viernes, 1 de agosto de 2008

En la playa (F)

El teléfono celular empezó a sonar y a moverse torpemente sobre la mesa de noche. Marisol fue a su encuentro. Notó en la pantalla el nombre de Javier, su esposo. Decidió no contestar apurada como siempre, y esperar hasta la quinta o sexta timbrada. Anticipaba el contenido de la conversación. Y efectivamente, Javier le diría que se le había presentado una reunión imprevista esa noche, y que al día siguiente, muy temprano, tendría otra. No tenía sentido llegar tarde a su casa de playa en el sur para tener que madrugar. Otra promesa incumplida. Era martes, y Marisol tendría que dormir sola. Una vez más.
Al cabo de un rato, Marisol notó que eran las nueve de la noche. Y que en su gran casa de playa sólo chismoseaban sus dos empleadas domésticas en el cuarto de servicio, muy al fondo. Luego de dimitir la bronca por la ausencia de Javier, extrañó a sus hijos. Daniel, el mayor, y el más afectivo, llevaba tres meses viviendo en España. Macarena, la segunda, trabajaba. Y Diego, el menor, alegaba que en la playa no había nadie de su edad, y que prefería pasar los días de semana de sus primeras vacaciones universitarias, en Lima. Marisol sintió ganas de llamar a alguno. Pero no lo hizo. Total, si ellos no me extrañan, no tengo por qué arriesgarme a una voz seca y a frases para inquirir, como sacadas con cucharita.
Su soledad se había convertido en una rutina ese verano. Su gran casa blanca, de terraza con vista al mar y pequeña piscina en el tercer piso era como un refrigerador en el polo norte. Marisol pasaba las mañanas en la playa, con su sombrilla y un libro que le servía de escudo para escapar de las otras mujeres. De la felicidad de aquellas. Con sus hijos pequeños y esas tareas que Marisol extrañaba, como bañarlos en el mar, hacer castillos de arena, comprarles helados con mesura. Las tardes eran para la televisión y la siesta. Tal vez una película en el DVD y la contemplación de su celular. ¿Quién se acordará de mí? Por las noches le daba rienda suelta a un vicio que Javier detestaba en ella. Buscaba entre sus cajones más escondidos una lata que antiguamente había servido de envoltura a unas galletas riquísimas. De su interior extraía un papelito delgadísimo y algunas ramas verdes. El encendedor y a alejarse del mundo.
El fuego en el cuarto, por el viento. Una larga bocanada. Otra pequeña. La tos. Cinco pitadas más. Un incienso. Incrustado en la maseta. La noche. Linda. De lo que se pierde Javier. ¿En qué andará? No hay nadie a esta hora. Sólo se escucha el mar en evidente marea baja. ¿La tele? Alguna película. Me aburro. Silencio. ¿Cómo era? Pérdida de memoria, bochornos, sudor, cambios de humor. ¿Sequedad? Por Dios, no. A todo esto, ¿ya es mucho tiempo sin sexo? Ya se viene abril. ¿Una gran fiesta? ¿Para qué? El tocador. Sí, aún hay mimosas.

Ya no había carcajadas, como antaño. Cuando ese vicio era compartido con Javier o sus amigas. Cuando era la reina de la misma playa que hoy la acogía casi con lástima. Cuando su rubia cabellera era auténtica y no maquillada. Cuando su cuerpo, aún hoy esbelto, era la envidia de todas las mujeres, su rostro en verdad hermoso, y los surcos de sus ojos, cosas para viejas. ¿Qué he hecho con mi vida? Llegaba a decir en el colmo de los malos pensamientos. La palabra resignación parecía creada exclusivamente para ella. De pronto, sonó el teléfono. Era su hijo Diego. Marisol andaba ensimismada, y quizás para su hijo su voz le sonó como a sueño. Lo cierto es que el mensaje fue claro: llegaría al día siguiente como al medio día a la playa, y lo haría con un amigo. Salvador mamá, sí te he hablado de él.

