Este cuento no tiene ninguna dedicatoria en especial. Como siempre que escribo largo, lo dedicaré a todo el que se de el trabajo de leerme hasta el final.
Habían pasado unas semanas desde la última réplica, pero Camila aún no podía dormir en paz. Su cuarto, separado apenas por un pequeño baño del de sus padres, no volvería a tener la puerta cerrada, y la distancia se le tornaba eterna cada vez que su memoria la retrocedía a la noche más espeluznante en sus siete años de existencia. Y volvían el miedo, la angustia, la claustrofobia; la voz de su madre diciéndole “ya vuelvo, no demoro”; los alaridos de Vicky, la empleada del hogar, al borde del desmayo; la ventana del balcón estallando. La hora y media que insistió marcando los números celulares de sus padres hasta que aparecieron, casi en simultáneo, desde rumbos distintos.
Roberto y Luciana tuvieron a Camila tres años después de su casamiento. De los veintiocho no paso, le había advertido Luciana, y Roberto, aceptado como si las fechas no le importasen, pero sabiendo que treinta y dos era un buen número para convertirse en padre, y para dejar por fin, de jugar a la adolescencia. No deseaban un hermano para Camila, y eso había engendrado una dulce niña, hermosa. Pero engreída como pocas y en ocasiones, asustadiza. El día del terremoto la pareja tuvo una fuerte discusión. Olvidarían rápidamente lo que desencadenó la batalla pero ambos intuían de qué lado se producían las balas. Lo último que recordaba Luciana antes de que la tierra jugase al fin del mundo en gran parte del Perú, era su insistencia para ubicar a Roberto mediante el teléfono, y la manera en que aborreció la casilla de voz. Al llegar al hogar, ambos abrazaron un largo rato a su hija, que no cesaba en llanto. Luego se miraron casi con ternura, con complicidad afectiva. Esa noche la pasaron los tres en la habitación de Camila haciendo caso omiso a las noticias. Habían vuelto, al menos en apariencia, a ser una familia.
Luciana no volvió a saber nada de Laura, una antigua amistad, hasta cinco días después del terremoto. En ocasiones, cuando el pesimismo se apoderaba de sus pensamientos, imaginaba cómo sería su reacción, cómo se enteraría, con quién lo haría incluso. No intuyó jamás que sería Laura la intermediaria entre la aparente calma de su mundo y la tormenta de la realidad. No imaginó que una amiga a la que había aceptado casi a imposiciones por gente común, y por la que tenía escondida antipatía, la citaría en un café para comentarle con fechas y datos concretos que su marido la estaba engañando.
Roberto y Luciana tuvieron a Camila tres años después de su casamiento. De los veintiocho no paso, le había advertido Luciana, y Roberto, aceptado como si las fechas no le importasen, pero sabiendo que treinta y dos era un buen número para convertirse en padre, y para dejar por fin, de jugar a la adolescencia. No deseaban un hermano para Camila, y eso había engendrado una dulce niña, hermosa. Pero engreída como pocas y en ocasiones, asustadiza. El día del terremoto la pareja tuvo una fuerte discusión. Olvidarían rápidamente lo que desencadenó la batalla pero ambos intuían de qué lado se producían las balas. Lo último que recordaba Luciana antes de que la tierra jugase al fin del mundo en gran parte del Perú, era su insistencia para ubicar a Roberto mediante el teléfono, y la manera en que aborreció la casilla de voz. Al llegar al hogar, ambos abrazaron un largo rato a su hija, que no cesaba en llanto. Luego se miraron casi con ternura, con complicidad afectiva. Esa noche la pasaron los tres en la habitación de Camila haciendo caso omiso a las noticias. Habían vuelto, al menos en apariencia, a ser una familia.
Luciana no volvió a saber nada de Laura, una antigua amistad, hasta cinco días después del terremoto. En ocasiones, cuando el pesimismo se apoderaba de sus pensamientos, imaginaba cómo sería su reacción, cómo se enteraría, con quién lo haría incluso. No intuyó jamás que sería Laura la intermediaria entre la aparente calma de su mundo y la tormenta de la realidad. No imaginó que una amiga a la que había aceptado casi a imposiciones por gente común, y por la que tenía escondida antipatía, la citaría en un café para comentarle con fechas y datos concretos que su marido la estaba engañando.
