"Hoy es hoy; ayer fue hoy ayer".
Mi amigo Haruki Murakami, haciéndole compañía a mi pánico en un vuelo Lima – Cusco, me contó que en algún período de la antigua Grecia se tenía la creencia de que los seres humanos podían ser de tres maneras: hombre-hombre, hombre-mujer o mujer-mujer; y que los dioses, en un inexplicable arranque de furia (a los dioses no se les puede reclamar nada, me dijo) los habían cortado de un sablazo por el medio, condenando desde entonces a todos a buscar a su otra mitad alrededor del mundo. Murakami utilizó la anécdota para hacerle entender a uno de sus personajes que su actitud de estar en constante paz con él mismo no le sería eterna, y a mí me hizo pensar en Vida.
Es que desde hace unos seis meses se me hace inevitable evocarla, tanto en momentos profundos como en los banales, tanto en las noches que me regala su indispensable compañía como en los días que la siento lejana, y me convenzo una vez más de mi posición de enamorado, y le agradezco la posibilidad de impregnarle a mi vida la V mayúscula.
El mensaje de Murakami iba a la imposibilidad del ser humano de afrontar su existencia en soledad, y mientras me decía a mí mismo que en este mundo hay de todo y para todos, le daba gran parte de la razón. Yo anduve soltero algo más de cuatro meses (poco tiempo teniendo en cuenta mis antecedentes) y jamás me tembló el labio para decir que lo que yo buscaba en el fondo del desenfreno y los gritos de libertad era dejar de serlo. Pero el hecho de que haya ocurrido tan pronto se debió en un 100% a la (re)aparición de Vida en mi vida. Si no era ella no era otra, de eso estoy seguro. Con ella todo fluye, con ella todo es más sencillo, más promisorio.
Vida a veces me mira con sus ojos de caramelo y sus pupilas me dicen que todavía no se convence del amor que le profeso. Lo hace como si no se sintiese merecedora de una relación reposada, ajena a lo que le fue enseñando el destino y sin espacios para la actitud que había decidido adoptar para el futuro tras largas jornadas de introspecciones. Al minuto la convenzo y la reconquisto, y me retribuye el afecto de una forma desconocida para mi alma, como si fuese yo el verdadero salvador y no ella la que por fortuna fue capaz de encontrar mis pedazos regados en alguna calle de Barranco y de reconstruir una mejor versión de mi persona.
Vida tiene el escudo más terco que el mío, pero de corazón somos muy parecidos. Por eso nuestras reservadas cursilerías encajan perfecto, aunque las mías son recibidas con pequeñas dosis de ficción. No me cree cuando le digo que los sentimientos que me llevaron a acercármele una noche con aromas a nuevo año datan del pasado, y mucho menos cuando le juro que fue ella la primera mujer que me condenó al insomnio, en épocas en las que el actual milenio recién amenazaba con posicionarse en la mente de la gente.
Yo recuerdo perfecto la noche que no pude dormir pensando en ella. Vida era una amiga muy cercana de mi hermana en el ocaso de la infancia, cuando los besos, los romances y los problemas se resolvían (o se anhelaban) en cuchicheos de madrugada y cartitas adornadas con stickers y huachaferías. Y había pasado casi todo el verano en mi casa de San Bartolo. Era linda y entretenida, era tierna y “mosquísima”, combinaciones que poco a poco me llevaron a pensar en ella más allá de los panes con mantequilla que compartíamos en las sobremesas de mi familia.
Pero recién un par de años después fue “legal” involucrarme con las amigas de mi hermana. En los tiempos de Vida pensar en eso era casi un delito. De hacerlo, o siquiera de intentarlo, la diferencia de edad (de 17 a 14) me depositaría en un indeseable estado entre el “roba cunas” y la pedofilia. Por eso me carcomía el cerebro y luchaba contra mí mismo por alejar los sentimientos que se generaban cuando la tenía cerca. Todo acabó con esa noche de insomnio. Al día siguiente la volví a ver. Volvió junto a mi familia a San Bartolo a seguir volando, y amparado en la obligada resignación, le dije adiós sin que se enterase jamás de mi saludo. Nunca comenté lo que me pasaba con nadie, y decidí empezar a quererla como se quiere a una prima, o a un familiar cercano. Pese a que para ella, que se hacía mujer sin que nos diéramos cuenta, siempre fui pan con mantequilla.
