Viernes. Seis y media. La mañana, como siempre, con aroma a kerosene. Agrio cielo vestido de gris. Malena llevaba cuarenta minutos despierta. Le había preparado el desayuno a su hermano Andrés e improvisado un ropaje a tono con su trabajo. Pantalón de buso gris, polera vieja azul y zapatillas blancas. Tenía 16 años, y el año anterior, había terminado el colegio en Carhuaz, su tierra natal. Aún extrañaba su terruño, y recordaba las sinceras lágrimas de su madre cuando se despidieron, mientras abrazaba a sus tres hermanos menores. Su padre vivía en Lima, y la había convencido sin mucha dificultad que lo acompañase, con la promesa de que estudiaría en un instituto o academia. Pero llevaba dos meses en la capital y de estudios aún no le hablaban. Su padre era un eterno trabajador de una empresa constructora, pero que con el tiempo había ahorrado dinero. Eso le servía para invertir en algo que le permitía aumentar sus ingresos. Entonces alquilaba una combi. Su hijo Andrés la manejaba, y Malena era su ayudante.
Las combis en Lima funcionan así: el chofer conduce y su ayudante hace de cobrador. Generalmente ese trabajo recae en jóvenes varones que por falta de preparación no están en capacidad de encontrar algo mejor. Y tienen una particularidad: son todos vivos. Para sobrevivir en el tráfico limeño hay que estar alerta, y eso es una modalidad engendrada por las combis, que no respetan las señales de tránsito, se cruzan de carril a carril sin importarles ni los transeúntes ni los pasajeros, y hacen oídos sordos a los insultos. El cobrador tiene que estar a tono. Entonces utiliza un lenguaje achorado, se viste como el pandillero más temido y ensaya miradas asesinas. Adopta un papel que imita a los ídolos del barrio, y que muy en el fondo, no quiere interpretar.
Ese viernes el tráfico sería insoportable. Desde las ventanas de la combi, haciendo un esfuerzo, se veía el cielo con una tajada de naranja insípida. Andrés la trataría con dureza, como siempre. Y Malena impregnaría sus manos con un aroma a moneda sucia. Las horas se harían eternas y ella tendría que matar el tiempo observando la ciudad, ese monstruo interminable que la llenaba de anhelos y de miedos. Ese pedazo casi metálico tan ajeno al verde y celeste de sus días en la sierra. Era mágico notar los cambios. El contraste. Al inicio las casas modestas, las calles grises, el aire triste, la gente con sencillo. Luego los edificios, las tiendas, el cine, la gente de oficina. Malena observaba en todo su recorrido imágenes habituales, como aquellos hombres de los paraderos que indicaban a los choferes si andaban bien de tiempo o si su competencia se había llevado a la mayoría de pasajeros. A ellos les daba monedas doradas, de esas que tienen poco valor. Y veía que ciertos locales, sobre todo de comidas, se repetían en zonas urbanas. De todos ellos le llamaba la atención una pizzería azul adornada por un dominó, y se juraba que cuando tuviese dinero, entraría a probar.
Ya había aprendido algunos tips del cobrador. Pedir pasaje un par de minutos después del arribo del pasajero, no abrir la puerta si un policía andaba cerca, exigir a cada momento que la gente se apriete, que “al fondo había sitio”. Cuando se iba con velocidad y la combi estaba llena, no se frenaba en algunos paraderos. A los niños y los ancianos mejor no recogerlos. Y al pasajero que se quedaba dormido, o tenía cara de imbécil, pues se le pedía dos veces el pasaje “por si las moscas”.
Lo que más molestia le generaba a Malena no ocurría precisamente en la combi. Ahí, en cierto modo, se sentía protegida. Era un incómodo paréntesis a la precariedad. Un submarino terrestre que le propiciaba la dosis pequeña de oxígeno que no encontraría en la calle. Su hermano Andrés era duro con ella, pero si alguien le faltaba el respeto, lo bajaba en el acto. Lo peor del día llegaba al final. Cuando había que estirar las piernas y enfrentarse al mundo sin escudo. Por la noche, todos los choferes y cobradores que alquilaban las combis las tenían que devolver en un mismo lugar a la misma hora. Muy cerca de allí había un restaurante muy barato en el que comían, y de vez en cuando, consumían cervezas. En ese escenario estos cautivos del tráfico gastaban lo que conseguían con el sudor de su frente y los malos humores en una típica liturgia a la mediocridad de su existencia. Carcajadas. Bromas que veneraban lo vulgar. Chelas al polo. Generalmente los días de semana Malena y Andrés comían rápido y luego partían, pero los viernes era día de fiesta. Entonces Malena quedaba expuesta.