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“Mi mami ha estado llorando”, le dijo dos días antes del terremoto Camila a Roberto. Y ese fue el primer indicio de una inminente hecatombe para él. Había llevado hasta el momento con cuidado la relación. Citas en hoteles clandestinos, en cafés pocos concurridos por la gente de su entorno. Llamadas siempre desde el número de la oficina, regalos de cierto lujo cada vez que Claudia dibujaba entre líneas el “hasta cuándo”. Luciana no era ninguna tonta, pero Roberto sabía que la credibilidad y la confianza eran adjetivos profundos en su relación, y que su larguísimo camino como hombre fiel le permitía ciertos privilegios. Llevaba casi nueve meses saliendo con Claudia, una bella mujer que no llegaba a los veinticinco años. Roberto no supo qué decir ante las palabras de su hija. Esbozó un ya se le pasará, o quizás un la llamaré para preguntarle qué tuvo.
Desde la cita con Laura, Luciana no sabía cómo afrontar sus días en el hogar. La rabia y el odio cambiaban sus fichas por una gran incertidumbre. Conocía amigas que habían pasado por lo mismo, y el epílogo en esas situaciones era siempre el divorcio. No tenía ningún ejemplo sobre una mejora en sus vidas. Al contrario, mucho psicoanálisis, uno que otro viaje ineficaz, pérdida del estatus social. Recordaba claramente cómo le sirvió de escudo a su prima Mariela cuando Raúl, su esposo, la abandonó por su secretaria, y se le habían quedado casi tatuadas en la memoria unas palabras que reaparecían en sus pensamientos: no sabes cómo me duele que otra persona, una extraña, sea la que decida a partir de ahora mi futuro, el futuro de mi familia.
Y así sería. Roberto se iría con su amante, y dejaría en el hogar que moldearon juntos tanto física como espiritualmente durante una década, el crecimiento de su hija, acaso la condena hacia la imposibilidad de un alejamiento, y el imán que los llevaría a envejecer juntos pero separados.
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Atando cabos Roberto llegó a la conclusión de que su esposa llevaba más tiempo procesando la noticia. Que el llanto era una secuela de algo duradero. Las últimas semanas las habían surcado con poco sexo, algo fuera de lo común en su relación, y las cotidianas riñas venían cargadas de frases que fuera de ser impulsivas, parecían premeditadas en Luciana. Por otro lado, él había dejado pasar mucho tiempo las preguntas. ¿Aún la amo? ¿Me estoy enamorando de Claudia?
La relación con Luciana se enfrió desde el nacimiento de Camila. Como suele pasar con las buenas personas, la hija era lo más importante. Acaso lo único importante. Y le habían dedicado su vida. Literalmente. Cada vez que tenían una conversación fluida, era por ella, y las veces que homenajeaban su amor con la felicidad de aliada, era para celebrar un destello de su mágica existencia. Una buena libreta, una impecable presentación en una clausura, el hecho de que había sido sin dudas la más linda de un santo infantil.
Pese a ello Roberto jamás contempló la posibilidad del adulterio. Fue en una fiesta de fin de año de la empresa en la que trabajaba con éxito desde siempre, cuando conoció a Claudia. Daniel, un colega suyo, lo había casi obligado a bailar con ella, que venía con el cartel de ser amiga de algunas de las chicas de ventas. Esa noche se desbordó de placer al sentir tan cerca una imagen así. Claudia podía pasar como esas mujeres a las que Roberto volteaba a mirar suspirando para sí mismo la imposibilidad de alcanzarla. Y conforme corrían los tragos y el whisky se apoderaba de su entrepierna, imaginaba esos pechos, apenas protegidos por un atrevido escote negro, cerca de sus labios. Claudia olía delicioso. Un aroma indescifrable. Un aroma que no era de Luciana, ni de su rutina, ni de sus músculos adentrándose cada vez más al mar de los cuarentas.
