viernes, 30 de mayo de 2008

Regalo de cumpleaños (Y)

Desde que tengo uso de razón encuentro en el dedo índice de mi mano izquierda una cicatriz. Está intacta. En el límite del nudillo con el inicio del mismo dedo que me permitía ser un soldado de dos pistolas cuando jugaba a la guerra de pequeño, y que me ofrece la posibilidad hoy de escribir con velocidad y precisión cada vez que me enfrento a una PC. No es una gran cicatriz, pero su tamaño y profundidad hablan de uno de esos golpes que no se olvidan. Y al no tener en mi memoria siquiera un retazo de recuerdo que me traslade al momento que se produjo, la deduzco como una herida demasiado púber, y que en el más extremo de los casos, me ocurrió en el útero de mi madre. Los cumpleaños son para mí como una cicatriz. Cada año que pasa simbólicamente por el día que marcamos con un aspa en el calendario de nuestra vida, deja una huella irremediable. Traen consigo heridas con cicatrices que cuando nos detenemos a observar, evocan un aprendizaje, un cariño, una tristeza.
Nunca he sido muy amigo de mi cumpleaños. Creo que mi eterna búsqueda por pasar desapercibido, entre las sombras, afectada de manera inevitable cada 28 de mayo, es la principal razón. Pero hoy, adentrado cada vez más a los 30, pienso que rechazo mi cumpleaños por el sencillo y contundente maleficio que me topa cara a cara con mi peor enemigo: el paso del tiempo. No es que me sienta viejo, pero cada vez son más lejanas mis épocas de niño. Y mis recuerdos adolescentes ya casi ni me duelen.
Las horas previas a mi cumpleaños son siempre un martirio. Esta vez no ha sido la excepción. Un bajón terrible parecido a la depresión, dolores en el cuerpo (malestar del alma), ganas de que sea pasado mañana. Creo que por primera vez, mi entorno me ha hecho caso, y me ha concedido el deseo de no realizar festejo alguno. Un cumpleaños sin tortas, sin visitas, sin regalos. Hoy que observo en el reloj de mi celular cómo el 28 de mayo se va extinguiendo, no me arrepiento.
He vivido 26 veces este día que no se olvida. El primer cumpleaños que recuerdo fue cuando cumplí siete años, y en el ocaso del festejo en la casa de mis abuelos en Pueblo Libre, se apareció mi padrino para darme el regalo que estaba esperando. Y que anhelaba (y envidiaba) en varios de mis compañeros y amigos. Un muñeco de Leon-o, el felino héroe de la serie animada los Thondercats, personaje básico en mi niñez el corto tiempo (a diferencia de otros dibujos) que permaneció en el aire. Al año siguiente, cuando cumplí ocho, decidí festejar mi santo “como un grande”, y le pedí a mis padres que me concedan la posibilidad de invitar a tres amigos de mi promoción a almorzar a La Romana, un restaurante donde vendían (aún las venden) las primeras pizzas que consumí con devoción en mi idílico romance con ese plato italiano. Al momento de treparnos al auto, los amigos se habían reproducido. ¡Eran ocho! Mi eterna condena de no saber decir nunca “no” propició un malestar en el bolsillo de mi viejo, que por ese entonces no daba, tal vez, ni para alimentar a tres.
Ya de más grande, cuando estaba en sexto grado de primaria, recuerdo que vivía en San Miguel, en una especie de residencial que hoy que la evoco llego a la conclusión de que debí aprovechar más. Que debí crecer al lado de esos vecinos que me miraban, según mis ojos, como “el pituco” del barrio. Lo cierto es que me avergonzaba mi hogar. No me gustaba la zona, era muy lejos, en fin. Y teniendo en mi salón de colegio a puro miraflorino y barranquino, no los iba a llevar jamás. Una profesora, que además es mamá de un par de primos míos, y a la que le debo muchísimas cosas, me obligó a invitar a mis compañeros a festejar mi santo en esa casa que llevaba escondida en la mochila. A la larga, me convenció. Lamentablemente ese 28 de mayo se apoderó de mí una fiebre que no pude disimular, y la reunión fue cancelada por la ausencia del protagonista. Tiempo después nos cobramos la revancha, y mi profesora realizó una actividad con todos los hombres de mi salón, y los llevó a mi barrio de San Miguel. Ahí los vi desenvolverse como peces de pecera devueltos al mar. Y olvidé para siempre la vergüenza por aquella casa, en la urbanización Julio C. Tello, de incontables edificios idénticos, canchita de fulbito en el medio y un aroma a barrio que me arrepiento de no haber adoptado del todo.
Cuando llegó la adolescencia, aparecieron los cumpleaños con cebada, y se hicieron más llevaderos. Recuerdo que cuando cumplí 18 se avecinaban las elecciones que coronarían de manera fraudulenta a Fujimori, y hubo “ley seca” en todo el país. Cerca de mi hogar (en ese entonces, la antítesis de mi depa en San Miguel) mi madre encontró una tienda abierta, y me compró una cantidad apoteósica de six packs, que terminamos liquidando mi grupo más íntimo de amigos y yo, hasta altas horas de la madrugada.
