lunes, 25 de julio de 2011

Amor exagerado (Y)

"Hoy es hoy; ayer fue hoy ayer".



Mi amigo Haruki Murakami, haciéndole compañía a mi pánico en un vuelo Lima – Cusco, me contó que en algún período de la antigua Grecia se tenía la creencia de que los seres humanos podían ser de tres maneras: hombre-hombre, hombre-mujer o mujer-mujer; y que los dioses, en un inexplicable arranque de furia (a los dioses no se les puede reclamar nada, me dijo) los habían cortado de un sablazo por el medio, condenando desde entonces a todos a buscar a su otra mitad alrededor del mundo. Murakami utilizó la anécdota para hacerle entender a uno de sus personajes que su actitud de estar en constante paz con él mismo no le sería eterna, y a mí me hizo pensar en Vida.

Es que desde hace unos seis meses se me hace inevitable evocarla, tanto en momentos profundos como en los banales, tanto en las noches que me regala su indispensable compañía como en los días que la siento lejana, y me convenzo una vez más de mi posición de enamorado, y le agradezco la posibilidad de impregnarle a mi vida la V mayúscula.

El mensaje de Murakami iba a la imposibilidad del ser humano de afrontar su existencia en soledad, y mientras me decía a mí mismo que en este mundo hay de todo y para todos, le daba gran parte de la razón. Yo anduve soltero algo más de cuatro meses (poco tiempo teniendo en cuenta mis antecedentes) y jamás me tembló el labio para decir que lo que yo buscaba en el fondo del desenfreno y los gritos de libertad era dejar de serlo. Pero el hecho de que haya ocurrido tan pronto se debió en un 100% a la (re)aparición de Vida en mi vida. Si no era ella no era otra, de eso estoy seguro. Con ella todo fluye, con ella todo es más sencillo, más promisorio.

Vida a veces me mira con sus ojos de caramelo y sus pupilas me dicen que todavía no se convence del amor que le profeso. Lo hace como si no se sintiese merecedora de una relación reposada, ajena a lo que le fue enseñando el destino y sin espacios para la actitud que había decidido adoptar para el futuro tras largas jornadas de introspecciones. Al minuto la convenzo y la reconquisto, y me retribuye el afecto de una forma desconocida para mi alma, como si fuese yo el verdadero salvador y no ella la que por fortuna fue capaz de encontrar mis pedazos regados en alguna calle de Barranco y de reconstruir una mejor versión de mi persona.

Vida tiene el escudo más terco que el mío, pero de corazón somos muy parecidos. Por eso nuestras reservadas cursilerías encajan perfecto, aunque las mías son recibidas con pequeñas dosis de ficción. No me cree cuando le digo que los sentimientos que me llevaron a acercármele una noche con aromas a nuevo año datan del pasado, y mucho menos cuando le juro que fue ella la primera mujer que me condenó al insomnio, en épocas en las que el actual milenio recién amenazaba con posicionarse en la mente de la gente.

Yo recuerdo perfecto la noche que no pude dormir pensando en ella. Vida era una amiga muy cercana de mi hermana en el ocaso de la infancia, cuando los besos, los romances y los problemas se resolvían (o se anhelaban) en cuchicheos de madrugada y cartitas adornadas con stickers y huachaferías. Y había pasado casi todo el verano en mi casa de San Bartolo. Era linda y entretenida, era tierna y “mosquísima”, combinaciones que poco a poco me llevaron a pensar en ella más allá de los panes con mantequilla que compartíamos en las sobremesas de mi familia.

Pero recién un par de años después fue “legal” involucrarme con las amigas de mi hermana. En los tiempos de Vida pensar en eso era casi un delito. De hacerlo, o siquiera de intentarlo, la diferencia de edad (de 17 a 14) me depositaría en un indeseable estado entre el “roba cunas” y la pedofilia. Por eso me carcomía el cerebro y luchaba contra mí mismo por alejar los sentimientos que se generaban cuando la tenía cerca. Todo acabó con esa noche de insomnio. Al día siguiente la volví a ver. Volvió junto a mi familia a San Bartolo a seguir volando, y amparado en la obligada resignación, le dije adiós sin que se enterase jamás de mi saludo. Nunca comenté lo que me pasaba con nadie, y decidí empezar a quererla como se quiere a una prima, o a un familiar cercano. Pese a que para ella, que se hacía mujer sin que nos diéramos cuenta, siempre fui pan con mantequilla.