La mañana recibió a Marisol con otro semblante. Después de tiempo, se esmeró en hacer las compras en el mercado, dio indicaciones a la cocinera para la preparación de un buen pescado frito como le gustaba a Diego, y se vistió bonita. Su delgadez le permitía, a diferencia de sus contemporáneas, usar bikini, y complementó el ropaje con una faldita a cuadros oscura que le había obsequiado Javier en Navidad. Siempre hay que verse bien.
Diego la saludó parcamente y Salvador fue muy educado. Marisol le quiso decir que no le dijese señora, que la hacía sentir vieja, pero intuyó que eso incomodaría a su hijo. Los dos chicos se fueron a la playa raudamente, y Marisol llegó algunos minutos después. Se ubicó en el lugar de siempre y deseó en silencio que no se le acercase ninguna de las señoras del balneario. Libro en mano, y anteojos oscuros, resolvió contemplar el mar, que parecía ese día de otro color. Del color de la ropa de baño de Diego. Muy cerca de ella se acomodó un grupo de cuatro mujeres que no llegaban a los cuarenta pero que habían pasado los treinta ya hace rato. No la empelotaron. Marisol las analizaría una por una como lo hacía desde siempre con todas las mujeres. Rolluda, celulítica, atrevida para usar ese bikini, anoréxica. Era miércoles, y fuera de los niños pequeños que correteaban entre la arena y la orilla, no había mucho que observar. Las cuatro mujeres, en apariencia, andaban solas. No habían venido ni con sus hijos ni sus maridos (si acaso los tuviesen) y poco les importaba guardar la cordura. Maquinalmente trasladaron su conversación hacia los únicos cuerpos apetecibles que se podían hallar en la playa: Diego y Salvador.
Marisol escuchaba con vergüenza y algo de fastidio algunas frases. El rubiecito (Diego) tiene el poto rico. Ah no, a mí me gusta el de pelo corto (Salvador), mira la espalda que tiene. Qué edad tendrán (Diego tenía 19 años, y Marisol intuía que Salvador andaba por ahí también). No sé, ¿20? ¿21? Ay no, más mocosos se ven, 17 o 18. “Qué desfachatez, como si estos les darían bola”. Oye ¿y han probado hacerlo con un chibolo? Marisol no quiso escuchar más pero la respuesta en coro del grupo la hizo prestar atención. ¡Claaaaro!!! A esa edad son fogosísimos, y duran tres o cuatro como si nada. Marisol pensó en pararse, gritarle al grupo de viejas arrechas que se estaban pasando, que el rubiecito era su hijito Diego, el menor de todos, y que seguramente no había tenido sexo aún. Pero le ganó el morbo y la chismosería. Una de las mujeres empezó el relato. Es facilísimo conseguir mocosos dispuestos. Yo ya lo he hecho con varios. Hay chicos que se la pasan así. Y son riquísimos ah. Los encuentras sobre todo en el gimnasio. Un par de favores, alguna insinuación, y listo. Ellos creen que son pendejos porque les invitas de comer o les regalas algo pero no saben el favor que nos hacen. Imagínate si tendríamos que esperar a nuestros maridos para tirar. Ellos ya tienen a sus chibolas desde hace tiempo, y no les afecta en nada. Al contrario. ¿Por qué nosotras no? Claaaaro, volvían a decir al unísono.
Diego y Salvador se acercaron hacia Marisol. Llegaban en búsqueda de dinero. Querían matar el tiempo tomando cervezas, como grandes. Conforme se fueron acercando, el rostro de las mujeres fue cambiando. Es la mamá, qué roche. Marisol fingió distracción. Estaba también avergonzada. De pronto observó a Salvador. Le reconoció la espalda perfecta, el cabello corto y exacto, los ojos dulces y su sonrisa de niño malo. Mientras buscaba en su cartera algún billete de cincuenta soles, notó que la mujer que había estado hablando de sus aventuras en el gimnasio miraba a Salvador de una extraña manera. Luego él la observó, y le levantó las cejas en señal de saludo.

