miércoles, 25 de noviembre de 2009

AdioZ (Y)

Despojado de todo estilo elegante de redacción, a puro corazón, un texto largo, huachafo y cursi. Casi exclusivo para mis incondicionales. Los demás, no lo lean. Es una especie de epístola de despedida hacia los miembros de mi ex hogar. Prometo ahora que he logrado postear sin que se cumpla, por un día, un mes desde mi última vez, hacerlo más seguido.
Luego de 27 años de fervoroso estatus de mantenido, he dejado mi casa. Casi no ha habido tiempo para despedidas. Ni para añoranzas declaradas. Simplemente un sábado por la tarde, y sin hacer mucho aspaviento, les di la espalda a mis padres y a mis hermanos junto a una maleta y un futuro inquieto. Semanas después, mi familia dejó el último hogar en el que fuimos cinco para por primera vez desde 1990, volver a ser cuatro en una mudanza. Hoy en la casa de mi familia no están más mis pertenencias. No hay siquiera un espacio con mi sello. Tan sólo quedan en el alma de mis seres más queridos rezagos de mi presencia, de cada cicatriz que les dejé mientras les hacía compañía. Hoy que no cuento más con una cama unipersonal en el terruño de esas entrañables personas, quiero rendir un homenaje al último hogar que nos supo sentir como familia. A ese espacio que me exilió a un diminuto y asfixiante dormitorio y que por cuestiones ajenas a este texto, goza de la antipatía general de mi gente. Pero que para mí será especial eternamente. Porque pese a haber vivido en nueve casas distintas junto a mi familia, ese dúplex miraflorino encallado en la calle Ramírez Gastón marcó una etapa definitiva en la vida de los que llevan mi sangre, y cuando el tiempo se encargue de posicionar mi nuevo estatus en el mar de las anécdotas, yo le daré vida a ese pequeño pero íntimo porcentaje de mi ímpetu que hoy permanece en silencio, y que me gritará cada vez más fuerte que parte de mí se quedó ahí.

Un adiós gigante, de la A a la Z:

Amanecer: no hay mayor placer al despertar que hacerlo sin obligaciones. Extraño la comodidad de amanecer en mi casa. El jugo de naranja sin necesidad de cansar mis brazos, la cama impecable minutos después. Los periódicos en la mesa. El “buenos días” de mi madre incluso cuando mi presencia venía cargada de culpa. Es inevitable, todo el que deja la casa de sus padres añora el relajo sin responsabilidad de los amaneceres.

Balcón: por ahí miraba la bulla y si no hacía frío, escuchaba el futuro muy abrigado. Fue la dosis de respiro ante el encierro de mi cuarto. El aire ambiguo del que duda si atravesar la calle o quedarse en casa.

Cochera: fue mi primer indicio de independencia. La cochera de mi carro quedaba aparte de la del resto del edificio. Su espacio y el diminuto control negro eran sólo para mí. Cuando andaba tristón o me emocionaba más de la cuenta con una canción, me quedaba diez o quince minutos ahí. No había que rendirle cuentas a nadie.

DirecTV: mi cuarto no tenía Cable Mágico en mi última casa. Versus y los partidos de Alianza jamás atravesaron mi último cubículo. Sí había DirecTV, que si no tomamos en cuenta lo mencionado líneas arriba (que es básico), es mucho mejor. Tenía todos los canales de deportes, series y películas que desfilan en la oferta del cable en el Perú. Fui feliz madrugadas solitarias con Movie City, Cinemax (en diversas versiones), Cine Latino, etc. Hoy sí veo a mi Alianza en mi cuarto, pero películas, sólo en DVD.

Espejo: he dicho que mi cuarto era minúsculo, casi una ratonera, pero tenía todo. Una cama, un televisor, un clóset, un baño. Y en el baño, un espejo. Era el núcleo de la habitación. Con esa otra dimensión al otro lado de los cristales mi espacio crecía. Enfrentándome día a día a esa liturgia, con prisa o sin ella, vestido o en toalla, dejé de pertenecer al grupo de los niños que odiaban los espejos.

