Anduve de viaje hace unas semanas, y escribí estos textitos en mi cuaderno. Descubrí que no soy nada sin la computadora. Mi letra es exageradamente fea.
I
Arribar al aeropuerto; dejar el equipaje; esperar hora y media para ingresar a la puerta de embarque porque has llegado tempranísimo; recorrer con una mezcla de tranquilidad y vértigo todo lo recorrible; el vértigo te lleva a pensar en lo de siempre: los huevos (o la verdadera necesidad) que deben de tener los burriers, pues de sólo pensar en la posibilidad de cargar con medio troncho en los bolsillos te cagas (literalmente) de miedo; en la zona de embarque jugar a adivinar el destino de los que te rodean, inventándoles excéntricas historias, llegando a la conclusión de que estaría bueno que te asignen una compañía agradable en el asiento del costado; subir al avión, no sin antes sacar desde el fondo de tu ser ese espíritu religioso que ignoras en el día a día; comprobar que de todas las compañías posibles, la tuya es la peor: brazos anchos que te quitan espacio, dudoso higiene y vejiga inquieta, permiso; llegar al destino; hallar tu maleta mientras te dices que esta vez no tomarás uno de los taxis que se encuentra al acecho en el aeropuerto; por flojera y cansancio (has caminado mucho para salir del aeropuerto con un par de maletas en las que guardas exagerado equipaje), no regateas el precio al taxista de turno, apenas inferior al de la última vez; encontrar la forma de embarcarte a tu destino final, a cinco horas de distancia; soportar un camino que si tiene una recta, dura dos segundos; sentirte asorochado, cansado y malhumorado; encontrar a tu contacto; instalarte en un hotel; hacer zapping hasta descubrir en qué canal está Fox Sports, memorizar el número y que te sirva de punto de anclaje en esa actividad absurda (y adictiva) de apretar botones sin ver nada y viendo todo; tomar una ducha que mengüe tu cansancio y tu hediondez; notar que el agua caliente no funciona; llamar a recepción; esperar cinco minutos con el agua corriendo; cambiarte; salir; empezar a trabajar.
II
He pedido una crema de tomate como entrada. La última vez que ingerí una fue también en Cusco. No recuerdo en qué local pero con seguridad no fue en este, que debe ser de lo peorcito en esta ciudad gastronómicamente cada vez más amiga del turismo. Necesito gastar 15 soles y aquí el menú, que incluye si lo deseas una lasagna, cuesta así. La última vez mi crema llevaba queso parmesano en abundancia, derritiéndose con arte en el sombrero del plato hondo. No me han traído queso esta vez, y me digo a mí mismo que se lo pediré al mozo, un muchacho muy delgado con rasgos andinos que por cuestiones que atribuyo a la nacionalidad del propietario del local (a quien imagino panzón y renegón) se dirige hacia mí con acento argentino. Tarda mucho el mozo. Soy el único comensal del restaurante, así que intuyo que no volverá hasta que haya acabado con mi deliciosa, aunque carente de queso, crema de tomate. No me equivoco, y desde lejos lo escucho hablar (con su acento original) con el cocinero, y de vez en cuando se oyen carcajadas. No recuerdo en cuál de mis viajes a Cusco fue la última vez que consumí la crema de tomate. Tengo dos posibilidades en la cabeza, y la más nítida me traslada a un amigo que no veo hace tiempo. Sólo sé con certeza que fue aquí, y que pese a que me maravilló el plato, no lo volví a probar, se quedó náufrago en el escueto mar de mis antojos. Sé que la próxima vez que lo pida será también en Cusco. Y que como aquella vez de mis recuerdos y como hoy, no le dejaré propina al mozo. Así me venga atiborrada de queso.
III
Yo no podría vivir en la sierra.