Por la tarde y luego de conversar por teléfono con Javier algunos minutos, y que este se ponga cariñoso un instante para después decirle que no llegaría a la playa hasta el viernes, fue inevitable para Marisol pensar en las mujeres de la playa. ¿Estaba bien lo que hacían? ¿Era cierto que todos los hombres tenían su chibola escondida? Javier no viene a dormir hoy, tampoco mañana. Y yo…
Después del almuerzo, Diego y Salvador habían salido rápidamente. Casi no hubo tiempo para conversar. Se habían encontrado con algunos amigos. Iban a beber cerveza y para Marisol eso no estaba muy bien. Es miércoles y están tomando. En fin, no quería preocuparse. Ya saben lo que hacen. Aún no se sacaba de la cabeza la conversación de las mujeres de la playa. Encima, el saludo de Salvador con una de ellas le había parecido sospechoso. ¿Acaso era él uno de los chicos que se acostaba con mayores? ¿Y Diego? ¿También? ¡No!
Quizás era el sol que seguía sofocando, el calor y la ausencia de sexo en semanas, pero Marisol no se podía sacar de la cabeza a Salvador. Mira la espalda que tiene, le decía en su memoria la voz caliente de una de las mujeres de la playa. De pronto sucedió lo que no le ocurría hacía mucho. El bochorno, el sudor. Aún tengo mimosas, no te alteres. Luego, se le mezclaron sensaciones. Lo recordó. Lo imaginó. Sintió humedad en su entrepierna después de tiempo. Esto la llenó de gozo un instante. Entró al baño. Cerró la puerta. En milésimas de segundo estaba desnuda. Qué hacer. ¿Tocarse? Hace tiempo no lo hago. Se miró al espejo. No. Mejor abro la lata de galletas. No. Un baño de agua fría.

Marisol terminó en la piscina. Escuchando algo de música y alternando la lectura de una revista con las argollas de humo de su cigarro. Había cambiado de personaje en sus pensamientos. Ahora era Javier. Siempre, Javier. Su carencia de afectos, su indiferencia. La desidia con la que respondía a sus pedidos de arreglar la casa o la camioneta. ¿Tanta reunión en una semana? En fin. Luego escuchó ruidos en el primer piso. Supo que alguien entraba por el sonido coreográfico de sus móviles. Imaginó que serían Diego y Salvador, pero al asomarse por la escalera con una toalla en el cuerpo, sólo distinguió al segundo.
Rápidamente, Marisol descendió hacia su cuarto. Quizás llegaría Diego en un rato y desearían usar la piscina. Casi se atrevió a decir “Salvador, ¿no quieres bañarte en la piscina?” Pero este había ingresado fugazmente al baño. Volvieron a ella la conversación de las mujeres de la playa y la posible complicidad de alguna con Salvador. Y como por arte de magia, su imaginación recreó las películas que veía algunas noches en un canal prohibido de cable, y que a veces le servían a Javier para incentivar sus deseos. En alguna de ellas, Salvador saldría del baño, la sorprendería en su cuarto y la sometería con su espalda perfecta y su sonrisa de niño malo.
Lo que ocurrió fue la antítesis del erotismo. Marisol se acercó hacia el baño en el que estaba Salvador y lo escuchó expulsar literalmente toda la cerveza que había consumido, y de pasada, el pescado frito del almuerzo. Sintió asco. No se alejó mucho. En minutos lo escuchó de nuevo. Intuyó que se ahogaba. Se preocupó. ¿Estás bien? Salvador no respondió. ¿Estás bien? Nada. Voy a entrar. Nada. Marisol entró. Salvador estaba adormilado sentado a los pies de la ducha. Despierta, despierta, ¿estás bien? Salvador reaccionó. Sí señora, no se preocupe.
Al rato Marisol lo acompañaría a su cuarto. Le pondría una sábana extra por el frío. El chico temblaba, pobrecillo. Gracias señora, le diría Salvador. Y Marisol se guardaría una vez más aquello de “no me digas así por que me haces sentir vieja”. Luego volvería a su cuarto. Revisaría en su tocador las toallas higiénicas. Y la cantaleta de siempre. Pérdida de memoria, bochornos, sudor, cambios de humor. Puede ser ¿Sequedad? Jamás. Esperaría a Diego. Quizás lo retaría. Cómo es posible que tomen así un miércoles. Volvería a ser madre y estaría contenta. Sería una noche sin lata de galletas. Y a esperar con ansias el viernes, que llegaba Javier.