Facilismo: lógico, tener servido all inclusive es descomunalmente conveniente. Hoy adoro el vértigo que significa luchar para llegar a fin de mes, aún cuando mi sueldo me dure exactamente 15 días, pero con el tiempo odiaré las cuentas y recordaré las épocas en las que mi única responsabilidad era existir. Ese facilismo que llega a enfermar con el paso de los años, pero una vez que logramos despojarnos de sus taras, quisiéramos volver a sus ramas aunque sea por un rato.

Grifo: pasé un poco más de un año en el departamento de Ramírez Gastón, pero desde el año 2001 viví, digamos, en el mismo barrio. Antes mi familia anduvo en la calle Gustavo Escudero, y nos acostumbramos con intensidad al grifo más cercano. En todo ese período lo he visitado en horas de lo más dispares. Muchas noches, algunas veces cerca de las siete de la mañana, incontables madrugadas. Los últimos tiempos dibujaron mi anatomía cabizbaja junto a mi hermano en ese establecimiento, y se lo agradezco con el alma por el aguante. Íbamos tan sólo para matar el tiempo, para ofrecerle más chances al insomnio. Por eso, sobre todo los martes de pichanga cuando la noche se alarga, extraño ese grifo con la misma intensidad con la que me volví su hincha.

Internet: sobran las palabras. En estos tiempos de comunicación instantánea, básico contar con Internet. Felizmente en el hogar que hoy me cobija con amor y responsabilidad, el WiFi me sonríe, pero no sé hasta cuándo gozaré de esa suerte. Por el momento el presupuesto no tiene en cuenta ni por asomo boletas de Internet.

Juergues: la parte bonita de ser un desempleado está en la escasez de responsabilidad por levantarse temprano. Entonces, si había una juerga entre semana, pues me sumaba sin pudor. Aunque no exageré mucho sobre todo los últimos tiempos, hubo épocas en las que salir por la noche a embriagarme los jueves era cuestión de rutina. Entonces llegar a mi casa a las cinco de la mañana para levantarme a la una de la tarde y simplemente comer con voracidad para esperar el fin de semana, era sumamente delicioso. Qué lejanos se ven los “juergues” hoy día. Una sola vez he ido a trabajar resaqueado un viernes en mi nuevo empleo. Juré no volver a hacerlo nunca.

Kiosco: cómo olvidar a la señora del kiosco. Pese a que jamás compartí con ella más palabras que “seño” o “Bocón”, su mirada enigmática, con esos ojos indescifrables y los gestos en otra parte, fueron parte de mis pasos apurados. Hoy que estamos a puertas de un nuevo Mundial, juro que cuando Navarrete o Paninni me deleiten con sus clásicos álbunes, me daré una vuelta por su kiosco a comprarle el clásico paquetón de figuritas con el que le alegraba la tarde. Sólo en esas oportunidades su sonrisa fue genuina.

La iglesia: mis viejos pertenecen a una comunidad católica, y han pasado casi 15 años con rituales que los separaban del hogar los sábados y uno que otro día de la semana por la noche. Aunque han perdido la batalla por suministrarme de su fervorosa fe, respeto con la célula más comprometida de mi ser todo lo que han dado por su iglesia. Y no en vano he sido niño, adolescente y adulto escuchando (a veces muy a lo lejos) la palabra de Dios. Soy creyente aunque no practico la religión. Pero converso con Dios y me persigno y lo evoco cuando estoy en aprietos. Y en mi existir quedan grandes porciones de la fe que profesan mis padres. En mis anhelos está la capacidad de perder la vida por el semejante, algo que hacen todos los miembros de la iglesia de mi familia, aquellos que mis padres llaman “sus hermanos de comunidad”. Y eso es más fuerte que cualquier religión. Más importante que la confesión o la hostia.

Nina: la nueva casa de mi familia queda a siete cuadras de mi trabajo. Todos los días a la una de la tarde empiezo los pasos apurados para llegar al almuerzo. Es toda una experiencia de verdad. Son 10 minutos de ida, 40 para almorzar y meterle a la sobremesa, y 10 más para regresar. Pero vale la pena porque así la sazón de Anita (Nina para nosotros) le pone el parche a mi hambre. Platos amados por la multitud, como el ají de gallina o la carapulcra por ejemplo, no los acepto ni en restaurantes, y si ella no me prepara el arroz con pollo, lo devuelvo.