IV
He viajado mucho por el Perú últimamente. Es una de las bondades de mi trabajo. Un acto que me genera ansiedad y molestias pero que siempre desemboca en placer. Lo hago sin compañía, como hoy que le doy una pausa a mi caminata y me ubico en las escaleras de la Catedral del Cusco. Siempre me he llevado bien conmigo mismo. Estar solo no me mortifica, todo lo contrario. Me doy cuenta, mientras observo de reojo a la gente pasar por la cosmopolita Plaza cusqueña, que estos viajes solitarios son la única posibilidad de confrontarme que poseo actualmente, el único espacio en el que puedo hacer una pausa y meditar en qué va mi vida. Lima se ha vuelto un vértigo para mí. Y tengo motivos suficientes para someterme a eso. Ahora pienso en el pasado. Mis ojos captan la panorámica de un ambiente multicolor y el aire frío y seco hace que me sienta tan extranjero como el par de gringos que me acaban de regalar una sonrisa. Debo sonreír yo también. Entonces recuerdo a la Lima sin el vértigo y retornan el letargo aplastante, el desinterés por los días soleados, la depresión graficada en un cuarto oscuro y pequeño desde donde decidí una noche empezar a morir. Y de pronto, vuelve el vértigo. Y aparece un gustito asolapado por el pudor que me indica que el vértigo es triunfo. Y me digo a mí mismo que si algo debí hacer mientras deambulaba por mi ex Lima fue alejarme. Viajar como lo estoy haciendo ahora hubiese significado un respiro más que necesario. Eran épocas en las que estar conmigo mismo no fue tan grato. Y de haber aterrizado tal vez en Cusco, como hoy, ese hombrecillo abatido y yo nos hubiésemos reconciliado. Quizás así estaríamos más preparados para afrontar el vértigo actual, y ya no necesitaríamos marcharnos lejos para recordar que coexistimos, y que somos lo más importante, y que pese a las tempestades y a la presencia sigilosa de ese cuarto oscuro, nos soportamos.
V
Tengo hambre. Estoy en Abancay. Acabo de llegar luego de un viaje interminable. Son casi las cinco de la tarde y tengo en el estómago un mísero paquete de galletas que me entregaron en el avión que me trasladó al Cusco, para luego subirme a una combi y a un taxi para llegar a mi destino. Abancay está lleno de pollerías y de chifas, como todo el Perú. Pero yo quiero una pizza. En mi último viaje, en Sicuani, una ciudad cusqueña, encontré una pizzería extraordinaria en donde almorcé y cené los tres días que permanecí ahí. Llegué a la conclusión de que el hecho de que exista una buena pizzería levanta las bondades de una ciudad de manera automática y eterna. Sicuani y su frío y su melancolía y sus noches solitarias serán para mí siempre una pizza artesanal con la música de fondo de un disco en portugués repitiéndose y repitiéndose. Me han comentado que hay una buena pizzería aquí en Abancay. Se llama “Adriana”, y según una señora que conocí en el camino, ahí preparan “la mejor pizza del mundo”. La señora también me dijo que Abancay era precioso, y a juzgar por lo que veo, aquello de la pizza bien puede ser una vil mentira. Llego hacia “Adriana”. El restaurante está cerrado. Nunca sabré si la pizza que hacen ahí es la mejor del mundo (ahorita mi estómago sólo me dice que la mejor está en Sicuani). Comeré medio pollo a la brasa. Y Abancay pasará por la película de mi vida viajera sin pena ni gloria.
VI
Quisiera que estuvieras aquí.
VII
Una vez lloré de frío. Fue en Espinar, una ciudad en el Cusco más autóctono a la que llegué para cubrir un evento de deporte de aventura. Dentro de las actividades estaba programada una fiesta al aire libre entre los cerros de una zona denominada “Tres cañones”, que fungiría luego como “cancha” para los deportes extremos. Andaba con un abrigo suficiente como para contrarrestar la garúa en Lima, pero en la noche de Espinar me estaba congelando. No cesaba de moverme en búsqueda de calor. Extrañé la presencia de una mujer. Estaba dispuesto a abrazar a cualquiera. Llegó un punto en que la desesperación se apoderó de mí, y por primera vez sentí empatía por esa gente que literalmente se muere de frío. Era un viaje numeroso. Había varios periodistas y un grueso grupo de turistas extranjeros, pero yo me sentí más solo que nunca. Hasta que divisé a lo lejos una fogata. Llegué a un paso del desmayo y santo remedio. Poco a poco el fuego fue calmando mi cuerpo. En este viaje he ido hacia una zona alta en Ayacucho a entrevistar a unos beneficiarios de la ONG en la que trabajo. El frío que deben soportar por las noches es verdaderamente inhumano. Llegué de día y en un momento el clima empezó a tornarse gélido. ¿Qué pasa?, me dijeron, ¿tienes frío? No, les respondí. Y me juré jamás volver a llorar de frío.
VIII
Una vez más, pasaré la noche en el Cusco. La última vez me dediqué a deambular por la ciudad hasta cansarme y terminé en un local a punta de chilcanos, música electrónica y conversaciones con un barman. Hoy me he cruzado con un par de amigos con los que he quedado en encontrarme luego, por lo que mi noche no será tan solitaria. Igual, sé que la acabaré con ganas de más. Subiré a un avión mañana y Cusco habrá sido nuevamente un bonito paréntesis de mi jornada laboral. Hasta que vuelva inmerso en un viaje de placer, será siempre mi paréntesis favorito.
IX
En el romance pactado por la escritura, el cuaderno es el escenario propicio; pero la tinta la novia que siempre amenaza con dejarte.