Desde que conocí a mi enamorada mis cumpleaños variaron de tónica. Supe por vez primera lo que significaba un saludo sincero. Me enfrenté a los regalos más dulces en sus cartas. Y comprendí que cuando uno lleva una vida de pareja, cambian los esquemas. Ella cumple años el primero de junio, cuatro días después que yo. Y a diferencia mía, le encanta festejarlo. Y vive ese y los días previos de manera intensa. Tengo la certeza de que antes de que me conociera, el 28 de mayo para ella era un día parecido a su santo, por la cercanía. Y más de una vez me he enfrentado, con sonrisas, a la planeación de su festejo incluso antes de que llegue mi cumple. Ella me ha ofrecido sin querer el mejor escape a mi santo. Estas fechas estarán, durante todo el tiempo que nos permita compartir la vida, destinadas para ella. Cuando éramos aún unos “niñitos” y yo estaba a punto de cumplir 19 años, estuve con ella un día antes de mi cumple en el cine. En esa época no había auto, así que nos regresamos en taxi. Mientras la dejaba en su casa me dijo “te llamo a las doce para saludarte”, y se marchó. El taxista arrancó y me dijo, “así que estamos de cumpleaños, yo también soy del 28 de mayo”. Rarísimo.
Un cumpleaños particular ocurrió en el 2003, cuando llegué a los 21. Ese día pasó de todo. Andaba soltero, eran épocas de una separación con mi enamorada que me había depositado en las tinieblas, y recién, con la llegada de una mujer que tenía lo necesario para ser su reemplazante, me andaba recuperando. Aquel día Dios me regaló una final de Champions League, la que le ganó por penales el Milan a la Juventus, ¡qué más quería! Y encima, hubo temblor. Increíble. Recuerdo que esperé en mi celular como mínimo un mensaje de texto de la que era mi ex, pero jamás llegó. Por el contrario, me llegó un mensaje de la chica con la que empezaba a flirtear. “Ya vez, me acordé de tu santo. Pásala mostro. Un beso”. Ese día la amé, y fue el punto de partida para meterme de lleno en mi plan por conquistarla. Cómo es la vida, cuando creí que sería mía, y que había olvidado a mi ex, salí con un grupo de amigos a tomar unas cervezas. Cuatro días después de mi santo. ¿Fecha conocida? Por esas cosas del destino, una prima mía festejaba su santo en un local miraflorino, y cuando nos disponíamos a entrar, vi a mi ex haciendo lo mismo que mi prima. Mis amigos me detuvieron y me dijeron: “Si quieres nos vamos”. Yo, que me creía curtido gracias a lo que sentía por la otra mujer, afirmé, “no, entremos”. El desenlace es que mi ex nunca más fue mi ex. Que decidimos unir nuestras fuerzas para combatir los problemas y andar por el mismo camino. La otra chica me odió en un inicio. Luego, gracias a mis artimañas con la escritura, le pedí perdón. Y en un cortísimo tiempo, tal como se lo pronostiqué en mi carta de despedida, me olvidó para siempre.
El recuerdo más fresco de mi cumpleaños es del año pasado, cuando llegué al temido cuarto de siglo. Mi santo caía lunes, un día triste que pasa al olvido. Pero el sábado anterior me disponía a “festejarlo” en la casa de una pareja amiga que servía de cubil para mi grupo más selecto de amistades. Quería pasarlo así, con cinco o seis bebedores que en veinte segundos se olvidaran de mi santo. Al entrar a ese mítico departamento de Barranco, me recibió una multitud. Fiesta sorpresa. Algo que jamás imaginé para mí. No hubo ni la ligera sospecha. Fue literalmente una sorpresa ver a mis primos ahí, a algunos amigos externos que jamás habían pisado ese hogar. Hasta me trajeron a Paolo Guerrero, un amigo mío que vive en Alemania. Aquel festejo fue una iniciativa de mi enamorada que me sirvió para amarla y amarla.
Hoy que tengo en este blog una especie de diario, quería compartir con el que me lea estos sentimientos. Y agradecer a todo el que se acordó de mí (el hi5 y el facebook también valen). Lo cierto es que para ellos al menos un minuto del 28 de mayo fue mío, y eso es más importante que cualquier regalo. Al fin y al cabo, lo bueno de las cicatrices es la anécdota, cada vez más fantástica, cuando la compartimos con los demás. Mi cicatriz número 26 me deja el sonido de mi celular, el aumento de mi bandeja de entrada. Los buenos sentimientos que alumbraron en este escribidor este miércoles de finales de mayo. Hoy miro mi dedo índice y tengo ganas de seguir mirándolo. Y tengo ganas de incrementar las cicatrices. Y eso en mí, amigos míos, es más valioso que cualquier torta o happy birtdhay. Feliz cumpleaños a mí.

