viernes, 2 de septiembre de 2011

Tus pasos: mi orgullo (Y)

Muchacha "Pequeños pies" no corras más; tu tiempo es hoy"



Hace un par de semanas la siempre difícil liturgia de dejar a Inés en su casa tuvo un matiz de triunfo. Me abrió su mamá, y antes de entregarla a sus brazos, la coloqué en el piso en posición erguida y le solté las manos. Inés recorrió los cuatro pasos que nos distanciaban y llegó a la meta, disfrazada de un abrazo y gritos de emoción. La escena me sirvió para cerciorarme de lo que había sospechado minutos antes: yo le había enseñado a caminar a mi hija.

O bueno, conmigo había dado por fin los primeros pasos en autonomía. Inés desde hacía varios meses andaba a ritmo veloz cuando se sentía protegida por las manos de cualquiera. Pero en un período que tuvo altas y bajas, no se decidía a soltarse. Empezó con mucha viada dejando en el resto la esperanza de que sería una de esas niñas de las que se dice “aprendió antes del año a caminar”. Pero en un impulso que tuvo mucho que ver con el miedo o el pueril sentido del peligro, había decidido quedarse quieta, retrocediendo en lo aprendido, dejando sus dotes de superdotada como un paréntesis en su aún breve historia.

Pero esa noche de hace un par de semanas, mientras estaba en mi casa, aquel departamento resbaladizo encallado en la barranquina calle Junín que de vez en cuando le sirve a Inés para dormir con su padre y para poner de vuelta y media absolutamente todos los objetos que estén a su alcance, había caminado.

A partir de ese momento Inés ha dejado de ser una bebé. Ahora es una niña de 15 meses que se desenvuelve por diversas zonas sin requerir apoyo. Ahora es una persona que puede decidir hacia qué punto desplazarse, hacia qué brazos anclar; en qué espacio jugar, en qué espacio descansar.

Mi vida también ha cambiado desde que Inés camina. Fuera de gozar de la dosis de quietud que anhelaba mientras me hacía añicos la espalda por servirle de andador, ahora debo estar mucho más alerta, pues en cualquier momento se puede caer, en cualquier momento se puede dar un mal golpe, en cualquier momento me puede sorprender husmeando por los enchufes o metiéndose sin que lo note cualquier objeto a la boca. La responsabilidad ha aumentado ahora que es más libre. Es la ley del padre.

Pronto va a llegar el día en que me anuncie con su vocecita ronca que se irá a la tienda a comprar, y aunque me retuerza de miedo, tendré que dejarla salir. Por el momento es un ser encantadoramente pequeño que entiende absolutamente todo, incluso la manera en la que puede enfadarme y cómo lograr que sucumba a sus órdenes. También la forma en que me derrite de amor, con esos gestos y muecas que cada día comunican más. Por el momento es un ser que camina libre pero sabiendo que aún tiene a alguien que la protegerá hasta del viento, sabiendo que todavía forma parte de mi cuerpo.

No se manda a decir “papá”, pero cuando le preguntan por mí, me lanza sus ojos profundos y le dice a su receptor: “ahí-taaaa”. Ya aprenderá a hablar, y como en toda gran historia, muchos querrán sumarse al reparto y adjudicarse méritos del tipo “yo le enseñé eso” o “conmigo fue la primera vez que hizo lo otro”. Por eso me adelanto al mundo y digo que fue conmigo que aprendió a caminar. Que yo fui su primer testigo en esa difícil prueba con su destino. Y que al hacerlo, aún con mis tropiezos y mi desordenada manera de educarla, aún con mi inmadurez y mi aprehensión a la irresponsabilidad, me regaló ese sentimiento que es más sincero cuando es potestad de los padres, y que me lleva a afirmar que me siento orgulloso de mi hija.

No hay comentarios:

Publicar un comentario