jueves, 14 de julio de 2011

En reemplazo de las flores (Y)

"Parece que fue ayer cuando se fue al barrio que hay detrás de las estrellas"


Alguna vez, en uno de los pocos cursos que llevé en la universidad que en verdad me sirvieron para algo, me encomendaron elaborar una crónica sobre la locura. En búsqueda de un personaje acorde al tema recurrí a mi tío-abuelo Gerardo Vargas Herrera, más conocido como “El tío Pavo”, apelativo que obedecía a su piel colorada cuando joven, y no a su manera de ser, pues parte de lo que el Pavo no supo en su vida fue ser pavo, lorna o cojudo. Acudí a él porque era el único hombre que conocía que bien podía ser catalogado como loco. Y no me equivoqué. La crónica obtuvo buenas críticas de mi profesora de entonces, reconocida por destrozar las ilusiones de los incipientes redactores, y se enganchó tanto con el personaje que meses después me la pidió porque la quería utilizar en una recopilación de buenas historias de sus alumnos.

En aquel encuentro con el Pavo tuve dos certezas: la primera, que efectivamente estaba loco; y la segunda fue que jamás lo volvería a ver. Y así ocurrió. Aquella tarde del 2004, acomodado junto a mi padre, mi hermano y mi tío-abuelo en la mítica casa de la calle Amazonas en Magdalena, en donde pasé alucinado por la criollada, el amor y los curiosos objetos gran parte de mi infancia, me despedí del Pavo para siempre. Lo hice prometiéndole una nueva visita pronto y sintiendo lástima por un personaje marginal, complicado, amargado, encantador y solitario.

Me he enterado hace unos minutos de su muerte, acontecida hace siete días. Y ha sido tal como lo imaginé, un día se cansaría de la soledad y le diría adiós a este mundo, no estaríamos en su entierro pues desde el asilo en el que a duras penas sobreviviría no tendrían registro nuestro, y yo no derramaría ninguna lágrima.

La indiferencia que tuvimos con él nos va a pesar toda la vida. Al fin y al cabo fue un hombre que llevaba nuestra sangre, que alguna vez supo cuidar a mi padre y a sus hermanos (sus sobrinos), que paseaba por su barrio largas horas a mi hermana bautizándola orgulloso como “la reina de Magdalena”, que nos hizo carcajear con sus ocurrencias y sufrir con sus recaídas en el alcoholismo y la drogadicción. Pero parte de culpa de ese voluntario alejamiento la tuvo él. Sin querer, pues la suerte no le sonrió jamás, y no llegó entre otras cosas a casarse ni a tener hijos que velen con todas las de la ley por su bienestar; y queriendo, pues colaboró con decepciones en la faceta impuesta de seguirle los pasos hasta el punto de cansar a todos, y tuvo la osadía de hacerle la vida imposible a su hermana Alicia, mi abuela, y los Reaño tenemos la consigna de que el que se atreve a meterse siquiera un poquito con ella muere para nosotros.

El Pavo fue la oveja negra de mi familia, un ejemplo a no seguir. Lo invocaban conmigo cuando recién empezaba mi relación con el alcohol, y me decían: “cuidado, tú tienes en los genes ese vicio”. Y todas las últimas y esporádicas noticias que teníamos sobre él eran negativas: volvió a tomar, insultó a mi tío, ha hecho de la casa de Amazonas un muladar. Pero el cartel de “héroe” que toma un hombre al morirse es inevitable, incluso en él, que toda la vida nadó en el mar de la derrota. Hoy lo quiero evocar con felicidad, como el personaje que conservaba en el cuarto más desordenado que veré en el mundo cada uno de los regalos que le hacíamos por Navidad (el pendenciero guardaba hasta las envolturas, no sé si los vendería después pero jamás lo veíamos con las prendas, relojes o, mucho menos, perfumes que le obsequiábamos). El amigo que “hacía la juerga” con sus ocurrencias y cuya colaboración en la “chancha” para el trago fue siempre ir a comprarlo a la bodega. El chacotero que patentó en mi memoria frases como “salud por ellas… las botellas”, o “mujer que no jode es hombre”, o su famosa “si lo ves lo saludas”, utilizada al despedirse de cualquiera sin referirse a nadie en particular.

Mi viejo me cuenta que cuando murió su padre, esposo de la hermana del Pavo, este se lamentaba metiéndose cabezazos contra la pared diciendo “¡por qué no me morí yo conche su madre!”. Confieso que años de años yo me hice la misma pregunta, por qué se tuvo que morir mi abuelo cuando mi papá tenía 13 años, por qué crecí con su ausencia y con las huellas del dolor, y en su “reemplazo” me quedé con un personaje como mi tío-abuelo. La respuesta la obtuve la última vez que lo vi, en aquella visita “convenida” en búsqueda de material para mi crónica. Lo vi genuinamente feliz por nuestra presencia, en un ambiente tristemente conmovedor que incluía botellas de plástico llenas de agua regadas por la casa que le servían para calmar su sed sin trasladarse mucho, pues tenía la pierna destrozada. Al despedirme de él sentí que lo quería, que lo aceptaba tal como era, y con la conclusión de que no lo volvería a ver jamás, aprendí que el amor puede ser genuino y espontáneo, pero también se construye. Y ahí fallaste, Pavito.

Descansa en paz, querido Gerardo. Gracias por las mil anécdotas, en unos días las seguiré recordando y me seguirás arrancando emociones hasta que tu huella se extinga, como tu presencia fugaz pero imprescindible para mi camino. Perdón por la indiferencia, pero gracias por enseñarme con tu vida la antítesis de lo que quiero ser. Te debo la continuación de la crónica, que será el punto de partida para algo importante que anhelo escribir. Y disfruta eternamente. El cielo para mí es una continuación sin fin de lo que más nos gustó hacer en la tierra, así que dedícate a chupar con licencia de los mejores whiskies (aunque conociéndote escogerás el ron más barato), terquéale a Dios hasta las certezas más avaladas, pásale la voz golpeándolo fuerte con los dedos para que te escuche (tu marca registrada) y de cansancio, harás que te dé la razón. Y a cambio de las flores ausentes de tu entierro, acepta como regalo mis palabras, para que las conserves, con envoltura y todo, por los siglos de los siglos. ¡Ah!, y “si lo ves lo saludas”.

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