jueves, 22 de mayo de 2008

La sal de Matute (F)

A mi padre, por ser la antítesis de este cuento.
Los tres primeros días de mi regreso a Lima han estado llenos de ajetreos. Reencontrarse con la familia, lamentar el desorden de las calles, recibir las condolencias. Recordar a papá. Fuera de la tristeza, he visto a mi madre vulnerable. Sin la fuerza de sus mejores años, cuando nos empujaba a mis hermanas y a mí al esfuerzo, a la superación. Cuando asolapaba la falta de trabajo de mi padre y su desamor, incursionando en negocios pequeños que permitían mantener a la familia dignamente. Debe ser la edad. Sesenta y cinco abriles no son pocos. Mi hermana Carola, la única que sigue en el Perú, ha aceptado a regañadientes llevársela a vivir con ella. La condición es obvia, y tanto Silvia como yo, que estamos instalados en Miami desde hace buen tiempo, la aceptamos. Cada mes habrá que enviar dinero.

Tengo 31 años y sigo soltero. Me fui del país a los 25, cuando el futuro se me tornaba incierto, y una novia duradera, me había puesto las maletas. Mi hermana Silvia ya vivía en Miami, y con los documentos en regla gracias a su matrimonio con un gringo con cierta ascendencia al gobierno, me dio una mano. Al poco tiempo ya tenía los papeles en orden, y me desenvolvía como Pedro por su casa en esa ciudad llena de edificios, playas, sol y ese aire tan ambiguo que brinda la sensación de no ser de ninguna parte. Mis trabajos no han variado mucho desde que llegué. Mozo, acomodador de carros, limpiador de piscinas. Pero la regla aprendida de mi madre, de guardar siempre pan para mayo, me permite un estatus más digno que el de la mayoría de mis colegas latinoamericanos.

Carola me dio la noticia. Llamó a mi casa un viernes por la noche y la reaparición repentina de su número en mi identificador de llamadas me hizo imaginar lo peor. Ojalá no sea mi mamá, pensé. Mi padre se fue de golpe. No hubo sufrimientos ni lo afectó el cáncer al pulmón que tanto temía por su adictiva y precipitada afición al cigarrillo. Un infarto se lo llevó mientras dormía la siesta. Unas horas después, yo ya estaba tomando el primer vuelo a mi Lima desde que la abandoné.


Me quedan algunos días más en Perú, y luego del velorio y el entierro, ha llegado la calma. Desde que me enteré de la noticia he tratado de hallar en mi memoria acontecimientos que me unan a mi viejo. Nunca fuimos amigos. No hizo bien su trabajo como padre. Sólo se las ingeniaba para tratarme con dureza de vez en cuando, sobre todo de pequeño, y cuando se dio cuenta de que su hijo menor no sería homosexual, me dejó de lado. Ya en Estados Unidos nuestra relación, digamos, mejoró. Hablábamos esporádicamente por teléfono, me hacía con cariño las mismas preguntas de siempre y yo notaba en su voz cierta añoranza. De mi viejo no conservo ningún diálogo profundo. Nunca le pedí un consejo. La única afición que le recuerdo es el fútbol, y para su desgracia, ese deporte tan popular en mi Perú, nunca me cautivó.