X
En Lima, qué bien.
Arribar al aeropuerto; dejar el equipaje; esperar hora y media para ingresar a la puerta de embarque porque has llegado tempranísimo; recorrer con una mezcla de tranquilidad y vértigo todo lo recorrible; el vértigo te lleva a pensar en lo de siempre: los huevos (o la verdadera necesidad) que deben de tener los burriers, pues de sólo pensar en la posibilidad de cargar con medio troncho en los bolsillos te cagas (literalmente) de miedo; en la zona de embarque jugar a adivinar el destino de los que te rodean, inventándoles excéntricas historias, llegando a la conclusión de que estaría bueno que te asignen una compañía agradable en el asiento del costado; subir al avión, no sin antes sacar desde el fondo de tu ser ese espíritu religioso que ignoras en el día a día; comprobar que de todas las compañías posibles, la tuya es la peor: brazos anchos que te quitan espacio, dudoso higiene y vejiga inquieta, permiso; llegar al destino; hallar tu maleta mientras te dices que esta vez no tomarás uno de los taxis que se encuentra al acecho en el aeropuerto; por flojera y cansancio (has caminado mucho para salir del aeropuerto con un par de maletas en las que guardas exagerado equipaje), no regateas el precio al taxista de turno, apenas inferior al de la última vez; encontrar la forma de embarcarte a tu destino final, a cinco horas de distancia; soportar un camino que si tiene una recta, dura dos segundos; sentirte asorochado, cansado y malhumorado; encontrar a tu contacto; instalarte en un hotel; hacer zapping hasta descubrir en qué canal está Fox Sports, memorizar el número y que te sirva de punto de anclaje en esa actividad absurda (y adictiva) de apretar botones sin ver nada y viendo todo; tomar una ducha que mengüe tu cansancio y tu hediondez; notar que el agua caliente no funciona; llamar a recepción; esperar cinco minutos con el agua corriendo; cambiarte; salir; empezar a trabajar.
II
He pedido una crema de tomate como entrada. La última vez que ingerí una fue también en Cusco. No recuerdo en qué local pero con seguridad no fue en este, que debe ser de lo peorcito en esta ciudad gastronómicamente cada vez más amiga del turismo. Necesito gastar 15 soles y aquí el menú, que incluye si lo deseas una lasagna, cuesta así. La última vez mi crema llevaba queso parmesano en abundancia, derritiéndose con arte en el sombrero del plato hondo. No me han traído queso esta vez, y me digo a mí mismo que se lo pediré al mozo, un muchacho muy delgado con rasgos andinos que por cuestiones que atribuyo a la nacionalidad del propietario del local (a quien imagino panzón y renegón) se dirige hacia mí con acento argentino. Tarda mucho el mozo. Soy el único comensal del restaurante, así que intuyo que no volverá hasta que haya acabado con mi deliciosa, aunque carente de queso, crema de tomate. No me equivoco, y desde lejos lo escucho hablar (con su acento original) con el cocinero, y de vez en cuando se oyen carcajadas. No recuerdo en cuál de mis viajes a Cusco fue la última vez que consumí la crema de tomate. Tengo dos posibilidades en la cabeza, y la más nítida me traslada a un amigo que no veo hace tiempo. Sólo sé con certeza que fue aquí, y que pese a que me maravilló el plato, no lo volví a probar, se quedó náufrago en el escueto mar de mis antojos. Sé que la próxima vez que lo pida será también en Cusco. Y que como aquella vez de mis recuerdos y como hoy, no le dejaré propina al mozo. Así me venga atiborrada de queso.
III
Yo no podría vivir en la sierra.
IV
He viajado mucho por el Perú últimamente. Es una de las bondades de mi trabajo. Un acto que me genera ansiedad y molestias pero que siempre desemboca en placer. Lo hago sin compañía, como hoy que le doy una pausa a mi caminata y me ubico en las escaleras de la Catedral del Cusco. Siempre me he llevado bien conmigo mismo. Estar solo no me mortifica, todo lo contrario. Me doy cuenta, mientras observo de reojo a la gente pasar por la cosmopolita Plaza cusqueña, que estos viajes solitarios son la única posibilidad de confrontarme que poseo actualmente, el único espacio en el que puedo hacer una pausa y meditar en qué va mi vida. Lima se ha vuelto un vértigo para mí. Y tengo motivos suficientes para someterme a eso. Ahora pienso en el pasado. Mis ojos captan la panorámica de un ambiente multicolor y el aire frío y seco hace que me sienta tan extranjero como el par de gringos que me acaban de regalar una sonrisa. Debo sonreír yo también. Entonces recuerdo a la Lima sin el vértigo y retornan el letargo aplastante, el desinterés por los días soleados, la depresión graficada en un cuarto oscuro y pequeño desde donde decidí una noche empezar a morir. Y de pronto, vuelve el vértigo. Y aparece un gustito asolapado por el pudor que me indica que el vértigo es triunfo. Y me digo a mí mismo que si algo debí hacer mientras deambulaba por mi ex Lima fue alejarme. Viajar como lo estoy haciendo ahora hubiese significado un respiro más que necesario. Eran épocas en las que estar conmigo mismo no fue tan grato. Y de haber aterrizado tal vez en Cusco, como hoy, ese hombrecillo abatido y yo nos hubiésemos reconciliado. Quizás así estaríamos más preparados para afrontar el vértigo actual, y ya no necesitaríamos marcharnos lejos para recordar que coexistimos, y que somos lo más importante, y que pese a las tempestades y a la presencia sigilosa de ese cuarto oscuro, nos soportamos.
