"Yo te quiero desde lejos, y desde cerca te extraño"
Hoy vivo en Barranco pero vengo de Miraflores. E incluso antes de llegar a ese distrito que me cobijó más de ocho años, anduve por Surco, San Miguel, Lince, Pueblo Libre. Sin embargo jamás me sentí parte de nada en todos esos lugares más allá de los límites de mi casa y uno que otro camino minúsculo hacia parques o bodegas. No tuve nunca amigos de barrio. Ni siquiera un vecino con el que podía intercambiar palabras de vez en cuando. Lo más cerca de socializar lo viví mientras observaba desde la ventana de mi cuarto, en el quinto piso de un edificio de la urbanización en la que pasé los últimos cuatro años de mi niñez, a un grupo de muchachos de mi edad que peloteaban a diario, y que manifestaban su odio hacia mí con miradas despectivas y uno que otro silbido por considerarme, sin razón monetaria que los avale, como el pituco del barrio. Sin embargo he crecido rodeado de amigos. Y no necesariamente amigos de colegio, que queramos o no aceptarlo, son amigos que te impone el destino. He tenido amigos de barrio porque gozo con la fortuna de haber pasado veintisiete veranos de mi vida en San Bartolo, balneario que me atañe desde hace muchos más, cuando las familias de mis padres coincidieron en casas vecinas y le gritaron al destino que si yo existiese, tendría que separar importantes momentos de mi felicidad para ese recinto playero. Hoy en día tan maltratado por el tiempo y el desorden, pero no por eso menos entrañable.
Los festejos por el año nuevo me llevaron, después de un par de años de ausencia, de regreso a San Bartolo. Y la sucesión de emociones fue exacta a la de tantas veces: cuánto hay por hacer por ti, querido amigo, qué capacidad la tuya de negarte a las leyes de la estética; pero qué calma me proporcionas, cuántos recuerdos florecen como la espuma (de tu mar y de tus cervezas, las más sabrosas de mi universo). El San Bartolo de hoy dista mucho del que adornó mis años de inocencia, allá por la década del noventa, cuando Asia era un terreno baldío y veranear aún era abandonar Lima tres meses al año. E incluso está más alejado del San Bartolo que escenificó las repetidísimas anécdotas de mis padres, con su Suizo y su Mirador, con su cine y su escasez de comercio. Hoy en día San Bartolo es casi un pueblo joven. Limita con invasiones, apiña restaurantes y bulla en el mismísimo terreno por el que jugaba junto a mis primos respirando brisa y no humos de micros y silbatazos de “jaladores” de locales. Y en año nuevo se torna hasta peligroso, cuando la avalancha de limeños tan ajenos a mis recuerdos, a mis raíces, conquista sin piedad las veredas por donde aprendí a que me fiaran y a montar bicicleta, con alcohol en exceso y drogas que los incitan a peleas dignas de barras bravas, que el último 31 sólo cesaron con disparos de bala.
Pese a eso San Bartolo es, como diría Calamaro, mi cloaca preferida. Sin importar que la casa de mis abuelos en la que pasé mis veranos de infancia haya sido vendida, o que este 2010 me reciba sin un hogar propio. Y lo es sobre todo porque me proporcionó lo que mis nueve barrios limeños no me pudieron dar: gente a la que quiero y gente que me quiere. En San Bartolo están aún mis mejores amigos, ahora con barrigas en camino a ser voluptuosas; y sigo compartiendo canchitas de fulbito y conversaciones con tipos que conocí hace 18 años. Hay otros que han partido, pero así estén en Buenos Aires o Barcelona, en Canadá o en California, la playita norte con sus sombrillas de paja y el malecón sur con su eterno aroma a desagüe figuran en su top five de lugares hermosos a los que siempre hay que regresar.
El sentido de pertenencia tiene que ver con el alma; como la personalidad, como la empatía. Creo que los sanbartolinos de mi generación tenemos un sello que no sé cómo describir, ese que nos empuja a retornar verano tras verano a un lugar gobernado por el desorden y cada vez menos bonito; ese que nos dice que aunque crecimos en grupos distintos, si nos cruzamos en un aeropuerto o en algún punto fuera de nuestra “patria trimestral”, nos saludamos por lo menos con las cejas. Y tiene que ver, sin lugar a dudas, con la felicidad. Está ligado a los recuerdos de un lugar que tal vez ya no existe, ese deseo de retorno a momentos mágicos, a tardes sin que interese el sueldo o las ganas de escalar de puesto, a noches de pies embarrados y tertulias sin profundidad a la espera de una mañana de playa, sol y nosotros. Nada más.