jueves, 22 de mayo de 2008

La sal de Matute (F)

A mi padre, por ser la antítesis de este cuento.
Los tres primeros días de mi regreso a Lima han estado llenos de ajetreos. Reencontrarse con la familia, lamentar el desorden de las calles, recibir las condolencias. Recordar a papá. Fuera de la tristeza, he visto a mi madre vulnerable. Sin la fuerza de sus mejores años, cuando nos empujaba a mis hermanas y a mí al esfuerzo, a la superación. Cuando asolapaba la falta de trabajo de mi padre y su desamor, incursionando en negocios pequeños que permitían mantener a la familia dignamente. Debe ser la edad. Sesenta y cinco abriles no son pocos. Mi hermana Carola, la única que sigue en el Perú, ha aceptado a regañadientes llevársela a vivir con ella. La condición es obvia, y tanto Silvia como yo, que estamos instalados en Miami desde hace buen tiempo, la aceptamos. Cada mes habrá que enviar dinero.

Tengo 31 años y sigo soltero. Me fui del país a los 25, cuando el futuro se me tornaba incierto, y una novia duradera, me había puesto las maletas. Mi hermana Silvia ya vivía en Miami, y con los documentos en regla gracias a su matrimonio con un gringo con cierta ascendencia al gobierno, me dio una mano. Al poco tiempo ya tenía los papeles en orden, y me desenvolvía como Pedro por su casa en esa ciudad llena de edificios, playas, sol y ese aire tan ambiguo que brinda la sensación de no ser de ninguna parte. Mis trabajos no han variado mucho desde que llegué. Mozo, acomodador de carros, limpiador de piscinas. Pero la regla aprendida de mi madre, de guardar siempre pan para mayo, me permite un estatus más digno que el de la mayoría de mis colegas latinoamericanos.

Carola me dio la noticia. Llamó a mi casa un viernes por la noche y la reaparición repentina de su número en mi identificador de llamadas me hizo imaginar lo peor. Ojalá no sea mi mamá, pensé. Mi padre se fue de golpe. No hubo sufrimientos ni lo afectó el cáncer al pulmón que tanto temía por su adictiva y precipitada afición al cigarrillo. Un infarto se lo llevó mientras dormía la siesta. Unas horas después, yo ya estaba tomando el primer vuelo a mi Lima desde que la abandoné.


Me quedan algunos días más en Perú, y luego del velorio y el entierro, ha llegado la calma. Desde que me enteré de la noticia he tratado de hallar en mi memoria acontecimientos que me unan a mi viejo. Nunca fuimos amigos. No hizo bien su trabajo como padre. Sólo se las ingeniaba para tratarme con dureza de vez en cuando, sobre todo de pequeño, y cuando se dio cuenta de que su hijo menor no sería homosexual, me dejó de lado. Ya en Estados Unidos nuestra relación, digamos, mejoró. Hablábamos esporádicamente por teléfono, me hacía con cariño las mismas preguntas de siempre y yo notaba en su voz cierta añoranza. De mi viejo no conservo ningún diálogo profundo. Nunca le pedí un consejo. La única afición que le recuerdo es el fútbol, y para su desgracia, ese deporte tan popular en mi Perú, nunca me cautivó.

