viernes, 29 de abril de 2011

Carreteras (Y)

Buscándote sin saber dónde voy.


Los encargos laborales habían concluido y mi compañero y yo tuvimos tiempo libre desde las cinco de la tarde. En lugar de quedarnos a deambular por la Plaza de Armas de Ayacucho, decidimos arribar a alguno de los destinos turísticos de la ciudad, y elegimos el más cercano: las ruinas de Wari, a poco más de media hora del terrapuerto de Cruz del Sur, desde donde acabábamos de comprar nuestros pasajes de regreso. Después de disfrutar con los monumentos arqueológicos y de conectar con la naturaleza en una recomendable caminata, llegó la hora de partir. Salimos a la carretera en búsqueda de un taxi, notando que en los primeros cinco minutos de nuestra misión no se había asomado vehículo alguno. Mal augurio.

Empecé a pensar en las carreteras. Esos laberintos imprescindibles. Y recordé algunas anécdotas que los tuvieron de protagonistas. Aquí relato algunas:

Yo no bailo solo: volvió a mi cerebro un viaje realizado con mi familia a Huaraz, allá por el año 96, y la manera en que había tolerado los achaques de la altura sin necesidad de ningún medicamento. A la hora de retornar, un sentimiento de todopoderoso se apoderó de mi cerebro, y en el desayuno me empujé un mate de coca con tres panes con huevo frito. Viajaba junto a mis padres, mi hermana y una prima que había venido de paseo desde Los Ángeles. En otros carros, los demás miembros del clan Reaño nos hacían caravana. Ellas no cesaban de darle vueltas a un cassette de un dueto femenino que se hacía llamar “Ella baila sola”, y las constantes curvas me instaban a odiar sus voces chillonas cada vez más. De pronto mi estómago me indicó que debía pedirle a mi padre que estacione el auto, ahí, en pleno camino, porque estaba a punto de fabricar mi propia carretera para las hormigas del suelo serrano, que cual tsunami, padecerían ante unas olas gigantes con olor a huevo frito. Hasta hoy recuerdo las risas burlonas de mi prima y mi hermana. Y mi venganza al momento de recuperar el color en mi rostro de decirles que su “interpretación” a dúo había sido tan nauseabunda que no lo pude evitar. Y hasta hoy, cuando mi neurona musical le ordena a mi cerebro que debo cantar, aparece de vez en cuando la frase “de mayor quiero ser mujer florero”, de la canción más absurda de “Ella baila sola”. Y ese día no como huevo frito ni cagando.

Cousin on the rocks (mushroom mountain): éramos jóvenes y teníamos licencia para experimentar. Andábamos bien acompañados y con los estímulos de una vida sin ajetreos pre rupturas, migraciones, soledades y bolsillos flacos. Mi primo y yo, sin tener aún en claro que de aquel grupo de viajeros seríamos los únicos en patentar una relación hacia la eterna posteridad, nos sumamos a la iniciativa de alguno de ingerir unos champiñones a lo natural que nos despertaron absolutamente todas las neuronas de la felicidad. El escenario era perfecto: la laguna de Llanganuco y su exquisito frío y sus paisajes aledaños con espejos minerales y árboles sonrientes. A la hora del retorno, por un camino plenamente de trocha y una Station Wagon zigzagueante, dejé el disfrute colectivo para meterme de lleno en mis introspecciones, en ese entonces, un film por el que desfilaban todos mis afectos, hasta los lejanos, sazonados con el infalible insumo de la sonrisa, llegando a la conclusión de que comentaría mi aventura hasta con mis padres, y que recomendaría aquel platillo al natural a todo el mundo. Tiempo después, cuando la licencia estaba por caducar, volví a saborearlo, con la misma intensidad pero con resultados diametralmente opuestos. Ahora me alimento con champiñones muy de vez en cuando, pero los alejo de su naturaleza contaminándolos de una manera gastronómicamente correcta. Las carreteras de trocha sólo me generan dolores de cabeza. Y de las compañías de Llanganuco sé poco y nada. Eso sí, a mi primo, felizmente, lo sigo teniendo cerca.

