntería de mi anzuelo. Pero la mujer noche se había convertido de pronto en alguien especial en mi cerebro y el mar me había dejado de interesar. Pese a que no la había visto de frente, me era familiar. Más aún cuando una noche cercana al verano la reconocí sentada en el mismo malecón en el que Tiago la había encontrado, conversando con Esteban, el tercer hombre en hablarme de ella.
Esteban es un amigo peculiar. Sé que compartimos muchas cosas, que tenemos muchos rasgos en común, pero extrañamente nuestros encuentros son exiguos, y nunca llegamos a sentirnos cómodos frente a frente. Es como si cada uno supiese algo del otro que no se atreve a mencionar, pero que sabemos trascendente. Somos parecidos, lo acepto. Pero no queremos serlo. Si no fuera por la intriga que me generó su encuentro con la mujer noche no lo hubiese buscado. Así ha sido siempre nuestra amistad. Esporádica y fuerte. Genuina e impertinente.
Me saludó con más cariño del habitual. Sabía perfectamente de mis peripecias con insomnio. Más allá de mis ojeras y mi andar amortiguado, intuí en él una conexión con mi interior. Me dio gusto. ¿Qué ondas con la mujer noche? Le solté la pregunta sin pestañear. Él me respondió como si estuviese a la espera. Y me dijo que sabía de lo que sentía Tiago por ella, y que ella, además, no era tan ajena en su respuesta. Pero que no dudaba en afirmar que Octavio la había conquistado. Y había algo más: Esteban también la quería, y la quería desde antes.
Nunca te lo mencioné pero es verdad, me dijo Esteban. Ha pasado mucho tiempo desde que ella frecuentaba mi espacio pero su presencia, aún en la distancia, jamás resultó intrascendente. Esteban me hablaba de un cariño casi familiar. De días de infancia. De huellas en orillas. De idilios prohibidos. De corazones rotos. De un encuentro furtivo. He seguido sus pasos siempre, me decía. Y creo que nos hemos tenido a nuestro modo un cariño cómplice, aún sabiéndonos inalcanzables.
Pero había algo esta vez que empujaba a Esteban a dejar de lado el simple cariño. Algo que no podía describir pero que lo llevaba a pugnar por conquistarla. Vista desde sus ojos, la mujer noche alcanzaba el clímax en mi inquietante curiosidad. Entré en un dilema moral. Me sentí el emperador de la hipocresía. Tres de mis amigos más íntimos se disputaban, a su manera, el amor de la misma chica. El amor enigmático de la mujer noche. Y en lugar de tomar partido por alguno veía cada una de sus historias como el estímulo fundamental de mi propio despegue. Cuando insomnio no era insomnio este tipo de vacilaciones quedaban rápidamente en el olvido, o dibujadas en forma de letras en pantallas unipersonales. Ahora no había excusas. Esa fue la egoísta conclusión a la que llegué.
Tiago jamás daría el paso crucial. Octavio andaba preocupado en demasiados detalles. Y Esteban había perdido su oportunidad. Al despedirme de él, me habló de otra discoteca. Una distinta a las frecuentadas por mi par de amigos. Pero esta vez, no mencionó el pasado.
De pronto estaba yo sumido en el humo de los parroquianos. Tolerando el ruido silencioso de un antro olvidado. Con las huellas de insomnio escondidas para siempre en el bolsillo. La descubrí entre las sombras y noté que los ojos tristes a veces cargan mercurio. Y cuando los párpados se vuelven fulminantes, superan la barrera de los dos segundos. Sabiéndome poco agraciado, solté un chiste al aire y asomó el cálido brío de una carcajada. Era tal como me la había descrito Tiago, pero diferente. Avispas danzaban en un pasadizo de dulzura. Un volcán ahora en reposo. Y me acordé de Octavio a la sonrisa número tres. Entonces noté que como Esteban, yo la podía haber amado en tiempos lejanos, pero eso ya no era relevante. ¿Nos conocemos? Me preguntó casi afirmándolo. Y yo la tomé de la mano para no soltarla. Y aprendí a cerrar los ojos para despertar y despertar al lado de la mujer noche, conociendo la real magnitud de sus encantos a plena luz del día.