Pero es precisamente el fútbol lo que me traslada a él hoy que lo quiero extrañar. Cada vez que mi madre aparecía con la cantaleta de que debíamos pasar más tiempo juntos, que nuestra relación era nula y distintas frases afines que mi viejo y yo no dudábamos en negar, a mi padre se le ocurría la misma solución. Nos vamos al estadio, me decía con ese tono de voz entre triste y autoritario. Habré pisado ese templo en el que se rinde devoción a falsos dioses que cuando nos representan en el extranjero son unos mansos gatitos, unas cinco o seis veces. Recuerdo que la primera vez me llamó la atención la majestuosidad del verde césped del estadio Nacional. Impresionante. Mi viejo notó en mí aquel interés y yo lo supe emocionado. Jugaban Alianza Lima, ese tradicional equipo criollo de camisetas blanquiazules que envuelve en pasión a todo tipo de gente en el Perú, y el Municipal. Mi viejo era hincha de Alianza, y recuerdo siempre que sus amigos le decían a manera de broma que “cuando lo lleves al cachorro al estadio procura que sea contra un equipo fácil, no vaya a ser que pierdas”. Ese día el triunfo blanquiazul era cuestión de trámite, pero el destino tenía reservado para ese momento el clic de mi desunión hacia mi padre, y por consiguiente, hacia el fútbol. Alianza perdió dos a uno contra un Municipal que mereció la victoria ampliamente. Desde ese día hasta hoy cada vez que me preguntan de qué equipo soy hincha, digo “echa Muni”, arenga con la que es reconocido el Municipal, un equipo carismático y del que la mayoría de sus hinchas roza la tercera edad. Y desde ese día mi viejo no dudó en catalogarme como un falso amuleto. Como una anti cábala. En suma, un salado.

La ocasión lo ameritaba, así que me averigüé cuándo jugaba Alianza para ir a verlo. Decidí que era la mejor manera de despedirme de mi viejo. Rindiéndole homenaje a su pasión. Alianza jugaba en su estadio de Matute, en el populoso distrito de La Victoria, donde el cielo es más blanquiazul que en cualquier parte del mundo, y donde hasta los rateros dudan su arremetida si te ven con la insignia de ese querido equipo. Las veces siguientes que acudí al estadio con mi viejo fueron en ese escenario, el Alejandro Villanueva, denominado así en honor al máximo ídolo de la escuadra. Pocas veces ganó Alianza, así que nunca dejé de ser el salado. Mi padre iba seguido al estadio. Siempre solo. Decía que no era necesaria la compañía pues en la tribuna podía conversar con todo el mundo. Y efectivamente, hoy que lo recuerdo, mi viejo era otro en el estadio. Cambiaba su semblante indiferente y conversaba con su compañero de butaca. Dejaba de lado su pausado tono de voz y vociferaba en contra de los jugadores, el árbitro o el entrenador. Olvidaba su tacañería y me compraba las gaseosas más aguadas de la tierra, los sánguches de pollo con el menor relleno posible, maníes envueltos en cáscara. De todo con tal de mantenerme callado.


Había olvidado ese sentimiento que me generaba el estadio. El camino inhóspito inquebrantable que me llevaba al miedo y al malhumor. La claustrofobia por tanto movimiento. Siempre admiré en mi padre la maña que se daba para cruzar a los micros y a las combis en la avenida Isabel La Católica, ese pedazo de concreto que los días de partido, alberga cual hormigas obreras, a todo tipo de seres humanos apurados. El criollismo que afloraba en el viejo para encontrar sitio en un estacionamiento poblado por la informalidad. La fortaleza con la que superaba todos los obstáculos sin renegar, a diferencia de los insultos que ofrecía a diario por las pistas de mi Magdalena querida. La recompensa le llegaba al ingresar al estadio. Ahí solo había espacio para su Alianza.

Felizmente esta vez, he subido a un taxi que ha tenido que atravesar por todas esas periferias. A decir verdad, con mucho menos talento que el de mi viejo. Por fin estoy en la tribuna de occidente. La que tanto prefería él, y la destinada para la gente con más poder adquisitivo. Alianza, vaya casualidad, se enfrenta al Municipal. Algunas cosas han cambiado. Veo menos gente de tés negra en el equipo. Antes me llamaba mucho la atención ver a esos jugadores negros enfundados en lo blanquiazul de su armadura, con dientes blanquísimos que alumbraban la tarde noche lúdicamente. Las camisetas se han modernizado, incluso la de Municipal, que antiguamente era una réplica de las que utiliza la selección peruana. Hay menos gente en las butacas, cuánto lo lamentaría mi viejo. Y la hinchada principal, que se sigue colocando en la tribuna sur de Matute, ha dejado de tener esas banderolas con las que me entretenía mínimo diez minutos.

El partido es de trámite parejo, y tengo la ligera sospecha de que el destino se las va a ingeniar para que desde donde esté, mi viejo comente: “sigue siendo un salado este”. Por más que lo intento es difícil encontrar algo que pueda relacionar directamente con mi padre. Hace más de diez años que no pisaba el estadio de Matute y no reconozco algunas cosas. Pero me divierte pensar que el grupo de gente que insulta impaciente a mi costado fue cómplice de mi viejo alguna vez. O que aquella señorita que me intenta vender una golosina ganando el doscientos por ciento del precio algún día fue despachada por la indiferencia de mi padre. Pero nada más. Su rastro es una huella tímida en el actual Alejandro Villanueva. Su anatomía, con la casaca de cuero agamuzada aún en verano y sus eternas zapatillas blancas, han ido a parar al baúl de los recuerdos del recinto victoriano, junto con el viejo tablero que ofrecía el marcador con el resultado del partido, o las propagandas de productos que ya no existen.

