miércoles, 20 de agosto de 2008

Un homenaje reyrojino al rey de todos los colores. Fue un honor, querido Director (RR)

La escritura es para mí la única forma de encontrarle sentido a muchas cosas en la vida. Con este texto me despido del director de mi colegio, y está dedicado a toda la familia de Constantino Carvallo. Con todo el respeto del mundo.
El pasado lunes quedará en la memoria de muchísima gente como un día inexplicable. Injusto. El día en que la vida nos gritó con golpes certeros, aniquilantes, que no siempre el ser una buena persona y desenvolverse de la manera más solidaria posible garantiza un largo camino. A los 55 años, con mucho por ofrecer aún, dejó de existir Constantino Carvallo, el director de mi colegio. Una de las personas más extraordinarias que ha dado el Perú últimamente, y la personalidad más influyente que hemos gozado los que tuvimos el honor de pertenecer a su escuela, alumbrando la calle Cajamarca en Barranco.

Hablar de Constantino en estas difíciles horas es redundante. Un educador genial, filósofo, escritor. Dirigente sin finalidades de lucro del equipo más popular del Perú. Un hombre que con su don de gente y esa bendita virtud de ser certero, de no equivocarse jamás en sus apreciaciones, cambió la existencia de miles. Y le dio forma a una institución como Los Reyes Rojos, luchando contra muchos en un inicio y recibiendo el respeto de todos, tiempo después.

Constantino creó una forma de ser. Una personalidad. Una mística: el ser reyrojino. Esa distinción que llevamos y lucimos orgullosos todos sus alumnos ante el resto. Esa armadura que nos impulsa a creer en la validez de nuestras opiniones. Que nos permite soñar con la igualdad de la gente en un país desigual. Que nos dará la fuerza para educar a nuestros hijos con libertad, sin castraciones ni restricciones absurdas. Ser reyrojino es llevar un pedazo del corazón de Constantino Carvallo, y de eso no nos priva ni la muerte.

Cada uno tiene su propia historia con Constantino. Hoy asomarán de manera inevitable todas esas vivencias en los que como yo, tratamos de hallar sin éxito en el silencio de la noche una respuesta a su partida. Parte de ser reyrojino es permanecer en la escuela incluso después de la graduación y la fiesta de promoción. Mi vínculo con Constantino, vaya paradoja, se hizo más lindo con mi posición de ex alumno. Por una u otra razón, quizás por mis hermanos menores o por el hecho de que mi novia es profesora en Los Reyes desde hace cinco años, siempre he estado presente en las clausuras, bingos o kermeses. Lo mejor de esos momentos era encontrarme con Constantino. Siempre ahí. Oculto. Entre las sombras pero presente. Su sólo saludo era para mí motivo de orgullo. Y cuando había oportunidad de encararlo, vencía la timidez que me atormenta y con la que reaccionaba ante el resto de profesores, y me acercaba a hablarle. Cariñoso a su manera, me daba espacio en ese mundo tan singular que poseía y conversábamos. De fútbol sobre todo, es cierto, pero siempre había lugar para el jolgorio, y para hacerlo estallar en esa risa tan particular que extrañaremos para siempre.

De mis épocas escolares recuerdo el temor que enfundaba. Ese ruido extraño con el que arremetía cuando atrapaba a alguno corriendo por el hall del colegio. Sus asambleas y esa dura manera de tratar a algunas personas que generaban en el resto hasta odios, pero que a la larga servían para cumplir con un fin educativo. Constantino sabía exactamente a quién gritar. A quién humillar incluso. A quién tratar con dulzura. A quién exigirle que se saque veinte y a quién felicitar por un once.

