martes, 25 de marzo de 2008

Fobias, miedos y maldiciones en el fútbol (p)

En este texto se relatan algunas anécdotas sobre futbolistas que atravesaron crisis relacionadas a las fobias, los temores o las malas rachas. Un juvenil delantero que no soportó el terrorismo en el Perú, un arquero que le temía a otro arquero, un “fenómeno” que no aguantó la presión, o un número diez que no se pudo desligar de una marca personal.


Las bombas del terror

Al Alianza Lima de 1992 llegaron un par de extranjeros como refuerzos. Dos delanteros. Un uruguayo, Julio Daniel Morales, y un argentino, Alejandro Glaría. Jugaron algunos partidos y la afición coincidió en que pese a su juventud (tenía 19 años), Glaría era el menos malo. Eran tiempos difíciles en el Perú. Atentados, apagones. Noticias tristísimas se apoderaban de nosotros por los medios de comunicación todos los días. Hasta que una bomba fue más allá y se coló en Tarata, una calle miraflorina. Dos días después, ambos jugadores, que vivían muy cerca, estaban de regreso en sus países. De Morales nunca más se supo nada. Glaría fue un muy buen atacante que paseó su fútbol por Chile y México. Cuentan que cuando le tocaba enfrentar a un equipo peruano por la Copa Libertadores, antes del viaje, fingía lesiones.

Fobia a un arquero goleador

El “Mono” Burgos es hoy un aficionado al rock que oculta canas en su larga cabellera mientras ensaya y toca con un grupo de músicos aficionados, que son conocidos por que lo tienen en sus filas. Es que el “Mono” fue futbolista. Fue un cumplidor arquero de selecciones argentinas, del River Plate y de algunos otros equipos de Europa. Una noche jugando para River se enfrentó a su “colega” José Luis Chilavert, del Vélez Sarsfield. Andaba algo distraído cuando el árbitro pitó una falta a favor del Vélez por la media cancha. Nadie imaginó el desenlace de la jugada. Sólo Chilavert, que al ver al Mono pensando en las musarañas o en sus instrumentos musicales, decidió pegarle al arco. Golazo. Una ofensa en el “código” de los guardametas. Meses después era usual escuchar sobre “el gol de Chilavert a Burgos”. Hasta que se volvieron a enfrentar. Esta vez con camisetas distintas. Burgos, con la de Argentina. El “Chila”, con la de Paraguay. Partido por las Eliminatorias en Buenos Aires. Uno a cero para Argentina. Ganaban cómodos los albicelestes. Hasta que el réferi decide cobrar un foul a favor de Paraguay. Esta vez, no tan lejos del arco, pero tampoco cerca. Chilavert, conocido por sus habituales goles de tiro libre, se paró frente al balón. Silencio en el Monumental de Núñez. “Está muy lejos”, dijo Mariano Closs que narraba el partido. “¿Te parece?”, le respondió Fernando Niembro, mítico periodista, que hacía los comentarios. Más sabe el diablo por viejo, dicen. Disparo mansito de Chilavert (algo raro en él, que le pegaba con un fierro), carambola en el aire, y… gol. Dicen que si otro hubiese sido el arquero, cualquier otro; dicen que si hasta un defensa se ponía en lugar del “Mono” Burgos, la pelota no entraba. (En la foto aparece Chilavert gritando su gol a Argentina, y al fondo, el "Mono" derrotado).

Tirria a la final

La previa al Mundial de Francia 98 tenía a Brasil como el gran candidato. Y a Ronaldo como la figura excluyente. El jugador esperado por todos. El hoy gordito en ese entonces era una máquina asesina de goles y de desparramar rivales con sus fintas y gambetas contenidas únicamente por su dentista. Ronaldo tuvo un buen Mundial. Hizo goles importantes. Y llevó a su selección a la final. Contra Francia, el país anfitrión. Horas antes del partido, sabedor de que su figura en buen estado era la absoluta expectativa de todos los espectadores del planeta, Ronaldo no aguantó. Dicen que los nervios le jugaron una mala pasada. Lo cierto es que convulsionó en la concentración de los “brasucas”, y que el parte médico creyó conveniente su ausencia en el partido. Presión de los medios, de la empresa que lo auspiciaba o sabe Dios qué, pero Ronaldo se paró en la cancha con el resto de jugadores del “Scratch” a disputar la final. Brasil no dio pie con bola ese partido, y Ronaldo pasó desapercibido. Francia ganó 3 a 0, resultado abultadísimo para una final en esos tiempos. Ronaldo pasó al olvido unos meses y el mundo entero aplaudió la aparición del verdadero héroe que tenía reservado el Dios Fútbol para ese Mundial. Un tal Zinedine Zidane.