Pero es precisamente el fútbol lo que me traslada a él hoy que lo quiero extrañar. Cada vez que mi madre aparecía con la cantaleta de que debíamos pasar más tiempo juntos, que nuestra relación era nula y distintas frases afines que mi viejo y yo no dudábamos en negar, a mi padre se le ocurría la misma solución. Nos vamos al estadio, me decía con ese tono de voz entre triste y autoritario. Habré pisado ese templo en el que se rinde devoción a falsos dioses que cuando nos representan en el extranjero son unos mansos gatitos, unas cinco o seis veces. Recuerdo que la primera vez me llamó la atención la majestuosidad del verde césped del estadio Nacional. Impresionante. Mi viejo notó en mí aquel interés y yo lo supe emocionado. Jugaban Alianza Lima, ese tradicional equipo criollo de camisetas blanquiazules que envuelve en pasión a todo tipo de gente en el Perú, y el Municipal. Mi viejo era hincha de Alianza, y recuerdo siempre que sus amigos le decían a manera de broma que “cuando lo lleves al cachorro al estadio procura que sea contra un equipo fácil, no vaya a ser que pierdas”. Ese día el triunfo blanquiazul era cuestión de trámite, pero el destino tenía reservado para ese momento el clic de mi desunión hacia mi padre, y por consiguiente, hacia el fútbol. Alianza perdió dos a uno contra un Municipal que mereció la victoria ampliamente. Desde ese día hasta hoy cada vez que me preguntan de qué equipo soy hincha, digo “echa Muni”, arenga con la que es reconocido el Municipal, un equipo carismático y del que la mayoría de sus hinchas roza la tercera edad. Y desde ese día mi viejo no dudó en catalogarme como un falso amuleto. Como una anti cábala. En suma, un salado.

La ocasión lo ameritaba, así que me averigüé cuándo jugaba Alianza para ir a verlo. Decidí que era la mejor manera de despedirme de mi viejo. Rindiéndole homenaje a su pasión. Alianza jugaba en su estadio de Matute, en el populoso distrito de La Victoria, donde el cielo es más blanquiazul que en cualquier parte del mundo, y donde hasta los rateros dudan su arremetida si te ven con la insignia de ese querido equipo. Las veces siguientes que acudí al estadio con mi viejo fueron en ese escenario, el Alejandro Villanueva, denominado así en honor al máximo ídolo de la escuadra. Pocas veces ganó Alianza, así que nunca dejé de ser el salado. Mi padre iba seguido al estadio. Siempre solo. Decía que no era necesaria la compañía pues en la tribuna podía conversar con todo el mundo. Y efectivamente, hoy que lo recuerdo, mi viejo era otro en el estadio. Cambiaba su semblante indiferente y conversaba con su compañero de butaca. Dejaba de lado su pausado tono de voz y vociferaba en contra de los jugadores, el árbitro o el entrenador. Olvidaba su tacañería y me compraba las gaseosas más aguadas de la tierra, los sánguches de pollo con el menor relleno posible, maníes envueltos en cáscara. De todo con tal de mantenerme callado.


Había olvidado ese sentimiento que me generaba el estadio. El camino inhóspito inquebrantable que me llevaba al miedo y al malhumor. La claustrofobia por tanto movimiento. Siempre admiré en mi padre la maña que se daba para cruzar a los micros y a las combis en la avenida Isabel La Católica, ese pedazo de concreto que los días de partido, alberga cual hormigas obreras, a todo tipo de seres humanos apurados. El criollismo que afloraba en el viejo para encontrar sitio en un estacionamiento poblado por la informalidad. La fortaleza con la que superaba todos los obstáculos sin renegar, a diferencia de los insultos que ofrecía a diario por las pistas de mi Magdalena querida. La recompensa le llegaba al ingresar al estadio. Ahí solo había espacio para su Alianza.

Felizmente esta vez, he subido a un taxi que ha tenido que atravesar por todas esas periferias. A decir verdad, con mucho menos talento que el de mi viejo. Por fin estoy en la tribuna de occidente. La que tanto prefería él, y la destinada para la gente con más poder adquisitivo. Alianza, vaya casualidad, se enfrenta al Municipal. Algunas cosas han cambiado. Veo menos gente de tés negra en el equipo. Antes me llamaba mucho la atención ver a esos jugadores negros enfundados en lo blanquiazul de su armadura, con dientes blanquísimos que alumbraban la tarde noche lúdicamente. Las camisetas se han modernizado, incluso la de Municipal, que antiguamente era una réplica de las que utiliza la selección peruana. Hay menos gente en las butacas, cuánto lo lamentaría mi viejo. Y la hinchada principal, que se sigue colocando en la tribuna sur de Matute, ha dejado de tener esas banderolas con las que me entretenía mínimo diez minutos.

