Con artimañas y jugando un poco a Houdini, me desligué de las “obligaciones” sentimentales del domingo y separé casi tres horas de mi tiempo para ver el partido por cuartos de final entre Italia y España. La ocasión lo ameritaba. La previa nos señalaba una especie de “clásico”, y teniendo en cuenta lo que habían hecho ambos equipos en la Eurocopa, se podía imaginar un partidazo, con una Italia reconfortada por su “milagrosa” clasificación, enfrentando a la España demoledora de David Villa y el “Niño” Torres. Pasados los primeros minutos deduje que lo más factible hubiese sido sospechar el verdadero desenlace del encuentro. Una Italia despojada de sus dos mejores hombres, el batallador Gattuso (que vale por dos en la marca) y el elegante Pirlo, núcleo de los esporádicos momentos de buen fútbol de la “Azurra”, se dedicó, con más ahínco que el habitual (que es extremo) al famoso “catenaccio”. Y España, siguiendo las leyes no escritas pero establecidas del fútbol, no pudo ser ese equipo grande capaz de superar las adversidades en el momento exacto. El cero a cero estaba cantado desde que el “Niño” Torres era anulado por la experiencia de la zaga italiana y Villa abusaba de lo individual con esfuerzos que terminaban mansitos en las manos de Buffon.
Fuera de una atropellada de Luca Toni que desencadenó en un disparo mediocre de Camoranessi y uno que otro remate desde lejos de David Silva o Marcos Senna, fueron los penales los que suscitaron la mayor emoción. Aunque el brote de sentimientos apareció en mí en una imagen ajena al partido, cuando las cámaras poncharon al público y encontraron, sentado al costado de Arsene Wenger, al maestro Zinedine Zidane. Qué nostalgia verlo en ropajes distintos a su camiseta número diez, a sus medias siempre hasta arriba, a sus botines, que aún en épocas marketeras de colores y formas llamativas, siempre fueron los Predator más simples de Adidas. La simpleza, pese a ello, es el adjetivo que menos calza en Zidane. Aquel elegantísimo volante francés de metro ochenta y cinco de exquisita técnica y dueño de jugadas dignas de un mago.
La presente Eurocopa me deja el buen juego de Holanda (ya había presagiado que no sería campeón, pero lo imaginé mínimo en semifinales); la sorprendente “mano” de Guus Hiddink, que hizo de Rusia un equipo jodido; la confirmación del mito (¿o realidad?) de que Alemania siempre está; el amor propio de Turquía, superando un partido ya perdido; el colofón del maleficio de los cuartos de final para España. En las individualidades, me quedo con los arqueros. Qué arquerazos hay en Europa. Creo que es en lo único que nos superan (hablando como sudamericano, obvio). También con Ballack, que siempre está; David Villa, goleadorzote; y el ruso Arshavin, dueño de la mejor actuación individual del torneo frente a Holanda (yo le hubiese puesto 10 si se me pedía una calificación).
Y hablando de sistemas, todos los equipos medianamente protagonistas respondieron con capacidad ofensiva y muchas variantes. Lo de Holanda fue superlativo, pero por momentos Portugal destacó, España confirmó que con jugadores de buen pie (los verdaderos, no Donny Neyra ni esas cagadas que pone Chemo en la primera línea de la selección) se puede llegar lejos, Alemania ha tenido lo suyo; Rusia, Turquía, Croacia…Pero lo principal en esta Euro versión 2008 es la certeza de que el número diez, aquel volante armador, elegante, de buena técnica y el ancla de un equipo, ha desaparecido. Ya nadie lo utiliza.
¿Cómo pensar en una Francia protagonista sin Zinedine Zidane? ¿Es concebible que su camiseta (la 10) sea utilizada ahora por Govou? Dejando la modestia de lado, mi condición de eficiente delantero a nivel amateur me permite criticar con dureza a los atacantes. No concibo, por ejemplo, un delantero al que se le pague plata que no pueda pegarle con las dos piernas. Sí rescato al que tiene buen juego aéreo, condición de la que carezco rotundamente, y hablando de carencias, por ello admiro siempre al número 10. Aquel hombre capaz de inventar lo que no me permite el talento en mis "pichangas". Por eso hoy añoro a Zidane, y más que una Eurocopa sin Inglaterra, esta para mí fue rarísima porque no estuvo Zizou. Y por ende, no estuvo Francia.
Crecí con las últimas caricias de los números diez. Me enamoré del fútbol con Valderrama, Leo Rodríguez, Aguinaga, Raí, Bengochea, los enganches de mis primeras aproximaciones al fútbol internacional. Admiré a Laudrup, Gascoigne, Hagi y Roberto Baggio cuando mi romance florecía, y ya en el apogeo de mi relación, me conquistó Zidane. Por eso hoy lo extraño, y por eso seré el principal defensor de Riquelme, el único sobreviviente de esa bendita especie de jugadores diferentes.
La Euro 2008 se va a clausurar el domingo próximo. El rey fútbol coronará a un nuevo campeón. Si no hay sorpresas, será Alemania. No descarto a Rusia en la final. ¿España? No creo (y no quiero). Pero al menos para mí, este torneo pasará al recuerdo como el primero sin Zinedine. El primero con la camiseta número 10 definitivamente extraviada entre volantes de primera línea y centrodelanteros. La ley del fútbol dice que así será de hoy en adelante. Y con el tiempo no habrá mayor drama. Me aclimataré a ello. Y pasaré domingos sentado frente al televisor esquivando a mis afectos con ilusionismos estilo Houdini. Ilusionismos, porque si hablamos de magia, sólo Zidane.