Los años pasaron, y al fin y al cabo yo también era un niño que empezaba a hacerse hombre, y me enamoré de otra quizás al día siguiente, y luego otra se enamoró de mí, y una distinta me volvió a quitar el sueño, y apareció por fin la que me dijo que sí. De Vida cada vez supe menos, pero con el ojo del cariño, estuve pendiente de sus movimientos lo más que pude, hasta que se convirtió en alguien que me podía cruzar por la calle y por esas cosas del destino, quizás ni saludar con las cejas. Su vida entró en una vorágine intensa, con la energía de una banda sonora sostenida por fuertes platillos de batería, y yo fui la voz cantante de un dueto que acostumbró al público a los grandes éxitos, pero que internamente fue pasando de moda.
Pero como diría uno de mis mejores amigos, “no vale la pena hablar de aquellos años pasados”. En todo caso, el único pasado que vale es el que nos incumbe sólo a los dos, con esas primeras aproximaciones en nuestros días de enero, cuando a Vida la luz de la desconfianza no le permitía dejarse abrazar del todo, y yo me empecinaba en enamorarla sin contar con que en el ínterin me estaba enamorando yo. Ahora el presente nos acoge cada vez más íntimos. Con muchas cosas aún por aprender, por supuesto, pero con el deseo de hacerlo juntos.
Estoy muy feliz con ella, exageradamente feliz. Con el tiempo Vida ha multiplicado los atributos que me llevaron a quererla hace años de años, y que son precisos para volverme loco: linda y entretenida, tierna y “mosquísima”; inocente y madura, libre y pese a eso, mía.
Es cierto que llevamos poco tiempo de novios, que aún son prematuras las sentencias, y que tanto ella como yo tenemos la histórica predisposición de entregarnos por completo a nuestras parejas, y eso es gasolina infalible para el motor de nuestra unión. También es verdad que conocemos aspectos duros e inevitables de los romances, como el fracaso, las peleas y la llegada de la rutina, esa diosa agridulce. Pero Vida me ofrece con su compañía el alejamiento del temor, el deseo de ponerme una vez más la camiseta y de salir a jugar el partido con la confianza de que lo haré (lo haremos) de la mejor manera.
Me gustan cada una de sus sonrisas, llevándose el premio las que aparecen cuando se enternece, arrugando su pequeña nariz. Me gustan sus carcajadas cuando festeja mis ocurrencias o encuentra por el camino algo gracioso, contagiándome de su jocosidad. Me gusta cuando me habla de cosas serias y se entusiasma con su monólogo veloz, y hace una pausa para tomar aire y sigue y sigue. Me gusta la humildad con la que me da la razón cuando la tengo y la sinceridad con la que pide perdón si es debido. Me gusta su gesto de viejita cuando está concentrada y la exagerada manera en que la chicha le dibuja las comisuras de los labios. Me gusta dormir con ella así sea en su camita chiquitita. Me gusta despertar con ella y que al despedirnos me diga que me va a extrañar.
Vida a veces sucumbe a los golpes de la vida en minúscula, y sus ojos de caramelo dejan de brillar. Yo me conmuevo y me frustro por no poder resolverle los problemas, por no poder devolverle la encantadora manera que tiene de ayudarme a sobrellevar los míos. Pero he aprendido que cada persona es distinta, que cada relación es distinta, que todo, inclusive (y sobre todo) el amor y la confianza, tienen sus propios procesos, y llegará el día en que le pueda retribuir esos “favores”. Ella está acostumbrada a ganar la batalla sola, a surcar con un ingenio digno de admiración las trabas que aparecen en su camino. Y por el momento mi presencia actúa como su principal motivación para sacar a flote todo su talento, y eso es suficiente. Por eso cuando la luz retorna a sus ojos yo sonrío. Y mi vida vuelve a empezar con mayúscula.
Ya nunca más seré pan con mantequilla para Vida. Ahora soy el hombre al que le pregunta dónde estuvo todo este tiempo, y en el que cada día confía más. Ella sigue siendo la niña hermosa de siempre, convertida en la mujer que contemplo de madrugada, en el pasaporte perfecto para reconciliarme con el mundo de las relaciones de pareja. Porque estoy seguro, los de mi calaña fueron los que más la sufrieron con el sablazo de los dioses mencionado por mi amigo Murakami, y a su lado me siento en paz.
