Mis vecinos los Rey se han mudado, y me han dejado sin su WiFi. No he podido conectarme al Internet y eso, sumado a un viaje de trabajo, no me permitió colgar este texto escrito al día siguiente de la hazaña de Alianza Lima, el club de mis amores, frente al Estudiantes de la Plata. Algo tenía que escribir. Algún sello personal tenía que guardarme para la eternidad. Para todos los aliancistas del mundo. En especial a mi primo Frankie, grone acérrimo en Los Ángeles, California.
Siempre se me ha hecho muy fácil decir que soy amigo de Paolo Guerrero. Por más que no lo vea desde hace más de un año, por más que no haya sido capaz de mandarle ni un mensaje cuando supe de su terrible lesión. He contado a menudo, entre los diversos grupos en los que me he desenvuelto, que él formó parte de mi colegio, que fue de la promoción de mi hermana, que ya de ex alumno jugué incontables partidos de fulbito con él, que cuando empezó a ser famoso nos paraba la juerga sin pudor. Entre los invalorables recuerdos que me dejó mi colegio está el hecho de que varios actuales futbolistas compartieron espacio conmigo allá por la década del noventa, y que los vi crecer y poco a poco perfeccionar la técnica que los llevó a ser profesionales en ese rubro tan amado y respetado por mí. También he contado que Wally Sánchez está presente en los momentos más jocosos de mi adolescencia, y que con el hombre que acostumbra a desparramar rivales vestido de blanquiazul tengo anécdotas de todo tipo (hasta incontables en este espacio). Pero muy pocas veces he dicho que Wilmer Aguirre, el “Zorrito”, también pertenece a esa especie. Que es en edad con el que más vínculo educativo tuve, que fue el delantero estrella de la selección de mi colegio en el año 98, cuando yo estaba en quinto de media, y conseguimos, creo que por primera vez, el título de campeones de Barranco.
Es que el “Zorrito” jamás ha sido motivo de orgullo. Ha generado una tormentosa relación con el hincha aliancista, y con el futbolero peruano en general. Todo debido a una cantidad apoteósica de goles errados y por manifestar torpeza cuando se imponía una sutileza. Aguirre es de los jugadores más resistidos por la hinchada. No muy poca gente pedía su cabeza al finalizar la temporada pasada, y notarlo entre los titulares al empezar la Copa Libertadores fue más una resignación que una alegría.
Pese a que siempre lo he defendido, señalando sobre todo que lo prefiero en mi equipo (aunque de suplente) que de rival, jamás he sacado pecho diciendo que lo conozco, que sabe perfectamente quién es mi viejo, que alguna vez osó con sirear a mi hermana, o que en algún partido colegial, de puro goleadorzote que era, me dieron ganas de decirle al oído que era un genio, y que me sentía respaldado por su sola presencia. Ayer el “Zorrito” fue por fin ese crack que deshacía defensas en mi época escolar, pero lo hizo contra la zaga del mejor equipo de América. Aguirre fue el goleador de Los Reyes Rojos contra el equipo sub campeón del mundo.
Alianza Lima ayer me regaló la mejor noche de mi vida futbolera, la velada más dulce de ese idilio blanquiazul que tengo desde los diez años. La goleada por cuatro a uno contra Estudiantes, con todo lo que traía y trajo consigo el partido (se trataba del último campeón de la Libertadores; nos hicieron un gol a los ocho segundos de juego), ha sacado boleto en la historia de mi hinchaje como el momento más sublime. Nunca antes vi jugar a Alianza de esa manera. Superior en todos los metros del campo, sobrio durante noventa minutos, certero en el área. Y con actuaciones sobresalientes en los once (o catorce) que entraron a la cancha. Y ahí el Zorrito fue el mejor. Ni siquiera en los mejores partidos de Jéfferson Farfán vi una actuación individual tan descollante. Aguirre no sólo hizo tres goles, además estuvo lúcido con la pelota (algo tan poco observado en él) y se dio el lujo de asistir a Fernández en el último gol.
No sé si Wilmer Aguirre vuelva a jugar siquiera remotamente parecido a lo de ayer en un futuro. Incluso aún hablando con el corazón agitado por su proeza contra los argentinos, no me animo a decir que lo logrará. El Zorro lleva muchas temporadas en el fútbol y todos sabemos hasta cuándo puede rendir en buenas rachas y todo lo que puede desquiciarnos en algunos partidos. Por eso mismo jamás ha logrado posicionarse en el cariño del fanático, por eso no aparece en mis anécdotas colegiales cuando quiero impresionar a un nuevo amigo futbolero. Aguirre no tiene carisma, y no le interesa tenerla. Siempre fue así. Su timidez y retraimiento se convirtieron en ciertas posturas de divo con eternos problemas. Escondiendo en desplantes sus complejos, y tomando las críticas como quien se enfrenta al recibo de la luz. Quizás ahí radica su éxito. Cualquier otro hubiese renunciado. Él utilizó el silencio como coraza frente a los silbidos y cuando le tocó reaparecer luego de ser relegado a la suplencia, siempre respondió con goles.
