martes, 3 de febrero de 2009

Homenaje tardío al amor invisible (F)

A mi adolescencia. Tortuoso y entrañable romance.
Es curioso y hasta criticable, pero creo estar en la capacidad por fin, de afirmar que las palabras que adornarán mi siguiente frase le darán vida a nuestra última conversación. Y sonará en el resto rarísimo porque jamás hemos hablado. Pero te lo digo con certeza pese al temor: Te he olvidado. Sí. Mi alma ha sucumbido a la llegada del anticuerpo exacto, y ya tu presencia no genera en mí esa maldita danza de abejas en el pecho. Ni el sudor de manos. Tampoco la añeja sentencia de que no serás mía, y ese pesar infinito que me mandaba cuesta abajo, a conversar con mis demonios.

Nos ha recibido por separado un antro cargado de almas indiferentes, y ya no estoy solo. Fiorella está a mi lado y también su anillo y la fecha tatuada: en un mes. El ambiente despide una melodía conocida y ambas danzan al ritmo. Alterno las pupilas. Son segundos interminables. La maquillada conclusión me reconforta. Será mejor así. Hoy llevo una camisa elegante escogida por Fiorella. Han desaparecido los deslucidos polos del colegio que un par de veces por semana nos depositaban a ti y a mí en la misma casilla. Ya no tengo que actuar de polizonte en las fiestas amparado en la tibia cerveza que no me empujaría a saludarte. Ahora tengo con quién bailar. Tu mirada, por otro lado, sigue siendo ajena a la mía, pero considero injusto que ignores lo propia que fue todos estos años mientras inventaba nuestra historia. Ya no sufro (eso creo) y te la quiero contar.

El primer amor también puede ser platónico, me defendía así cuando hablaba de ti con mis amigos. Y lo sigo creyendo. Pero es curioso cómo la manera de querer a una persona aumenta proporcionalmente con la incapacidad de querernos a nosotros mismos. Así mientras sonreías con los ojos exactos y tu armadura roja, yo me cuestionaba hasta los codos. Y tu distanciamiento constituía algo parecido a la depresión. Esto me trajo desventuras. Mi corazón, porfiado, moldeaba a menudo discursos que me llevarían a tus brazos. Al menos a tu mirada, a tu atención. Jamás los puse en práctica. Todo era lamentos. Oda a la resignación. Al desprecio unipersonal. Hasta en mi inconciente te me hacías imposible. Qué duro era soñarte y al despertar, por unos seis o siete segundos, preguntarme: ¿fue de verdad?

Fuiste el punto de partida. Tu piadoso desprecio, un molde. Me amparé en el retraimiento, en la soledad. Y mi introspección le fue dando dotes de inalcanzable a tu retrato. Eso se trasladó también a los demás. Siempre se me hizo difícil ligar, por ejemplo. Llegué a sentir a todas las chicas bonitas con tus ojos. Esos ojos que sin importar el color, serían indiferentes a mis movimientos. Entonces, aunque jamás me permití volar tan bajo, arribaba a la batalla con el score en contra. Y eso tuvo repercusión, qué duda cabe, en mi personalidad.

El ritmo de mi vida lo ha marcado la incertidumbre de sacarte a bailar en la fiesta de fin de año. Mi existencia es ese inmenso salón de baile, y yo sigo inventando excusas para permanecer sentado. Desde ti, no he podido con las frustraciones. Prefiero encerrar con siete llaves a la ilusión, no sacarla a flote. Pese a eso el destino me ha protegido. Pero estoy seguro, pude haber llegado más alto si hubiese prevalecido el valor en mayores ocasiones. Después he tenido una vida, asumo, como la de cualquiera a mi edad. Me he involucrado en tres relaciones. Fiorella es la última. Tuve sexo desde mi primera chica. Fui un celoso y llegué a amar. Me dejaron. Sufrí como un condenado. Me obsesioné con la segunda. También me dejó. De ella no me despedí bien. Fui cariñoso e infiel, y me escudé siempre en el pesimismo: ellas también me lo deben hacer. Seguro así fue.

*

Nos seguimos encontrando un par de años después del colegio pero la distancia nunca dejó de alargarse. Incluso sé que te enteraste de mi relación con Sofía, mi primera novia. Ella frecuentaba más o menos tu círculo en ese momento. A veces pensaba que aquello te podía afectar. Que al menos un rasguño te podía originar en el ego. Hoy no me importa. Luego supe de tu alejamiento del país. Divorcio de tus padres, contaban las malas lenguas. Qué extraño, nunca conocí a tu papá. Jamás revelé el secreto de tu belleza en tu madre. Me dijeron que tu destino fue Miami. Otros por ahí Canadá. Preferí imaginarte en un lugar más interesante. Barcelona, París, Londres. Acaso Buenos Aires. Y serías escritora o cineasta. Tal vez para contrarrestar de alguna manera mis frustraciones.

