Con sincerísimo agradecimiento, a mis primos George y Rafo, que me leen.
Quedaban escasos segundos en tiempo real, pero el reloj de la pantalla en el campo virtual del Old Trafford señalaba 38 minutos del segundo tiempo. El Manchester de Javier me ganaba el partido uno a cero. El público expectante. Ese encuentro definía el campeonato. Y con ello, el pozo de veinte soles que habíamos acumulado entre los diez participantes en el “vicio”. Fue allí que empezó la leyenda de los Gunners del Arsenal. Comandados por Thierry Henry, mis once guerreros vestidos de rojo dieron una muestra de garra y talento. Borde del área, Javier pierde el control de su defensa y Henry que arremete con potencia. Disparo cruzado, arriesgado si tomamos en cuenta la distancia, y golazo. El griterío no se hizo esperar. El Manchester había perdido moral, y eso fue suficiente para que en la siguiente jugada otra escapada de Henry termine en gol de Pires. El dos a uno y el campeonato. El primero de mi larga racha comandando al magnífico Arsenal.
Desde ese entonces el “vicio” se convirtió en mi segundo hogar. Oscuro, en un segundo piso. Con varios televisores apretados y muchos alaridos en el ambiente. Quedaba a varias cuadras de mi casa, muy cerca de una conocida universidad. Y albergaba a jugadores de todo tipo. Había mucha gente de barrio, como yo, que no contábamos en casa con el bendito Play Station 2, la consola que hacía funcionar al Winning Eleven, acaso el mejor juego de fútbol virtual de todos los tiempos. Pero también llegaban al lugar chicos pitucos, que sin duda tenían el aparato, pero que arribaban al “vicio” por el simple afán de competir. Yo acudía todas las tardes después del colegio. Y en aquella gloriosa jornada de mi primer campeonato, tenía trece años. Y había conseguido los dos soles para la apuesta por mi abuela, que se compadeció ante la negación de mi mamá.
El Winning Eleven es una religión. En el Perú y en todos los países futboleros. Sus inicios datan de la consola Play Station 1, pero con la segunda versión, el juego adquirió tonalidades espectaculares, muy cercanas a la realidad. Con la llegada del cable a las masas, y la posibilidad de observar en ESPN la Champions League, el campeonato de clubes más atractivo del mundo, el Winning se convirtió en una connotación de esos partidos. Y los ídolos del barrio dejaron de ser los jugadores de Alianza o de Universitario, y ocuparon su lugar las estrellas del Barcelona, el Milán, el Real Madrid, etc.
Mi equipo siempre fue el Arsenal. Del maestro Thierry Henry. La gacela, lo llamaba con cariño. Henry era de los mejores jugadores del Winning Eleven. Rapidísimo, con potencia en ambas piernas, gambeta endiablada y una capacidad asesina al momento de anotar un gol. Un calco del mejor Henry de la realidad. Era mi mejor arma. Y me siguió acompañando en la obtención de todos mis logros en el “vicio”. Modestia aparte, muy pocas veces perdía. Los años pasaron y el magnífico Arsenal se fue deteriorando. De aquel primer equipo glorioso e imparable, se me fueron yendo Vieira, Wiltord, Campbell, Kanú, Pires, Ashley Cole. Pero siempre me quedaba Henry. Y eso, para molestia de mis rivales, era suficiente.
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Un par de años después de mi primer título de campeón, el “vicio” se convirtió en una preocupación para mis padres. Pasaba cada vez más tiempo allí. Además, me había servido para hacer amistades. Y cuando no me tocaba jugar, me dedicaba, como el resto, a meter chacota, a retar a la gente, a burlarme de la desgracia ajena cuando se perdía. Conmigo, éramos cuatro los infaltables. Completaban el grupo Javier y Mario, que tenían mi edad, y Alexis, que tenía 20 años, pero su sentido de la madurez iba paralelo al nuestro. Él incluyó un nuevo vicio al grupo. Era asiduo aficionado a la marihuana, y le gustaba llegar drogado a jugar. Todos lo imitábamos. Y las tardes se hacían larguísimas sin que nos diéramos cuenta.