Gargantas de lata y eternas: la agencia de turismo que me regaló mi primera experiencia laboral pagada se empecinaba en mandarme a cubrir las más inertes comisiones, casi siempre acontecidas en algún lugar donde se celebraba la apertura de un nuevo destino de alguna aerolínea, el Workshop de algún hotel, el aniversario de cualquier empresa relacionada al turismo. Lo triste es que chambeaba de 9 de la mañana a seis de la tarde, y estas comisiones generalmente ocurrían a partir de las siete u ocho de la noche, por lo que me pasaba prácticamente el día entero trabajando (bueno, si podríamos llamar trabajo a tomar sin ganas un par de fotos y a devorar bocaditos con poco pudor). Pero un día la cosa pasó a mayores, y fue el primer indicio fuerte que me llevó a pensar que los 500 soles que cobraba cada fin de mes no tenían sentido: me mandaron de viaje a Lunahuaná todo un fin de semana, a cubrir un festival de deportes de aventura. Acudí a regañadientes, dejando varado mi clásico plan de verano sanbartolino. Fui junto a un pata de mi chamba que hasta ese momento me resultaba indiferente, pero que terminó convirtiéndose en mi primer amigo del trabajo. El primer día yo cumplí como todo un practicante (mi puesto en Comunica2, mi primera chamba) con mis obligaciones mientras él descansaba en la piscina del hotel o se “perdía” por el pueblo. En la noche se celebraba una fiesta con todos los periodistas y deportistas. Allí me crucé con un par de amigos de El Comercio que estaban en las mismas, y junto a mi broder, hicimos buenas migas. Terminamos en otro tono en Cañete, parloteando como si fuésemos íntimos de toda la vida. Al día siguiente mi amigo decidió seguir descansando y yo me uní al dúo de El Comercio saboteando su empeño y conminándolos al siempre rico hueveo. No sé cómo llegó una botella de pisco a nuestras manos, y decidimos caminar y caminar por la carretera en la que descansa el valle de Lunahuaná. Nos dio la noche mientras escuchábamos el relato de uno de ellos, que decía que el pisco en Lunahuaná era mágico, y que su mejor atributo tenía relación con la longevidad. No le hubiésemos creído si es que no aterrizábamos en una cabaña al borde de la carretera a comprar nuestra segunda botella de pisco, y compartimos la tertulia con un par de ancianos que bordeaban los noventa años, y que chupaban con el hígado más entero que nosotros. Siempre recordaré ese viaje. A veces cuando no me basta con mi salario me acuerdo de mis 500 soles. A veces cuando ingiero pisco puro me acuerdo de mis compinches de aquella vez. A veces cuando me siento viejo me acuerdo de Lunahuaná.

Un copiloto con piel de gallina: viajar es siempre positivo. Así lo hagas sin mapa y sin brújula, así te ampares a las reglas del destino sin tener la más remota idea del desenlace. Pero a veces uno tiene la dicha de hacerlo en los dominios de una cápsula capaz de trasladarte a lugares apasionantes. Eso me ocurrió en una travesía que hice de copiloto junto a mi tío más viajero en un año nuevo, a bordo de su histórico Hyundai rojo, con el que atravesamos de hachazo diversas regiones y climas del Perú. Desde Pachacayo y sus casitas de campo con bríos europeos y el calorcito siempre tierno de San Ramón; pasando por Tarma, donde recibimos las 12 en una fiesta de pueblo al ritmo de una orquesta que repetía sin envidiarles nada todos los hits del “Grupo 5”; o las peripecias contaminantes de La Oroya, ese pueblo a 3 mil 800 metros sobre el nivel del mar que te vuelve de metal las fosas nasales en pocos segundos. Fue un viaje redondo. Lo pasé atento a las anécdotas de mi tío, sorprendiéndome de su familiaridad con los lugares más recónditos, conociéndolo un poco más, sintiéndome orgulloso de formar parte de sus afectos. Y en mi misión de copiloto, tuve que adoptar facetas de su recia personalidad para no desentonar, y creo que encontró en mi compañía una grata sorpresa. En nuestra primera noche, que pasamos en Pachacayo, mientras tomábamos whisky sin hielo y disfrutábamos de unas ínfimas galletas con queso serrano que habíamos encontrado en el camino, el frío, el hambre y el deseo de aventura se apoderaron de nosotros, y por sugerencia de mi tío salimos en búsqueda de un restaurante en la carretera donde vendían “un caldo de gallina espectacular”. Lo malo fue que nos agarró la lluvia. Una lluvia que de tímida pasó a ser torrencial mientras el Hyundai rojo esquivaba las maniobras egoístas de los camiones y buses interprovinciales. Teniendo al volante a mi tío me sentía seguro en medio de una montaña rusa al natural dominada por la niebla, las fuertes gotas de agua y la aparición imprevista de los enemigos de ocasión: los demás vehículos. Al llegar a nuestro destino, los otros tripulantes del auto bajaron raudos con las glándulas salivales anhelando el caldito de gallina. “¿Qué tal el camino? Un poco bravo, ¿no?”, me dijo mi tío, y por primera y única vez en ese viaje fue un ser humano normal. Su pálido rostro y su agotamiento se impregnaron automáticamente en mí. Cuando llegaron los platos todos devoraron dispuestos a la tertulia, pero mi tío y yo nos pasamos en silencio ese momento, dejando intactos nuestros caldos, acaso pensando que nos quedaba todavía el camino de regreso.

En esas cuatro mini-historias pensaba mientras se hacía de noche y ningún vehículo osaba por pasar por nuestro lado. Mi compañero andaba metros atrás, captando imágenes que se perderían al ratito en los archivos desordenados de su laptop. Mi angustia se agigantaba conforme pasaban los minutos, y ya me imaginaba durmiendo en plena carretera tiritando de frío a la espera de que un puma o cualquier otro animal salvaje acabe con mi vida. De pronto, cual Coca-Cola en el desierto, apareció una combi destartalada atiborrada de pasajeros. Ya en su interior llegué a la conclusión de que algo debería escribir al respecto. Y bueno, aquí está.

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