Alguna vez le escuché a alguien que admiro decir: el mejor homenaje que le podemos hacer a los que se han ido, es seguir viviendo.
Este texto está dedicado a mi actual psicólogo, mi querido Blog.
La psicología está muy cerca en mi vida. Tengo una hermana a punto de graduarse en esas artes, y la he observado romperse el alma los últimos años. He sido testigo de su crecimiento profesional y de su esfuerzo por ir moldeando el ojo (o el oído) que todo psicólogo debe poseer. He visto también a algunas de sus amigas-colegas en lo mismo, y tal vez por sano prejuicio, me dan la impresión de ser distintas, como si estuviesen analizando el mundo en silencio a cada momento. Soy de las personas que creen en la psicología. Que confía en que los problemas del ser humano se pueden resolver o disminuir con la ayuda de otro, y si este está sentado en un despacho prestándote atención, mucho mejor. Pese a eso jamás he ido al psicólogo. Aún en estos tiempos, cuando aquello de “eso es para los locos” es una frase obsoleta y carente de sentido común. Quizás por flojera o falta de dinero. Quizás por esa bendita costumbre de postergar hasta el extremo todo. No lo sé.
Cada vez me convenzo más sobre la urgencia de un psicólogo en mi vida. Alguien externo a mis afectos que me ponga en vereda, y que me de la pauta para resolver mis rollos existenciales. Poco a poco me acerco a ese momento, y para eso, tal vez de manera inconsciente, suelto frases sueltas en las sobremesas familiares del estilo “lo que tengo yo es emocional”, o “no sé si podría soportar un psicólogo”. A todo el que conozco que asista a terapia lo interrogo, y si me entero de alguien que estudió psicología o que la ejerce, me intereso en su vida, lo cuestiono.
En esa línea ando en este, mi último ciclo como universitario (luego de una etapa en extremo duradera que incluye de todo un poco y a la que daré cabida en otro u otros textos de mi Blog), desde el momento de la matrícula, cuando me noté hastiado de los cursos de mi facultad, y quise “parchar” créditos en otra. Apareció entonces la posibilidad de llevar algunos cursos en Psicología, con la excusa de conocer más sobre el ser humano bajo el motivo de escribir historias, pero con la certeza de acercarme en algo al instante en que un psicólogo haga trizas mi vida en una hoja de papel de su cerebro.
La experiencia no ha podido ser más rara. Sólo en una mente atrofiada como la mía se podía pensar en estos cursos ajenos a mi carrera como algo más fácil de afrontar. Todo lo contrario. Carezco de una base mínima y a menudo me pierdo. No están los “vagonetas” como yo que adornamos los salones de la facultad de Comunicaciones. Y se tiene que leer más. Mucho más. Encima me he tenido que enfrentar a tres demonios de mi vida (de esos que resolveré si Dios quiere con un psicólogo): el tormento de ser un “viejo” para la universidad, el recelo hacia un espacio desconocido, y el extraño estado, una mezcla de ignorancia con temor, que generan las mujeres en mí.
Es una sentencia: el grueso de la población que estudia psicología actualmente pertenece al género femenino. Los salones de comunicaciones tienen cierta tendencia a las mujeres, pero podríamos hablar de un 60 a 40 en términos de porcentaje. Entonces siempre se puede hallar al compañero más flojo que uno; al grupo de trabajo repleto de hombres, de esos que dejan todo para el último y que no creen en las reuniones en casas; al amigo con el que estallas en cómplices carcajadas burlándote de algo o al que lo escuchas suspirar con más devoción de la que podrías generar (incluso en épocas austeras) por el paso de una chica bonita. Así es más fácil. Y así he superado el primer demonio que mencioné, por tener siempre más edad que la mayoría, hasta hoy, en mi quinto año en la Universidad de Lima.
