lunes, 18 de abril de 2011

Políticamente nulo (Y)

Desde que Alan García tomó el poder del país, en el 2006, han pasado muchas cosas en mi mundo. Cinco años es un período considerable en el ciclo de vida de un ser humano. En toda circunstancia, define el cambio de una etapa a otra. Yo tenía 24 años cuando Toledo le entregó el sillón presidencial a Alan. Y hoy, a puertas de unas nuevas Elecciones, bordeo los 29. Durante el gobierno que está por concluir, acabé a regañadientes la universidad. Me posicioné en un trabajo, no sin antes navegar entre el desempleo y la incertidumbre. Viajé mucho por el Perú. Salí del país una vez. Viví con pasión dos Mundiales y una Copa América. Sufrí con la Selección y sus absurdas decisiones dirigenciales. Disfrute de un título de Alianza Lima. Me enamoré del juego de un tal Lionel Messi. Viví en tres hogares distintos. Abandoné la casa de mis padres. Me convertí en padre. Terminé una relación de pareja. Empecé otra. Leí algunos libros. Descubrí a Daniel Alarcón y a Haruki Murakami, y me volví uno de sus fans. Me compré un Play 3 y pasé de ser el rey, a pelear la baja en el Winning Eleven. Me creé una cuenta en Facebook. Empecé un blog. Escribí con regular frecuencia. Pasé sin pena ni gloria por diversos concursos literarios. Obtuve una mención honrosa en uno. Acudí al cementerio a despedir a cuatro seres muy queridos. Tuve unos dolores espantosos en el estómago que me llevaron a pensar que yo sería el siguiente. Una tarde cualquiera, medité arduamente sobre la triste sentencia de que pronto tendré 30 años.

Traté de ser más abierto en diversos temas. Decidí ser un hombre medianamente informado (bienaventurada la Web de El Comercio). Logré entablar largas conversaciones más allá del fútbol. Desde que tuve una hija, me preocupé por el futuro. Vi que las noticias hacían alarde de un crecimiento económico en el país, pero a mí, como a millones de compatriotas, no me tocó ni media tajada. Como buen peruano, olvidé pronto los antecedentes de Alan García y me dediqué a mis quehaceres. Parece que fue ayer cuando voté en contra de Ollanta Humala.

Muchas cosas han cambiado. Menos la política, con la salvedad de que ahora la discuten con pasión improvisada los jóvenes por las redes sociales (y esto es el despegue, ojalá, de la formación de muchachos muchísimo más informados que yo). Yo me he mantenido al margen. Me incliné por Toledo en un inicio pero terminé por sucumbir ante la falsa salvación denominada PPK. Hoy quisiera tener alguna opinión cuajada sobre el tema. Pero no la tengo. Muchas cosas han cambiado por mi mundo desde que Alan García tomó el poder del país en el 2006. He envejecido. He madurado. Pero mi relación con la política (no sé qué tanta culpa tengo) sigue siendo infantil. Sigue siendo la del jovenzuelo de 24 años que escribió este texto tras votar por el clásico “mal menor”. Y perdón por la franqueza:


Alan Presidente.

El triunfo del mal menor


Acostumbrado a mirar de reojo la política y a juzgar benévolamente y sin criterios fijos a nuestros gobernantes, este 2006 hubo un hecho que me impulsó a dejar de lado mi indiferencia y a empaparme, al menos en algo, del acontecer electoral: la posibilidad latente (y cada vez más fuerte) de que el ex mandatario Alan García sea el sucesor de Toledo en el sillón presidencial. Al principio me causó risa. Y hasta llegué a tildar de ilusos a los simpatizantes apristas que, entre las sombras primero, y luego con mucha arrogancia, lo daban como ganador. Luego me sumé al coche de la mayoría de limeños de mi condición (económica y social) que apoyaron a Lourdes Flores sin tener siquiera un argumento sólido. El problema era cómo hacer para que Alan no sea Presidente. Y Lourdes era la elección más fácil, ya que Susana Villarán, Diez Canseco, Lay o Paniagua eran sinónimos de terquedad o reservados para soñadores, pues su popularidad era escasa.

Por otro lado, siempre observé con respeto (y miedo) el fenómeno Ollanta Humala. Es evidente que el Perú es un país centralizado en el que Lima ata y desata, y en el que las demás provincias o departamentos son prácticamente arrojados al abandono, generándose así la aparición de muchísimos “Miniperúes” (si vale el término). La consecuencia lógica es la generación de un resentimiento gigante y entendible originado sobre todo en la sierra, la zona más pobre del país, ante los incontables años de gobiernos que no han hecho más que acrecentar las diferencias sociales y económicas entre Lima y el resto. Y Ollanta apuntaba a ese gran sector. Y lo hacía a la altura del rencor enorme de la gente de esos “Miniperúes”. No es necesario ser un gran orador o medir un metro noventa para decirle al pobre que es pobre por culpa de unos cuantos, y que el nacionalismo (se pudo llamar hasta “chichanismo” y daba igual) es la solución.

Confieso que hasta el día de las elecciones de abril, cuando observé a la gente de “mi país” (Lima pituca) vitorear a Lourdes Flores e insultar a Humala, pensé: lo hemos logrado. Sin darme cuenta que esta vez el iluso era yo. A escondidas, Alan García tomaba fuerzas, y los resultados al final de esas fatídicas semanas que se llamaron Onpe indicaron que Ollanta era ganador con algo más del 30 % y que en segunda vuelta su rival era Alan.