Un par de años antes, Luciana había decidido, o se había resignado, a una relación para toda la vida. Era de las personas que no creían en los para siempre, y dejaba una luz de duda a todo lo que se le tornaba positivo. Pero observándose al espejo de la vida notó que el tren se le estaba pasando. Que no sería jamás la sensual mujer que conquistó a Roberto y por la que se tuvo que comer incontables escenas de celos. En silencio, Luciana opinaba como la mayoría, “es una mujer mucho más guapa que su marido”, y eso le había permitido algunas licencias en la flor de su relación, cuando enamorados. Roberto siempre babeó por ella. Y Luciana lo aceptó un poco por su inteligencia y su nivel económico, y otro tanto porque era tiernísimo con ella.
Había una evidencia esta vez. Ya jamás podría olvidar a Roberto. Jamás superaría su partida. Jamás aparecería el hombre que babee por ella ni el tierno. Tampoco el millonario capaz de comprarla al menos materialmente, alejando de su cerebro el proscrito dilema de volver a trabajar. Las cosas cambiarían, pero qué más daba, no estaba dispuesta a mostrarse ante el mundo, de la noche a la mañana, como una “cornuda” más.
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Camila andaba preocupada. Le habían dicho en su colegio que habría un simulacro para saber qué hacer y cómo reaccionar ante un posible terremoto. Le dijeron que al día siguiente, a las once de la mañana, se detendrían las clases y todos deberían actuar como si la tierra estuviese sacudiendo sus certezas. No dejaba de pensar en ello, quería tener a sus padres cerca. O al menos que le permitan llevar un celular para marcar sus números desde antes, porque así sí entraría la llamada. “¿Va a haber otro terremoto mami? ¿Cómo es eso del simulacro?”. Luciana le había explicado con la cabeza en otro sitio lo que ocurriría, pero Camila no quería saber nada con terremotos ni temblores ni réplicas. Que se vayan con su simulacro a otra parte.
Luciana tampoco quería más remesones, y decidió enfrentar a su marido. Ese mismo día, cual detective cumplidor con creces de una misión, Laura le mencionó por teléfono que estaba completamente segura. “Se llama Claudia, es una conocida de las hermanas Gutiérrez. El hijo de Marisol trabaja en un casino cerca de un hotel en Angamos, y los ha visto salir varias veces de allí”. No había marcha atrás. Por fin la villana tenía nombre. A partir de eso sería más fácil martirizarse el cerebro averiguando hasta sus notas en la primaria. El blanco en el que depositaría sus nocivos y malintencionados dardos tendría ya una foto.
Desde el terremoto, Roberto había vuelto a ser el esposo preocupado y afectuoso. Algunas tareas reservadas para Luciana, como levantar cada mañana con cariño a Camila o llegar de vez en cuando a la casa con algún postre, las había tomado él. Por primera vez en la vida, el trabajo había dejado de ser lo más importante. La culpabilidad lo abstraía de sus obligaciones. La última noche que pasó con Claudia le dejó un sabor agridulce. Nunca más, llegó a pensar en algún momento. Pero, ¿cómo terminar con el asunto? Nueve meses es una eternidad cuando se esconde el corazón, y las palabras a veces son arpías. Te amo, le llegó a decir a su amante alguna vez.
Como siempre, Camila volvía a apoderarse de su mundo. Era una mala época para noticias de alejamientos. La niña no había vuelto a ser la misma desde el terremoto, y a partir de ello, la toma de decisiones era para Roberto un poema al “stand bye”. Lo que sentía por Luciana no había variado desde la aparición de Claudia, y eso le generaba la sensación de eternidad para su actual estado. Tal vez era el descaro, o los vientos helados de la rutina, pero podía mirar a los ojos a su esposa. Podía bromear con ella de vez en cuando. Y con regular frecuencia, penetrarla por las noches de la manera en que ella más lo disfrutaba.