Olor: ¿A qué huele tu casa? Nadie sabe, pero reconoceríamos ese aroma entre millones sin ningún tipo de problemas. Mi casa era el perfume de mi mamá, la transpiración trabajadora de mi padre, los adornos de mi hermana, las camisetas de fútbol empapadas de mi hermano y mis zapatillas pezuñentas después de meter mil goles. También la fritura deliciosa cuando se avecinaba un bistec con papas fritas o la papa rellena más sabrosa del planeta. ¿A qué olía mi casa? No lo sé, pero era un aroma entrañable.

Parque: también está conmigo desde el 2001. La tenue luz de sus faroles por la noche que le daba forma a un paisaje silencioso mientras caminaba con alguna compañía grata en ese parque, es un lienzo para mi memoria.

Quieres: con signo de interrogación. Vivir en familia es gozar de los ofrecimientos. ¿Quieres más tequeños? ¿Quieres este pedazo de chocolate? ¿Quieres que te de un poco más de dinero? ¿Quieres mudarte de una vez?

Ruido: parte de formar una familia es sumarse a un ruido exclusivo, casi un sello, una distinción. Debido a las reglas del hogar, los tipos de ruido se van plasmando. Y poco a poco ganan la batalla. Hoy que es de noche y escribo en silencio, no es difícil extrañar las carcajadas de mi madre frente a la televisión o sus canciones en la compu desde temprano; “el bajen el volumen” que fue una característica de toda la época universitaria de mi hermana cuando le daban esas ganas locas de dormirse temprano, como a las once y media de la noche, y mi hermano y yo andábamos gritando goles ficticios en la Playstation; los eructos y las tiradas de puerta de mi hermano, de niño la de su cuarto para manifestar su furia, de grande los cajones de la despensa para saciar su hambre a las tres de la mañana; o la voz a lo lejos de mi padre pidiéndome un favor, o simplemente comentándome un gol que estábamos viendo en televisores distintos, juntos pero separados.

Soledad: conforme uno va creciendo las ganas de emigrar son más fuertes, y los primeros pasos se suelen dar cuando nos quedamos con la casa vacía. Yo era feliz mientras estaba solo en mi casa. Era el rey. Hacía lo que me venía en gana. Había tiempo para todo, pero sobre todo para perderlo sin cuestionamientos asolapados ni interrupciones. Claro, la soledad era magnífica mientras me garantizaban que alguna vez, ya sea tarde o temprano, la casa volvería a estar llena.

Teléfono: ahora que me he tenido que enfrentar a contratos y a bancos y a AFPs, se me ha hecho muy difícil inhibir de mi paladar la frase 2715928 al momento de dar mi teléfono. Ese número me ha acompañado, creo, más de una década. Hoy no existe más. Como tampoco existe en mi bolsillo el último celular que fue cortesía de mis padres. Le tuve que decir adiós a mi Nextel. El último objeto, o la última cuenta, que me pagarán mis viejos (qué conchudo suena eso a los 27). Hoy mi nuevo teléfono me lo brinda mi chamba, y entre mis planes a futuro se encuentran adefesieros objetos que les pienso regalar a mis papás a manera de retribución. Y como ellos son de oro, los tomarán como si se tratase de lo mejor de lo mejor. Como si fuera un Nextel con radio ilimitado y 50 minutos libres sin pagar un mísero sol.

Universidad: yo he sido un eterno estudiante universitario. Mi casa me ha soportado como un ser humano relacionado a parciales, finales y exposiciones un larguísimo período. Pese a que hoy disfruto con llegar a mi casa del trabajo y no tener nada más que hacer, extraño el ritmo de la universidad. Extraño sobre todo los horarios de mierda que me tocaban, como las clases a las siete de la mañana. Esas tiradas de pera eran deliciosas. Mi vieja las detestaba. “Igual voy a pasar, yo sé hasta cuándo puedo faltar”, le decía. Lo que nunca supo fue que cada fin de ciclo, casi rutinariamente, tenía que redactar mentirosos y suplicantes mails a mis profesores para que no me jalen por inasistencias.