Este será un verano especial para mí. Será el último que me reciba solo. A partir del próximo tendré a mi descendiente a mi cargo, y ahí empezará la verdadera prueba de fuego. Porque la ley indica que nada es eterno. Que aparecen en escena muchos factores que te obligan a girar de rumbo sin plantearnos siquiera la duda. Y así como mi gente, los sanbartolinos de mi generación, hubo otros. Así como mi grupo de amigos ha cosechado anécdotas en cada pedazo de tierra de ese balneario, también lo hizo el grupo de amigos de mis padres. Y poco a poco se han ido despidiendo. Hoy sobrevive alguno inmerso ya demasiado en los vicios, u otro aferrado al romanticismo pero cada vez con menos ahínco. De todas maneras seguiré en la lucha. Trataré de contagiar en mi hijo(a) el idilio por el mar únicamente en las fronteras entre Curayacu y Peñascal. Al final uno nunca sabe, y San Bartolo no está necesariamente encaminado a ser (o parecerse) el balneario en el que fue posible engendrar el amor que hoy profeso. Pero la esperanza está.
Yo soy sanbartolino porque pese a no ser muy amigo del mar, desde que tengo uso de razón he ido a la playa con religiosidad (eso no quita que no me pueda alejar más allá de un metro de la orilla en otro sitio). Soy sanbartolino porque tengo recuerdos de cuando iba a la playa bautizada por mis primos como “la mansita”, que hoy posee cada vez menos espacio para colocar la toalla, y mi madre me lavaba los pies de arena después de subir esas míticas escaleritas. Soy sanbartolino porque todas las cicatrices que tengo en la piel fueron fabricadas ahí, gracias a tropezones y varias sacadas de mugre en bicicleta. Soy sanbartolino porque para matar la tarde, pasé incontables veranos inmerso en pichangas en una improvisada cancha de tierra (bautizada como “el terrenal”), con arcos de dos piedritas que sin duda contribuyeron a mi olfato goleador. Soy sanbartolino porque sé lo que significa corretear al camión de agua, y sé también de las bondades de bañarse con agua calentada en la tetera, con un balde y una jarrita. Soy sanbartolino porque le he comprado barquillo, maní y maní a Manuel, y me he burlado de su dialecto y de su sombrero. Soy sanbartolino porque he hecho hora con Cuacuá, que vendía unos helados glaciales diferentes, a menor precio, y cada verano yo hacía interpersonales apuestas por si él seguía vivo. Soy sanbartolino porque conozco a Fresia antes que Gustavo, y más de una vez renegué por Liberata. Soy sanbartolino porque me hice pata de Martín, quien me fiaba a diestra y siniestra helados que no sé cómo pagaba después. Soy sanbartolino porque he visto envejecer a Pepe y a su esposa, la Pepa, y he sufrido con la decadencia de locales como el Tiburón y La Rosita, donde vendían unos locos mayo deliciosos. Soy sanbartolino porque mil veces fracasé al querer emular la receta de la delicia de limón de don Pedrito. Soy sanbartolino porque jugaba a ser grande por las noches en Miramar, y por las tardes, en la Gaviota, su bodega vecina, compraba con un sol, un chup y dos Tickets (ese bendito chocolate que venía con una galleta de vainilla encima). Soy sanbartolino porque alguna vez ingresé a la casa de los sodálites a jugar Risk y a escuchar sutilmente la palabra de Dios.