Los años pasaron, y al fin y al cabo yo también era un niño que empezaba a hacerse hombre, y me enamoré de otra quizás al día siguiente, y luego otra se enamoró de mí, y una distinta me volvió a quitar el sueño, y apareció por fin la que me dijo que sí. De Vida cada vez supe menos, pero con el ojo del cariño, estuve pendiente de sus movimientos lo más que pude, hasta que se convirtió en alguien que me podía cruzar por la calle y por esas cosas del destino, quizás ni saludar con las cejas. Su vida entró en una vorágine intensa, con la energía de una banda sonora sostenida por fuertes platillos de batería, y yo fui la voz cantante de un dueto que acostumbró al público a los grandes éxitos, pero que internamente fue pasando de moda.

Pero como diría uno de mis mejores amigos, “no vale la pena hablar de aquellos años pasados”. En todo caso, el único pasado que vale es el que nos incumbe sólo a los dos, con esas primeras aproximaciones en nuestros días de enero, cuando a Vida la luz de la desconfianza no le permitía dejarse abrazar del todo, y yo me empecinaba en enamorarla sin contar con que en el ínterin me estaba enamorando yo. Ahora el presente nos acoge cada vez más íntimos. Con muchas cosas aún por aprender, por supuesto, pero con el deseo de hacerlo juntos.

Estoy muy feliz con ella, exageradamente feliz. Con el tiempo Vida ha multiplicado los atributos que me llevaron a quererla hace años de años, y que son precisos para volverme loco: linda y entretenida, tierna y “mosquísima”; inocente y madura, libre y pese a eso, mía.

Es cierto que llevamos poco tiempo de novios, que aún son prematuras las sentencias, y que tanto ella como yo tenemos la histórica predisposición de entregarnos por completo a nuestras parejas, y eso es gasolina infalible para el motor de nuestra unión. También es verdad que conocemos aspectos duros e inevitables de los romances, como el fracaso, las peleas y la llegada de la rutina, esa diosa agridulce. Pero Vida me ofrece con su compañía el alejamiento del temor, el deseo de ponerme una vez más la camiseta y de salir a jugar el partido con la confianza de que lo haré (lo haremos) de la mejor manera.

Me gustan cada una de sus sonrisas, llevándose el premio las que aparecen cuando se enternece, arrugando su pequeña nariz. Me gustan sus carcajadas cuando festeja mis ocurrencias o encuentra por el camino algo gracioso, contagiándome de su jocosidad. Me gusta cuando me habla de cosas serias y se entusiasma con su monólogo veloz, y hace una pausa para tomar aire y sigue y sigue. Me gusta la humildad con la que me da la razón cuando la tengo y la sinceridad con la que pide perdón si es debido. Me gusta su gesto de viejita cuando está concentrada y la exagerada manera en que la chicha le dibuja las comisuras de los labios. Me gusta dormir con ella así sea en su camita chiquitita. Me gusta despertar con ella y que al despedirnos me diga que me va a extrañar.

Vida a veces sucumbe a los golpes de la vida en minúscula, y sus ojos de caramelo dejan de brillar. Yo me conmuevo y me frustro por no poder resolverle los problemas, por no poder devolverle la encantadora manera que tiene de ayudarme a sobrellevar los míos. Pero he aprendido que cada persona es distinta, que cada relación es distinta, que todo, inclusive (y sobre todo) el amor y la confianza, tienen sus propios procesos, y llegará el día en que le pueda retribuir esos “favores”. Ella está acostumbrada a ganar la batalla sola, a surcar con un ingenio digno de admiración las trabas que aparecen en su camino. Y por el momento mi presencia actúa como su principal motivación para sacar a flote todo su talento, y eso es suficiente. Por eso cuando la luz retorna a sus ojos yo sonrío. Y mi vida vuelve a empezar con mayúscula.

Ya nunca más seré pan con mantequilla para Vida. Ahora soy el hombre al que le pregunta dónde estuvo todo este tiempo, y en el que cada día confía más. Ella sigue siendo la niña hermosa de siempre, convertida en la mujer que contemplo de madrugada, en el pasaporte perfecto para reconciliarme con el mundo de las relaciones de pareja. Porque estoy seguro, los de mi calaña fueron los que más la sufrieron con el sablazo de los dioses mencionado por mi amigo Murakami, y a su lado me siento en paz.

