"Brindo por el momento en que tú y yo nos conocimos... y por los corazones que se han roto en el camino".
Nueve años es mucho tiempo. Es casi una década. En nueve años una persona ha vivido lo necesario como para que ya se le exijan algunas cosas. En nueve años alguien que tiene nueve años pasa a tener 18, y se cree grande, y luce con orgullo el cartoncito celeste y contundente del DNI. Nueve años es el tiempo suficiente como para escoger una carrera, seguirla, fracasar, escoger otra y terminarla. En nueve años la piel sufre una metamorfosis lapidaria que te invita a pensar que hace nueve años eras tan solo un muchacho con ganas de pasarla bien, y ahora eres un padre de familia con deudas y responsabilidades que acabarán con la muerte. En nueve años pasas de ser un cuarentón interesante a ser un hombre encallado en los pesados oleajes de los cincuentas. Hace nueve años yo tenía 18. Lucía el pelo largo y más abultado que el que luciría hoy si me lo dejase crecer. Eran parte de mí los medicamentos contra el acné, las pizzas Dominos los martes y jueves, las canchas de fulbito en las que jamás acusaba cansancio y las ganas de conocer, por fin, a una mujer con la cual pasar el rato y darle algunos besos y si se daba el caso, ofrecerle también un poquito de mi corazón adolescente e inexperto. Hace nueve años conocí a Flora. Y hace nueve años, el 14 de marzo del 2001, nos hicimos enamorados.
Todo empezó como empiezan los romances a esa edad. Ella andaba aún en el colegio y tenía planes a corto, mediano y largo plazo que no me tomaban en cuenta. Yo me había mudado de universidad. Acababa de llegar a la San Martín, y cargaba con demasiados estímulos como para imaginar una relación más allá de algunos meses y una ruptura, en el mejor de los casos, no tan abrupta. Poco a poco llegamos a intimar, y a complementar nuestros demonios de una manera inteligente. Así pasó el tiempo. Y descubrimos que juntos la pasábamos bien, y pese a todo lo que nos decía el mundo, no había porqué hacerle caso. No había porqué ponerle fin a lo que construíamos día a día.
Cada 14 de marzo nos mirábamos un rato a los ojos y nos decíamos en silencio que sí, había pasado un año más. Y aunque siempre aparecía el “hasta cuándo”, preferíamos creer en el presente. Ese presente que hoy es ajeno a los anteriores. Pues nuestra relación ha evolucionado también en la forma y el modo. Hoy compartimos la vivienda. Nos dormimos y despertamos juntos todos los días. Y mientras yo me esmero en dejar de lado mis malos hábitos y en adoptar poco a poco las mañas necesarias para formar un hogar en armonía, ella afronta con amor la responsabilidad de llevar a nuestra hija en el alma, y es feliz cuando por las noches me toma de la mano y se la acomoda en su barriga para que yo también disfrute y participe de las pataditas más hermosas de la tierra.
Poca gente me lo dice, pero estoy seguro de que muchos se preguntan cómo lo hemos logrado. Cómo nos hemos hecho grandes juntos, sin tropezar con las dudas, sin preguntarnos para qué. Hay gente que nos debe creer unos locos, unos muchachos confundidos. Gente que no cree cuando les decimos que somos felices. Es que el mundo te abruma a cada momento con datos del estilo los matrimonios son un fracaso, que estamos en la época del individualismo, que hay que vivir intensamente conociendo y probando de todo un poco porque la vida es corta. Y en esa línea Flora y yo estamos en nada. Fuera de foco. Tal vez tengan razón. Pero sólo puedo decir que me seguiría equivocando mucho tiempo más, me volvería a equivocar si retrocediera el tiempo, si eso significa tenerla al lado. Si eso significa contar con la certeza de que alguien me ama de verdad, y que en verdad me necesita. Al final la vida es una constante búsqueda de la satisfacción, de una satisfacción efímera. Y qué mejor que haber encontrado el complemento para duplicar la búsqueda, para alargar la satisfacción.