Una llamada telefónica de Luciana trajo consigo lo evidente. Su voz sonaba áspera e irreverente. ¿Cómo se había enterado? ¿Qué detalle había dejado olvidado? “Necesitamos hablar”, le dijo su esposa. Y Roberto contestó como el que se sabe derrotado, sin pedir adelantos ni insinuaciones. Dejó para otro momento la llamada a Claudia y trató de ensayar su repertorio culposo ante Luciana. ¿Qué decirle? ¿Negar todo? ¿Voltearle la torta? “Cómo puedes desconfiar de mí”. ¿Y Claudia? ¿Aceptaría tan fácil la cosa? “Ya no nos podemos ver más”. Hasta se imaginaba en una película estilo Woody Allen en la que el marido arrepentido decide regresar con su mujer y tiene que lidiar con la obsesión y el chantaje de su amante. “La creo capaz”. Además, no iba a ser tan fácil deshacerse de ella, lo tenía agarrado desde la parte más frágil y menos pensante del hombre. Roberto no llegó a una clara conclusión.
“Mi mami ha estado llorando”, le dijo dos días antes del terremoto Camila a Roberto. Y ese fue el primer indicio de una inminente hecatombe para él. Había llevado hasta el momento con cuidado la relación. Citas en hoteles clandestinos, en cafés pocos concurridos por la gente de su entorno. Llamadas siempre desde el número de la oficina, regalos de cierto lujo cada vez que Claudia dibujaba entre líneas el “hasta cuándo”. Luciana no era ninguna tonta, pero Roberto sabía que la credibilidad y la confianza eran adjetivos profundos en su relación, y que su larguísimo camino como hombre fiel le permitía ciertos privilegios. Llevaba casi nueve meses saliendo con Claudia, una bella mujer que no llegaba a los veinticinco años. Roberto no supo qué decir ante las palabras de su hija. Esbozó un ya se le pasará, o quizás un la llamaré para preguntarle qué tuvo.
Desde la cita con Laura, Luciana no sabía cómo afrontar sus días en el hogar. La rabia y el odio cambiaban sus fichas por una gran incertidumbre. Conocía amigas que habían pasado por lo mismo, y el epílogo en esas situaciones era siempre el divorcio. No tenía ningún ejemplo sobre una mejora en sus vidas. Al contrario, mucho psicoanálisis, uno que otro viaje ineficaz, pérdida del estatus social. Recordaba claramente cómo le sirvió de escudo a su prima Mariela cuando Raúl, su esposo, la abandonó por su secretaria, y se le habían quedado casi tatuadas en la memoria unas palabras que reaparecían en sus pensamientos: no sabes cómo me duele que otra persona, una extraña, sea la que decida a partir de ahora mi futuro, el futuro de mi familia.
Y así sería. Roberto se iría con su amante, y dejaría en el hogar que moldearon juntos tanto física como espiritualmente durante una década, el crecimiento de su hija, acaso la condena hacia la imposibilidad de un alejamiento, y el imán que los llevaría a envejecer juntos pero separados.
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Atando cabos Roberto llegó a la conclusión de que su esposa llevaba más tiempo procesando la noticia. Que el llanto era una secuela de algo duradero. Las últimas semanas las habían surcado con poco sexo, algo fuera de lo común en su relación, y las cotidianas riñas venían cargadas de frases que fuera de ser impulsivas, parecían premeditadas en Luciana. Por otro lado, él había dejado pasar mucho tiempo las preguntas. ¿Aún la amo? ¿Me estoy enamorando de Claudia?
La relación con Luciana se enfrió desde el nacimiento de Camila. Como suele pasar con las buenas personas, la hija era lo más importante. Acaso lo único importante. Y le habían dedicado su vida. Literalmente. Cada vez que tenían una conversación fluida, era por ella, y las veces que homenajeaban su amor con la felicidad de aliada, era para celebrar un destello de su mágica existencia. Una buena libreta, una impecable presentación en una clausura, el hecho de que había sido sin dudas la más linda de un santo infantil.