Winning: soy adicto al Winning y no me da vergüenza confesarlo. Desde que tengo uso de razón, los videojuegos son para mí una connotación de mi verdadera pasión lúdica: el fútbol. Jamás me enganché con otras variantes. Mis consolas (ya sean de Nintendo, Súper, N64, PlayStation 1, 2 y 3) han recibido en un 98% juegos de fútbol. Y el Winning lidera el ranking. Como soy un solitario, soy de los pocos que siempre prefirió enfrentarse a la máquina que a un semejante. Y le contagié el vicio a mi hermano. Era ley algunas noches llegar a mi casa anhelando que él no esté frente a la Play. Y cuando lo veía inmerso en sus Master League, lo odiaba un poco. A él le pasaba exactamente lo mismo. La última consola que compartimos fue la PlayStation 3, y hoy navega, pesadísima y en un maletín deportivo, de casa en casa. Y es inevitable (aunque ya no nos odiemos) que cuando nos piquen las manos por hundirnos en los apasionantes torneos que nos regala el Winning y el juego no ande cerca, nos dejemos de extrañar un poquito.

Xmas: (perdón por la huachafería, pero la X es jodida) connotación de la Navidad en lenguaje gringo. ¿Qué ejemplo más claro de unión familiar que la Navidad? En mi casa esa época, que en realidad incluye casi todo diciembre, siempre fue especial. Cuando había bonanza económica y cuando éramos misios. Sólo recuerdos gratos para la Navidad. Ese espíritu heredado de mis padres lucharé por trasladárselo a mi hija (¿o será hijo?). Papa Noel no existe hijita, pero la Navidad sí.

Zzz: por último, la hora de dormir. Las buenas noches, aunque a veces fueron gritos de cuarto a cuarto con la palabra “chau”, siempre existieron en mi casa. Cuando no me despedía de mi mamá por ejemplo, me invadía una sensación claustrofóbica. “¿Qué pasa si le ocurre algo en la noche?”. Despedirme de mis viejos cada noche era casi una cábala para mí. Una cuestión de conveniencia tal vez. Pero en fin.

Las letras reservadas:

Chelta: si le digo Marcelo a mi hermano él no voltea. Mi voz con su nombre está reservada para Salas, para Bielsa, para cualquiera de sus tocayos. Él es Chelta, y lo será mientras yo viva. Le puse esa chapa en honor a una palabra que él repetía de pequeño que se me extravió de la memoria, pero su apodo quedó. Mi hermano llegó al último barrio que compartí con mi familia siendo un gordito chinchoso al que sometía con llaves al estilo Dragon Ball y se fue convertido en un hombre más alto y más guapo que yo. Y como ya he dicho, me llevaré en el alma su aguante en mis últimas noches, cuando me ayudaba a pelearle al insomnio en madrugadas solitarias, todas mis angustias, en ese bendito camino que nos llevaba al grifo, a nuestro grifo, y donde le decía con palabras y silencios que no debería ser como yo (al menos no tanto). Mi hermano es mi amigo más querido, y de todo lo que “perdí” cuando dejé mi casa, su compañía es lo que más extraño.

Hermana: cuando evoco a mi casa asoma mi hermana Paloma concentrada en su trabajo mientras yo perdía el tiempo, y la interrumpía casi por joder con preguntas absurdas. Y extraño su paciencia para jamás darme la espalda. Para tolerar mis imposiciones caletas como cuando éramos niños y el aburrimiento me llevaba a hacerla renegar. Fue mi primera enemiga, cuando era una chillona exagerada; y mi primera amiga, cuando tuvo el plus de presentarme a la que sería la madre de mis hijos. Mi hermana hoy ocupa mi lugar de hija mayor, y como conmigo le brota la empatía, seguro dirá que aprendió de mí. Yo aprendí de ella su sentido de perseverancia, y rescato que pese a tenerme cerca más de 24 años, no se haya contagiado de mis demonios. Y que haya sido yo el que más veces quedó “volando a la deriva”.