Hasta que apareció. Por fin una silueta conocida. Un retazo de los pocos momentos de unión con mi padre. Está igualito. Algo más arrugado y peinando algunas canas pero es el mismo. El personaje por el que mis ratos en Matute se hacían más llevaderos. Sigue en lo suyo y Alianza que no anota. Un costal celeste a sus espaldas y la tribuna que se altera. Abriendo un paquete y ofreciendo. “Una canchita para que Alianza gane”. Siempre hacía lo mismo. El canchero, le decíamos mi viejo y yo. El vendedor de cancha, las palomitas de maíz, del estadio de Matute. Dulces y saladas, con una estrategia de marketing que aún lo diferencia del resto. Él ofrece gratuitamente su producto y te deja el sabor en los labios. Luego no hay forma, no queda otra que comprar.

Mi padre cada vez que me veía aburrido me decía: “Ya viene el canchero”. Y yo fingía consolarme ante la llegada de ese personaje enigmático. Qué hará en sus ratos libres. De qué vivirá. No creo que sólo de la cancha.


El partido está llegando a su fin. Parece que al empate a cero no lo cambian ni los ídolos de antaño, de los que veneraba mi viejo en sus esporádicas borracheras. Ya no están Cueto, Cubillas ni Sotil. Ya no está Pocho Rospigliosi, que con su radio Ovación, un Perú en sintonía, hacía más larga mi agonía en el camino de regreso a casa. Ya no está mi padre en la tribuna. Queda sólo el vendedor de cancha. El canchero. “Un poco de cancha para que meta gol Alianza”. Cuando le ligaba esa proyección, mi padre lo señalaba como amuleto. Una especie de anti-yo. Fuera de generarme envidia, me alegraba ver a mi viejo feliz. Hoy que lo pienso, su sonrisa en el estadio es lo más auténtico que conservo de él.

Había algo en la mirada del canchero que me generaba dudas. A veces pensaba que para él era más conveniente que Alianza no ganase. Que así vendía mejor. Esta vez no me he aguantado y le he hecho la pregunta de rigor. “Maestro, ¿es usted hincha de Alianza de verdad o es pura finta?”. A mi viejo le hubiese dado otro infarto si lo escuchase. “No sobrino, yo soy echa Muni”.


Estoy de regreso en Miami. Me despedí de mi madre y no sé por qué razón imaginé que sería nuestro último encuentro. De ella conservaré muchos recuerdos, felizmente. A mi padre no lo extraño. Creo que nunca lo extrañé. Nos fuimos despidiendo desde hace mucho. Hoy que estoy a millares de kilómetros de distancia del distrito de La Victoria, sólo me quedan las ganas de susurrarle al oído que cuando íbamos al estadio, el salado no era yo.

martes, 6 de mayo de 2008

Veinte razones para querer al Salmón (Y)

Al grupo que le dedicó un tributo el viernes en "La noche". Aún Barranco me sigue escuchando...
Este texto busca actuar como un disco recopilatorio de las que considero las mejores canciones de Calamaro. En principio elegí 20, pero me quedé corto, así que coloqué una sección denominada Bonus Track. Al que le guste el Salmón, se identificará conmigo. Al que no, lo invito a escuchar cada una de estas canciones. Con atención. A ver si se aumentan los motivos para querer a Andrés.

1. El tercio de los sueños: “Tenías el vestido más horrible, de todo el tendido. Y yo trataba de llamarte la atención de algún modo oportuno”. Ella para mí tenía el vestido más hermoso. Mis técnicas no eran oportunas, y llamar su atención formaba parte de mis sueños. Y de mis tardes escuchando a Calamaro, que con esta canción tan hermosa me conquistó. “Pero tú sólo tenías ojos para el joven matador de toros…”. Aún hoy lo odio. Cosas del primer amor adolescente. En gente como yo, lleno de sentimientos platónicos. Recuerdo que le cantaba en silencio “no me extraña que seas así, y te rías de mí otra vez”. Con el tiempo descubrí que no tenía por qué reírse. Que quizás si hubiese sido otra mi personalidad, otra sería la historia. Casi diez años después de aquella historia cada vez que escucho al Salmón decir “no me tengas piedad porque soy de verdad, y me puede hacer mal”, mi cerebro me traslada a esas épocas tan difíciles, llenas de cambios físicos y emocionales, y tan hermosas, por la presencia (ausencia) de aquella niña que me enseñó que “el tercio de los sueños tiene dueño y siempre suele ser así”.