Pese a ello Roberto jamás contempló la posibilidad del adulterio. Fue en una fiesta de fin de año de la empresa en la que trabajaba con éxito desde siempre, cuando conoció a Claudia. Daniel, un colega suyo, lo había casi obligado a bailar con ella, que venía con el cartel de ser amiga de algunas de las chicas de ventas. Esa noche se desbordó de placer al sentir tan cerca una imagen así. Claudia podía pasar como esas mujeres a las que Roberto volteaba a mirar suspirando para sí mismo la imposibilidad de alcanzarla. Y conforme corrían los tragos y el whisky se apoderaba de su entrepierna, imaginaba esos pechos, apenas protegidos por un atrevido escote negro, cerca de sus labios. Claudia olía delicioso. Un aroma indescifrable. Un aroma que no era de Luciana, ni de su rutina, ni de sus músculos adentrándose cada vez más al mar de los cuarentas.
Un par de años antes, Luciana había decidido, o se había resignado, a una relación para toda la vida. Era de las personas que no creían en los para siempre, y dejaba una luz de duda a todo lo que se le tornaba positivo. Pero observándose al espejo de la vida notó que el tren se le estaba pasando. Que no sería jamás la sensual mujer que conquistó a Roberto y por la que se tuvo que comer incontables escenas de celos. En silencio, Luciana opinaba como la mayoría, “es una mujer mucho más guapa que su marido”, y eso le había permitido algunas licencias en la flor de su relación, cuando enamorados. Roberto siempre babeó por ella. Y Luciana lo aceptó un poco por su inteligencia y su nivel económico, y otro tanto porque era tiernísimo con ella.
Había una evidencia esta vez. Ya jamás podría olvidar a Roberto. Jamás superaría su partida. Jamás aparecería el hombre que babee por ella ni el tierno. Tampoco el millonario capaz de comprarla al menos materialmente, alejando de su cerebro el proscrito dilema de volver a trabajar. Las cosas cambiarían, pero qué más daba, no estaba dispuesta a mostrarse ante el mundo, de la noche a la mañana, como una “cornuda” más.
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Camila andaba preocupada. Le habían dicho en su colegio que habría un simulacro para saber qué hacer y cómo reaccionar ante un posible terremoto. Le dijeron que al día siguiente, a las once de la mañana, se detendrían las clases y todos deberían actuar como si la tierra estuviese sacudiendo sus certezas. No dejaba de pensar en ello, quería tener a sus padres cerca. O al menos que le permitan llevar un celular para marcar sus números desde antes, porque así sí entraría la llamada. “¿Va a haber otro terremoto mami? ¿Cómo es eso del simulacro?”. Luciana le había explicado con la cabeza en otro sitio lo que ocurriría, pero Camila no quería saber nada con terremotos ni temblores ni réplicas. Que se vayan con su simulacro a otra parte.
Luciana tampoco quería más remesones, y decidió enfrentar a su marido. Ese mismo día, cual detective cumplidor con creces de una misión, Laura le mencionó por teléfono que estaba completamente segura. “Se llama Claudia, es una conocida de las hermanas Gutiérrez. El hijo de Marisol trabaja en un casino cerca de un hotel en Angamos, y los ha visto salir varias veces de allí”. No había marcha atrás. Por fin la villana tenía nombre. A partir de eso sería más fácil martirizarse el cerebro averiguando hasta sus notas en la primaria. El blanco en el que depositaría sus nocivos y malintencionados dardos tendría ya una foto.
Desde el terremoto, Roberto había vuelto a ser el esposo preocupado y afectuoso. Algunas tareas reservadas para Luciana, como levantar cada mañana con cariño a Camila o llegar de vez en cuando a la casa con algún postre, las había tomado él. Por primera vez en la vida, el trabajo había dejado de ser lo más importante. La culpabilidad lo abstraía de sus obligaciones. La última noche que pasó con Claudia le dejó un sabor agridulce. Nunca más, llegó a pensar en algún momento. Pero, ¿cómo terminar con el asunto? Nueve meses es una eternidad cuando se esconde el corazón, y las palabras a veces son arpías. Te amo, le llegó a decir a su amante alguna vez.
