lunes, 21 de abril de 2008

Sin pensarlo tanto (F)

A nadie. O en todo caso, a cualquiera.
Lima ha vuelto a la normalidad. El cielo luce alicaído, monótono y melancólico, como siempre. Ha llegado el invierno. Tengo la garganta áspera y buenos retazos de papel higiénico en el bolsillo de mi saco. Va a oscurecer. He salido de la oficina, y entre la duda de tomar un taxi o sumarme al martirio de las combis, estoy caminando. No hay un rumbo elegido. La orientación no es mi mejor virtud, pero sé que no quiero llegar a casa.
Miraflores está plagado de terrenos con recuerdos olvidados. Viejo hombre de familia de alcurnia que no se resigna al paso del tiempo, y que sufre la condena de compartir un alimento cada vez menos pródigo. Es mi distrito desde hace cuatro años, cuando me casé con Claudia, siete días después de haber cumplido veinticuatro abriles. Y llegué al departamento que hoy no quiero enfrentar, entre las calles de 28 de julio con República de Panamá. Tengo una hija, Mariel, que bordea sus tres primeros años. Sigo con Claudia, lógico. Y tengo a mis suegros rondando todo el tiempo desde que decidieron mudarse también a un departamento de su pequeño edificio. El mismo que les sirve para mantener a su hija cerca con innegables gangas de alquiler, y mano blanda para la cobranza. Trabajo en un estudio de abogados como administrador. No sé absolutamente nada de aspectos legales pero todos los días me enfrento a hombres de buen manejo del lenguaje y títulos de postgrado en universidades extranjeras, y me obligan a vestir como ellos. El trabajo me lo consiguió mi suegro. Me jefe es muy amigo de él.
He llegado al parque de Miraflores. Muy cerca están los imperios de Ripley y Saga, un Mc Donalds, un D’onofrio y muchos otros locales de comidas. Algunos de prestigio y antigüedad, como el Café Café, y otros de dudoso higiene y muy alertas a la Sunat, como la sanguchería Miguel o un chifa en el que alguna vez observé una rata recorriendo la entrada a la cocina. Me he sentado en la rotonda que sirve para que algunos viejos artistas vendan sus productos artesanales a los curiosos y turistas, que inexplicablemente, siempre están por Miraflores. He visto de lejos al loco Poggi. Su pelo verde y su libro. Lo evito con la mirada. Estoy sentado dándole la espalda al movimiento de la rotonda. A mi lado sólo hay restos líquidos de un sánguche que venden en una carreta muy cerca de allí. He llegado a la conclusión de que me voy a comer uno en un rato. Qué importa lo que me diga Claudia. En el peor de los casos, tendré que comer doble disimulando con un chicle los aromas de mi butifarra.
*
Siempre he creído que las cosas buenas de mi vida ocurren cuando no las pienso tanto. Si pienso mucho en algo, me sucede lo contrario. Si estoy a la espera de una buena noticia y dibujo su desenlace feliz en mi cerebro más de una vez, nunca llega. Hoy no ha sido así. He pensado en Gonzalo. Lo he vuelto a extrañar. Y de repente ha aparecido la silueta de Isabel.
Los años han pasado y ya no es la chica que marcaba la diferencia por donde iba. Pero sigue siendo una mujer hermosa. Aún delgada, aunque no tanto como los últimos días que la vi. Lleva puesto un pantalón de tela negro y un largo abrigo verde. Una moda que no es limeña. Asumo que la debe haber traído de España segundos antes de que me reconozca. Isabel ha soltado una mini carcajada para después abrazarme. Luego de las típicas frases de los reencuentros sin alcohol, ha roto la incomodidad bromeando sobre mi peso. Sí pues, he engordado. Isabel me cuenta que está de paso por Lima. Que se quedará un par de días para luego viajar a Máncora, dónde pasará, con el sol de aliado, su última semana de vacaciones. No quiere más frío. Estudia antropología en Barcelona y el año entrante acabará. No se ha casado. Esporádicos noviazgos la ayudaron a domar la añoranza y la carga de sentirse una extraña. Sus padres siguen vivos, me alegro. Tiene 29 años, uno más que yo.