Vida me dice a menudo que soy un exagerado, tanto por mis achaques de hipocondríaco empedernido que ha aprendido a manejar rapidísimo, como con mis reacciones, atiborradas de perdones, cada vez que mis torpezas me llevan a meterle un pisotón o a golpearla ligeramente al pasar. Es que cuando Vida se alejó de mi mundo, una indescifrable tarde entre finales de los noventas e inicios del dos mil, deseé con todas mis fuerzas que sea feliz, que no sufra más de la cuenta, que no aparezca nunca el bichito del dolor por su camino. Y ahora que depende de mí colaborar en aquello con amor, exageraré y exageraré.

jueves, 14 de julio de 2011

En reemplazo de las flores (Y)

"Parece que fue ayer cuando se fue al barrio que hay detrás de las estrellas"


Alguna vez, en uno de los pocos cursos que llevé en la universidad que en verdad me sirvieron para algo, me encomendaron elaborar una crónica sobre la locura. En búsqueda de un personaje acorde al tema recurrí a mi tío-abuelo Gerardo Vargas Herrera, más conocido como “El tío Pavo”, apelativo que obedecía a su piel colorada cuando joven, y no a su manera de ser, pues parte de lo que el Pavo no supo en su vida fue ser pavo, lorna o cojudo. Acudí a él porque era el único hombre que conocía que bien podía ser catalogado como loco. Y no me equivoqué. La crónica obtuvo buenas críticas de mi profesora de entonces, reconocida por destrozar las ilusiones de los incipientes redactores, y se enganchó tanto con el personaje que meses después me la pidió porque la quería utilizar en una recopilación de buenas historias de sus alumnos.

En aquel encuentro con el Pavo tuve dos certezas: la primera, que efectivamente estaba loco; y la segunda fue que jamás lo volvería a ver. Y así ocurrió. Aquella tarde del 2004, acomodado junto a mi padre, mi hermano y mi tío-abuelo en la mítica casa de la calle Amazonas en Magdalena, en donde pasé alucinado por la criollada, el amor y los curiosos objetos gran parte de mi infancia, me despedí del Pavo para siempre. Lo hice prometiéndole una nueva visita pronto y sintiendo lástima por un personaje marginal, complicado, amargado, encantador y solitario.

Me he enterado hace unos minutos de su muerte, acontecida hace siete días. Y ha sido tal como lo imaginé, un día se cansaría de la soledad y le diría adiós a este mundo, no estaríamos en su entierro pues desde el asilo en el que a duras penas sobreviviría no tendrían registro nuestro, y yo no derramaría ninguna lágrima.

La indiferencia que tuvimos con él nos va a pesar toda la vida. Al fin y al cabo fue un hombre que llevaba nuestra sangre, que alguna vez supo cuidar a mi padre y a sus hermanos (sus sobrinos), que paseaba por su barrio largas horas a mi hermana bautizándola orgulloso como “la reina de Magdalena”, que nos hizo carcajear con sus ocurrencias y sufrir con sus recaídas en el alcoholismo y la drogadicción. Pero parte de culpa de ese voluntario alejamiento la tuvo él. Sin querer, pues la suerte no le sonrió jamás, y no llegó entre otras cosas a casarse ni a tener hijos que velen con todas las de la ley por su bienestar; y queriendo, pues colaboró con decepciones en la faceta impuesta de seguirle los pasos hasta el punto de cansar a todos, y tuvo la osadía de hacerle la vida imposible a su hermana Alicia, mi abuela, y los Reaño tenemos la consigna de que el que se atreve a meterse siquiera un poquito con ella muere para nosotros.