No ha sido fácil. En nueve años pasan muchas cosas. Nos hemos peleado mucho. Nos hemos odiado a veces. Incluso llegamos a ponerle por cuatro meses el punto final a nuestra aventura. También nos hemos reconciliado. Hemos viajado por el Perú y el extranjero, hemos caminado interminables cuadras, nos hemos cagado de la risa. Y en el tintero nos hemos dado a conocer, nos hemos posicionado ante el resto como pareja. Casi como un solo ente.
En el camino hemos coincidido con muchas otras parejas. Algunas que ya eran sólidas antes de que nos conociéramos, otras que se formaron junto a nosotros, otras que se fueron uniendo después. Todas con sus pros y sus contras. Quizás más intensas que nosotros, hasta más comprometidas. Pero al final las hemos visto derrumbarse, hasta maltratarse, mientras nosotros seguíamos inmunes al adiós, vacunados contra el olvido. ¿Cuál es el secreto? ¿De qué está hecha la fórmula?
Quiero creer que para Flora yo soy alguien importante. Algo valioso le debo dar para que haya permitido que esté a su lado durante más de un tercio de su vida. Ella es mi complemento. Mi reconciliación con el mundo. No me imagino al lado de otra. Hasta me da flojera pensarlo. Tendría que remar mucho para alcanzar lo que tengo junto a ella. La búsqueda sería infructuosa con seguridad. No sólo es una mujer extraordinaria, llena de virtudes que me hacen pensar que desde ya es una buena madre. Aparte tiene la capacidad de adoptar todos los roles que necesito. La mala cara cuando tengo que enderezarme, la dulzura cuando lo merezco, la sapiencia cuando hay que guardar la calma, la inocencia y la ternura cuando le tomo el pelo. Además ella es la única persona que se recontra caga de risa con mis chistes. Así sean absurdos, siempre la hago reír, y creo que ahí radica la sal de nuestra unión, el insumo imprescindible.
Nos hemos hecho adultos juntos porque cuando nos conocíamos éramos al fin y al cabo unos niños. Unos niños que hoy que los evoco me generan ternura. Y aparecen los recuerdos. Nuestra primera cita formal en Pollos Pierrs de Miraflores, ese antro preciso para todo tipo de artimañas. Recuerdo que mientras caminábamos hacia el lugar la quise tomar de la mano para “ayudarla” a cruzar la pista, y me dijo que ella estaba más que acostumbrada a caminar sola. Me dejó huevón un buen rato. Luego nos tomamos unas cervezas y tuve que ser sincero con ella por el bien del futuro: cuando tomo, le dije, voy al baño como mierda. Así apacigüé las ganas de mear que no me dejaban escucharla con atención.
Después me recuerdo recogiéndola del colegio cuando me tiraba la pera a mis clases de la universidad, y ella me recibía con su uniforme de educación física, y yo pensaba que tenía que contar con tres años de ex alumno para que una niña con los colores de mi colegio (en el que pasé diez años) por fin me recibiera con un beso en los labios. Y muchas otras anécdotas. Las primeras cartitas que me enviaba y mis primeros mails (mis primeras insinuaciones a la escritura). Los regalos en navidades y cumpleaños, los viajes con permiso de los papás, las citas en su casa hasta una hora prudente. Qué increíble que hoy nuestras preocupaciones vayan por alargar los salarios al extremo, y nuestra meta más próxima esté en la cunita que descansa aún solita en el cuarto vacío.
La gente pensará que nos hemos perdido de muchas cosas. Al final ni ella ni yo hicimos realidad el deseo de estudiar en el extranjero, por ejemplo. Y nuestras respectivas carreras como conquistadores se diluyeron pronto. Pero yo estoy seguro de que más es lo que hemos ganado. “Nadie tiene a nadie y yo te tengo a vos”, diría Fito Páez. Y le doy la razón.