Como siempre, Camila volvía a apoderarse de su mundo. Era una mala época para noticias de alejamientos. La niña no había vuelto a ser la misma desde el terremoto, y a partir de ello, la toma de decisiones era para Roberto un poema al “stand bye”. Lo que sentía por Luciana no había variado desde la aparición de Claudia, y eso le generaba la sensación de eternidad para su actual estado. Tal vez era el descaro, o los vientos helados de la rutina, pero podía mirar a los ojos a su esposa. Podía bromear con ella de vez en cuando. Y con regular frecuencia, penetrarla por las noches de la manera en que ella más lo disfrutaba.
Una llamada telefónica de Luciana trajo consigo lo evidente. Su voz sonaba áspera e irreverente. ¿Cómo se había enterado? ¿Qué detalle había dejado olvidado? “Necesitamos hablar”, le dijo su esposa. Y Roberto contestó como el que se sabe derrotado, sin pedir adelantos ni insinuaciones. Dejó para otro momento la llamada a Claudia y trató de ensayar su repertorio culposo ante Luciana. ¿Qué decirle? ¿Negar todo? ¿Voltearle la torta? “Cómo puedes desconfiar de mí”. ¿Y Claudia? ¿Aceptaría tan fácil la cosa? “Ya no nos podemos ver más”. Hasta se imaginaba en una película estilo Woody Allen en la que el marido arrepentido decide regresar con su mujer y tiene que lidiar con la obsesión y el chantaje de su amante. “La creo capaz”. Además, no iba a ser tan fácil deshacerse de ella, lo tenía agarrado desde la parte más frágil y menos pensante del hombre. Roberto no llegó a una clara conclusión.
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Luciana se armó de valor y lo esperó en la entrada del hogar. Tenía preparadas de antemano sus palabras. Empezaría probándolo, “¿quién es Claudia? ¿Por qué te ha llamado a la casa? ¿Cómo conoce el número?”. Si notaba cinismo, alzaría un poco la voz, “no te hagas el idiota. Ya sé que te encamas con ella en un hotel en Angamos”. Luego, lo sabía, aparecerían las lágrimas y su voz se resquebrajaría hasta matarlo de la pena, para luego sentenciar: “Quiero el divorcio Roberto. Es lo mejor”. Sus palabras finales tendrían a Camila como protagonista. “Sólo los fines de semana y sin esa perra”.
Roberto, por su diálogo interpersonal, demoró un poco más de lo debido. Y tal vez para alargar la agonía, se apareció con una pizza. Eso desconcertó un momento a Luciana. Camila lo sintió llegar y salió de su cama. “¡Qué rico! ¿Puedo?”, dijo contenta. “Sólo un pedazo porque sino no puedes dormir”, dijo Luciana. “Lo que diga tu mami”, sentenció Roberto. Ya sentados en la mesa y luego de traer los platos, vasos y cubiertos respectivos, la intranquilidad se apoderó de la mujer. Quería expulsar su mierda de una vez por todas. “A dormir Camila”. “Yo la acuesto”, dijo Roberto, y Luciana lo interceptó con seriedad: no, tengo que hablar contigo.
Antes de darle rienda suelta al discurso, una sensación extraña se apoderó de Luciana. Sintió un ligero mareo y sus extremidades empezaron a actuar sin su permiso. Eran los nervios, la rabia, la tristeza. Su mente había estado todo este tiempo preocupada en confirmar una verdad explícita, y su cuerpo recién empezaba a procesar aquello. Ahora tenía enfrente a Roberto, era el mismo pero distinto. El que la conquistó años atrás con una ternura mágica, tan desemejante de la de sus ex hombres, ahora cargaba vacío en sus ojos, ese aura alejado de los prescindibles. Lo observó fijamente y sin saber cómo, sus labios empezaron a actuar: “Estoy embarazada”.
Roberto reaccionó con inusitada alegría. Había escondido los nervios muy bien, pero aquello fue un desahogo. Le acarició la barriga y hasta dio la impresión de acandilar el rostro. “Lo estaba esperando tanto”, le dijo al oído. “Qué buena noticia”. Se abrazaron largo rato y volvieron a besarse como en mucho tiempo. Luego Camila llamó desde su habitación a Roberto. “La duermo al toque mi amor, voy pronto al cuarto”.