Soy sanbartolino porque mis primeras juergas me las metí en el Bufadero, y ahí también cayó a mis manos mi primer cigarrillo de marihuana. Soy sanbartolino porque el mercado pasó de ser el escenario en el que robaba juguetes y figuritas de diversos álbunes al lugar en el que hacía los previos para llegar empilado a las discotecas. Soy sanbartolino porque me metí varias bombas en Las Brisas. Soy sanbartolino porque “tonié” en el Volcán, Huayco y Peñascal, y siempre me parecieron la misma vaina. Soy sanbartolino porque miraba con devoción a Ericka Tello y a la “Che”. Soy sanbartolino porque pese a tener un sabor más bien rancio, me comí varias pizzas en Don Carmelo. Soy sanbartolino porque alguna vez llegué a decir que las hamburguesas de Nandos eran las mejores del Perú. Soy sanbartolino porque desde que tengo nueve años juego campeonatos en “la canchita”, y tengo el récord de haber recibido diploma de goleador tanto en Mini-mini como en Mayores. Soy sanbartolino porque fui discípulo del señor Cedó, y lo recuerdo jugando pichanguitas conmigo diciéndome: “todavía soy más rápido que tú”, tanto como en sus últimos tiempos, cuando ya no me reconocía. Soy sanbartolino porque pasé tardes y tardes en el “vicio” pese a no saber jugar Street Fighter. Soy sanbartolino porque “El rincón de Chelulo” sabe perfectamente quién soy. Soy sanbartolino porque entoné la canción “nunca tuvimos la oportunidad de ver a Micky campeonar”, y recibí ofertas para enrolarme a su equipo con ese virolo gesto suyo, entre pedófilo y pánfilo.
Soy sanbartolino porque he entrado al club Náutico millones de veces sin ser socio, y conozco el sabor de las yucas con mayonesa y ají que servían unos mozos con pinta de relajados. Soy sanbartolino porque alguna vez me “sampé” a Curayacu y me bañé en su piscina de agua dulce. Soy sanbartolino porque en el D’onofrio canjeé Sublimes con palitos premiados de Turbos. Soy sanbartolino porque conozco el vértigo de bajar por la Rivera Sur en bicicleta. Soy sanbartolino porque también cedí ante la presión grupal y me tiré de los siete metros pese a cagarme de miedo. Soy sanbartolino porque conozco el restaurante Rocío desde que era una tienda que nos vendía gaseosas después de calurosas pichangas de fin de semana, y el plato media suprema es por el que más veces he pagado en mi vida. Soy sanbartolino porque sé (y comparto) lo que se recuerda los 5 de enero, y pese a todo lo que se diga de él, extraño a Willy Miranda. Soy sanbartolino porque también, como el colegio Los Reyes Rojos, ese recinto me conecta con mi tía Cecilia. Soy sanbartolino porque pasé varios veranos templado de una chica a la que jamás me animé a hablar. Y soy sanbartolino porque en alguna de sus calles le di el primer beso a la mujer que será la madre de mis hijos.
Es verdad, San Bartolo ha cambiado y mucho. Mis tiempos de reinado, cuando no hacía otra cosa que huevear tres meses por sus calles, son parte de la historia, y hoy en día lo visito con mayor responsabilidad. Sabiendo que los domingos por la noche me espera ese melancólico camino de regreso al mundo real. San Bartolo está horrible, con pistas y veredas en estado calamitoso y casas abandonadas, pero citando otra vez a Calamaro, “no me importa nada, San Bartolo es mío y no lo cambiaría, me lo quedo con toda su porquería”.
Hoy mis contemporáneos y yo nos sentimos invadidos por todos lados. Hay gente que se pasea como si nada por las calles sanbartolinas cargando sus malos modales y su indiferencia para con nosotros, que nacimos acá. A ellos los miro y es inevitable pensar en los amigos de mi viejo que me observaban cuando yo me creía un palomilla en el lugar que otrora les perteneció. Y se traslada a mi lado musical el coro de la canción de Ruben Blades cuando le brinda una revancha a Pedro Navaja contra el borracho que osó llevarse su puñal, el revolver y sus dos pesos: estos novatos qué (se) creen… si este es mi barrio, papá.
Los festejos por el año nuevo me llevaron, después de un par de años de ausencia, de regreso a San Bartolo. Y la sucesión de emociones fue exacta a la de tantas veces: cuánto hay por hacer por ti, querido amigo, qué capacidad la tuya de negarte a las leyes de la estética; pero qué calma me proporcionas, cuántos recuerdos florecen como la espuma (de tu mar y de tus cervezas, las más sabrosas de mi universo). El San Bartolo de hoy dista mucho del que adornó mis años de inocencia, allá por la década del noventa, cuando Asia era un terreno baldío y veranear aún era abandonar Lima tres meses al año. E incluso está más alejado del San Bartolo que escenificó las repetidísimas anécdotas de mis padres, con su Suizo y su Mirador, con su cine y su escasez de comercio. Hoy en día San Bartolo es casi un pueblo joven. Limita con invasiones, apiña restaurantes y bulla en el mismísimo terreno por el que jugaba junto a mis primos respirando brisa y no humos de micros y silbatazos de “jaladores” de locales. Y en año nuevo se torna hasta peligroso, cuando la avalancha de limeños tan ajenos a mis recuerdos, a mis raíces, conquista sin piedad las veredas por donde aprendí a que me fiaran y a montar bicicleta, con alcohol en exceso y drogas que los incitan a peleas dignas de barras bravas, que el último 31 sólo cesaron con disparos de bala.
