Desde que tengo uso de razón encuentro en el dedo índice de mi mano izquierda una cicatriz. Está intacta. En el límite del nudillo con el inicio del mismo dedo que me permitía ser un soldado de dos pistolas cuando jugaba a la guerra de pequeño, y que me ofrece la posibilidad hoy de escribir con velocidad y precisión cada vez que me enfrento a una PC. No es una gran cicatriz, pero su tamaño y profundidad hablan de uno de esos golpes que no se olvidan. Y al no tener en mi memoria siquiera un retazo de recuerdo que me traslade al momento que se produjo, la deduzco como una herida demasiado púber, y que en el más extremo de los casos, me ocurrió en el útero de mi madre. Los cumpleaños son para mí como una cicatriz. Cada año que pasa simbólicamente por el día que marcamos con un aspa en el calendario de nuestra vida, deja una huella irremediable. Traen consigo heridas con cicatrices que cuando nos detenemos a observar, evocan un aprendizaje, un cariño, una tristeza.
Nunca he sido muy amigo de mi cumpleaños. Creo que mi eterna búsqueda por pasar desapercibido, entre las sombras, afectada de manera inevitable cada 28 de mayo, es la principal razón. Pero hoy, adentrado cada vez más a los 30, pienso que rechazo mi cumpleaños por el sencillo y contundente maleficio que me topa cara a cara con mi peor enemigo: el paso del tiempo. No es que me sienta viejo, pero cada vez son más lejanas mis épocas de niño. Y mis recuerdos adolescentes ya casi ni me duelen.
Las horas previas a mi cumpleaños son siempre un martirio. Esta vez no ha sido la excepción. Un bajón terrible parecido a la depresión, dolores en el cuerpo (malestar del alma), ganas de que sea pasado mañana. Creo que por primera vez, mi entorno me ha hecho caso, y me ha concedido el deseo de no realizar festejo alguno. Un cumpleaños sin tortas, sin visitas, sin regalos. Hoy que observo en el reloj de mi celular cómo el 28 de mayo se va extinguiendo, no me arrepiento.
He vivido 26 veces este día que no se olvida. El primer cumpleaños que recuerdo fue cuando cumplí siete años, y en el ocaso del festejo en la casa de mis abuelos en Pueblo Libre, se apareció mi padrino para darme el regalo que estaba esperando. Y que anhelaba (y envidiaba) en varios de mis compañeros y amigos. Un muñeco de Leon-o, el felino héroe de la serie animada los Thondercats, personaje básico en mi niñez el corto tiempo (a diferencia de otros dibujos) que permaneció en el aire. Al año siguiente, cuando cumplí ocho, decidí festejar mi santo “como un grande”, y le pedí a mis padres que me concedan la posibilidad de invitar a tres amigos de mi promoción a almorzar a La Romana, un restaurante donde vendían (aún las venden) las primeras pizzas que consumí con devoción en mi idílico romance con ese plato italiano. Al momento de treparnos al auto, los amigos se habían reproducido. ¡Eran ocho! Mi eterna condena de no saber decir nunca “no” propició un malestar en el bolsillo de mi viejo, que por ese entonces no daba, tal vez, ni para alimentar a tres.
Ya de más grande, cuando estaba en sexto grado de primaria, recuerdo que vivía en San Miguel, en una especie de residencial que hoy que la evoco llego a la conclusión de que debí aprovechar más. Que debí crecer al lado de esos vecinos que me miraban, según mis ojos, como “el pituco” del barrio. Lo cierto es que me avergonzaba mi hogar. No me gustaba la zona, era muy lejos, en fin. Y teniendo en mi salón de colegio a puro miraflorino y barranquino, no los iba a llevar jamás. Una profesora, que además es mamá de un par de primos míos, y a la que le debo muchísimas cosas, me obligó a invitar a mis compañeros a festejar mi santo en esa casa que llevaba escondida en la mochila. A la larga, me convenció. Lamentablemente ese 28 de mayo se apoderó de mí una fiebre que no pude disimular, y la reunión fue cancelada por la ausencia del protagonista. Tiempo después nos cobramos la revancha, y mi profesora realizó una actividad con todos los hombres de mi salón, y los llevó a mi barrio de San Miguel. Ahí los vi desenvolverse como peces de pecera devueltos al mar. Y olvidé para siempre la vergüenza por aquella casa, en la urbanización Julio C. Tello, de incontables edificios idénticos, canchita de fulbito en el medio y un aroma a barrio que me arrepiento de no haber adoptado del todo.
Cuando llegó la adolescencia, aparecieron los cumpleaños con cebada, y se hicieron más llevaderos. Recuerdo que cuando cumplí 18 se avecinaban las elecciones que coronarían de manera fraudulenta a Fujimori, y hubo “ley seca” en todo el país. Cerca de mi hogar (en ese entonces, la antítesis de mi depa en San Miguel) mi madre encontró una tienda abierta, y me compró una cantidad apoteósica de six packs, que terminamos liquidando mi grupo más íntimo de amigos y yo, hasta altas horas de la madrugada.