El Pavo fue la oveja negra de mi familia, un ejemplo a no seguir. Lo invocaban conmigo cuando recién empezaba mi relación con el alcohol, y me decían: “cuidado, tú tienes en los genes ese vicio”. Y todas las últimas y esporádicas noticias que teníamos sobre él eran negativas: volvió a tomar, insultó a mi tío, ha hecho de la casa de Amazonas un muladar. Pero el cartel de “héroe” que toma un hombre al morirse es inevitable, incluso en él, que toda la vida nadó en el mar de la derrota. Hoy lo quiero evocar con felicidad, como el personaje que conservaba en el cuarto más desordenado que veré en el mundo cada uno de los regalos que le hacíamos por Navidad (el pendenciero guardaba hasta las envolturas, no sé si los vendería después pero jamás lo veíamos con las prendas, relojes o, mucho menos, perfumes que le obsequiábamos). El amigo que “hacía la juerga” con sus ocurrencias y cuya colaboración en la “chancha” para el trago fue siempre ir a comprarlo a la bodega. El chacotero que patentó en mi memoria frases como “salud por ellas… las botellas”, o “mujer que no jode es hombre”, o su famosa “si lo ves lo saludas”, utilizada al despedirse de cualquiera sin referirse a nadie en particular.

Mi viejo me cuenta que cuando murió su padre, esposo de la hermana del Pavo, este se lamentaba metiéndose cabezazos contra la pared diciendo “¡por qué no me morí yo conche su madre!”. Confieso que años de años yo me hice la misma pregunta, por qué se tuvo que morir mi abuelo cuando mi papá tenía 13 años, por qué crecí con su ausencia y con las huellas del dolor, y en su “reemplazo” me quedé con un personaje como mi tío-abuelo. La respuesta la obtuve la última vez que lo vi, en aquella visita “convenida” en búsqueda de material para mi crónica. Lo vi genuinamente feliz por nuestra presencia, en un ambiente tristemente conmovedor que incluía botellas de plástico llenas de agua regadas por la casa que le servían para calmar su sed sin trasladarse mucho, pues tenía la pierna destrozada. Al despedirme de él sentí que lo quería, que lo aceptaba tal como era, y con la conclusión de que no lo volvería a ver jamás, aprendí que el amor puede ser genuino y espontáneo, pero también se construye. Y ahí fallaste, Pavito.

Descansa en paz, querido Gerardo. Gracias por las mil anécdotas, en unos días las seguiré recordando y me seguirás arrancando emociones hasta que tu huella se extinga, como tu presencia fugaz pero imprescindible para mi camino. Perdón por la indiferencia, pero gracias por enseñarme con tu vida la antítesis de lo que quiero ser. Te debo la continuación de la crónica, que será el punto de partida para algo importante que anhelo escribir. Y disfruta eternamente. El cielo para mí es una continuación sin fin de lo que más nos gustó hacer en la tierra, así que dedícate a chupar con licencia de los mejores whiskies (aunque conociéndote escogerás el ron más barato), terquéale a Dios hasta las certezas más avaladas, pásale la voz golpeándolo fuerte con los dedos para que te escuche (tu marca registrada) y de cansancio, harás que te dé la razón. Y a cambio de las flores ausentes de tu entierro, acepta como regalo mis palabras, para que las conserves, con envoltura y todo, por los siglos de los siglos. ¡Ah!, y “si lo ves lo saludas”.

miércoles, 6 de julio de 2011

El valor del "Mago" (Y)

Todos los peruanos (también) somos DTs



Una frase cada vez más sustentada en el fútbol dice más o menos que “la mayor virtud de un entrenador no es hacer jugar bien a los buenos, sino hacer que los no tan buenos, rindan”. Eso es evidente sobre todo a nivel de selecciones, donde la tarea del DT escapa al día a día, y se resume en pocas horas de trabajo, algunas charlas técnicas, muchísimos videos y una constante (y obsesiva) observación del universo de jugadores que tiene para elegir. En un país como el nuestro, que el universo se resume a seis o siete elementos, ¿alguno tenía a Cruzado, Balbín, Advíncula, Yotún o Guevara cuando elegíamos nuestro once para seguir en esa vieja faena de ilusión-decepción?

La llegada de Markarían a la Videna nos ha devuelto (por fin) a un entrenador. Hartos de los incompetentes como Del Solar; los improvisados como Ternero, Cardama o Navarro; los “verseros” como Uribe y Maturana; hemos hallado en don Sergio la mixtura entre Autuori y Oblitas, es decir, entre el estratega reconocido y el motivador paternalista que todos los peruanos (de toda índole) parecemos necesitar.