2. Te quiero igual: cuando me tocó perder, esta canción fue un himno. Forma parte de los éxitos comerciales del Salmón pero es brutal. A mí me rompieron el corazón una tarde de febrero. El sol se extinguía mientras me despedía de la niña de mi vida. Hubo resignación y lágrimas compartidas. Calamaro planeaba quizás “el regreso”, o seleccionaba los tangos que utilizaría en “El cantante”. Y yo lo escuchaba decir “te quiero, pero te llevaste marzo, y te rendiste en febrero”. Los meses pasaban y regresaba “pero te olvidaste abril en el ropero”. Cuando mi corazón volvió a latir sin pena ni odios, yo le cantaba: “primero, te quiero, igual”.

3. No me nombres: a veces “para siempre” parece que no dura tanto. El miedo al futuro es así, y una relación de pareja es complejidad y lucha, más que sexo y más que amor. Más que la costumbre, es necesidad. Adicción. Y sí, a veces hay odios y no se explica dónde quedaron los momentos gratos, y te imaginas una vida en soledad, y lo escuchas a él decir “puedes para toda la vida olvidar que también hubo alegrías, pero si prefieres quedarte con años que olvidaste, entonces, voy a pedirte: no me nombres, para siempre, no me nombres”. Para ese rato, el nuestro, que es toda la vida. Yo, “lo mejor, lo voy a seguir dando, (pues) te estoy cuidando, para siempre de mí…”. Ojo, para siempre de mí.

4. Mi propia trampa: ella me miraba con sus ojos negros. Con esa profundidad que solamente posee el mar. Y tal vez por ser negro ese mar era confuso, y no me atreví a surcarlo. Había alianzas. Códigos que en silencio no respetaríamos, si acaso quisiéramos. Y yo le respondía “a mí tampoco me gusta tu novio, lo siento si soy tan franco (pero) soy varón, y solo me la banco”. La noche nos envolvía cómplices pero aparentaba (ella más que yo) que era indiferente. Lo siento si fallé, pues “apenas estoy aprendiendo a volar y ya mis alas se quemaron y caí”.

5. Paloma: siempre con cebada, y humo cerca. Tan pensante y deliciosa, como la noche. Hay que escuchar a Paloma en la voz de Calamaro. Si es en vivo, mejor. Y a mí venerarlo a voz en grito, cuando asoma la duda tan pensante y asquerosa, que me obliga a gritar “puse precio a mi libertad, y nadie quiso pagarlo, te cambio tu corazón por el mío, para mirarlo y mirarlo”. Aún no ha nacido el que le dedique a Paloma lo que le compuso Andrés. Y ella vuela por la vida mientras la consuelan: “no te preocupes Paloma, hoy no estoy adentro mío, tu amor es mi enfermedad”. Y yo le digo cuando no la calmo, y no lo intento y finjo que no me incumbe, “soy un embase vacío”. Pero aún recuerdo una tarde de verano cuando compartíamos una mesa y la banda sonora imaginaria nos decía “no te preocupes Paloma, no hay pájaros en el nido, dos ilusiones se irán a volar, pero otras dos han venido”.

6. Ni hablar: la ausencia es así, enigmática. Corta en apariencia, pero eterna. El corazón la conserva, el cerebro no. No puede. Sería un suicidio constante. Es una coraza inevitable. Hoy “mi tórax está tan sensible que no puedo ni hablar de ciertos temas, y extraño a los amigos que no están conmigo”. A mi ausencia le escuché decir “te devuelvo a la ciudad, no te puedo retener”. En el camino no hemos perdido la conexión, “fue el manso clima que dio tu amor”, pero “ya me acostumbré hasta de los problemas”. La coraza inevitable. Es fuerte y te digo “hace frío en el anden, y ahora sigo hablando solo, (siempre) con tu sombra tras de mí”.

7. Media Verónica: dicen los toreros que la media verónica es un paso, una elegancia, un lujo. No opino de toreros. Cobardía. Media Verónica para el Salmón es un código torero. Para mí es una mujer. Como tantas. Esas adorables y solitarias. Locas. Les molesta la luna por la ventana abierta. También les molesta el sol. Nunca fuiste mía, Verónica. Pero repartías besos a estropajos. Verónica “no sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento”. Tal vez yo tampoco. Pero sí comparto lo que escribió en la pared: “la vida es una cárcel con las puertas abiertas”.