Ese viernes Andrés tomó más de la cuenta, como el resto, y eventualmente tuvo que ir al baño o en búsqueda de cigarros en los puestos de los vendedores ambulantes que rondaban por el lugar. Cuando eso ocurría, los hombres aledaños a su mesa se acercaban a Malena a decirle improperios, y según aumentaba la cebada en sus cerebros, empezaban a tocarla. Malena no encontraba fuerzas para frenarlos. Sólo atinaba a observar a lo lejos y de reojo a su hermano.
“Mamita ¿qué haces por acá tan tarde?”, le decía alguno con un tono de voz por el que Malena sentía asco. Después rozaba sus manos llenas de callos por entre sus muslos. Malena alejaba el cuerpo. Luego llegaba otro. “Flaca, vámonos de acá, te invito unas chelas por mi casa, no te va a pasar nada, mamasita”. Y amagaba con acariciarle la barbilla. Luego explotaban carcajadas hasta que reaparecía Andrés. “Salud flaco”, le decían. “Salud”, respondía él empinando el codo. Cobardía o respeto. Códigos indescifrables.
Se quedaron en el local un par de horas. Luego regresaron a su hogar. En el camino casi ni hablaron. Andrés hizo planes desde su teléfono celular y Malena aguantó las lágrimas. Su padre llegaría más tarde. Sus horarios no coincidían con los de sus hijos. Ella quiso esperarlo despierta para conversar, contarle sus desventuras. Pero al verlo aparecer con evidentes síntomas de haber estado libando licor también, prefirió el silencio. Y los recuerdos. La mano de su padre ácida de furia en el rostro de su madre.
Detestaba su trabajo. Encima de tener que adoptar una personalidad que no era la suya y de andar vestida de mala manera, aguantar a los borrachos era ya mucho. El domingo por la tarde, día de su descanso, mientras paseaba en silencio por las calles de su barrio, Malena se encontró con una vecina suya. Tenía 19 años, tres más que ella. Era delgada y alta. Pese al frío del otoño limeño, vestía una minifalda de jean y un top negro. Andaba maquillada exageradamente, como a la espera del príncipe que la borre de su rutina. Se llamaba Adela, y resultó muy amable y abierta al diálogo.
-Te he visto varias veces llegar con tu hermano, ¿trabajas con él en la combi o te recoge de algún otro sitio? –preguntó la vecina-.
-Trabajo con él –respondió Malena, entre avergonzada y apenada- le ayudo a cobrar pasaje.
-¿Y te gusta tu trabajo?
-No creo que a nadie le guste ese trabajo, pero lo tengo que hacer.
-¿Pero te pagan bien?
-Algo es algo. Estoy ahorrando para poder estudiar. ¿Y tú? ¿No trabajas? –preguntó Malena.
La vecina hizo un sonido agudo con la garganta y movió la cabeza en señal de negación.
-¿Y de dónde sacas plata? –dijo Malena. ¿Tu papá te da tanto?
-No. Qué me va a dar. Yo saco plata como todas las chicas del barrio.
Malena la observó sin entender nada.
-Buscando chicos pues –dijo la vecina. Es la única forma. Así hacen toooodas las chicas del barrio.
-Trabajo con él –respondió Malena, entre avergonzada y apenada- le ayudo a cobrar pasaje.
-¿Y te gusta tu trabajo?
-No creo que a nadie le guste ese trabajo, pero lo tengo que hacer.
-¿Pero te pagan bien?
-Algo es algo. Estoy ahorrando para poder estudiar. ¿Y tú? ¿No trabajas? –preguntó Malena.
La vecina hizo un sonido agudo con la garganta y movió la cabeza en señal de negación.
-¿Y de dónde sacas plata? –dijo Malena. ¿Tu papá te da tanto?
-No. Qué me va a dar. Yo saco plata como todas las chicas del barrio.
Malena la observó sin entender nada.
-Buscando chicos pues –dijo la vecina. Es la única forma. Así hacen toooodas las chicas del barrio.