No sé qué pasará después. Uno nunca sabe lo que le tiene reservado el futuro. Lo que sí es cierto es que en este noveno aniversario Flora y yo le estamos poniendo punto final a una etapa. Una etapa que fue hermosa, y que se coronará con la niña que aún descansa en su vientre. El próximo 14 de marzo nos recibirá distintos, y será quizás una fecha más del calendario. Nueve años es un montón de tiempo, es toda una vida. Hemos mutado, hemos cambiado de parecer, hemos adquirido otras manías. Hemos conocido muchísima gente. Nos hemos despedido de otra. Pero nuestro mayor logro es haber permanecido juntos, inquebrantables. Contra la corriente del mundo, como el salmón. “Qué increíble que pese a todo el tiempo que tienen juntos, Flora y Gabriel se sigan llevando así”, he escuchado esta frase alguna vez. No seremos los más entretenidos, tampoco los más bonitos. Pero pese a que jamás lo acepten en voz alta, creo que coincido con todo el que nos ha conocido a lo largo de estos nueve años cuando digo que si hubiera un ranking de las parejas más chéveres, nos llevamos el premio.
Que el corazón no se pase de moda.
Todo empezó como empiezan los romances a esa edad. Ella andaba aún en el colegio y tenía planes a corto, mediano y largo plazo que no me tomaban en cuenta. Yo me había mudado de universidad. Acababa de llegar a la San Martín, y cargaba con demasiados estímulos como para imaginar una relación más allá de algunos meses y una ruptura, en el mejor de los casos, no tan abrupta. Poco a poco llegamos a intimar, y a complementar nuestros demonios de una manera inteligente. Así pasó el tiempo. Y descubrimos que juntos la pasábamos bien, y pese a todo lo que nos decía el mundo, no había porqué hacerle caso. No había porqué ponerle fin a lo que construíamos día a día.
Cada 14 de marzo nos mirábamos un rato a los ojos y nos decíamos en silencio que sí, había pasado un año más. Y aunque siempre aparecía el “hasta cuándo”, preferíamos creer en el presente. Ese presente que hoy es ajeno a los anteriores. Pues nuestra relación ha evolucionado también en la forma y el modo. Hoy compartimos la vivienda. Nos dormimos y despertamos juntos todos los días. Y mientras yo me esmero en dejar de lado mis malos hábitos y en adoptar poco a poco las mañas necesarias para formar un hogar en armonía, ella afronta con amor la responsabilidad de llevar a nuestra hija en el alma, y es feliz cuando por las noches me toma de la mano y se la acomoda en su barriga para que yo también disfrute y participe de las pataditas más hermosas de la tierra.
Poca gente me lo dice, pero estoy seguro de que muchos se preguntan cómo lo hemos logrado. Cómo nos hemos hecho grandes juntos, sin tropezar con las dudas, sin preguntarnos para qué. Hay gente que nos debe creer unos locos, unos muchachos confundidos. Gente que no cree cuando les decimos que somos felices. Es que el mundo te abruma a cada momento con datos del estilo los matrimonios son un fracaso, que estamos en la época del individualismo, que hay que vivir intensamente conociendo y probando de todo un poco porque la vida es corta. Y en esa línea Flora y yo estamos en nada. Fuera de foco. Tal vez tengan razón. Pero sólo puedo decir que me seguiría equivocando mucho tiempo más, me volvería a equivocar si retrocediera el tiempo, si eso significa tenerla al lado. Si eso significa contar con la certeza de que alguien me ama de verdad, y que en verdad me necesita. Al final la vida es una constante búsqueda de la satisfacción, de una satisfacción efímera. Y qué mejor que haber encontrado el complemento para duplicar la búsqueda, para alargar la satisfacción.
No ha sido fácil. En nueve años pasan muchas cosas. Nos hemos peleado mucho. Nos hemos odiado a veces. Incluso llegamos a ponerle por cuatro meses el punto final a nuestra aventura. También nos hemos reconciliado. Hemos viajado por el Perú y el extranjero, hemos caminado interminables cuadras, nos hemos cagado de la risa. Y en el tintero nos hemos dado a conocer, nos hemos posicionado ante el resto como pareja. Casi como un solo ente.
En el camino hemos coincidido con muchas otras parejas. Algunas que ya eran sólidas antes de que nos conociéramos, otras que se formaron junto a nosotros, otras que se fueron uniendo después. Todas con sus pros y sus contras. Quizás más intensas que nosotros, hasta más comprometidas. Pero al final las hemos visto derrumbarse, hasta maltratarse, mientras nosotros seguíamos inmunes al adiós, vacunados contra el olvido. ¿Cuál es el secreto? ¿De qué está hecha la fórmula?