Vida me dice a menudo que soy un exagerado, tanto por mis achaques de hipocondríaco empedernido que ha aprendido a manejar rapidísimo, como con mis reacciones, atiborradas de perdones, cada vez que mis torpezas me llevan a meterle un pisotón o a golpearla ligeramente al pasar. Es que cuando Vida se alejó de mi mundo, una indescifrable tarde entre finales de los noventas e inicios del dos mil, deseé con todas mis fuerzas que sea feliz, que no sufra más de la cuenta, que no aparezca nunca el bichito del dolor por su camino. Y ahora que depende de mí colaborar en aquello con amor, exageraré y exageraré.
Es que desde hace unos seis meses se me hace inevitable evocarla, tanto en momentos profundos como en los banales, tanto en las noches que me regala su indispensable compañía como en los días que la siento lejana, y me convenzo una vez más de mi posición de enamorado, y le agradezco la posibilidad de impregnarle a mi vida la V mayúscula.
El mensaje de Murakami iba a la imposibilidad del ser humano de afrontar su existencia en soledad, y mientras me decía a mí mismo que en este mundo hay de todo y para todos, le daba gran parte de la razón. Yo anduve soltero algo más de cuatro meses (poco tiempo teniendo en cuenta mis antecedentes) y jamás me tembló el labio para decir que lo que yo buscaba en el fondo del desenfreno y los gritos de libertad era dejar de serlo. Pero el hecho de que haya ocurrido tan pronto se debió en un 100% a la (re)aparición de Vida en mi vida. Si no era ella no era otra, de eso estoy seguro. Con ella todo fluye, con ella todo es más sencillo, más promisorio.
Vida a veces me mira con sus ojos de caramelo y sus pupilas me dicen que todavía no se convence del amor que le profeso. Lo hace como si no se sintiese merecedora de una relación reposada, ajena a lo que le fue enseñando el destino y sin espacios para la actitud que había decidido adoptar para el futuro tras largas jornadas de introspecciones. Al minuto la convenzo y la reconquisto, y me retribuye el afecto de una forma desconocida para mi alma, como si fuese yo el verdadero salvador y no ella la que por fortuna fue capaz de encontrar mis pedazos regados en alguna calle de Barranco y de reconstruir una mejor versión de mi persona.
Vida tiene el escudo más terco que el mío, pero de corazón somos muy parecidos. Por eso nuestras reservadas cursilerías encajan perfecto, aunque las mías son recibidas con pequeñas dosis de ficción. No me cree cuando le digo que los sentimientos que me llevaron a acercármele una noche con aromas a nuevo año datan del pasado, y mucho menos cuando le juro que fue ella la primera mujer que me condenó al insomnio, en épocas en las que el actual milenio recién amenazaba con posicionarse en la mente de la gente.
Yo recuerdo perfecto la noche que no pude dormir pensando en ella. Vida era una amiga muy cercana de mi hermana en el ocaso de la infancia, cuando los besos, los romances y los problemas se resolvían (o se anhelaban) en cuchicheos de madrugada y cartitas adornadas con stickers y huachaferías. Y había pasado casi todo el verano en mi casa de San Bartolo. Era linda y entretenida, era tierna y “mosquísima”, combinaciones que poco a poco me llevaron a pensar en ella más allá de los panes con mantequilla que compartíamos en las sobremesas de mi familia.
Pero recién un par de años después fue “legal” involucrarme con las amigas de mi hermana. En los tiempos de Vida pensar en eso era casi un delito. De hacerlo, o siquiera de intentarlo, la diferencia de edad (de 17 a 14) me depositaría en un indeseable estado entre el “roba cunas” y la pedofilia. Por eso me carcomía el cerebro y luchaba contra mí mismo por alejar los sentimientos que se generaban cuando la tenía cerca. Todo acabó con esa noche de insomnio. Al día siguiente la volví a ver. Volvió junto a mi familia a San Bartolo a seguir volando, y amparado en la obligada resignación, le dije adiós sin que se enterase jamás de mi saludo. Nunca comenté lo que me pasaba con nadie, y decidí empezar a quererla como se quiere a una prima, o a un familiar cercano. Pese a que para ella, que se hacía mujer sin que nos diéramos cuenta, siempre fui pan con mantequilla.
Los años pasaron, y al fin y al cabo yo también era un niño que empezaba a hacerse hombre, y me enamoré de otra quizás al día siguiente, y luego otra se enamoró de mí, y una distinta me volvió a quitar el sueño, y apareció por fin la que me dijo que sí. De Vida cada vez supe menos, pero con el ojo del cariño, estuve pendiente de sus movimientos lo más que pude, hasta que se convirtió en alguien que me podía cruzar por la calle y por esas cosas del destino, quizás ni saludar con las cejas. Su vida entró en una vorágine intensa, con la energía de una banda sonora sostenida por fuertes platillos de batería, y yo fui la voz cantante de un dueto que acostumbró al público a los grandes éxitos, pero que internamente fue pasando de moda.