Nos hemos alejado de la rotonda y para mí, ya Miraflores no existe. Estamos sentados en el Café Z, frente al bowling y al lugar en el que me hice mi primer tatuaje junto a Gonzalo. Le he dicho que yo invitaré, e Isabel no se ha negado. Cojudamente pido comida en abundancia. Para beber yo quiero una cerveza. Ella agua. Estás linda, le he dicho. Ya nuestra edad permite ese tipo de frases sin que suenen necesariamente a un jileo. Ella me lo ha agradecido y sus mejillas han retomado el color de nuestros veranos más hermosos. Me ha hecho hablar largo rato de Claudia y de Mariel. Y me ha sorprendido mi poco entusiasmo pese a que me esmeré en no hacerlo notar. Aún no llegamos al tema principal. El que nos une y nos unirá para siempre. He vuelto a pedir una cerveza y esta vez ella me ha imitado.
*

Desde que conocí a Claudia no he vuelto a salir con mujeres. No he vuelto siquiera a conversar más de tres minutos con alguna, y esta situación con Isabel me tiene temblando de ansiedad. Como si estuviese ingresando a un maravilloso mundo prohibido. Como si me ofreciera la manzana que me expulsará del paraíso. En realidad nunca fui muy mujeriego. Antes de Claudia sólo tuve romances esporádicos y cortos. Sexualmente mi vida era risible para mis “colegas” cuando le dije para ser enamorados. Así estuvimos un año. Y luego llegaron la boda y Mariel. Eran épocas duras y yo buscaba formar mi propio camino. Y nunca me dediqué a pensar mucho sobre lo que estaba haciendo al casarme.
¿Y qué sabes de Nora? Me ha dicho Isabel con seriedad, mientras tomaba de pico un largo sorbo de su cerveza. Nada, desde hace tiempo, le digo. Creo que tenía pensado irse a Estados Unidos con Lorena, su hija mayor. Qué pena, me dice Isabel. Me hubiera gustado visitarla. Nora es la mamá de Gonzalo, e Isabel no la ve desde hace seis años, cuando decidió despedirse de Lima y de sus recuerdos, para refugiar sus angustias en España. A Nora la vi cada vez con menos frecuencia hasta que llegamos a este punto, cuando le digo a Isabel que no sé nada de ella desde hace tiempo y no miento.
Gonzalo fue mi mejor amigo. Prácticamente nos hicimos grandes juntos. Lo conocí en la universidad, cuando ambos teníamos 17 años y un futuro incierto. La química fue inevitable. Éramos personajes retraídos, descontentos. Sin la motivación de los estudiantes de administración de la De Lima. A los dos años, Gonzalo conoció a Isabel. Y se hicieron enamorados.
¿Lo extrañas? Mi pregunta ha sonado estúpida, pero ya considero inevitable abordar el tema. He apagado mi teléfono, son casi las nueve de la noche e Isabel lleva tres botellas de cerveza en el cuerpo. Claudia me retará de todas formas, y esta vez, no le tengo miedo. Claro que sí, me ha respondido. A veces creo que nunca lo voy a dejar de extrañar. Sus ojos tienen un incuestionable brillo de melancolía. Yo también lo extraño. Me ha hecho muchísima falta. Pero a veces creo que su recuerdo es más duro por el hecho de que con él, se fue Isabel de mi vida.
Isabel y Gonzalo formaban una pareja envidiable. Se llevaban muy bien. Ella era de verdad hermosa. La chica más linda que he visto en mi vida, me decía Gonzalo. Y yo opinaba exactamente lo mismo. Me sumaron casi como un complemento a su relación. Pasaba mucho tiempo con ellos. Viajábamos juntos cada vez que se podía, Isabel me invitaba los fines de semana de verano a su casa de playa en San Bartolo, y así, fuimos moldeando una muy bonita amistad. Es cierto que yo en silencio estaba enamorado de Isabel, pero era un secreto vetado para mi cerebro. En ocasiones sólo estábamos los dos, y yo no me cansaba de escuchar su voz, y de compartir sus sueños. Hoy que lo recuerdo, Isabel más de una vez mencionó vivir en España.