Claro, no hay que pedirle lujos a Aguirre, no hay que pedirle festejos de portada, no hay que pedirle siquiera una distinción, un sello. Deben haber muy pocos hinchas que deseen comprarse la camiseta de Aguirre, deben haber pocos niños que jueguen a ser el Zorrito. Porque encima el aguafiestas ha elegido como dorsal el número 15. ¿Y quién se compra la 15? En Alianza el 15 tiene que ver con el sacrificio y la perseverancia, con correr con la lengua afuera y entregando un diez de calificación interna, pero externamente un seis, como lo hizo siempre el “Churre” Hinostroza, el último 15 duradero en el club. Yo crecí con el “Churre” en mi equipo. Y de niño jamás jugué a ser él, y de más grande jamás se me ocurrió comprarme la número 15. Yo jugué a ser César Cueto, a ser Marco Valencia, a ser Waldir Sáenz. Y tiempo después me compré la 7 de Marquinho, la 9 de Claudio Pizarro, la 14 de Palinha.
Pero ninguno de los arriba mencionados (incluyendo al “Churre”, ícono de la proeza que hasta ayer consideraba como el éxtasis de mi hinchaje, en aquel inolvidable 6 a 3 a la “U”) me regaló nunca una noche como la del Zorrito contra Estudiantes. Wilmer fue el de siempre en apariencia, pero en la cancha reencarnó lo mejor de la historia del Club Alianza Lima. A la actuación del número 15 ayer le pongo como calificación, del uno al diez, once. El Zorro se puede morir en paz. Se puede retirar mañana del fútbol y quedará grabado positivamente para siempre en la memoria de los aliancistas del mundo que ayer lo vimos jugar. Podrá volver a sus torpezas el próximo partido, podrá desperdiciar goles si quiere hasta frente a Fernández, pero igual lo voy (lo vamos) a querer siempre. A comprarse la número 15 muchachos, a guardarla en el cajón más hermoso de nuestro idilio grone. Que los niños jueguen a ser el Zorrito, ese superhéroe que al menos una noche sacó chapa del más fuerte de una historia repleta de ídolos con poderes eternos.
Gracias Zorro, como en aquel partido de 1998 contra la selección de Chincha, cuando me cagaba de miedo por enfrentar a ese equipo de abetunados jugadores con pinta de que nos golearían y nos pegarían encima, y apareciste tú para meter cinco goles en un contundente 5 a 2. Gracias porque ayer, como en esa tarde calurosa, te volví a sentir un genio. Ese genio incomprendido y que parecía haber extraviado su talento en el patio de Los Reyes Rojos, o acaso en las maltrechas canchas auxiliares de los menores en Matute. Y que en el momento más difícil apareció más lúcido que nunca, y me regaló una anécdota que le podré contar a mis nietos: yo disfruté del mejor triunfo de la historia de nuestro equipo, allá por el año 2010, frente al Estudiantes de la Plata de un tal Juan Sebastián Verón. Les ganamos 4 a 1 a los que eran los campeones de América y sub campeones del mundo. Y lo hicimos con una actuación sobresaliente del Zorrito Aguirre, mi amigo.
Es que el “Zorrito” jamás ha sido motivo de orgullo. Ha generado una tormentosa relación con el hincha aliancista, y con el futbolero peruano en general. Todo debido a una cantidad apoteósica de goles errados y por manifestar torpeza cuando se imponía una sutileza. Aguirre es de los jugadores más resistidos por la hinchada. No muy poca gente pedía su cabeza al finalizar la temporada pasada, y notarlo entre los titulares al empezar la Copa Libertadores fue más una resignación que una alegría.
Pese a que siempre lo he defendido, señalando sobre todo que lo prefiero en mi equipo (aunque de suplente) que de rival, jamás he sacado pecho diciendo que lo conozco, que sabe perfectamente quién es mi viejo, que alguna vez osó con sirear a mi hermana, o que en algún partido colegial, de puro goleadorzote que era, me dieron ganas de decirle al oído que era un genio, y que me sentía respaldado por su sola presencia. Ayer el “Zorrito” fue por fin ese crack que deshacía defensas en mi época escolar, pero lo hizo contra la zaga del mejor equipo de América. Aguirre fue el goleador de Los Reyes Rojos contra el equipo sub campeón del mundo.