Mis padres no hallaban la manera de mantenerme en casa. Me reducían la propina, improvisaban castigos. Pero no había forma. Yo en el “vicio” tenía un nombre. Y la mayoría de muchachos que se atrevían a retarme, terminaban pagando la hora, así que de dinero no me preocupaba mucho. Encima, había añadido algo más a mi afición por andar fuera de casa. Mi abuela, que vivía con nosotros desde siempre, había sucumbido a la vejez. Y la memoria se le andaba deteriorando de manera ascendente con el correr del calendario. Yo simplemente no la soportaba.
Ella fue parte importantísima de mi vida. Prácticamente me crió muchos años, cuando mi mamá tenía trabajo. Y tanto a mí como a mi hermana mayor, nos adoraba. Nos consentía de manera desmesurada. No había posibilidad de molestia en sus palabras, y cuando nuestros padres nos retaban, nos levantaba el ánimo a escondidas con dulces o monedas. Así que no nos hacía gracia verla en su estado actual. A veces no nos reconocía. Confundía roles. A mi mamá, que era su hija, la trataba como si fuese su madre, y a mi hermana, como a una empleada doméstica de las de antes, casi como una esclava. Mi padre, que nunca se portó mal con ella, le hacía recodar a mi abuelo. Entonces le podía gritar improperios como borracho o mañoso. Y en ocasiones hasta lo quería obligar a que entre a su cuarto con ella.
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El “vicio” era entonces, mi refugio, mi escape. Sin embargo con el tiempo mi afición por el Winning disminuyó. Era duro cargar con esa cruz que me señalaba como el mejor de todos. Eso significaba jugar siempre con el público en contra, y cuando perdía un partido, el griterío era digno de gol peruano en las Eliminatorias. Entonces me podía pasar cuatro o cinco horas en el “vicio” o cerca de allí, jugando sólo algunos partidos. Eso sí, junto a Javier, Mario y Alexis, la marihuana era cada vez más frecuente. Y cuando había dinero, aparecían la cerveza o el ron, que me invitaban a confesar el odio hacia mi hogar.
Lo mejor del “vicio” era que por haber aumentado su población de adictos, llegaban incluso mujeres. Algunas lo hacían para jugar Winning y otras para estar cerca de algún chico que les gustaba. No eran de nivel (tanto en el juego como en el físico) pero servían para adornar el ambiente. Alexis era de los que llegaba de vez en cuando con alguna. Y una tarde logró citar a cuatro. Nos unimos a ellas y nos dirigimos a un parque cercano a tomar cervezas y fumar marihuana. Sólo una de las chicas era bonita, pero estaba con Alexis. Nosotros nos conformamos con el resto. La que era quizás la segunda en el ranking me puso la puntería, y de manera inmediata, decidí seguirle el juego. Se llamaba Alexandra. Tenía el cabello negro, la cara bonita y era entretenida, pero algo gordita para mi gusto.
Yo estudiaba en colegio de hombres, y mi contacto con mujeres era mínimo. Casi nulo. No tenía experiencia en el arte del “jileo”, y si no hubiese sido por el alcohol, que me desinhibía, y la marihuana, que volvía idiota a cualquier interlocutor, no hubiese podido siquiera hablar con Alexandra. Con el correr de los minutos y la carcajada, llegué a la conclusión de que si éstas chicas estaban una tarde-noche con cuatro muchachos en el apogeo de su mañosería, y que salían de estar metidos por horas en un cubículo oscuro al que llamaban “vicio”, era por algo. A conversar no habían llegado. Yo fui el primero en lanzarme. Sólo recuerdo mis labios moviéndose torpemente entre los de Alexandra que con los ojos cerrados disimulaba el malestar de estar en contacto con un chico inexperto y que la llenaba de babas con olor a cerveza. Luego noté que el resto de mis amigos hacía lo mismo con su chica de turno. Y nos sentimos bien.