Pese a eso San Bartolo es, como diría Calamaro, mi cloaca preferida. Sin importar que la casa de mis abuelos en la que pasé mis veranos de infancia haya sido vendida, o que este 2010 me reciba sin un hogar propio. Y lo es sobre todo porque me proporcionó lo que mis nueve barrios limeños no me pudieron dar: gente a la que quiero y gente que me quiere. En San Bartolo están aún mis mejores amigos, ahora con barrigas en camino a ser voluptuosas; y sigo compartiendo canchitas de fulbito y conversaciones con tipos que conocí hace 18 años. Hay otros que han partido, pero así estén en Buenos Aires o Barcelona, en Canadá o en California, la playita norte con sus sombrillas de paja y el malecón sur con su eterno aroma a desagüe figuran en su top five de lugares hermosos a los que siempre hay que regresar.
El sentido de pertenencia tiene que ver con el alma; como la personalidad, como la empatía. Creo que los sanbartolinos de mi generación tenemos un sello que no sé cómo describir, ese que nos empuja a retornar verano tras verano a un lugar gobernado por el desorden y cada vez menos bonito; ese que nos dice que aunque crecimos en grupos distintos, si nos cruzamos en un aeropuerto o en algún punto fuera de nuestra “patria trimestral”, nos saludamos por lo menos con las cejas. Y tiene que ver, sin lugar a dudas, con la felicidad. Está ligado a los recuerdos de un lugar que tal vez ya no existe, ese deseo de retorno a momentos mágicos, a tardes sin que interese el sueldo o las ganas de escalar de puesto, a noches de pies embarrados y tertulias sin profundidad a la espera de una mañana de playa, sol y nosotros. Nada más.
Este será un verano especial para mí. Será el último que me reciba solo. A partir del próximo tendré a mi descendiente a mi cargo, y ahí empezará la verdadera prueba de fuego. Porque la ley indica que nada es eterno. Que aparecen en escena muchos factores que te obligan a girar de rumbo sin plantearnos siquiera la duda. Y así como mi gente, los sanbartolinos de mi generación, hubo otros. Así como mi grupo de amigos ha cosechado anécdotas en cada pedazo de tierra de ese balneario, también lo hizo el grupo de amigos de mis padres. Y poco a poco se han ido despidiendo. Hoy sobrevive alguno inmerso ya demasiado en los vicios, u otro aferrado al romanticismo pero cada vez con menos ahínco. De todas maneras seguiré en la lucha. Trataré de contagiar en mi hijo(a) el idilio por el mar únicamente en las fronteras entre Curayacu y Peñascal. Al final uno nunca sabe, y San Bartolo no está necesariamente encaminado a ser (o parecerse) el balneario en el que fue posible engendrar el amor que hoy profeso. Pero la esperanza está.