Mi colegio tiene un rito temido llamado las pruebas de sexto grado. Para pasar a la secundaria, hay que vencer una serie de dificultades que muestren que estamos en la capacidad de afrontarla. Una de ellas, la más temida, es enfrentarse a un jurado en un examen oral sobre todo lo aprendido hasta el momento. El jurado, lógicamente, lo encabezaba Constantino. Sexto grado, allá por el año 93, fue un momento clave en mi vida. Me costó mucho desprenderme de mi exagerada introspección y de mi timidez. Fueron básicos en esa tarea Fabián y Cecilia, otros queridísimos profesores, que me moldearon hasta el punto de poder estar cara a cara con el jurado. Recuerdo que al entrar a esa tétrica sala, Constantino me saludó muy amable, y luego empezó con las preguntas. Yo había estudiado como jamás lo volví a hacer en la vida, pero mi delgada personalidad de niño de once años me jugó una mala pasada. Se me borró lo aprendido y no respondí ninguna pregunta. Constantino me dijo, siempre amable, “yo creo que no has estudiado mucho, mejor prepárate bien y vienes mañana”. Me estaba desaprobando. Yo en ese momento era un niño que con las justas hablaba con sus compañeros, pero me armé de valor y le dije a ese “monstruo” que tenía al frente: “No, mejor tómame otra cosa, por ejemplo Historia”. En ese instante Constantino decidió que yo había pasado la prueba. Me dijo: “claro, te tomo lo que quieras”, y me empezó a preguntar sobre historia. Sé que vencer mi miedo y enfrentarlo era mi prueba de fuego, y que en silencio con esos ojos profundos con los que estudiaba al mundo se dijo: “este chico está preparado, lo ha logrado”. Ya de nada importó que mi nervioso cerebro confunda personajes porque tampoco respondí bien las preguntas de historia. Ese gesto era Constantino. Eso es Los Reyes Rojos.

Ya de más grande mi relación con mi director tuvo que ver con mi vagancia y esos benditos y eternos castigos de las tardes o los sábados. Cuando ya no había remedio y él notaba que mis compañeros y yo estábamos en nada, se dedicaba a bromear, o a realizar pequeños concursos soltando preguntas al aire para que el primero en contestar sea liberado. Parece mentira pero esas jornadas interminables son las que más extraño del colegio. Inglés era un martirio para mí y siempre me tenía que quedar con él por las tardes. Cuando estuve en quinto de media me llegó a decir que si salíamos campeones en fútbol de Barranco, me aprobaba. Lo hicimos. Y él siempre cumplía sus promesas. Como cuando retó a mi promoción también en quinto de media a un partido contra los chicos de la categoría 84 del colegio, que por ese entonces contaba con Paolo Guerrero, Alexander Sánchez, Roberto Guizazola y otros chicos del Alianza a los que tanto ayudó. Nos dijo que si perdíamos iríamos el domingo al colegio, pero que si ganábamos nos regalaba diez cajas de cerveza. Ganamos y él cumplió. Aún lo recuerdo, abstemio como era, tomando esas cervezas con alguno de nosotros, los que más lo queríamos.

Recuerdo que cuando estaba en cuarto de media, para variar, me habían dejado castigado por no aprobar un examen de lectura. Ya se estaba haciendo costumbre, y notaba en mis profesores cierta preocupación por mi desidia. Estaba sentado tratando de leer en la biblioteca del colegio cuando me dijeron que Constantino quería hablar conmigo en su oficina, que quedaba unos metros al fondo. Empecé a temblar. Se venía lo peor. Me imaginé sus gritos por primera vez reflejados en mí. Su decepción. Mi inminente llanto. Entré nervioso como jamás lo había estado y me dijo de frente: “He preguntado a los de Alianza que están en quinto y cuarto de media quién es el mejor jugador del colegio sin contarlos a ellos. Y me han dicho que tú”. No lo podía creer. Era un halago que venía con un desahogo. Los de Alianza eran mis amigos, es cierto, pero valían sus palabras. “Te voy a estar chequeando”, me dijo Constantino. En ese entonces me olvidé de los libros y me propuse ser en verdad el mejor jugador del colegio.

Pese a ello creo que nunca le pude demostrar lo bien que jugaba al fútbol. Ya de más grande, el año pasado, acudí junto a mi novia a un paseo que hacían los padres de familia con los alumnos de cuarto de media, el salón de su hermano, cuyo tutor era Constantino. Ahí tuve la oportunidad de jugar por primera vez con él. Y pese a que me esmeré en colocarle incontables pases para que se haga goleador a un jugador difícil como él, que jugó parado en un perímetro del área rival con la particularidad de contar con un sánguche de chorizo en la mano, no pude cumplir una buena labor. Al final del partido lo vacilaban sus alumnos por su escasa fortuna al momento de disparar al arco. Él aceptó las críticas y con una sonrisa dijo al aire mirándome a mí: “sí, pero he visto a otros cracks también fallar hoy ah”. Fue suficiente.