Yo no me fui nunca. Me quedé acá. Mis planes de vivir afuera se diluyeron a la par de mis sueños de ser escritor. Sin pedirme permiso. Acabé la universidad algo tarde, pero casi al instante conseguí un trabajo. Y luego otro, donde me encuentro hoy, cobrando un sueldo mezquino pero mucho más digno que mi esfuerzo. Mi estatus no es un problema para Fiorella, y la amo por ello. Que una persona se atreva a surcar los usurpadores mares del destino conmigo es un halago valiosísimo, como comprenderás.

La ventaja más importante de la separación en nuestra historia estuvo en el hecho de que jamás te noté cerca de algún enamorado. Y no tuve que lidiar con la desagradable escena de un beso. Construir en cambio un personaje fue más fácil (acaso tú también lo eras). Tenía la posibilidad de moldearlos para que siempre sean superados por mí. Mis defectos, ahora sí, pasaban a un segundo plano. Pensaba en que jamás hallarías un hombre capaz de tratarte como traté a Sofía. Lo mismo con Daniela, mi segundo amor. Nadie aguantaría tus angustias ni les daría solución incluso perjudicándose a él mismo como hice yo con ella. Nadie te ofrecería la enigmática seguridad que despliego en Fiorella, y a ningún hombre le dirías, como ella, que deseas que tus hijos lleven su apellido. En mi reparto, nadie sería capaz de quererte como lo mereces. Sólo yo.

Cuando los años pasaron y la pérdida de la virginidad fue inevitable (a tu caso le adjudiqué la edad de 20 años, ¿exageré?), simplemente lo asumí. Jamás en mi vida, ni en los momentos más fuertes de mi idilio, proyecté una escena tuya teniendo sexo. Si supieras lo alto que puede volar mi imaginación, tomarías aquello como un piropo. Eres quizás la única mujer a la que no he imaginado en la cama. Pero si me pides un esfuerzo, también te digo: nadie como yo.

*

Lo que vivimos en la adolescencia marca nuestra vida y tu llegada sacudió la mía. De tal forma que me costó muchísimo reacomodarla. En el camino experimenté de todo y me quedé con algunas cosas que hoy son adicciones. Me he sometido a ellas aunque a veces se me escapen de las manos. Soy casi un hipocondríaco y le temo a la muerte, siempre creo estar cerca. El insomnio es mi condena. Acaso es el miedo al futuro, al nuevo día. He tratado siempre de encontrar respuestas como lo hacía en el colegio, sin mayor esfuerzo y deseando que el recreo ofrezca la dosis justa de respiro para seguir cuestionándolo todo. Así se me fue el tiempo.

Ahora estoy a un mes.

Te he vuelto a ver. Y pese a este antro reproductor de sudores y sonidos estridentes, tu belleza sigue intacta. No así tu aura. Los años sin contemplar tu rostro y los golpes en mi calendario quizás me obligan a catalogarte como ajena. Ya no eres la misma pero eres igual. La música golpea y llevo de la mano a Fiorella. Te observo de lejos y me parece increíble que estés allí, tan cerca; y más increíble incluso que seas justo tú, dentro de un mar de mujeres hermosas, la única que engendró aquellos sentimientos.

Lo repito, te he superado. Pero quién sabe, quizás la verdad es que por mi condición, pese a la fatalidad de antaño, me he resignado por primera vez a que jamás te tendré. Tal vez dentro de mis complejos y mi timidez; dentro del escondite de mis ojos cada vez que te tenía cerca, guardaba una esperanza. Hoy se ha diluido. Así ha tenido que ser. Estoy listo para tomar otro rumbo, para que mi nostalgia, ese mal incurable, sea como diría un escritor que admiro: una nostalgia por el presente. Y el pasado seas tú de la forma en que hoy te observo bailoteando a diez parejas de distancia: una huella prohibida.

Eso sí, te ruego, al menos como retribución a todo el tiempo que has estado en mi cabeza, que te alejes. Que tu aguda mirada no se vuelva a cruzar con la mía y no me saludes ni con las cejas. Que dejes en casa esa bendita armadura roja con la que me conquistaste hace más de una década. Y que mi nombre siga siendo para ti un punto oscuro dentro de un cuadro abstracto. De lo contrario, no sería raro que mis demonios retomen la batuta de la conversación y me devuelvan a los dieciséis años, cuando el anticuerpo era aún una quimera. Cuando no había cuentas que saldar ni partes por entregar. Y la música se haga precisa en un salón mucho más íntimo que este que me dibuja la última escena de tu sonrisa. Porque esta vez, te juro, sí te invito a bailar.

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