martes, 14 de julio de 2009

Ninguna como la mía (Y)

A mis primos Guille y Javicho, con el alma y el consuelo que no les puedo dar.
En uno de los recuerdos más añejos de mi infancia aparece Cecilia. Estoy en San Bartolo y es de noche. Mis padres se preparan para la juerga sabatina y a mí me va a costar dormir. Entonces asoma una mujer de ojos imponentes que me quiere leer un cuento, y me la presentan como mi tía. Debe haber sido su belleza, pues eran sus años mozos y a todos nos consta que Cecilia fue una mujer hermosa, pero hasta el día de hoy recuerdo esa escena. Ella leyéndome con cariño de tía. Ella sorprendida por mi habilidad al seguirle la trama con vocación de maestra. Quién diría que tiempo después se convertiría en una mujer fundamental para mi vida. Y construiríamos una relación que no tiene nombre, que sobrepasa los adjetivos.

Cecilia fue mi profesora desde sexto grado hasta quinto de media, y escenificó magistralmente lo que significó (y lo que significa) Los Reyes Rojos para mí: autoridad, amistad, amor maternal, orgullo mutuo. Yo entré al colegio en segundo grado de primaria. Debo poseer un récord, pues jamás cursé el primero. Me adelantaron cuando notaron luego de una serie de exámenes que yo había aprendido en mi nido todo lo que enseñarían en el primer año de la primaria. Entonces recuerdo haber sido alguna vez el nuevo del salón, y todo nuevo atraviesa por el ritual de presentarse en una ceremonia repleta para decir, entre otras cosas, de qué colegio proviene. Yo no llegaba de ningún colegio, y me daba una vergüenza extrema contar que venía, a segundo grado, de un lugar llamado “Mi pequeño mundo”. Sentía esas temibles cosquillas en el estómago que no me abandonan hasta hoy cuando estoy en aprietos. Quería desaparecer. Cuando llegó mi turno y me hicieron la pregunta de rigor ya me estaba cagando en los pantalones. Mi primera opción era quedarme callado, pero erróneamente elegí la segunda. “¿De qué colegio vienes?”, me dijeron. “No me acuerdo”, respondí.

Antes de que las carcajadas se apoderen del lugar, apareció Cecilia. “Él no viene de otro colegio, viene de frente de un nido”. Desde ese momento entendí que en Los Reyes Rojos jamás estaría solo. Desde ese momento Cecilia se robó mi corazón.

Después llegaron años hermosos. Cecilia fue para mi promoción una profesora espectacular. No hay quién no la haya querido. Nos amó y la amamos. Nos vio crecer. Superar las pruebas de sexto, descubrirnos en la secundaria. Tuvo que soportar nuestra adolescencia y nuestros cambios hormonales y físicos. Nos dijo adiós entre lágrimas cuando nos tocó partir. Y supo siempre cómo tratarme. Notó mi tendencia al perfil bajo y jamás me exigió salir de allí. Cuando había que levantarme el ego, me engreía con abrazos o exageradas felicitaciones que me enrojecían el rostro. Cuando había que encarrilar mi desidia, ponía cara de mala, y con voz autoritaria, me obligaba a estudiar un poco más. Cuando había que desahuevarme se las ingeniaba para obligarme a cantar en una mítica clausura. Y cuando había que plasmar la furia o la reprimenda severa, no podía. A Cecilia como a mi madre, le gané esa batalla clave, cuando el amor te incita a callar, a pasar por alto ciertas cosas.

Con ella tengo infinitos recuerdos. Su festejo como si fuera un gol (o en su caso, un punto que valdría un set) en cada uno de mis triunfos. Cuando pasé las pruebas de sexto o cuando me paré frente al mismo público de mi debut en Los Reyes, pero nueve años después, a cantar los coros de “La llave”. Cuando en primero de media se enteró que me gustaba una chica de quinto y no cesó de molestarme hasta lograr que aquella rubia espectacular se diera cuenta de mi existencia, alegrando mis mañanas. Cuando tiempo después, en cuarto de media, nos encontramos con la misma rubia en un campamento en Cerro Azul, y le noté a Cecilia el pícaro gesto que la caracterizó al momento de la chacota, y al descubrir mi rostro adusto a lo lejos, entendió que esta vez debía callar. Cuando a la hora del vals en el quinceañero de mi hermana me sacó a la fuerza de mi escondite, y gracias a ella hoy tengo esa foto que por mi timidez no debió existir. Cuando me dijo en tercero de media que estaba orgullosa de mí, y me susurró al oído: “ahora sólo te falta una hembrita”.

Qué paradoja Cecilia, las hembritas no desfilarían muy a menudo por mí desde aquel otoño del 96. Me bastaron poquísimas. Por eso hoy escribo sin pudor que entre las tres o cuatro mujeres más importantes de mi vida estás tú. Por eso te voy a recordar para siempre. Por eso hasta hoy, casi tres semanas después de tu partida, sueño contigo todas las noches. Por eso cada vez que hablo de ti me emociono. Por eso recién le gano la batalla a mi cobardía, y a mi manera, como lo hice con Constantino, me despido tecleando agradecimiento. Por eso, como diría Vicentico, “juro que la cara voy a dar cada vez que alguien te nombre, aquí o allá”.

Cecilia ya no está más entre nosotros. Parece increíble, pero no la veré ya en las clausuras del cole, o en el malecón de San Bartolo. Parece mentira que no tendré su saludo. Su sonrisa partida, su criollismo, su porte de diva linda. Su enigmática mirada y sus manifestaciones de afecto tan particulares y especiales, que para mí siempre valieron por dos. Me deja como legado una escolaridad entrañable, el recuerdo de su imagen impactante ya sea leyéndome un cuento o gastándome una broma. Y sobre todo, me deja a dos primos extraordinarios, en los que la veré reflejada siempre, siempre, siempre.

Los Reyes Rojos estamos de luto. Se fue la reina. Sólo nos queda el orgullo de haberla conocido, de haber plasmado en nuestra educación tanto amor y compromiso. Una maestra de verdad. Los Reyes Rojos sabemos que todos tienen a su profesora favorita, pero ninguna como la nuestra. Ninguna como la mía.

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