La condena de ser segundo (cuatro veces)

Antes de pasar al poderoso Chelsea inglés y de posicionarse en la memoria futbolera de su Alemania natal como un icono de ese deporte, Michael Ballack era un polifuncional volante que defendía los colores del Bayern Leverkusen, equipo de mediano calibre en el país teutón. Sudaba la número 13 con más vehemencia que hoy (que es mucho), y se las ingenió para llevar a su equipo, que contaba también con el brasileño Lucio, en el año 2002 a protagonizar los tres torneos que jugaron. La Liga Alemana, la Copa de ese país, y la famosa Champions League. En la Liga, se quedaron a un punto del Borussia Dortmund; en la Copa les ganó el Schalke 04; y en la Champions, perdieron la final contra el Real Madrid (en la foto se observa el maravilloso gol de Zidane con el que ganaron los merengues y a Ballack observando). Sólo en el 2002 Ballack había perdido tres finales. Pero el destino le tenía reservado algo más. Con su selección, en el Mundial de ese año en Japón y Corea, Ballack anotó el gol que le sirvió a Alemania para clasificar a la final. Pero faltando minutos para que se extinga el partido, el árbitro lo amonestó con una tarjeta amarilla que lo descalificaba de jugar el siguiente encuentro. Lo que sigue es historia conocida. Brasil le ganó aquella final a Alemania, y Ballack tuvo que aceptar la medalla de subcampeón sin siquiera haber sudado. Cuatro veces ser segundo en el mismo año era ya mucho. Ballack abandonó Leverkusen y pasó a formar parte del poderoso Bayern Munich para después, sobre todo en Alemania, ganarlo todo. Ah, su compañero Lucio, que al menos se dio el gusto de gritar una vez campeón ese año jugando para Brasil, se fue con él.

El Capitán frío no podía en el aire

Para los que aprendimos a amar el fútbol en la preciosa década del noventa, Dennis Bergkamp es un personaje archiconocido. Figura excluyente de la selección de Holanda, el “Capitán Frío” (esa fue una de sus “chapas” por la frialdad con la que definía ante los arqueros rivales) paseó su fútbol por distintos equipos hasta que caló en el poderoso Arsenal inglés. Ahí recuperó el protagonismo que venía perdiendo por que se le acusaba de ser un jugador triste, deprimido, angustiado. La razón a ello la halló durante el Mundial de EE.UU. 94, cuando tuvo que cruzar el atlántico con su selección. Una gran turbulencia. Muchos nervios. Conclusión: “nunca más viajo en avión”. En el Arsenal le permitieron esa cláusula al momento de firmar su contrato tras pasar algo desapercibido en el Inter de Milán, y el resultado fue la aparición de otro jugador, aún con la frialdad como marca registrada, pero más contento. Bergkamp en Inglaterra tenía la posibilidad de moverse por tierra. No había que volar. Hasta en los partidos por Champions League, o cuando tenía que defender a su país en las competiciones europeas, Dennis se despedía antes de sus compañeros, y si por ejemplo, jugaban en Italia, él llegaba tras un largo viaje de veinte horas, cuando el resto lo hacía en dos. Por esa fobia Bergkamp se perdió la oportunidad de pasar al Barcelona de España, en la época en la que lo dirigía su compatriota Johan Cruyff. Quizás por eso fue que no trascendió a la altura de su grandeza. El Barza le hubiera propiciado al gran “Capitán Frío” esa fama mundial que le obsequia ese club a todos sus cracks. Y hoy, ya fuera de las canchas, en lugar de que su recuerdo se vaya diluyendo, tal vez lo conocerían hasta los que no vivieron esa década futbolística del noventa tan maravillosa.