El partido es de trámite parejo, y tengo la ligera sospecha de que el destino se las va a ingeniar para que desde donde esté, mi viejo comente: “sigue siendo un salado este”. Por más que lo intento es difícil encontrar algo que pueda relacionar directamente con mi padre. Hace más de diez años que no pisaba el estadio de Matute y no reconozco algunas cosas. Pero me divierte pensar que el grupo de gente que insulta impaciente a mi costado fue cómplice de mi viejo alguna vez. O que aquella señorita que me intenta vender una golosina ganando el doscientos por ciento del precio algún día fue despachada por la indiferencia de mi padre. Pero nada más. Su rastro es una huella tímida en el actual Alejandro Villanueva. Su anatomía, con la casaca de cuero agamuzada aún en verano y sus eternas zapatillas blancas, han ido a parar al baúl de los recuerdos del recinto victoriano, junto con el viejo tablero que ofrecía el marcador con el resultado del partido, o las propagandas de productos que ya no existen.

Hasta que apareció. Por fin una silueta conocida. Un retazo de los pocos momentos de unión con mi padre. Está igualito. Algo más arrugado y peinando algunas canas pero es el mismo. El personaje por el que mis ratos en Matute se hacían más llevaderos. Sigue en lo suyo y Alianza que no anota. Un costal celeste a sus espaldas y la tribuna que se altera. Abriendo un paquete y ofreciendo. “Una canchita para que Alianza gane”. Siempre hacía lo mismo. El canchero, le decíamos mi viejo y yo. El vendedor de cancha, las palomitas de maíz, del estadio de Matute. Dulces y saladas, con una estrategia de marketing que aún lo diferencia del resto. Él ofrece gratuitamente su producto y te deja el sabor en los labios. Luego no hay forma, no queda otra que comprar.

Mi padre cada vez que me veía aburrido me decía: “Ya viene el canchero”. Y yo fingía consolarme ante la llegada de ese personaje enigmático. Qué hará en sus ratos libres. De qué vivirá. No creo que sólo de la cancha.


El partido está llegando a su fin. Parece que al empate a cero no lo cambian ni los ídolos de antaño, de los que veneraba mi viejo en sus esporádicas borracheras. Ya no están Cueto, Cubillas ni Sotil. Ya no está Pocho Rospigliosi, que con su radio Ovación, un Perú en sintonía, hacía más larga mi agonía en el camino de regreso a casa. Ya no está mi padre en la tribuna. Queda sólo el vendedor de cancha. El canchero. “Un poco de cancha para que meta gol Alianza”. Cuando le ligaba esa proyección, mi padre lo señalaba como amuleto. Una especie de anti-yo. Fuera de generarme envidia, me alegraba ver a mi viejo feliz. Hoy que lo pienso, su sonrisa en el estadio es lo más auténtico que conservo de él.

Había algo en la mirada del canchero que me generaba dudas. A veces pensaba que para él era más conveniente que Alianza no ganase. Que así vendía mejor. Esta vez no me he aguantado y le he hecho la pregunta de rigor. “Maestro, ¿es usted hincha de Alianza de verdad o es pura finta?”. A mi viejo le hubiese dado otro infarto si lo escuchase. “No sobrino, yo soy echa Muni”.


Estoy de regreso en Miami. Me despedí de mi madre y no sé por qué razón imaginé que sería nuestro último encuentro. De ella conservaré muchos recuerdos, felizmente. A mi padre no lo extraño. Creo que nunca lo extrañé. Nos fuimos despidiendo desde hace mucho. Hoy que estoy a millares de kilómetros de distancia del distrito de La Victoria, sólo me quedan las ganas de susurrarle al oído que cuando íbamos al estadio, el salado no era yo.