Cuando llegó la hora de cambiar de aires, Alexandra fue la de la iniciativa. “Nos vamos”, le dijo al grupo tomándome de la mano. Y nos alejamos del parque. Alexandra era la primera mujer a la que besaba. Y pese a que físicamente no era de mi agrado, la amé ese momento mientras su lengua me hacía hombre. Ella gozaba de muchísima más experiencia que yo, y terminamos, muy cerca de las doce de la noche, tocando nuestras partes íntimas en las afueras de una quinta escondida.
En una sola noche yo había besado a mi primera mujer, ¡y por poco había tenido sexo con ella! Mis quince años me decían a gritos que quería más. Quedamos en encontrarnos la tarde siguiente, la acompañé a su casa que quedaba muy cerca, y llegué a la mía silbando de contento después de tiempo. Esa noche en mi cama no podía dormir de las ganas que tenía de estar con Alexandra. Ideaba en mi cerebro mil y una estrategias a utilizar la próxima vez que nuestros cuerpos se junten. Tenía aún su olor en los dedos y no dejaba de inhalarlos. Andaba caliente como estufa de verano. Hasta que una sombra se hizo espacio entre mi cuarto. Un cúmulo de piel de pasas se acercaba. Era mi abuela totalmente desnuda, y con la velocidad de sus mejores años, se metió en mi cama.
La calentura se me fue en el acto. Dejé de ser el hombre viril del que me jactaba por haber pasado la noche con Alexandra y volví a ser un niño. Un grito suplicante se apoderó de mi hogar: “¡Mamá!”
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Aquella anécdota con mi abuela me dejó un trauma muy fuerte. No acudí a la cita con Alexandra. Ahora sus olores los relacionaba con los de mi abuela, y la conclusión era nauseabunda. Una mezcla de flores con naftalina. Nunca más la volví a ver. Asimismo dejé de tener contacto con mujeres un buen tiempo. Mis amigos fueron abandonando el “vicio” paulatinamente. Preferían pasar el tiempo buscando chicas. Y así, entre traumas y controles negros del Play Station 2, me fui quedando solo.
Mi abuela seguía con lo suyo. Mi madre estaba cada vez más desesperada, la volvía loca. Pienso que mi incidente con la abuela significó para ella un trauma peor. La escuchaba llorar muchísimas noches. Confieso que deseé con todas mis fuerzas que mi abuela se muera. Que nos deje en paz.
Los recuerdos que tenía de la persona que más había influenciado en mi niñez se distorsionaban con los hechos de la actualidad. Mi abuela siempre fue una mujer pudorosa. Siempre aconsejándole a mi hermana que había que cuidarse, que no tenía por qué andar con poca ropa. Ahora se paseaba desnuda por mi hogar como si nada. Insultaba a diestra y siniestra, se comía la mantequilla como si se tratase de una fruta, luchaba por escaparse de su cuarto.
Fue así que al año siguiente, y luego de tormentosas anécdotas que prefiero obviar, tratando de huir de su encierro, cayó al suelo. Se rompió la cadera la abuela. Ahora andaba en silla de ruedas. Y como por arte de magia, su luz se apagó. Parece que lo conciente que aún guardaba floreció. Y se dedicó a esperar el fin sin hacernos problemas.
El día de su muerte yo andaba en el “vicio”. Alexis me había retado a un mano a mano que superé con facilidad. Thierry Henry, la gacela, se encargó de desechar en todos los asiduos concurrentes al lugar el rumor que indicaba que yo había perdido habilidad en el Winning. Cuando me enteré de lo de la abuela, me sorprendió mi indiferencia. Permanecí inmutable tanto en el velorio como en su entierro. Mi abuela se había ido de mi vida ya hace mucho tiempo.
Dos días después, los cables de noticias deportivas por la televisión informaban sobre “el traspaso del año”. Thierry Henry, del Arsenal, abandonaba su club de toda la vida para enrolarse al Barcelona de España. Era el fin de la dinastía del Arsenal en el “vicio”. Sin la gacela, no podría ganar nada. Y pasar a usar otro equipo era algo vetado en el código de los “viciosos”. Mi hogar, después de tiempo, era un monumento al silencio, como yo. Entonces apagué el televisor, me senté al borde de mi cama, y lloré, lloré y lloré.