“Gonzalo siempre sospechó de nosotros”, me ha dicho Isabel. Y mi cuerpo ha experimentado esa sensación de hormigueo en el estómago que sucumbe con un dolor helado en el alma. “Sí, hasta le llegué a comentar algo”. ¿Cuándo se lo comentaste? ¿Qué le dijiste? ¿Acaso tuvo algo que ver? Isabel ha colocado su boca en señal de quién sabe y sus ojos verdes como dos ametralladoras.
Gonzalo tenía un problema que descubrimos era hereditario. Grandes síntomas de esquizofrenia se apoderaron de él los últimos meses de su vida. Su papá tiene la misma enfermedad. Vivía en Tacna hasta donde yo sabía. Nuca lo conocí. Pero estoy seguro de que no ha muerto. Dicen que las drogas intensifican el mal. Y Gonzalo no era un chico sano. Gracias a él conocí la marihuana, vicio que me acoge aún hoy. Esa hierba fue acompañante frecuente en nuestra amistad. Luego le trasladamos el vicio a Isabel. Aún no le pregunto si lo conserva. Pero Gonzalo no se quedó en eso. Poco a poco conoció otras formas de escapar de su mundo, hasta que llegó a la cocaína, que a diferencia del resto, lo colocaba en un estado de contemplación, siempre con los ojos llenos de miedo, furia, amor, odio o sabe Dios qué. Los últimos días de su vida los sobrellevó con pastillas para dormir en grandes cantidades, y las mezclaba con otras que lo mantenían despierto. Se convirtió en un ser dependiente totalmente. Y esto fue separándolo de Isabel.
Pese a ello, Isabel y yo trasladamos todas nuestras fuerzas a tratar de alejarlo de las malas mañas. Era en vano. Cuando las cosas se pusieron serias, y Gonzalo perdía poco a poco la batalla, Isabel fue entrando en depresión. Y yo le serví de aguante.
*

He prendido mi teléfono. Claudia me ha llamado casi al instante. ¿Dónde andas? Te he estado llamando, son más de las diez de la noche. Disculpa, mi amor, le digo. Me he encontrado con una antigua amistad, y estamos tomando unas cervezas. Isabel me observa. Y escucha. Sí, ya sé que es miércoles pero no te preocupes. Ya sé que estoy resfriado. Sí, ya la tomé. Ya mi amor, yo la paso a su cama. Un beso. Yo también. Isabel sonríe a medias y se pide una última cerveza. Nos miramos fijamente unos segundos. Le noto el paso del tiempo. Unas pequeñas líneas se asoman a sus ojos. ¿Alguna vez te has preguntado si lo nuestro hubiese funcionado? La pregunta de Isabel viene cargada de sentimientos encontrados. Era difícil, ¿no?, le he contestado.
La noticia del suicidio de mi amigo me golpeó el alma. Me dejó literalmente inerte. Sin respuestas. Sin anhelos. Isabel sufrió más. La tuvieron que controlar con medicamentos los días del velorio y el entierro. No la volví a ver. Semanas después se había largado del Perú. Nunca se comunicó conmigo. Y me enteré por algunas amistades en común, que su paradero era España. Me quedé solo en Lima. Y decidí seguir adelante. Claudia me ayudó mucho en eso, y hoy que lo pienso, quizás fue esa la verdadera razón de mi matrimonio.
He pedido la cuenta. Claudia me ha vuelto a llamar pero he dejado que el teléfono suene y suene. Estoy caminando con Isabel sabiendo que depende de mí seguir alargando la noche. Pese a ello, nos despedimos. La ayudo a tomar un taxi. Me deja su correo electrónico y su dirección en Barcelona. La abrazo con resignación. Ella acomoda su rostro en mi pecho. Cuídate, me dice. Tú también. Y se marcha. Sigo caminando. Mi casa no está lejos. Entro. Llevo a Mariel a su cama. Está dormida. Al rato veré los inicios de una película con Claudia y luego le haré el amor. Siempre tendré la pregunta de Isabel en mi cerebro. ¿Alguna vez te has preguntado si lo nuestro hubiese funcionado? Claro que no. Las cosas buenas en mi vida sólo suceden cuando no las pienso tanto.