Yo soy sanbartolino porque pese a no ser muy amigo del mar, desde que tengo uso de razón he ido a la playa con religiosidad (eso no quita que no me pueda alejar más allá de un metro de la orilla en otro sitio). Soy sanbartolino porque tengo recuerdos de cuando iba a la playa bautizada por mis primos como “la mansita”, que hoy posee cada vez menos espacio para colocar la toalla, y mi madre me lavaba los pies de arena después de subir esas míticas escaleritas. Soy sanbartolino porque todas las cicatrices que tengo en la piel fueron fabricadas ahí, gracias a tropezones y varias sacadas de mugre en bicicleta. Soy sanbartolino porque para matar la tarde, pasé incontables veranos inmerso en pichangas en una improvisada cancha de tierra (bautizada como “el terrenal”), con arcos de dos piedritas que sin duda contribuyeron a mi olfato goleador. Soy sanbartolino porque sé lo que significa corretear al camión de agua, y sé también de las bondades de bañarse con agua calentada en la tetera, con un balde y una jarrita. Soy sanbartolino porque le he comprado barquillo, maní y maní a Manuel, y me he burlado de su dialecto y de su sombrero. Soy sanbartolino porque he hecho hora con Cuacuá, que vendía unos helados glaciales diferentes, a menor precio, y cada verano yo hacía interpersonales apuestas por si él seguía vivo. Soy sanbartolino porque conozco a Fresia antes que Gustavo, y más de una vez renegué por Liberata. Soy sanbartolino porque me hice pata de Martín, quien me fiaba a diestra y siniestra helados que no sé cómo pagaba después. Soy sanbartolino porque he visto envejecer a Pepe y a su esposa, la Pepa, y he sufrido con la decadencia de locales como el Tiburón y La Rosita, donde vendían unos locos mayo deliciosos. Soy sanbartolino porque mil veces fracasé al querer emular la receta de la delicia de limón de don Pedrito. Soy sanbartolino porque jugaba a ser grande por las noches en Miramar, y por las tardes, en la Gaviota, su bodega vecina, compraba con un sol, un chup y dos Tickets (ese bendito chocolate que venía con una galleta de vainilla encima). Soy sanbartolino porque alguna vez ingresé a la casa de los sodálites a jugar Risk y a escuchar sutilmente la palabra de Dios.
Soy sanbartolino porque mis primeras juergas me las metí en el Bufadero, y ahí también cayó a mis manos mi primer cigarrillo de marihuana. Soy sanbartolino porque el mercado pasó de ser el escenario en el que robaba juguetes y figuritas de diversos álbunes al lugar en el que hacía los previos para llegar empilado a las discotecas. Soy sanbartolino porque me metí varias bombas en Las Brisas. Soy sanbartolino porque “tonié” en el Volcán, Huayco y Peñascal, y siempre me parecieron la misma vaina. Soy sanbartolino porque miraba con devoción a Ericka Tello y a la “Che”. Soy sanbartolino porque pese a tener un sabor más bien rancio, me comí varias pizzas en Don Carmelo. Soy sanbartolino porque alguna vez llegué a decir que las hamburguesas de Nandos eran las mejores del Perú. Soy sanbartolino porque desde que tengo nueve años juego campeonatos en “la canchita”, y tengo el récord de haber recibido diploma de goleador tanto en Mini-mini como en Mayores. Soy sanbartolino porque fui discípulo del señor Cedó, y lo recuerdo jugando pichanguitas conmigo diciéndome: “todavía soy más rápido que tú”, tanto como en sus últimos tiempos, cuando ya no me reconocía. Soy sanbartolino porque pasé tardes y tardes en el “vicio” pese a no saber jugar Street Fighter. Soy sanbartolino porque “El rincón de Chelulo” sabe perfectamente quién soy. Soy sanbartolino porque entoné la canción “nunca tuvimos la oportunidad de ver a Micky campeonar”, y recibí ofertas para enrolarme a su equipo con ese virolo gesto suyo, entre pedófilo y pánfilo.
Soy sanbartolino porque he entrado al club Náutico millones de veces sin ser socio, y conozco el sabor de las yucas con mayonesa y ají que servían unos mozos con pinta de relajados. Soy sanbartolino porque alguna vez me “sampé” a Curayacu y me bañé en su piscina de agua dulce. Soy sanbartolino porque en el D’onofrio canjeé Sublimes con palitos premiados de Turbos. Soy sanbartolino porque conozco el vértigo de bajar por la Rivera Sur en bicicleta. Soy sanbartolino porque también cedí ante la presión grupal y me tiré de los siete metros pese a cagarme de miedo. Soy sanbartolino porque conozco el restaurante Rocío desde que era una tienda que nos vendía gaseosas después de calurosas pichangas de fin de semana, y el plato media suprema es por el que más veces he pagado en mi vida. Soy sanbartolino porque sé (y comparto) lo que se recuerda los 5 de enero, y pese a todo lo que se diga de él, extraño a Willy Miranda. Soy sanbartolino porque también, como el colegio Los Reyes Rojos, ese recinto me conecta con mi tía Cecilia. Soy sanbartolino porque pasé varios veranos templado de una chica a la que jamás me animé a hablar. Y soy sanbartolino porque en alguna de sus calles le di el primer beso a la mujer que será la madre de mis hijos.