Quiero creer que para Flora yo soy alguien importante. Algo valioso le debo dar para que haya permitido que esté a su lado durante más de un tercio de su vida. Ella es mi complemento. Mi reconciliación con el mundo. No me imagino al lado de otra. Hasta me da flojera pensarlo. Tendría que remar mucho para alcanzar lo que tengo junto a ella. La búsqueda sería infructuosa con seguridad. No sólo es una mujer extraordinaria, llena de virtudes que me hacen pensar que desde ya es una buena madre. Aparte tiene la capacidad de adoptar todos los roles que necesito. La mala cara cuando tengo que enderezarme, la dulzura cuando lo merezco, la sapiencia cuando hay que guardar la calma, la inocencia y la ternura cuando le tomo el pelo. Además ella es la única persona que se recontra caga de risa con mis chistes. Así sean absurdos, siempre la hago reír, y creo que ahí radica la sal de nuestra unión, el insumo imprescindible.
Nos hemos hecho adultos juntos porque cuando nos conocíamos éramos al fin y al cabo unos niños. Unos niños que hoy que los evoco me generan ternura. Y aparecen los recuerdos. Nuestra primera cita formal en Pollos Pierrs de Miraflores, ese antro preciso para todo tipo de artimañas. Recuerdo que mientras caminábamos hacia el lugar la quise tomar de la mano para “ayudarla” a cruzar la pista, y me dijo que ella estaba más que acostumbrada a caminar sola. Me dejó huevón un buen rato. Luego nos tomamos unas cervezas y tuve que ser sincero con ella por el bien del futuro: cuando tomo, le dije, voy al baño como mierda. Así apacigüé las ganas de mear que no me dejaban escucharla con atención.
Después me recuerdo recogiéndola del colegio cuando me tiraba la pera a mis clases de la universidad, y ella me recibía con su uniforme de educación física, y yo pensaba que tenía que contar con tres años de ex alumno para que una niña con los colores de mi colegio (en el que pasé diez años) por fin me recibiera con un beso en los labios. Y muchas otras anécdotas. Las primeras cartitas que me enviaba y mis primeros mails (mis primeras insinuaciones a la escritura). Los regalos en navidades y cumpleaños, los viajes con permiso de los papás, las citas en su casa hasta una hora prudente. Qué increíble que hoy nuestras preocupaciones vayan por alargar los salarios al extremo, y nuestra meta más próxima esté en la cunita que descansa aún solita en el cuarto vacío.
La gente pensará que nos hemos perdido de muchas cosas. Al final ni ella ni yo hicimos realidad el deseo de estudiar en el extranjero, por ejemplo. Y nuestras respectivas carreras como conquistadores se diluyeron pronto. Pero yo estoy seguro de que más es lo que hemos ganado. “Nadie tiene a nadie y yo te tengo a vos”, diría Fito Páez. Y le doy la razón.
No sé qué pasará después. Uno nunca sabe lo que le tiene reservado el futuro. Lo que sí es cierto es que en este noveno aniversario Flora y yo le estamos poniendo punto final a una etapa. Una etapa que fue hermosa, y que se coronará con la niña que aún descansa en su vientre. El próximo 14 de marzo nos recibirá distintos, y será quizás una fecha más del calendario. Nueve años es un montón de tiempo, es toda una vida. Hemos mutado, hemos cambiado de parecer, hemos adquirido otras manías. Hemos conocido muchísima gente. Nos hemos despedido de otra. Pero nuestro mayor logro es haber permanecido juntos, inquebrantables. Contra la corriente del mundo, como el salmón. “Qué increíble que pese a todo el tiempo que tienen juntos, Flora y Gabriel se sigan llevando así”, he escuchado esta frase alguna vez. No seremos los más entretenidos, tampoco los más bonitos. Pero pese a que jamás lo acepten en voz alta, creo que coincido con todo el que nos ha conocido a lo largo de estos nueve años cuando digo que si hubiera un ranking de las parejas más chéveres, nos llevamos el premio.
Que el corazón no se pase de moda.