El primer error en mi etapa como “psicólogo” fue matricularme en un curso de tercer ciclo. De esos que llevan los muchachos aplicados que hasta hace un año eran colegiales. El nombre me sedujo, Psicología de la Comunicación. Vamos, me dije, estudias eso, debes estar preparado. Ahora no sólo estoy algo confundido (no había prestado tanto reparo académico en la comunicación desde el lado subjetivo, por ejemplo) sino que he estado apunto de cometer uno de los pecados más infames de la vida, de esos que sólo imaginaba para las mujeres en sus cuarentas, que es ocultar la edad. En mi primera clase como estudiante de psicología me tocó hacer un trabajo en grupo entre cuatro personas. Felizmente encontré abrigo en una chica a mi costado, que al notar a la gente buscando a sus amistades para la elaboración del equipo sin prestarle atención, me dijo casi suplicando: ¿puedo ser contigo? En unos minutos encontramos a otros dos desamparados. Felizmente (me dije), un hombre y una mujer. Como suele suceder con los trabajos en grupo, si el profesor ofrece 20 minutos se dedica mínimo la mitad del tiempo a las relaciones humanas. Ahí fui notando la diferencia. Debe haber sido una de las primeras veces en mi vida en las que me sentí cuajado. Observé en los rostros de mis nuevos compañeros la tierna luz de la inexperiencia. La pizca de orgullo que florecía en mi anatomía se apagó cuando preguntaron las edades. Dejé mi respuesta para el final anhelando un ingreso repentino y autoritario del profesor pidiendo silencio. No se me hizo el milagro. Trastabillé y por un momento pensé en la posibilidad de decir 23, 24. Hasta 21 por un microsegundo. Cuando sentencié los arcaicos 26 la sorpresa se apoderó del ambiente, y me mandé con un rollo sobre el término de mi carrera y mis planes a futuro en el que me sentí casi peor de mentiroso.
Todo lo desconocido se demora en ser recibido por mí. Lo proceso cuando es inevitable. Y llegar a un salón de clases siendo un extraño siempre me ha parecido un trámite (pese a que en demasiadas oportunidades he sido el nuevo del aula). Mi técnica consiste en arrinconarme en un sector desapercibido y tratar de interpretar el rol del hombre misterioso, ese que no transmite nada fácilmente. La multitud se olvida de mí rápidamente y poco a poco me da espacio para ir socializando. Pero lo que me sucedió en los siguientes cursos psicológicos a los que estoy condenado fue la hecatombe. No había multitud. Éramos once personas de las cuales nueve ¡eran mujeres!
Al momento de la matrícula, ya habiendo hecho un click para seleccionar el curso Psicología de la Comunicación, yo tenía espacio para cuatro créditos. Así que decidí llevar dos cursos de dos cada uno. Me dije, “si valen un par de créditos nomás, la cosa va a ser papaya”. Tamaña equivocación. Psicología de la Familia es un curso tedioso en el que abundan teorías llenas de datos, y llevar Sexualidad Humana en un salón repleto de féminas, y siendo incluso alumno de otra facultad, es todavía más complicado, y me hace quedar a ojos juzgantes de las chicas mínimo como un degenerado. Y seré con el tiempo, qué duda cabe, un fácil blanco de burlas para cada intervención jocosa.
Mi relación con las mujeres siempre ha sido difícil. No sé a qué trauma obedece aquello pero me cuesta socializar con el sexo opuesto. Tampoco soy un eterno “chuncho”, pero jamás doy el primer paso, y necesito llegar a familiarizarme demasiado para mostrarme tal y como soy. En ese instante quiero creer que me gano cierto cariño, pero casi con ninguna mujer a lo largo de mi vida he podido generar una relación más allá de los cortos diálogos, digamos. No soy de los que tiene una mejor amiga, por ejemplo. Incluso en tiempos pasados era el principal defensor de la postura que afirma que es imposible la amistad entre géneros distintos. “Inevitablemente va a aparecer el deseo”, decía. Siempre que he tenido oportunidad de abordar una cierta dosis de complicidad (para no llegar al extremo de decir amistad) con una chica, me he alejado. He depositado nuestra relación en el limbo de las personas a las que se saluda por compromiso y a los momentos incómodos cuando el encuentro es inevitable.