Los chanchos no vuelan

En el año 1995 llegó a Universitario un arquero paraguayo que asombró, más que por sus atajadas o buenos reflejos, por su contextura física. Se llamaba Celso Guerrero, pero no pasó un minuto en Lima sin que su nuevo sobrenombre aparezca: “Cerdo” Guerrero. La guata que poseía, que amenazaba con reventar el uniforme, no era impedimento para algunas buenas intervenciones en los partidos. Hasta que le llegó la hecatombe. En un clásico de la primera ronda del torneo de aquel año, en el estadio de Matute, Alianza Lima aniquiló a su eterno rival por seis goles a tres. El gol que empezó con el festival del ridículo para el mencionado guardameta paraguayo lo anotó el brasilero Marquinho. A partir de ahí, todas las fotos al día siguiente dibujaron la anatomía de Guerrero derrotada. Casi, panza al aire. El gordo pasó a ser suplente. Tiempo después, a puro tesón y pequeñas dietas, Celso recuperó el titularato en la “U”. Hasta que llegó la hora del clásico de revancha. Octubre de 1995. Partido ajustado. Celso Guerrero rendía una buena actuación. Hasta que otra falta puso a Marquinho una vez más al frente de la valla crema. Lo que sigue es fácil de adivinar. Marquinho, que durante su paso por el país les debe haber marcado goles de tiro libre a todos los arqueros que desfilaron en el fútbol peruano, la clavó en un ángulo. Golazo y triunfo aliancista por uno a cero. Celso Guerrero se despidió luego con mucho más pena que gloria del Perú. Tal vez abandonó el fútbol porque de él no se supo nada más. Es muy posible que hasta hoy tenga pesadillas. Los diarios deportivos con su panza de chef criollo. La tribuna de Alianza festejándole en el rostro. Marquinho parado frente a la pelota. Tiro libre. En fin, ese chancho tampoco podía volar.

El Rey y la Reyna

¿A qué le temía el “Diez”? En realidad, a nada. En la cancha al menos, Diego Armando Maradona fue un guerrero, un soldado indomable. Valiente como él solo, capaz de aguantar cuanta patada era necesaria. Hasta se pudo “bancar” al criminal de Andoni Goicoetxea, que jugando para el Athletic de Bilbao contra el Barcelona que defendía Diego en 1983, le fracturó la pierna con una entrada artera. La lesión más fuerte que sufrió el “Diez” a lo largo de su carrera. La siguiente vez que se enfrentaron, Diego fue sin miedo, y Goicoetxea lo volvió a patear.
Pero si existe alguien al que Diego le tuvo fobia fue a Lucho Reyna, el peruano que lo sacó del partido con una marca personal que rozaba lo ridículo o el anti-fútbol. Perú y Argentina se enfrentaron por las Eliminatorias al Mundial de México 86 en Lima, y el técnico peruano, Roberto Challe, le ordenó a Reyna una marca personal impresionante sobre Maradona. ¡Un poco más y lo sigue hasta los vestuarios en el entretiempo! Cuenta el Diego que cuando estuvo internado en Cuba le llegó un simbólico regalo de varios futbolistas peruanos, y entre las muchas firmas que lo adornaban, encontró la de Reyna. “¡Hasta Cuba me siguió el hijo de p…!”, dijo Diego con poco humor.

miércoles, 12 de marzo de 2008

De profesión, goleador (P)

A todos los delanteros del mundo


Estoy seguro de que haciendo pataditas, cualquier persona que practique el fútbol de manera amateur con cierta frecuencia es más hábil que Martín Palermo. Con la pelota en los pies, el “Loco” debe ser de lo más flojito en la larga vida del fútbol argentino. Su casi metro noventa de estatura y su envergadura hacen poco posible imaginarlo dribleando y dejando rivales en el camino, o tirando un caño (como le dicen los argentinos a la “huachita”). Pese a ello, Martín Palermo ha entrado a la historia del fútbol gaucho al superar el récord que tenía Francisco Varallo como el máximo anotador en la historia del Boca Juniors, acaso el equipo más importante de la Argentina.


El fútbol se gana con goles, y la labor del delantero tiene relación directa con ello. Si un equipo termina un partido sin anotar un gol es probable que sus defensas o sus mediocampistas sean señalados como figuras. Pero un delantero jamás. Si este no anota su presencia en la cancha no sirvió de nada. El delantero es el ejecutor final del trabajo que realiza todo el equipo, y por eso es imprescindible que cuente con la confianza de todos. Al delantero se le perdona su improductividad y su distanciamiento del juego siempre y cuando aparezca en el momento exacto, ahí, para empujarla, para clavarla en la red. Y Martín Palermo lo sabe muy bien. Por eso se frustra cuando acaba un partido sin su nombre en las estadísticas del gol. Por eso sus compañeros, todos artistas del balón, le aguantan sus torpezas y le siguen tirando centros. Y por eso es ídolo indiscutible para la exigente hinchada del Boca Juniors.