Pero como diría uno de mis mejores amigos, “no vale la pena hablar de aquellos años pasados”. En todo caso, el único pasado que vale es el que nos incumbe sólo a los dos, con esas primeras aproximaciones en nuestros días de enero, cuando a Vida la luz de la desconfianza no le permitía dejarse abrazar del todo, y yo me empecinaba en enamorarla sin contar con que en el ínterin me estaba enamorando yo. Ahora el presente nos acoge cada vez más íntimos. Con muchas cosas aún por aprender, por supuesto, pero con el deseo de hacerlo juntos.
Estoy muy feliz con ella, exageradamente feliz. Con el tiempo Vida ha multiplicado los atributos que me llevaron a quererla hace años de años, y que son precisos para volverme loco: linda y entretenida, tierna y “mosquísima”; inocente y madura, libre y pese a eso, mía.
Es cierto que llevamos poco tiempo de novios, que aún son prematuras las sentencias, y que tanto ella como yo tenemos la histórica predisposición de entregarnos por completo a nuestras parejas, y eso es gasolina infalible para el motor de nuestra unión. También es verdad que conocemos aspectos duros e inevitables de los romances, como el fracaso, las peleas y la llegada de la rutina, esa diosa agridulce. Pero Vida me ofrece con su compañía el alejamiento del temor, el deseo de ponerme una vez más la camiseta y de salir a jugar el partido con la confianza de que lo haré (lo haremos) de la mejor manera.
Me gustan cada una de sus sonrisas, llevándose el premio las que aparecen cuando se enternece, arrugando su pequeña nariz. Me gustan sus carcajadas cuando festeja mis ocurrencias o encuentra por el camino algo gracioso, contagiándome de su jocosidad. Me gusta cuando me habla de cosas serias y se entusiasma con su monólogo veloz, y hace una pausa para tomar aire y sigue y sigue. Me gusta la humildad con la que me da la razón cuando la tengo y la sinceridad con la que pide perdón si es debido. Me gusta su gesto de viejita cuando está concentrada y la exagerada manera en que la chicha le dibuja las comisuras de los labios. Me gusta dormir con ella así sea en su camita chiquitita. Me gusta despertar con ella y que al despedirnos me diga que me va a extrañar.
Vida a veces sucumbe a los golpes de la vida en minúscula, y sus ojos de caramelo dejan de brillar. Yo me conmuevo y me frustro por no poder resolverle los problemas, por no poder devolverle la encantadora manera que tiene de ayudarme a sobrellevar los míos. Pero he aprendido que cada persona es distinta, que cada relación es distinta, que todo, inclusive (y sobre todo) el amor y la confianza, tienen sus propios procesos, y llegará el día en que le pueda retribuir esos “favores”. Ella está acostumbrada a ganar la batalla sola, a surcar con un ingenio digno de admiración las trabas que aparecen en su camino. Y por el momento mi presencia actúa como su principal motivación para sacar a flote todo su talento, y eso es suficiente. Por eso cuando la luz retorna a sus ojos yo sonrío. Y mi vida vuelve a empezar con mayúscula.
Ya nunca más seré pan con mantequilla para Vida. Ahora soy el hombre al que le pregunta dónde estuvo todo este tiempo, y en el que cada día confía más. Ella sigue siendo la niña hermosa de siempre, convertida en la mujer que contemplo de madrugada, en el pasaporte perfecto para reconciliarme con el mundo de las relaciones de pareja. Porque estoy seguro, los de mi calaña fueron los que más la sufrieron con el sablazo de los dioses mencionado por mi amigo Murakami, y a su lado me siento en paz.
Vida me dice a menudo que soy un exagerado, tanto por mis achaques de hipocondríaco empedernido que ha aprendido a manejar rapidísimo, como con mis reacciones, atiborradas de perdones, cada vez que mis torpezas me llevan a meterle un pisotón o a golpearla ligeramente al pasar. Es que cuando Vida se alejó de mi mundo, una indescifrable tarde entre finales de los noventas e inicios del dos mil, deseé con todas mis fuerzas que sea feliz, que no sufra más de la cuenta, que no aparezca nunca el bichito del dolor por su camino. Y ahora que depende de mí colaborar en aquello con amor, exageraré y exageraré.
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