Alianza Lima ayer me regaló la mejor noche de mi vida futbolera, la velada más dulce de ese idilio blanquiazul que tengo desde los diez años. La goleada por cuatro a uno contra Estudiantes, con todo lo que traía y trajo consigo el partido (se trataba del último campeón de la Libertadores; nos hicieron un gol a los ocho segundos de juego), ha sacado boleto en la historia de mi hinchaje como el momento más sublime. Nunca antes vi jugar a Alianza de esa manera. Superior en todos los metros del campo, sobrio durante noventa minutos, certero en el área. Y con actuaciones sobresalientes en los once (o catorce) que entraron a la cancha. Y ahí el Zorrito fue el mejor. Ni siquiera en los mejores partidos de Jéfferson Farfán vi una actuación individual tan descollante. Aguirre no sólo hizo tres goles, además estuvo lúcido con la pelota (algo tan poco observado en él) y se dio el lujo de asistir a Fernández en el último gol.
No sé si Wilmer Aguirre vuelva a jugar siquiera remotamente parecido a lo de ayer en un futuro. Incluso aún hablando con el corazón agitado por su proeza contra los argentinos, no me animo a decir que lo logrará. El Zorro lleva muchas temporadas en el fútbol y todos sabemos hasta cuándo puede rendir en buenas rachas y todo lo que puede desquiciarnos en algunos partidos. Por eso mismo jamás ha logrado posicionarse en el cariño del fanático, por eso no aparece en mis anécdotas colegiales cuando quiero impresionar a un nuevo amigo futbolero. Aguirre no tiene carisma, y no le interesa tenerla. Siempre fue así. Su timidez y retraimiento se convirtieron en ciertas posturas de divo con eternos problemas. Escondiendo en desplantes sus complejos, y tomando las críticas como quien se enfrenta al recibo de la luz. Quizás ahí radica su éxito. Cualquier otro hubiese renunciado. Él utilizó el silencio como coraza frente a los silbidos y cuando le tocó reaparecer luego de ser relegado a la suplencia, siempre respondió con goles.
Claro, no hay que pedirle lujos a Aguirre, no hay que pedirle festejos de portada, no hay que pedirle siquiera una distinción, un sello. Deben haber muy pocos hinchas que deseen comprarse la camiseta de Aguirre, deben haber pocos niños que jueguen a ser el Zorrito. Porque encima el aguafiestas ha elegido como dorsal el número 15. ¿Y quién se compra la 15? En Alianza el 15 tiene que ver con el sacrificio y la perseverancia, con correr con la lengua afuera y entregando un diez de calificación interna, pero externamente un seis, como lo hizo siempre el “Churre” Hinostroza, el último 15 duradero en el club. Yo crecí con el “Churre” en mi equipo. Y de niño jamás jugué a ser él, y de más grande jamás se me ocurrió comprarme la número 15. Yo jugué a ser César Cueto, a ser Marco Valencia, a ser Waldir Sáenz. Y tiempo después me compré la 7 de Marquinho, la 9 de Claudio Pizarro, la 14 de Palinha.
Pero ninguno de los arriba mencionados (incluyendo al “Churre”, ícono de la proeza que hasta ayer consideraba como el éxtasis de mi hinchaje, en aquel inolvidable 6 a 3 a la “U”) me regaló nunca una noche como la del Zorrito contra Estudiantes. Wilmer fue el de siempre en apariencia, pero en la cancha reencarnó lo mejor de la historia del Club Alianza Lima. A la actuación del número 15 ayer le pongo como calificación, del uno al diez, once. El Zorro se puede morir en paz. Se puede retirar mañana del fútbol y quedará grabado positivamente para siempre en la memoria de los aliancistas del mundo que ayer lo vimos jugar. Podrá volver a sus torpezas el próximo partido, podrá desperdiciar goles si quiere hasta frente a Fernández, pero igual lo voy (lo vamos) a querer siempre. A comprarse la número 15 muchachos, a guardarla en el cajón más hermoso de nuestro idilio grone. Que los niños jueguen a ser el Zorrito, ese superhéroe que al menos una noche sacó chapa del más fuerte de una historia repleta de ídolos con poderes eternos.
Gracias Zorro, como en aquel partido de 1998 contra la selección de Chincha, cuando me cagaba de miedo por enfrentar a ese equipo de abetunados jugadores con pinta de que nos golearían y nos pegarían encima, y apareciste tú para meter cinco goles en un contundente 5 a 2. Gracias porque ayer, como en esa tarde calurosa, te volví a sentir un genio. Ese genio incomprendido y que parecía haber extraviado su talento en el patio de Los Reyes Rojos, o acaso en las maltrechas canchas auxiliares de los menores en Matute. Y que en el momento más difícil apareció más lúcido que nunca, y me regaló una anécdota que le podré contar a mis nietos: yo disfruté del mejor triunfo de la historia de nuestro equipo, allá por el año 2010, frente al Estudiantes de la Plata de un tal Juan Sebastián Verón. Les ganamos 4 a 1 a los que eran los campeones de América y sub campeones del mundo. Y lo hicimos con una actuación sobresaliente del Zorrito Aguirre, mi amigo.
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