Son 181 los goles del “Loco” vestido de xeneise. Y su presencia en el club coincide con un período de apogeo, de triunfos, de títulos. Palermo es el delantero estándar en un Boca Juniors que desde 1998 ganó cerca de 17 títulos (entre locales e internacionales), y tiene la virtud de haber sido elegido como titular, y tildado de imprescindible, por todos los técnicos que pasaron por la institución. Desde que asumió Carlos Bianchi el equipo, Boca fue una máquina de ganar campeonatos. Con el “Virrey”, Palermo ganó tres torneos argentinos, la Copa Libertadores del 2000 y la del 2001, y la Intercontinental del 2000 contra el Real Madrid, anotando los dos goles de aquel recordado partido. Luego emigró a España para regresar el 2004 bajo la batuta del Chino Benítez, con quien obtuvo la Copa Sudamericana de ese año. Continuó en el club de titular con la llegada del “Coco” Alfio Basile, y formó parte de ese maravilloso equipo que entre el 2005 y el 2006 consiguió ganar los cinco campeonatos que disputó (la Copa Sudamericana del 2005, la Recopa de ese año y la del 2006, y dos títulos locales, Apertura 2005 y Clausura 2006). Luego de la partida del “Coco” llegó Miguel Ángel Russo con un mensaje claro: Palermo es titular indiscutible. El resultado: campeones de la Copa Libertadores del 2007.


Fuera del área Martín Palermo es simplemente un larguirucho hombre enfundado en ropajes azul y oro que conmueve por su entrega y genera burlas por sus poco ortodoxos movimientos. Pero el área es su habitad. Y ahí es mortal. Pocos delanteros en el mundo tienen su eficacia. Y se las arregla para anotar goles de toda factura. Palermo tiene incontables goles con la cabeza (su mejor arma), con la zurda (su pierna más hábil) y también con la derecha. De penal (aunque tiene un récord negativo en ese rubro, ya que falló tres en un mismo partido jugando para la selección argentina), con el taco, de tijera, de sombrero, de chalaca. Hasta uno de media cancha. Martín, además, aparece en los momentos importantes, cuando las papas queman. Y tiene muchísimos goles en clásicos contra River, y en partidos que Boca viene perdiendo, anota el empate faltando segundos para el final.


Pese a que la mayoría de su carrera la ha realizado en Boca, Palermo no olvida el club que lo vio nacer, y del cual es hincha acérrimo: el Estudiantes de la Plata. Sólo los goles que le anotó a su ex equipo no fueron celebrados. Si Palermo le hace un gol a Estudiantes reacciona como si acabaran de entregarle su ropa de entrenamiento. Ni se inmuta. No se atreve ni a abrir la boca pese a que se juegue una final. Después, el “Loco” es conocido por sus festejos extravagantes. Alguna vez se estrelló contra un cartel de publicidad, en otra oportunidad se bajó los pantalones y en un partido, jugando en España, festejó trepándose a una tribuna y esta le cayó encima ocasionándole una lesión que lo alejó seis meses de las canchas.


Por todo esto, Martín Palermo será inolvidable. Un loco lindo, de los que engrandecen el deporte. De los que alegran corazones y arrancan aplausos sinceros. ¿Por qué no triunfó en Europa? Sencillamente porque no le tuvieron paciencia. Acostumbrados a pagar millones por atacantes estilo Ronaldo, Henry o Drogba, Palermo resultaba un chancay. Pero afirmo, sin temor a equivocarme, que hay muy pocos delanteros con la eficacia de Martín. Goleador, además, del mejor equipo del mundo en los últimos diez años. Un hombre que desde su debut hasta hoy, que maquilla sus últimos partidos, siempre fue goleador. Hay un dato curioso en ese rubro. Fue máximo anotador del campeonato Apertura argentino en 1998 con 25 años de edad, y en el Clausura del 2007, con 34 años, repitió el plato.


Palermo no es un gran futbolista. Técnicamente no le llega ni a los tobillos a un atacante de cualquier equipo de mediano calibre en Europa. Pero las estadísticas lo protegen, y cuando el tiempo pase y el “Loco” decida colgar los botines, se seguirá hablando de él. Como lo hacían de Varallo, delantero eficaz de la década del treinta que hasta hace unos días, casi setenta años después de su retiro, tenía un récord. Un récord que hoy descansa en la figura de Martín Palermo. Cuando algún día aparezca otro mortal atacante en el Boca Juniors, los programas televisivos lo compararán inevitablemente con él. Y su figura anotando goles de toda factura y festejándolos como un verdadero loco despertará la nostalgia de todos los que tuvimos la suerte de seguir su asombrosa carrera. Un hombre que no es un futbolista. Un hombre que es de profesión goleador. Simplemente eso.

viernes, 7 de marzo de 2008

El tercio de los sueños tiene música (Y)

A mi hermano, que por mí, conoció al Salmón.