Si como futbolista no le pude demostrar todo lo que sabía, me queda el recuerdo de que con la escritura sí lo logré. Él se enteró de la existencia de mi Blog, y me mandó una invitación con mi novia para participar en un concurso de cuentos organizado por la municipalidad de La Victoria en el que sería jurado. Pasaron los meses y no hace mucho (hace tan poco en realidad) llegaron los resultados. Me adjudiqué una mención honrosa, y vía mail, me mandó felicitaciones. Yo le respondí repleto de agradecimiento. Luego en la premiación me dijo: “estuviste ahí de ganar ah, tienes que seguir así”. Me quedó pese a eso la duda de que si otro hubiese sido mi nombre, tal vez mi cuento hubiese pasado desapercibido. Constantino, perceptivo y acertado, se encargó de comunicarme por intermedio de mi tío Willi y de mi viejo, que mi cuento le había encantado, y que para él merecí ganar incluso.

Hace un par de semanas me lo volví a encontrar. No hablamos del cuento ni del concurso. Preferí evitar ese tema. Hablamos, como siempre, de fútbol. Coincidimos en algunos temas y fiel a su costumbre, con algún comentario me cambió la manera de pensar en otros. Luego nos dimos la mano y me despedí de él con la certeza de volverlo a encontrar veinte años más, por lo menos.

Constantino se ha ido como lo que fue, un grande de verdad. La muerte es imposible de digerir, pero es más llevadera cuando el difunto es un débil, un enfermo terminal o un anciano. Cuando se va una persona joven es más doloroso. Cuando el que se despide es el hombre al que tú considerabas el más fuerte de todos, es intolerable. Parece mentira. Es muy difícil imaginar al colegio sin él. Sin su presencia en las clausuras, sin su mirada autoritaria y genuina. Sin su capacidad para solucionar con una palabra o un gesto, la vida de un ser humano. Constantino se fue enfundado en una bandera de su querido Alianza Lima recibiendo el cariño de miles de sus ex alumnos y de su familia, los deudos más auténticos. Yo acompañé el rito con dolor y respeto. No me asomé a su tumba y preferí esconder mi rostro acongojado.

Hoy lo quiero tener cerca, volverlo a saludar. Devolverle el abrazo paternal con el que nos educó a tantos reyrojinos. Conversar con él de fútbol ¿has visto qué mal está Alianza? Constantino querido, si los dirigentes tuvieran el uno por ciento de tu sapiencia. Si el Perú contaría con más ciudadanos como tú. Te agradezco absolutamente todo. Por formar Los Reyes Rojos y salvarme la vida al hacerlo. ¿Qué hubiese sido de mí en otra escuela? Tú lo sabes. Gracias por permitirme estudiar gratis la mayor parte de mi escolaridad, cuando la economía en mi casa no lo permitía. Gracias por ser tan cariñoso con mis hermanos, tan respetuoso con mis padres. Gracias por hacerme reyrojino de corazón, y por brindarme el plus de estar orgulloso de haberte conocido. De gritarle al mundo que mi director fue un ser increíble, y que cuando se fue lo sentí como si fuese de mi familia, porque eso es Los Reyes Rojos. Tú no eres un rey rojo, eres un rey de todos los colores. Gracias por los últimos momentos que compartimos, por ser tan influyente en mi vida hasta el final. Y por brindarme la fuerza para continuar en mi vocación, por esa promesa silenciosa de seguir remando con la escritura. Si me felicitaste tú que eres un genio, ¿qué más quiero yo? Descansa en paz, querido amigo, la vida se pierde de mucho sin ti. Y ten la certeza de que fuiste un hombre trascendente, y que un pedazo tuyo se quedará en el alma de todos los que pasamos de verdad por Los Reyes Rojos, que te amamos.

Tu alumno, tu amigo, tu hincha.

Gabriel Reaño