V
Tengo hambre. Estoy en Abancay. Acabo de llegar luego de un viaje interminable. Son casi las cinco de la tarde y tengo en el estómago un mísero paquete de galletas que me entregaron en el avión que me trasladó al Cusco, para luego subirme a una combi y a un taxi para llegar a mi destino. Abancay está lleno de pollerías y de chifas, como todo el Perú. Pero yo quiero una pizza. En mi último viaje, en Sicuani, una ciudad cusqueña, encontré una pizzería extraordinaria en donde almorcé y cené los tres días que permanecí ahí. Llegué a la conclusión de que el hecho de que exista una buena pizzería levanta las bondades de una ciudad de manera automática y eterna. Sicuani y su frío y su melancolía y sus noches solitarias serán para mí siempre una pizza artesanal con la música de fondo de un disco en portugués repitiéndose y repitiéndose. Me han comentado que hay una buena pizzería aquí en Abancay. Se llama “Adriana”, y según una señora que conocí en el camino, ahí preparan “la mejor pizza del mundo”. La señora también me dijo que Abancay era precioso, y a juzgar por lo que veo, aquello de la pizza bien puede ser una vil mentira. Llego hacia “Adriana”. El restaurante está cerrado. Nunca sabré si la pizza que hacen ahí es la mejor del mundo (ahorita mi estómago sólo me dice que la mejor está en Sicuani). Comeré medio pollo a la brasa. Y Abancay pasará por la película de mi vida viajera sin pena ni gloria.
VI
Quisiera que estuvieras aquí.
VII
Una vez lloré de frío. Fue en Espinar, una ciudad en el Cusco más autóctono a la que llegué para cubrir un evento de deporte de aventura. Dentro de las actividades estaba programada una fiesta al aire libre entre los cerros de una zona denominada “Tres cañones”, que fungiría luego como “cancha” para los deportes extremos. Andaba con un abrigo suficiente como para contrarrestar la garúa en Lima, pero en la noche de Espinar me estaba congelando. No cesaba de moverme en búsqueda de calor. Extrañé la presencia de una mujer. Estaba dispuesto a abrazar a cualquiera. Llegó un punto en que la desesperación se apoderó de mí, y por primera vez sentí empatía por esa gente que literalmente se muere de frío. Era un viaje numeroso. Había varios periodistas y un grueso grupo de turistas extranjeros, pero yo me sentí más solo que nunca. Hasta que divisé a lo lejos una fogata. Llegué a un paso del desmayo y santo remedio. Poco a poco el fuego fue calmando mi cuerpo. En este viaje he ido hacia una zona alta en Ayacucho a entrevistar a unos beneficiarios de la ONG en la que trabajo. El frío que deben soportar por las noches es verdaderamente inhumano. Llegué de día y en un momento el clima empezó a tornarse gélido. ¿Qué pasa?, me dijeron, ¿tienes frío? No, les respondí. Y me juré jamás volver a llorar de frío.
VIII
Una vez más, pasaré la noche en el Cusco. La última vez me dediqué a deambular por la ciudad hasta cansarme y terminé en un local a punta de chilcanos, música electrónica y conversaciones con un barman. Hoy me he cruzado con un par de amigos con los que he quedado en encontrarme luego, por lo que mi noche no será tan solitaria. Igual, sé que la acabaré con ganas de más. Subiré a un avión mañana y Cusco habrá sido nuevamente un bonito paréntesis de mi jornada laboral. Hasta que vuelva inmerso en un viaje de placer, será siempre mi paréntesis favorito.
IX
En el romance pactado por la escritura, el cuaderno es el escenario propicio; pero la tinta la novia que siempre amenaza con dejarte.
X
En Lima, qué bien.
volvieron los viernes de conciencia.
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