Han pasado diez años desde que descubrí a Andrés Calamaro. Corría el mes de febrero y mi vida deambulaba, como diría Cortazar, en la ciudad misteriosa de los quince años. Mi ciudad: polo al hombro, descalzo, gorreando soles y tirando lente a todo lo que incluya senos. No sabía mucho de “Los Rodríguez” y “No se puede vivir del amor” era una estrofa que sabía de memoria por pura casualidad. Sonaba ya en las radios la melodiosa “Flaca”, y recuerdo haber leído la frase “no me claves tus puñales por la espalda”, insensatamente, en una columna de un diario deportivo. Fue así que le presté atención a ese cantante que no tenía aún rostro en mi cabeza pero que empezaba a tocar las puertas del Perú. Como en mi casa siempre se sucumbe a la moda, apareció un disco de Calamaro. Eran los tiempos de “Alta suciedad”, y luego de escucharlo adormilado y distraído en el asiento trasero del auto de mi familia camino a la playa, mis neuronas musicales captaron unas palabras claves para mi ciudad misteriosa: “No me tengas piedad porque soy de verdad, y me puede hacer mal”.

Las canciones son así, mágicas. Y todos los cantantes o grupos musicales que me han conquistado lo han hecho gracias a una estrofa que sacudió mi espina dorsal. Lo mío va más por las letras que por la melodía. Y es por esa sencilla razón que no me gusta la música en inglés (algo de lo que me avergüenzo terriblemente). “Sólo huele a tristeza, huele a soledad” me dijo alguna vez un grupo mexicano, y eso bastó para que aún hoy, que los años han pasado y los integrantes de la banda peinan canas mientras se esmeran en seguir creando temas cada vez menos “aplaudibles”, les dedico tiempo. Un día le escuché a un cantante al que catalogaba de “fresa” en mis años escolares decir: “podría haberte dicho que me importas, eso y un millón de cosas, pude hacerlo y no lo hice, y no sé por qué”, y empecé un idilio con sus temas que me dejó, entre otras cosas, la primera canción que le dediqué a una mujer (de frente, en silencio lo hice mucho antes), muchas burlas de mis contemporáneos y una deuda (literalmente, monetaria) que aún no puedo pagar.


Generalmente las frases que me conquistan forman parte de canciones no comerciales de los exponentes, o por lo menos no son sus canciones “bandera”, digamos. Siempre ha sido así. Salvo en el caso de Joaquín Sabina. Una vez un amigo con el que compartía mi rutina universitaria puso en el equipo de mi carro a este cantante, cuyo repertorio era reservado, en mi opinión, para “tíos”, o peor aún, para “tías” (estilo Serrat, pues). Y después de la puteada con la que aún hoy reacciono ante el “diferente” (por catalogarlo de alguna manera) gusto musical de mi amigo, es decir, frases insultantes y ojos casi cerrados por el asco, el cantante dijo: “y tardé en aprender a olvidarla 19 días… y quinientas noches”. Eso fue suficiente. Sabina llegó a mi vida, y me sirvió para darme cuenta de que en la música en español hay también ese arte indiscutible (como el de los Rollings o los Beatles). Y me ayudó a prestar más atención (aún) a cantantes de nuestra lengua, como Calamaro.

La estrofa que comenté en un inicio y que le da título a este relato, forma parte de la canción “El tercio de los sueños”, de Andrés Calamaro. El “Salmón” (así se le denomina en su Argentina) es el ideal en mi (ligero, lo acepto totalmente) gusto musical. No es tan romántico como Sanz ni tan poeta como Sabina. Pero tiene la mixtura exacta. Es tan atormentado como el primero y tan maldito como el segundo. Han pasado diez años desde aquella primera aproximación. Desde ese primer encuentro. Y han pasado diez años desde la última vez que “El salmón” visitó nuestro país. Desde mi humilde trinchera me sumo a todos sus fanáticos que han organizado una cruzada por tenerlo de regreso. Hoy que los impuestos han bajado y es posible observar a Waters o a Bjork, nada mal harían algunos empresarios en complacer el pedido humilde de los que aman la música del ex Rodríguez y Abuelos de la nada. Tal vez se me haga el milagro y escuche en el Monumental, el Nacional o donde sea, al gran Andrés decir: “Tenías el vestido más horrible de todo el tendido…”. Y el tercio de los sueños tendrá música (en vivo) por fin en mi actual ciudad, aún misteriosa, de cuarto de siglo.