Una bomba. Escuché a más de uno en mi entorno frases con el “me voy del país” como título. Había que elegir: un asesino o un ladrón. El famoso mal menor quedaba como único salvavidas en medio de un naufragio. Lourdes pecó de honesta tal vez. O se equivocó de aliados. Le faltó entender que para dominar un país hay que ser un poco hijo de puta. Y para dominar el Perú, algo más. Los días siguientes hasta ayer 4 de junio fueron una constante, que cambió de giro y de villano: hay que tumbar a Humala. Hay que ver la manera de que no gane este individuo amigo del rencor de la sierra y del descontento de la selva.

En eso el periodismo y los medios de comunicación en general fueron claves. Periódicos que otrora escribían pestes de García esta vez lo hacían de Ollanta, y hasta Jaime Bayly, enemigo de Alan, se mostró a su favor, con tal de que Humala no siga avanzando y aquello del fusilamiento de los gays (que en realidad envolvía otros aspectos mucho más serios y reales) pase al olvido. Nunca vi una competencia tan desigual. El fascista contra el candidato de todos. El asesino contra el arrepentido. El que estaba con el serrano y con el olvidado, contra el que prometía extraer del abandono al de la sierra pero sin dejar de lado los engreimientos hacia nosotros, los limeños. En síntesis, el malo contra el bueno. ¿Qué bueno?

No recuerdo exactamente (repito, nunca fui muy político, y tal vez era muy pequeño) el gobierno anterior de Alan García. Sí recuerdo los años siguientes, cuando el terrorismo nos colocó al borde del colapso y cuando “un chinito cualquiera” nos dominó durante 10 años. Sí recuerdo los tiempos en que la palabra Alan era sinónimo del diablo. El tren eléctrico, la inflación. Su exilio. Las frases de “Alan Vuelve” en las paredes tan amenazantes y semejantes para mí como las que decían “Viva el Presidente Gonzalo”. La canción “Las torres” de los “No sé quién y los no sé cuántos” cuya “lisura” más fuerte era “Alan García y su compañía”. Los no tan lejanos años en los que pensar en un triunfo de García y su APRA era un pasaporte a la destrucción.

Pese a que siempre dije que votaría en blanco o viciaría mi voto me ganó el miedo. Tuve claro desde que perdió Lourdes Flores que mi voto, muy a regañadientes, sería para Alan. Ollanta se equivocó y mucho. Su peor enemigo fue Chávez y tal vez también Abugattás, y al menos para mí, su antipática esposa. Sólo en el Perú ocurre el fenómeno que indica que cada vez los candidatos a la presidencia son peores. A la fuerza y con violencia no se gana, y quizás si hubiese sido más medido en sus declaraciones y con sus allegados, Humala sería el ganador. Las estadísticas y los números dicen que mal no le fue.

Ayer caminaba por Miraflores cuando me dieron las cuatro de la tarde, y en un pequeño restaurante frente a Ripley escuché gritar de alegría a la multitud. Alan García era el nuevo Presidente del Perú, y la gente festejaba. Señoras que seguro hicieron esas colas por el arroz y la leche que nuestro nuevo líder ha prometido que no existirán; señores que quizás algún día fueron apristas y luego fujimoristas y luego toledistas, que no hacen más que resumir la incertidumbre del pueblo y la posibilidad inexistente de poder solidarizarnos con alguien de la política para siempre, porque nadie sabe si mañana aparecerá envuelto en la corrupción. Yo cerré mi puño en señal de triunfo. Como festejando un gol de Alemania contra Ecuador en el Mundial. Sabiendo que el gol de las elecciones no era el gol del enemigo, pero tampoco el mío.

No logro entender el fenómeno de Alan García con la gente. Es cierto, muchos no lo pasan, sólo lo consideran el salvador ante la casi arremetida de Humala, pero hay quienes lo aclaman. Quienes en realidad sí festejaron su gol como el gol del Perú. Eso obedece tal vez al deseo del pueblo de identificarse con alguien. A falta de ídolos deportivos desde hace rato, bienvenidos los ídolos de la política. Imagino que Alan en el 85 para estos que festejan era como el Maradona a puertas de gritar su triunfo en México 86 para los argentinos. Joven, de verbo florido, ni cholo ni gringo, grande. Quién mejor que él para gobernarnos. Pero ese ídolo sí fue de barro y decepcionó a todos. No consiguió el título ni mucho menos. No hizo sufrir de pena al pueblo por una suspensión por doping, pero “sólo” los depositó en el cruel castigo de la pobreza. Y en un camino maldito con pinta de círculo vicioso, que continúa hoy, 16 años después de que el ídolo abandonara el país casi como un criminal.

Ese Alan hoy no existe más, pero el constante ir y venir del Perú lo ha hecho renacer entre sus tinieblas. Espero que esas canas que hoy adornan su ex cabellera de galán mexicano y esos kilos demás que han ensanchado su papada y su abdomen no sean sinónimos de aspirar una tajada más grande aún, sino que muestren su madurez y su capacidad para que al menos esta vez, no nos friegue tanto. No quiero ni imaginarme en cinco años cuando la “sierra exportadora” sea una quimera y pase al olvido. Cuando la centralización cada vez sea más reducida. Cuando la educación en el Perú siga paupérrima. Y cuando Chile acentúe su diferencia contra nosotros y nos siga sacando ventajas, y la meta de Alan de superarlos cause una de esas risas que sirven para aguantar un poco el llanto. Y tenga que decidir mi voto por un Ollanta más cuajado y con más experiencia. La regla en mi Perú indica que aparecerá en cinco años, si es que no en menos, un candidato peor. Y que volveremos a festejar el gol del mal menor.

Gabriel, junio 2006.

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