Y empezó a explicarle la modalidad. Salimos a las discotecas, bailamos, tomamos algo, y marcamos a los chicos que pueden tener más plata. Nos acercamos, y listo. Pero eso sólo los viernes y los sábados ah. Los jueves nos mudamos hacia otras partes. Nos vamos a locales por Miraflores o Barranco, esos sitios pitucos, y buscamos carne mayor. Ese día salen muchos viejos arrechos, la mayoría casados a escondidas de sus esposas, y siempre andan buscando chicas. A ellos igual, nos acercamos, tomamos algo y después, que pase lo que pase. Pero yo no soy ninguna puta ah, si el viejo no me gusta no me acuesto con él.
Malena tuvo sentimientos encontrados. Quiso preguntarle cómo era que sacaban dinero así, pero le pareció bastante obvio. Adela masticaba chicle y hacía globitos casi instintivamente. ¿Cómo era posible que ella tenga esa ropa sin recibir sueldo? A Malena no le alcanzaba ni para acercarse a la pizzería del dominó. Encima, tenía que madrugar todos los días, y jamás aparecía la ocasión de usar sus mejores ropajes. Por otro lado, sintió pena por Adela. Hasta rechazo por la forma como pasaba la vida. Y se dijo a sí misma que jamás haría algo similar. Recordó, además, que fuera de los besos calientes que se daba con Óscar, su ex enamorado en Carhuaz, jamás había tenido sexo. Y que para ella la virginidad, y la sexualidad en general, eran algo muy importante. “Anímate amiga, no te vas a arrepentir”, le diría Adela al despedirse.
Extrañaba Carhuaz. ¿Ya era hora de volver? Lima era una ciudad en la que no había futuro. Malena llegó a pensar que no le quedaría otra que aceptar en algún momento un trabajo al que se prometió jamás ingresar: el de empleada doméstica. A razón del suyo o el de su vecina, aquel era más digno. Pero algo dentro de ella le decía que no podía más, que no valía la pena tanto sacrificio. Que tal vez había sido un error descartar un futuro como el de su madre, rodeada de gallinas y de cuyes y de embarazos. Pasaron un par de meses y la tónica era la misma. El cielo lucía un abrigo con molestosos puntitos transparentes y las fuerzas para enfrentarse a él eran cada mañana más escasas. Andrés seguía consumiendo cervezas religiosamente todos los viernes. No había pasado a mayores, pero los borrachos no la dejaban en paz. Amenazaban con llevársela a la fuerza luego de que controlaban sus instintos copulativos acariciándola cada vez más cerca.
El camino del local hacia su casa era muy peligroso, y Malena le había prometido a su padre que jamás lo haría sola. Pero un viernes no aguantó y escapó. Desobedeciendo las órdenes de Andrés, repleta de rezos y más alerta incluso que cuando había que cobrar boleto a pasajeros revoltosos, llegó a su hogar. Sintió en el alma una gran satisfacción. Lo había logrado. ¿Su vida cambiaría de ahí en adelante? Tomó una ducha cantando, se vistió de la mejor manera, como nunca lo había hecho en Lima. Se maquilló y se perfumó. Sentía que era capaz de todo. Por un segundo hasta tuvo ganas de buscar a Adela, “acompañarla, nada más”. Luego desistió y se desparramó en el cuarto de su padre a ver televisión.
Al rato escuchó bulla. Era muy temprano para que llegue Andrés. Tuvo miedo de que sea un ladrón, y retomó los rezos. Abrieron la chapa de la puerta con facilidad. Reconoció a su padre. Él, luego de tambalear y de quedarse pensativo unos segundos, se le acercó, y el perfume de ella fue suplido por aromas a viernes de choferes y cobradores. Luego Malena sólo escuchó frases distorsionadas y creyó estar frente a uno de ellos. No tuvo fuerzas. Y decidió cerrar los ojos y esperar. Recordó el llanto de su madre cuando se tuvieron que despedir. Luego su cerebro se abstrajo dibujando las imágenes de la Lima que recorría a diario. Su Lima. Condenadamente, su Lima. Las monedas, los boletos, los pasajeros. Las calles bonitas, los edificios, la pizzería del dominó. El dolor físico fue insignificante. Aquella noche se le abrieron todas las posibilidades. Y de Carhuaz mejor ni acordarse.