Desde que conocí a mi enamorada mis cumpleaños variaron de tónica. Supe por vez primera lo que significaba un saludo sincero. Me enfrenté a los regalos más dulces en sus cartas. Y comprendí que cuando uno lleva una vida de pareja, cambian los esquemas. Ella cumple años el primero de junio, cuatro días después que yo. Y a diferencia mía, le encanta festejarlo. Y vive ese y los días previos de manera intensa. Tengo la certeza de que antes de que me conociera, el 28 de mayo para ella era un día parecido a su santo, por la cercanía. Y más de una vez me he enfrentado, con sonrisas, a la planeación de su festejo incluso antes de que llegue mi cumple. Ella me ha ofrecido sin querer el mejor escape a mi santo. Estas fechas estarán, durante todo el tiempo que nos permita compartir la vida, destinadas para ella. Cuando éramos aún unos “niñitos” y yo estaba a punto de cumplir 19 años, estuve con ella un día antes de mi cumple en el cine. En esa época no había auto, así que nos regresamos en taxi. Mientras la dejaba en su casa me dijo “te llamo a las doce para saludarte”, y se marchó. El taxista arrancó y me dijo, “así que estamos de cumpleaños, yo también soy del 28 de mayo”. Rarísimo.
Un cumpleaños particular ocurrió en el 2003, cuando llegué a los 21. Ese día pasó de todo. Andaba soltero, eran épocas de una separación con mi enamorada que me había depositado en las tinieblas, y recién, con la llegada de una mujer que tenía lo necesario para ser su reemplazante, me andaba recuperando. Aquel día Dios me regaló una final de Champions League, la que le ganó por penales el Milan a la Juventus, ¡qué más quería! Y encima, hubo temblor. Increíble. Recuerdo que esperé en mi celular como mínimo un mensaje de texto de la que era mi ex, pero jamás llegó. Por el contrario, me llegó un mensaje de la chica con la que empezaba a flirtear. “Ya vez, me acordé de tu santo. Pásala mostro. Un beso”. Ese día la amé, y fue el punto de partida para meterme de lleno en mi plan por conquistarla. Cómo es la vida, cuando creí que sería mía, y que había olvidado a mi ex, salí con un grupo de amigos a tomar unas cervezas. Cuatro días después de mi santo. ¿Fecha conocida? Por esas cosas del destino, una prima mía festejaba su santo en un local miraflorino, y cuando nos disponíamos a entrar, vi a mi ex haciendo lo mismo que mi prima. Mis amigos me detuvieron y me dijeron: “Si quieres nos vamos”. Yo, que me creía curtido gracias a lo que sentía por la otra mujer, afirmé, “no, entremos”. El desenlace es que mi ex nunca más fue mi ex. Que decidimos unir nuestras fuerzas para combatir los problemas y andar por el mismo camino. La otra chica me odió en un inicio. Luego, gracias a mis artimañas con la escritura, le pedí perdón. Y en un cortísimo tiempo, tal como se lo pronostiqué en mi carta de despedida, me olvidó para siempre.
El recuerdo más fresco de mi cumpleaños es del año pasado, cuando llegué al temido cuarto de siglo. Mi santo caía lunes, un día triste que pasa al olvido. Pero el sábado anterior me disponía a “festejarlo” en la casa de una pareja amiga que servía de cubil para mi grupo más selecto de amistades. Quería pasarlo así, con cinco o seis bebedores que en veinte segundos se olvidaran de mi santo. Al entrar a ese mítico departamento de Barranco, me recibió una multitud. Fiesta sorpresa. Algo que jamás imaginé para mí. No hubo ni la ligera sospecha. Fue literalmente una sorpresa ver a mis primos ahí, a algunos amigos externos que jamás habían pisado ese hogar. Hasta me trajeron a Paolo Guerrero, un amigo mío que vive en Alemania. Aquel festejo fue una iniciativa de mi enamorada que me sirvió para amarla y amarla.
Hoy que tengo en este blog una especie de diario, quería compartir con el que me lea estos sentimientos. Y agradecer a todo el que se acordó de mí (el hi5 y el facebook también valen). Lo cierto es que para ellos al menos un minuto del 28 de mayo fue mío, y eso es más importante que cualquier regalo. Al fin y al cabo, lo bueno de las cicatrices es la anécdota, cada vez más fantástica, cuando la compartimos con los demás. Mi cicatriz número 26 me deja el sonido de mi celular, el aumento de mi bandeja de entrada. Los buenos sentimientos que alumbraron en este escribidor este miércoles de finales de mayo. Hoy miro mi dedo índice y tengo ganas de seguir mirándolo. Y tengo ganas de incrementar las cicatrices. Y eso en mí, amigos míos, es más valioso que cualquier torta o happy birtdhay. Feliz cumpleaños a mí.