Mamá: soy y seré un hijo para siempre. Y mi madre es mi madre pues, con ella no hay objetividad. Comparto ese sentimiento con todo el que me lea, estoy seguro. Mi mami fue Mamá con mayúsculas mientras viví a su lado. Su luz aparece en todo rezago de felicidad que me regala el mundo. Y la tengo archivada en los más antiguos y trascendentales documentos de mi memoria. Como cuando a los tres años la esperaba a que llegue de su universidad y ella lucía una chompa beige que yo adoraba. Como cuando estaba por acabar la primaria y se sentaba conmigo para hacerme estudiar, y no cesaba hasta que le creyese la frase que repite hasta hoy: tú sí puedes. Como cuando se emocionaba hasta las lágrimas con mis escasísimos logros. A mi madre no le reprocho nada, y todo el que le cuestione algo, pues que se vaya a la reconcha de la suya.

Viejo: mi viejito siempre estará conmigo. El mismo que por un descuido casi me mata en nuestro primer hogar, cuando tal vez para cuidar a un niño tenía la misma experiencia que tengo yo hoy. El mismo que con un silbido a modo de saludo me devolvía a la tierra. El mismo que algún día me dijo “toma, es tuyo”, y me entregó mi primer auto. El mismo que sólo dormía tarde las noches de partido y que comía con la misma voracidad con la que hacía dieta, tres o cuatro panes con mantequilla. El mismo que me enseñó que cuando la vida te lesiona, con sacrificio y garra, y sobre todo fe, se puede uno recuperar. Yo ya quiero que nazca mi hijita(o) para intentar regalarle un papá como el que tengo yo. Y sobre todo porque será la única(o) capaz de despojar del pedestal de mis afectos a mis padres. Porque hoy ensayo un adiós a medias, pero sólo con ella estaré preparado para despedirlos definitivamente.

Yo: el Gabriel de la casa de familia no existe más. Con estas líneas se despide, con el compromiso explícito (siempre conchudeando) de seguir solicitando su ayuda y su compañía para siempre. Esta vez desde trincheras diferentes, pero con el cariño de toda la vida. Ya saben que pese a mis aires de autosuficiencia y a mi incapacidad de manifestar mis sentimientos a veces, siempre los necesité. Y los voy a seguir necesitando. Aunque los objetos de su nueva casa me señalen como un extraño, aunque me haya llevado mis contadas pertenencias, tengan la certeza de que un pedazo importantísimo de mi existencia se quedará con ustedes por los siglos de los siglos.

Ah!, no se olviden nunca de mi voz en la ducha. Y sobre todo en estos tiempos, pongan play en “Amor y control”. Porque a pesar de los problemas, familia es familia. Y cariño es cariño.

3 comentarios:

  1. Gabri, 27 años te preparé para este momento. Pero Dios conoce mi corazón y el tuyo y Él dispuso que las cosa sean así porque sabía que ambos necesitábamos una “Epifanía” para que des el primer paso y poder así romper con el fantasma que tú te habías fabricado.
    Como cuando aprendiste a dar tus primeros pasos. Yo al otro extremo esperándote con los brazos extendidos, sonriendo y lagrimeando de alegría. Y tu Papi, detrás de ti rodeándote con sus brazos por si te caías. Jamás caíste. Te arrancaste y no paraste.
    Así hoy arrancaste y con firmeza te preceden los pasitos de tu Bebé que dan la alegría y la fortaleza para tu vida.
    Mi corazón es frágil y la mente es bondadosa, pues ha hecho que no me quede con nada tuyo. Conoce mi debilidad y me guarda de no caer en melancolía. Porque cada mañana extraño oírte cantar. Eso daba vida a mi alma. Mirar espacios que te señalen no necesito, te llevo como un sello en mi corazón. Y cicatrices jamás me dejaste ni me dejarás, únicamente amor y preocupación por mí.
    Cada noche que abro tu blog para ver si hay algo nuevo, inconcientemente esperaba esta epístola del adiós a tu vida conmigo. Y digo conmigo porque el llevarte 9 meses en mi vientre antes de que tus ojos se abran para el mundo, me da licencia para decirlo y escribirlo. Y como bien lo dices tú: “Al que no le guste que se vaya a la ……… de la suya” ja,ja,ja….. esto lo digo para no llorar.
    Cada mañana al despertar doy gracias a Dios por la vida, por ustedes, por Florita y por la nieta (nieto) que nos va a regalar.
    Gabri vas a ser grande. Acuérdate que ustedes siempre serán mejores que nosotros.
    Te amo hijo.
    Mamá.

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