8. Nos volveremos a ver: porque siempre hay un regreso. Y mi regreso debió llegar con esta canción. Pues “nunca hay un adiós total. Siempre es un nos volveremos a ver, en algún lugar del tiempo”. Él, sólido, se desmorona por ella, una loca linda. Fue la excusa. Todos somos protagonistas. ¿A mí me pides un consejo? Te ofrezco sólo mi brazo, amigo. Apóyate en mi hombro. Y te suscribo Salmón, palabra, “a pesar de ser bonito, nunca dormí en el palito… (también) viví las tumbas de la vida, (y) soy un poeta maldito”.

9. La libertad: “la conocen los que la perdieron, los que la vieron de cerca irse muy lejos, y los que la volvieron a encontrar…”. La libertad, la felicidad, es así. Todos buscamos lo mismo. Y al final del camino la búsqueda es incompleta. Igual que Calamaro, “me pregunto muchas veces, ¿dónde está? Y no dejo de pensar, ¿será solamente una palabra? La hermana hermosa… la libertad”.

10. Maradona: un homenaje sincero al número 10. Un mago, genio, goleador, campeón eterno, un Dios. Las drogas, el doping, Fidel, Chavez. Dieguito, pese a todo y por todo, siempre “estamos esperando que vuelvas“. Y hay que tener en cuenta que “no es una persona cualquiera, es un hombre pegado a una pelota de cuero”. Y por ese don celestial lo quiero yo.

11. Negrita: Un hotel. Un cuarto vacío. Una tierra extraña. Tu luz fuera de mi luz. Inalcanzable. Y mi cerebro volando. Con quién estarás ahora. Esa boca que era mía. Tu olor. El aire frío de tu voz al momento de decirme adiós. “Una vez en Buenos Aires me di cuenta que existen las fantasías, pero también, existe el amor verdadero, y sin ese no puedo seguir entero, porque me falta lo más importante”. Ay negrita, el corazón me grita.

12. Soy tuyo: A ti me entrego. Contigo cierro las puertas de mis labios. Contigo espero el futuro. Me gusta tu mirada cuando sabes que me ganas. Me gusta derrotarte en silencio. Acepta mi inquietud. Yo acepto la tuya. Soy complicado, pero si somos dos es más fuerte. Si somos dos, compañerita mía, seremos tres. Y te digo, con el gallo que me traiciona cada vez que canto “soy tuyo, con mi mayor convicción, soy tuyo, con toda la fuerza de mi corazón, que es tuyo, como cada pensamiento mío es tuyo. Soy tuyo”.

13. Y todo lo demás: a veces imagino el futuro y duele. A veces te incluyo y me calmo. A veces sucumbo a la duda, y a los años, y a las cicatrices. Y mi rostro que empieza a arrugarse. Y te miento, no por maldad, por necesidad. “Yo te prometí hacer deporte, pero era una mentira para robarte un tal vez”. Me dibujo en una plaza de la serranía peruana, tú quemando el pasaporte con rabia, a lo lejos. Esa sonrisa que aniquila cuando es lejana. Podrá llover, podrá sofocar el calor. Podrá ser la antítesis de la belleza el paisaje que nos acompañaba, pero para mí, “parecía el cielo, porque estabas conmigo”. Y todo lo demás también.

14. Ok perdón: la exclusividad, sacrificio antes que placer, suscribiendo a un poeta. Vale la pena. A ti que me miras con afán, que trasladas a tu memoria lo que alguna vez evoqué a mi amor imposible. A ti que alguna vez diste la media vuelta decepcionada. A ti que me cuestionabas cosas que no las creías por el simple anhelo de robarme el aire. Aunque sea un momento. “Yo no quise lastimarte, solamente te dije que no”. Y si eres linda, si tienes a cuatro o cinco que babean por tus labios, tú, que no estás acostumbrada a sentirte rechazada, “ok perdón, fue sin querer”. “Cuántas veces me dijeron que no, a mí, y sobreviví”. Bueno, aunque no seamos amigos (ni enemigos) “la próxima vez te digo que sí”.

15. Cuando te conocí: “Cuando te conocí ya no salías con el primero que te había abandonado, no vale la pena hablar de aquellos años pasados”. Y aunque mis palabras se cumplieron, aunque formo parte de tus años pasados y es irrelevante, yo me acuerdo de cada parte. Tuya y mía. Y te agradezco. “Cuando te conocí miré por un agujero en tus pantalones… y dos años después, ya tomabas todas las decisiones”. ¿Lo ves? “No se puede cambiar de corazón como de sombrero”. Y no podía cambiar de corazón como de camisa (querida mía), sin perder la sonrisa.

16. Mi quebranto: hay que ser un Calamaro para soportar con posibilidades de triunfo ese quebranto. “Mi quebranto, dos estrellas que seguir”. Tenías el pelo ondulado, castaño rojizo. Los ojos, como dos soles, verde mar caribe. Pequeñita. Dulce. Aún hoy sueño con la noche en que mi quebranto pudo ser, “y soporto dos vidas vivir”. Esa alianza entre la luna y el sol. No fuiste mi luna pero sí mi estrella. Para siempre, mi estrellita. “¡Tendrías que aprender a compartir!!!!!”.