Es verdad, San Bartolo ha cambiado y mucho. Mis tiempos de reinado, cuando no hacía otra cosa que huevear tres meses por sus calles, son parte de la historia, y hoy en día lo visito con mayor responsabilidad. Sabiendo que los domingos por la noche me espera ese melancólico camino de regreso al mundo real. San Bartolo está horrible, con pistas y veredas en estado calamitoso y casas abandonadas, pero citando otra vez a Calamaro, “no me importa nada, San Bartolo es mío y no lo cambiaría, me lo quedo con toda su porquería”.
Hoy mis contemporáneos y yo nos sentimos invadidos por todos lados. Hay gente que se pasea como si nada por las calles sanbartolinas cargando sus malos modales y su indiferencia para con nosotros, que nacimos acá. A ellos los miro y es inevitable pensar en los amigos de mi viejo que me observaban cuando yo me creía un palomilla en el lugar que otrora les perteneció. Y se traslada a mi lado musical el coro de la canción de Ruben Blades cuando le brinda una revancha a Pedro Navaja contra el borracho que osó llevarse su puñal, el revolver y sus dos pesos: estos novatos qué (se) creen… si este es mi barrio, papá.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSoy y seré Sanbartolino, es todo lo que puedo decir...
ResponderEliminarGSaco
08/01/10
Como siempre, haces que la fibra más insignificante de mi ser vibre.
ResponderEliminarComo tu madre, desde el día que naciste, has sabido cómo hacer que mis emociones y sentimientos cada día sean más agudos al mundo.
Pero hoy estás hablando de San Bartolo. El balneario en donde aprendí a dar mis primeros pasos. El balneario en donde aprendí a caminar las pistas y cerros descalza. En donde desde niña supe que mi esposo iba a ser Paco, tu papá. Y en donde los fines de semana me transformaban en una niña para bañarme con mi Papi agarrada de sus manos.
Hoy después de veranear 50 temporadas en forma estable, tampoco tengo un lugar dónde llegar. Pero sabes? El próximo verano me bañaré en la mansita con mi nieto/a y le enjuagaré sus pies con un balde.
“Yo soy y seré de por vida una Sanbartolina”.
Aunque he estado catorce veranos de mi vida en San Bartolo(Km 52)No he tenido amigos. Es por eso que me aburro a veces. Me gustaría haber compartido tu años de niñez y adolescencia Gabriel.Haber tenido primos y amigos con una edad similar a la que tenías tu en todos esos años.
ResponderEliminarPero no cabe duda alguna que como San Bartolo no hay otro. Como en todo lugar nunca faltan los personajes, recordando a Fresia, la heladera. Gustavo y muchos más que mi mala memoria no me deja recordar.
Me ha gustado mucho lo que escribes. Apoyo la idea de mi tía Lily. Anímate a hacer un libro de cuentos.
Saludos desde San Bartolo.(estoy en una cabina)
Paquito
www.nacisinnombre.blogspot.com
Luego de tiempo entro a tu alter ego y noté cambios desde Carlitos (vaya que era hora). No sé qué significa ser sanbartolino ya que los veranos tendia a pasarlos rompiendo cuadernos...
ResponderEliminarte falto algo clásico "sanbartoliniano" que unos cuantos conocemos: los entrenamientos de Yorch y su pegajoso tema de verano...
saludos
PD: perdón por no responder el mail...dejate ver
rafael
Qué buena crónica caramba! Cuando la honestidad es brutal, salen estas cosas.
ResponderEliminarEres el pequeño Sebastián Salazar Bondy de San Bartolo (el horrible). Buena tinta.
yo no soy san bartolino, pero por momentos me hiciste querer ser uno.
ResponderEliminarTe felicito, pero creo que deberías darte una vueltita por San Bartolo porque en los últimos meses ha cambiado para BIEN muchísimo: no hay caca en el mar, hay agua dulce y potable en los caños, los malecones están refaccionados, el parque principal está lindo, hasta con skate park y hay otras áreas verdes y más orden. Sí, hay invasiones pero ellos no son san bartolinos de corazón como tu o yo y muchos otros vecinos que hemos ido en pañales a la playa.
ResponderEliminarEstimado Gabriel:
ResponderEliminarFelicitaciones por tu nota. Realmente refleja lo que los sanbartolinos de siempre sentimos al llegar a nuestra playa. He vivido en San Bartolo desde los 3 años (ya tengo 59), mis hijas han pasado todos sus veranos ahí y mi nieta ya es una sanbartolina desde los 2 meses de nacida. A mi familia también le molesta la situación actual de nuestra playa.
