jueves, 9 de junio de 2011

Conclusiones de un knockout amazónico (Y)

A Vidita, como quien empieza a pagar la deuda.


El verbo viajar, en su primera aproximación, aviva lo peor de mi ser. Me coloca cara a cara con mis más obstinados demonios, aquellos que tienen que ver con mi desidia y mi apego a la rutina, con mi temor a lo desconocido y mi mediocre afición por la aventura. Abandonar el cómodo sillón de mis días grises para embarcar hacia promisorios palacios tornasolados es algo que genera en mi anatomía más tedio que ilusión, más ganas de estacionarme que de pasarla bien. Rápidamente compruebo que he estado equivocado, y ya instalado en mi destino de turno, disfruto como cualquier hijo de vecino de la apacible posibilidad de respirar otros aires alejados de la responsabilidad del día a día. Pero en un inicio, siempre, siempre sufro.

Por eso no tuvo nada de raro que posponga mis citas con la clínica para vacunarme contra la fiebre amarilla y la hepatitis cuando me encomendaron un viaje laboral hacia Moyobamba, o que extienda mis quehaceres para así poder responder con un pendiente cuando me indicaban que debía comprar mi pasaje de una vez. Lo único que sabía de Moyobamba era su ubicación en la selva del Perú, y que en ese lugar, no hacía mucho tiempo, un miembro del staff de la ONG en la que trabajo había muerto con un diagnóstico que los médicos locales decidieron sellar como dengue.

La fecha ineludible llegó, asumida en mí con la misma desazón del que espera el último día para iniciar el trabajo final de un curso, y me embarqué al aeropuerto Jorge Chávez para pasar cuatro días en la selva como quien se va por un fin de semana a San Bartolo, con exactos y ligeros ropajes, con sólo un par de zapatillas y con aquello de la vacuna para la fiebre amarilla como asignatura pendiente.

Rápidamente comprendí que uno no puede menospreciar a la selva.

Llegué a Tarapoto (desde donde tenía que embarcarme en un colectivo hacia Moyobamba) no sin antes comprar sobre la marcha en el aeropuerto de Lima un pomo de repelente que sería fundamental para sosegar los inminentes (ay, mi fatalidad) ataques del dengue, y comprobé por primera vez que estaba solo en un lugar inhóspito. A partir de ese momento los mototaxis, los mosquitos y el calor agobiante de la selva serían mis compañeros.

El knockout llegó en el primer asalto. Ya instalado en Moyobamba y luego de un reconocimiento de la zona, me di con la desagradable sorpresa de que mi maleta había sido ultrajada, y que para mi desdicha, me habían dejado cada uno de mis míseros ropajes a cambio de la ausencia del setenta por ciento de mis viáticos (que por una estupidez retiré del cajero íntegramente en Lima), la cámara de fotos y la grabadora que me habían proporcionado en la chamba, y una laptop prestada por mi novia, con ese adorable gesto de desprendimiento que tiene para conmigo. A la lona. Uno, dos, y hasta diez. KO.

Quería que me enterrasen ahí mismo. O que me envíen por un tubo hacia Barranco para esconderme en mi casa de este mal sueño. Pero había que pelearse con el administrador del hotel (sospechoso principal del hurto), había que hacer la denuncia, había que confesar frente a mi chica, y lo peor, ¡había que trabajar!

Mi regla eterna de ahuyentar los malestares una vez inmerso en el viaje se rompía por primera vez. Estaba desahuciado, y la única voz capaz de ofrecerme calma en ese momento andaba lamentándose porque el descuidado de su novio había extraviado acaso su pertenencia más preciada, alejándola para siempre de todos sus archivos, entre los que se encontraba la música que había bajado especialmente para mí cuando le deslicé la posibilidad de llevarme su laptop a un viaje de trabajo. Nunca antes me había sentido tan miserable.

Pero la selva tenía reservado algo más para mí.

Dentro de las labores que me asignaron estaba la visita a una tecnología implementada por la ONG en una localidad llamada Shampuyacu, donde habitan los awajunes, esos hombrecillos amigos del café y el cacao que se comunican en una lengua peculiarmente tosca. Para llegar al destino (una captación y una represa capaz de llevar agua potable a toda una comunidad), había que realizar una caminata aparentemente sencilla, pues el núcleo del milagro tecnológico estaba en un pozo subterráneo, en la profundidad de un cerro.

Me enrumbé a la travesía junto a dos awajunes vestidos como si salieran a dar un simple paseo (uno calzaba unos elegantes zapatos en punta y el otro caminaba en sandalias), así que no me preocupé por mi jean viejo y mis zapatillas con suela gastada. A los dos minutos de la caminata descubrí que me había equivocado de plano. El sendero era simple para un selvático, pero para un citadino como yo resultaba inhóspito por donde se lo mirase. Había que trepar entre cerros con pinta de no haber recibido huellas humanas jamás, húmedos por la lluvia y el rocío de las plantas, y de vez en cuando, había que saltar entre alejadas rocas para no caerse al río. En la primera prueba dificultosa mi par de zapatillas se enterraron en lodo, y en la segunda perdí el equilibrio y mi peso venció la rama que había fungido de soga en mis compañeros, y caí al río, mojándome para siempre el jean.

Soy un viajero eventual, pero algo he viajado. Y pese a no ser un montañista, varias caminatas he realizado en mis casi 30 años de existencia. Pero juro que como la que viví junto a los awajunes no hay otra. Ni por asomo. Poco a poco, mientras lamentaba mi suerte y hasta sospechaba que mis compinches me estaban trasladando a un terreno olvidado para matarme, me fui mimetizando con la amazonía, y logré surcar las demás dificultades: atravesar campos protegidos por alambres con púas, doblegar unos perros salvajes que hicieron chillar hasta a los awajunes, caer entre matorrales dominados por extraños insectos que devoraron mi cuello, trepar pendientes apoyado por un palo que en un mal movimiento casi me destroza la pierna, saltar entre rocas acrecentando una vieja y terca lesión que tengo en el muslo… todo eso a cambio de un sudor infinito y de diversos raspones cuando no picaduras de sutiles embajadores del dengue.

Pero al llegar a mi destino, y tras captar la felicitación de los awajunes, graficada en el alejamiento de las posturas desconfiadas con las que me recibieron, cambiando el tono burlesco de su lengua nativa por unas voces amables y dispuestas a resolver mis interrogantes, me sentí muy bien. Más aún al notar la importancia de la tecnología para ellos y su agradecimiento para con mi trabajo. Al menos me hicieron sentir, en el medio de la más auténtica selva, más útil que el grueso de mis contemporáneos que comentaban con poses y rabia sobre política a través de sus Blackberrys en Lima.

El camino de regreso lo hice con mayor destreza (sin duda influyó mi decisión de mandar al baúl de los recuerdos a mi jean y a mis zapatillas), y aún con los golpes del knockout post robo, llegué a la conclusión de que había valido la pena la pelea. Por la noche decidí entrar a una cabina de Internet para sentir el hueco contacto de mis días grises, y por fortuna tenía un email de mi novia (ya sin su laptop, escrito tal vez desde otra cabina), que entre otras cosas me pedía que esté tranquilo, que a pesar de las malas noticias, me andaba extrañado. Yo le respondí contándole sobre mi travesía exagerando mis pesares. E impulsado por la fuerza de su apoyo incondicional, me dije a mí mismo que quería la revancha. Y que en mi próximo viaje, esta vez con los guantes bien puestos, le sacaría la concha de su madre a cualquiera.

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