“Papi, ¿Qué es un simulacro?”. “Ah hijita, es para saber cómo reaccionar ante un terremoto”. “Pero, ¿va a haber otro terremoto mañana?”. “No hija, un simulacro es un terremoto de mentira. No va a haber un terremoto nunca más”. “¿Me lo prometes?”. “Te lo prometo”, dijo Roberto, y le dio un gran beso a su hija. Se quedó con ella unos segundos acariciándole el cabello. Un alivio profundo acaparó su mente para luego volver a Claudia, y a sus senos, y a su forma de tocarlo, y al aroma de su lengua y de su sexo. Estaba listo para hacerle el amor a su mujer. Para embarazarla incluso. Le dio un último beso a su hija en la frente, y después de muchas lunas, le cerró la puerta.
Luciana se armó de valor y lo esperó en la entrada del hogar. Tenía preparadas de antemano sus palabras. Empezaría probándolo, “¿quién es Claudia? ¿Por qué te ha llamado a la casa? ¿Cómo conoce el número?”. Si notaba cinismo, alzaría un poco la voz, “no te hagas el idiota. Ya sé que te encamas con ella en un hotel en Angamos”. Luego, lo sabía, aparecerían las lágrimas y su voz se resquebrajaría hasta matarlo de la pena, para luego sentenciar: “Quiero el divorcio Roberto. Es lo mejor”. Sus palabras finales tendrían a Camila como protagonista. “Sólo los fines de semana y sin esa perra”.
Roberto, por su diálogo interpersonal, demoró un poco más de lo debido. Y tal vez para alargar la agonía, se apareció con una pizza. Eso desconcertó un momento a Luciana. Camila lo sintió llegar y salió de su cama. “¡Qué rico! ¿Puedo?”, dijo contenta. “Sólo un pedazo porque sino no puedes dormir”, dijo Luciana. “Lo que diga tu mami”, sentenció Roberto. Ya sentados en la mesa y luego de traer los platos, vasos y cubiertos respectivos, la intranquilidad se apoderó de la mujer. Quería expulsar su mierda de una vez por todas. “A dormir Camila”. “Yo la acuesto”, dijo Roberto, y Luciana lo interceptó con seriedad: no, tengo que hablar contigo.
Antes de darle rienda suelta al discurso, una sensación extraña se apoderó de Luciana. Sintió un ligero mareo y sus extremidades empezaron a actuar sin su permiso. Eran los nervios, la rabia, la tristeza. Su mente había estado todo este tiempo preocupada en confirmar una verdad explícita, y su cuerpo recién empezaba a procesar aquello. Ahora tenía enfrente a Roberto, era el mismo pero distinto. El que la conquistó años atrás con una ternura mágica, tan desemejante de la de sus ex hombres, ahora cargaba vacío en sus ojos, ese aura alejado de los prescindibles. Lo observó fijamente y sin saber cómo, sus labios empezaron a actuar: “Estoy embarazada”.
Roberto reaccionó con inusitada alegría. Había escondido los nervios muy bien, pero aquello fue un desahogo. Le acarició la barriga y hasta dio la impresión de acandilar el rostro. “Lo estaba esperando tanto”, le dijo al oído. “Qué buena noticia”. Se abrazaron largo rato y volvieron a besarse como en mucho tiempo. Luego Camila llamó desde su habitación a Roberto. “La duermo al toque mi amor, voy pronto al cuarto”.
“Papi, ¿Qué es un simulacro?”. “Ah hijita, es para saber cómo reaccionar ante un terremoto”. “Pero, ¿va a haber otro terremoto mañana?”. “No hija, un simulacro es un terremoto de mentira. No va a haber un terremoto nunca más”. “¿Me lo prometes?”. “Te lo prometo”, dijo Roberto, y le dio un gran beso a su hija. Se quedó con ella unos segundos acariciándole el cabello. Un alivio profundo acaparó su mente para luego volver a Claudia, y a sus senos, y a su forma de tocarlo, y al aroma de su lengua y de su sexo. Estaba listo para hacerle el amor a su mujer. Para embarazarla incluso. Le dio un último beso a su hija en la frente, y después de muchas lunas, le cerró la puerta.