Debe ser por que a muy temprana edad alcancé todo lo que anhelaba en una mujer, y casi saltando de felicidad tuve que ponerle el stop al proceso por mejorar mi tara. Ya no necesitaba una mujer que me de su cariño, que me bese. Que me ame. Y para mí, si eso no venía incluido en el paquete, el regalo no servía. Antes de hallar a mi novia atravesé por esa durísima y excitante etapa que es la búsqueda de pareja, y en el camino tropecé con mi timidez, con la imposibilidad de sacar a bailar a alguien, con el consuelo de anhelar platónicamente a un imposible. De hecho todas, o la gran mayoría (bueno, es un decir, tampoco fueron muchas) de mujeres que alcanzaron mis labios antes de mi novia dieron el primer paso. Un gesto, una sonrisa. Una certeza de que no me rechazaría. Una “mandada” con todas las de la ley. Dios fue bueno conmigo, y en mi primer “desahuevamiento” para el cortejo, me dieron el sí (aunque ella afirme que eso del primer paso no es del todo mérito mío, en fin).
Hoy he comprendido que las relaciones humanas entre géneros van mucho más allá del sexo. Que mi dificultad al confrontar una mujer puede generarme graves consecuencias incluso en términos laborales, y lo que es peor, al menos en mi caso, no tener “amigas” es colocar una barrera difícil al momento de crear personajes femeninos en mis ratos de ficción. Este ciclo la vida me ha puesto una prueba dura en dos de mis cursos psicológicos. Hasta el momento soy un ente silencioso, un lunar de los que avergüenzan en el compacto rostro del salón. Va a ser difícil, lo sé. No creo que ningún hombre tolere estar sentado dos horas en una clase que gira en torno a preguntas escondidas (del estilo “una amiga me contó”) de las chicas sobre los métodos anticonceptivos, por ejemplo. Pero habrá que hacerlo. Habrá que opinar sobre el aparato reproductor y resolver las dudas que tenga el repertorio (incluyendo a la profesora) sobre los genitales masculinos. Habrá que evitar las risas nerviosas cuando aparezcan términos como la eyaculación, o poner cara de “ya lo sabía” cuando se metan con el condón. Habrá que plasmar la experiencia que no poseo.
Mi problema con las mujeres es uno de los tantos temas que podría tratar con mi inminente psicólogo. Es quizás el más identificable, pero abarca o saca a flote a otros, como la timidez, la antisociabilidad (si vale el término). Acaso el pesimismo. De todas maneras pienso que mi experiencia en la facultad de psicología va a ser provechosa. Lo malo es que hay que aprobar los cursos, y si se inmersa en el camino la dificultad extrema, los terminaré odiando. Algo aprenderé. Alguna ventaja sacaré y, ojalá, podré dar a luz un par de cuentos distintos, un personaje femenino entrañable.
Lo que es una sentencia es que mi trabajo conmigo mismo, mis diálogos y dudas unipersonales, no serán resueltos. No hallaré el motivo por el que mis ojos se escabullen de los de alguna gente. No recibiré pautas para que cuando me agobie el mundo mi estómago no me coloque al borde de la clínica ni me haga pensar en la muerte. No podré superar el temor por perder a mis seres queridos, ni a la mala liturgia que son las despedidas en mí. No sabré con exactitud lo que ocurre con mi alma cuando sin razón aparente me pongo triste. No podré descubrir los demonios que llevo ocultos, los traumas de mi niñez, aquel acontecimiento que te marca para siempre. Todo eso lo trabajaré cuando me anime a visitar a un psicólogo. Y en el peor de los casos, asumo, si no hay remedio, tendré que dejarme de vainas y aprender a vivir así.
Quién sabe, tal vez la terapia produzca otro yo. Un Gabriel distinto. Menos atormentado, más seguro de sí mismo. Quizás aprenda a expulsar las palabras que callo y que desquician a mi novia. Quizás obtenga más fe en mis proyectos. Más optimismo para con el futuro. Quizás encuentre en el fondo de mi corazón, virtudes que desconozco. Tal vez adquiera confianza con mi psicólogo y lo quiera, y así podré compartir experiencias con mi hermana y el resto de sus amigas colegas. Quién sabe, tal vez hasta yo pueda hallar a mi mejor amiga.