Sin embargo, quiero comentarte que el distrito está avanzando pues ahora tenemos agua dulce todo el día (y por lo tanto ya no hay que perseguir a los camiones cisterna) beneficiando no sólo a los que veraneamos sino también a los vecindarios de bajos recursos quienes no tenían agua ni desagüe. Por otro lado, la playa sur ya no huele como antes pues el desagüe es tratado y al mar llega agua limpia. Tan es así, que de nuevo puedes ver estrellas de mar, peces y nuestros hijos y nietos ya no sufren infecciones al bañarse en éste.Pregúntale a las decenas de tablistas que diariamente corren olas en San Bartolo.
Quiero contarte también que con el agua tratada tendremos áreas verdes en todo el distrito, como lo puedes apreciar en el parque principal. Actualmente, Sedapal está terminando de instalar nuevas cañerías de agua y desagüe, por lo que se podrá empezar a reparar las pistas. Contando con agua,áreas verdes,mejores pistas, playas limpias y recordando que San Bartolo está sólo a 30 minutos de Lima,mucha gente va a empezar a comprar propiedades y a construir mejores casas ( como lo hemos hecho algunos vecinos del Peñascal) sustituyendo a las abandonadas casas del malecón norte. Supongo que habrás podido apreciar que en el malecón de la playa sur sí se está construyendo edificios y casas nuevas, por lo que, como tú, tengo la esperanza de que nuestra playa progrese cada vez más.
Un abrazo y sigue escribiendo que lo haces muy bien.
He leido tu post y he sentido parte de tus escritos como mios, no soy san bartolino de nacimiento, pero me arrastra ese balneario desde que mi padre compro un hostal (las palmeras 362)y luego vendio no se a quienes y que ahora cada evz que lo veo esta mas abandonado y descascarado que nunca y me tra recuerdos tantos como cuando bajaba ala playa en madrugada, o iba al mercado , al restaurant oasis, por ahy tambien habia un pimball ,o las veces que nos metiamos con el auto por la cruz de hueso para no pagar la entrada que antes cobraban por el arco,,,, mi papa le alquilaba una habitacion al loco pedro donofrio"pintor" y ex dueño de d`onofrio que luego se mudó creo por donde esta la casa de pitti block, donde a veces posaba su terrible porsche por la pista de la playa norte . Ahora el lugar de los tiempos de mi inocencia" trae a mi memoria recuerdos de mi fallecido padre, mis vivencias en san bartolo, mi ir y venir por cada habitacion y espacio, de ese antiguo hotel el cual a sido saqueado a mas no poder por su estado en abandono y como idea loca tengo la necesidad melancolia de encontrar a sus actuales dueños y pedirles que me vendan un trozo de mis vivencias y tratar de regresar a como era antes, y decirle a mi padre desde aqui y ojala me escuche , que porque lo vendio, porque no nos dejo siquiera con un pedacito de sueños y recuerdos, en fin , me siento como un alma en pena cada vez que voy y miro aquel lugar de mi vida y me imagino por un instante el poder de nuevo entrar y ver todo como era antes, con sus iluminadas habitaciones, su fulbito y mesa de bilas en la terraza, su juegos de caballitos oxidados, sus ventanas con stickers surfers y salas adornadas con huacos y retablos ayacuchanos entre otros adornos marinos y un caballito de totora colgado en una especia de bar que ha saltado ahorita mismo en mi memoria, en finan, me saltan cada vez mas recuerdos..
ResponderEliminaraca una imagen ,es la construccion mas grande que se ve en la foto,exactamnte arriba del par de personas que caminan por ahy (como si fuera mi padre y yo hace unos 15 años,que imagen tan casual)
http://www.facebook.com/#!/photo.php?fbid=498978981554&set=o.128926220453263
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ResponderEliminarHola! gracias por la inspiracion... justo lo que necesitaba! te falto nombrar al famoso Kajunas... q recuerdos nos quedabamos alli hasta que cerraban y nos ibamos a dormir a la playa norte o cruzabamos el cerro caminando para llegar a Santa Maria y dormir tranquilos sin q nadie nos j... experiencias inolvidables todo era palomillada. Ojala mi princesa pudiera vivir momentos asi, pero asi como anda el mundo, Dios protegelos!
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