No es un loco Markarían, y algo debe haber rescatado aún sin aterrizar en el Jorge Chávez mientras observaba a la Selección naufragar en un océano que nos trasladó con absoluta justicia al último lugar de Sudamérica. Porque ha decidido sobrellevar a nuestras estrellas (y sus poses) sin excederles la responsabilidad; ha rescatado jugadores que estaban para el retiro (como Cruzado) y le ha dado espacio a otros cuya carrera oscilaba entre la mediocridad y el olvido (como Guevara y Carlitos Lobatón). Venir a dirigir al Perú después de Chemo le suscitaba dos alternativas al “Mago”: o la certeza de saber que peor no se podía trabajar, o la posibilidad de confiar en que el objetivo se podía cumplir. Ha elegido lo segundo. Y el objetivo, no hay que engañarse, no es clasificar al Mundial. El objetivo es competir.

Una de las frases más discutidas del “Mago” los últimos meses ha sido aquella de que “la Copa América es sólo un proceso para lo más importante, que son las Eliminatorias”. A los fanáticos (que amparados en sus buenos antecedentes y en el aura que transmite, confiamos a ciegas en nuestro DT) nos han dejado sus palabras un sabor agridulce. Nosotros, ilusos, queremos rendir como Brasil que pese a haber empatado con Venezuela ha mostrado el clarísimo mensaje de que si no sucede nada atípico, será el campeón; o le tiramos a nuestra bicolor la responsabilidad que tienen Uruguay, Paraguay o Chile de trascender. La Copa América debe ser el inicio del re-posicionamiento de Perú en Sudamérica. Nada más. Debe ser el punto de partida para formar un equipo que genere el mismo respeto de los otros ocho que competirán por cinco cupos para Brasil 2014. Estamos hartos de despedirnos de la competencia en la fecha cuatro…

Y a mi entender, en esa línea, lo de ayer ha sido fantástico. No hay que olvidarnos quién fue nuestro rival, que en el mismo sendero que busca Perú con Markarián, ha obtenido en Tabárez el equilibrio para poder rendir de acuerdo a lo que dicen su pasado y su presente; porque hace poco luchaban con el cuchillo entre los dientes y su indiscutible garra por alcanzar los repechajes, y ahora tienen un equipo bien afinadito capaz de superar a cualquier selección del mundo (por algo son los cuartos del Mundial, y tienen a Forlán y a Suárez). Y Perú se le plantó con lo que tenía a su alcance: un once comprometido pero limitado, sin dos hombres importantes como Pizarro y Vargas (Juan Manuel está lesionado, es evidente) y sin nuestro elemento clave, que es Farfán.

Del partido y del resultado (o de los resultados que pudieron haber) podemos decir que dependimos en un 90% de Paolo Guerrero. Porque tuvo el segundo en una jugada cuando el partido agonizaba que a mi entender resolvió como debía, y si no hubiera estado en la cancha estaríamos hablando sin ningún tipo de dudas de una derrota. Qué capacidad para jugar, para aguantar la pelota, para pararla con una clase de otros tiempos, para tocarla siempre al pie, para tirar un lujo, para meterle la patada que todos soñamos con meterle al pesado de Lugano, para definir en el uno a cero como lo habría hecho un brasilero de los buenos. Si fuese más constante (y las lesiones no se hubiesen entrometido en su aceptable carrera) seguiría en el Bayern, o estaría en un equipo dentro del top 10 de Europa. Pero lo que nadie le discute es su amor por la blanquirroja. Ese temple que fuera del dinero y la fama que pueda poseer, lo lleva en la sangre, por provenir de una familia que adornó la sala de su primera vivienda con una foto de la Selección con él como “mascota”.


Ha sido un buen arranque, querido Perú. Se ha plasmado el trabajo. Se ha sentido la presencia del entrenador. Sabemos que faltan seis océanos para soñar con llegar al Mundial, y que aún falta mucho para salir siquiera del hoyo en el que nos metió Del Solar. Pero hemos dado el primer paso. A mantener la humildad y no engañarnos con aquello de que los mexicanos son chibolos, o que a Chile le vamos a ganar. A seguir dándole minutos a esos hombres “no tan buenos” que tenemos para que puedan rendir noventa minutos de manera aceptable (y no cometan estupideces como regalar la pelota a los 46’ para que nos vacunen de contragolpe); y a dejar a “los buenos” (a dejar a Paolo) que hagan lo que saben y tienen que hacer. Por ahora la ilusión está. No sé si tendremos Copa América, pero más allá de la fecha cuatro, Eliminatorias vamos a tener. Aún no tenemos equipo, pero tenemos DT.