17. Me pierdo: amigo mío, te reto a que vivas mi vida. A que te atrevas. A que venzas lo establecido por el dios pecador. Superar la tentación. Y amar pese a las noches frías, y soportar y que te soporten. Y enciende la radio con Calamaro cantando “Me pierdo”. Es un himno al amor verdadero. Al menos a mi amor, tan fuera del de las películas, tan terrenal, como ella y yo. “Con tanto dolor, no puedo. Contigo, o sin ti, no puedo. No puedo olvidarte pero pasa el tiempo. Es muy duro saber cual es la mejor mujer”. Compañerita mía, a veces, “no quisiera quererte, pero cuánto te quiero”.

18. Hacer el tonto: esta canción forma parte de alguno de los duetos que tiene el Salmón. En su repertorio hay canciones con Sabina, con Fito Paez, con Vicentino. Pero esta es con Maradona, y por eso la escojo como indispensable. “Voy a ponerme a cantar lo que quiera”, dijo Andrés. Y Diego le responde: “Va a ser mientras el sol esté cayendo, todos estamos sobreviviendo…”. A veces la vida te empuja al festejo aún cuando no hay motivo. Entonces, como el Salmón y el 10, aunque “tengo otra afición preferida”, ahora “voy a ponerme el sombrero… pero a emborracharme primero”. Para cantarla a pulmón abierto. Bien juergueado. Eso sí, “mente sana in corpole sano”.

19. Donde manda marinero: no es bueno llorar sobre la leche derramada. Pero a veces es inevitable cuestionar con dureza el paso del tiempo. Donde manda marinero es una canción que me genera aquello. “Últimamente ha perdido su capacidad de sorpresa”. “Voy a pasar a retiro, de un tiro, al culpable de mi soledad”. “Puedo seguir escapando, y aún lo estoy pensando, lo estoy pensando pero estoy cansado de pensar”. Por eso de cada viaje me traigo el equipaje perdido. Esta canción, que forma parte del disco “Alta suciedad”, no es de mis preferidas. Pero le encanta a mi hermana, y “por eso es que he decidido nunca olvidar, nunca olvidar”.

20. Socio de la soledad: un himno. Simplemente eso.

Bonus track:

21. Flaca: es indispensable mencionar “Flaca” si se habla del Salmón. Pese a su extrema comercialización, es una canción hermosa. “Aunque casi me equivoco y te digo, poco a poco, no me mientas, no me digas la verdad. No te quedes callada. No levantes la voz, ni me pidas perdón”. Cómo no identificarse. Y sí, el perro compañero.
22. Malena: en el disco denominado “El salmón”, donde Calamaro coloca más de cien canciones en un empaque con cinco discos en uno, coloca este tango llamado “Malena”. Una interpretación notable. La clásica voz de Andrés acompañada de instrumentos propios del tango, y una letra desgarradora. “Tal vez allá en la infancia su voz de alondra, tomó ese tono oscuro de callejón; o acaso aquel romance, que sólo nombra cuando se pone triste por el alcohol”.
23. Buena suerte y hasta luego: con “Los Rodríguez” Calamaro interpretó esta mágica canción. Una choteada al más puro estilo de las locas cuya profesión es la de romper corazones. “Ese manicomio estaba lleno de problemas de fronteras”. Suscribiendo a Ok perdón, “hay que ser fuerte contra la corriente también”. Por eso cuando ella me dijo “que te vaya bien”, yo le dije “buena suerte y hasta luego”.
24.Todavía una canción de amor: siguiendo con “Los Rodríguez”, esta obra maestra. Compuesta por el Salmón en dupla con Joaquín Sabina (no es para menos, se nota el sello sabinesco). “No te fíes si te digo que imposible, no dudes de mi duda, ni mi quizás. El amor es igual que un imperdible, perdido en la solapa del azar”. Si hubiese conocido este tema cuando la veía de lejos… “Estoy tratando de decirte que me desespero de esperarte, que no salgo a buscarte porque sé que corro el riesgo de encontrarte”. Un día él se enamoró de una cantante, y ella lo dejó. Y le quise decir, amigo, “cantar es disparar contra el olvido”, pero “vivir sin ti, es dormir en la estación”.
25. Salud, dinero y amor: esta canción es simplemente un himno a la vida. La suscribo enterita. No hay retazos que escoger. “Desde un rincón del mundo… brindo contigo”. Siempre, siempre, siempre.